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Como ya se ha dicho, nuestro noviciado estaba en Savona, en el burgo San Juan, en el palacio de la Sra. Fei d´Oria. Había en él diecinueve, con el P. Maestro y el Ayudante, diecisiete de los cuales eran novicios. Y como ninguno de nosotros había hecho aún los ejercicios espirituales, conforme nuestras Constituciones, en la Vigilia de los Santos Simón y Judas, Apóstoles, nuestro Padre nos introdujo en ellos con tanto amabilidad y espíritu, que parece increíble poder decir que, -en un mes que duraron, eran tantas las lágrimas, los suspiros y los sollozos que se dejaban ver durante aquel tiempo, particularmente en los coloquios, que, en medio de la oración mental, nos hacía el P. Maestro cuatro veces al día, y entre todo duraban más de seis horas- aquello parecía, en efecto, uno de aquellos ergástulos de que habla el gran Casiano. Era tal la devoción que comunicaba, que acudían allí algunas personas de gran espíritu y particular devoción, que aumentaba al vernos a todos nosotros en un salón, divididos sólo con una tela entre la cama de cada uno. Cuando se hicieron las confesiones generales, -el día anterior a la Santa Comunión, adonde vino también el P. Pedro, para ayudar a confesar- el P. Maestro nos mandó a todos ir al refectorio a gatas. Después, tras una buena arenga, nos hizo conocer, en efecto, que por nuestros pecados nos habíamos hecho animales; y nos sentimos tan compungidos, que los ojos de cada uno de nosotros se convirtieron en torrentes de lágrimas. No comimos más que un poco de pan, atados al cuello bajo la mesa con un trencilla de hierba; y nos trajeron para beber un cubo de agua, en donde, como los animales, así nos creíamos, lamíamos un poco con la lengua. Y, aunque el P. Pedro nos animaba con palabras dulces, prometiéndonos el perdón de nuestros pecados de parte de Dios, sin embargo, esto era para nosotros ocasión de mayor llanto. Volvimos a nuestras celdas, y estuvimos, de algún modo, atados toda la noche, hasta el momento en que salimos de casa, para ir a comulgar.
 
Como ya se ha dicho, nuestro noviciado estaba en Savona, en el burgo San Juan, en el palacio de la Sra. Fei d´Oria. Había en él diecinueve, con el P. Maestro y el Ayudante, diecisiete de los cuales eran novicios. Y como ninguno de nosotros había hecho aún los ejercicios espirituales, conforme nuestras Constituciones, en la Vigilia de los Santos Simón y Judas, Apóstoles, nuestro Padre nos introdujo en ellos con tanto amabilidad y espíritu, que parece increíble poder decir que, -en un mes que duraron, eran tantas las lágrimas, los suspiros y los sollozos que se dejaban ver durante aquel tiempo, particularmente en los coloquios, que, en medio de la oración mental, nos hacía el P. Maestro cuatro veces al día, y entre todo duraban más de seis horas- aquello parecía, en efecto, uno de aquellos ergástulos de que habla el gran Casiano. Era tal la devoción que comunicaba, que acudían allí algunas personas de gran espíritu y particular devoción, que aumentaba al vernos a todos nosotros en un salón, divididos sólo con una tela entre la cama de cada uno. Cuando se hicieron las confesiones generales, -el día anterior a la Santa Comunión, adonde vino también el P. Pedro, para ayudar a confesar- el P. Maestro nos mandó a todos ir al refectorio a gatas. Después, tras una buena arenga, nos hizo conocer, en efecto, que por nuestros pecados nos habíamos hecho animales; y nos sentimos tan compungidos, que los ojos de cada uno de nosotros se convirtieron en torrentes de lágrimas. No comimos más que un poco de pan, atados al cuello bajo la mesa con un trencilla de hierba; y nos trajeron para beber un cubo de agua, en donde, como los animales, así nos creíamos, lamíamos un poco con la lengua. Y, aunque el P. Pedro nos animaba con palabras dulces, prometiéndonos el perdón de nuestros pecados de parte de Dios, sin embargo, esto era para nosotros ocasión de mayor llanto. Volvimos a nuestras celdas, y estuvimos, de algún modo, atados toda la noche, hasta el momento en que salimos de casa, para ir a comulgar.

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CAPÍTULO 5 De algunas cosas admirables Sucedidas en el Noviciado

Como ya se ha dicho, nuestro noviciado estaba en Savona, en el burgo San Juan, en el palacio de la Sra. Fei d´Oria. Había en él diecinueve, con el P. Maestro y el Ayudante, diecisiete de los cuales eran novicios. Y como ninguno de nosotros había hecho aún los ejercicios espirituales, conforme nuestras Constituciones, en la Vigilia de los Santos Simón y Judas, Apóstoles, nuestro Padre nos introdujo en ellos con tanto amabilidad y espíritu, que parece increíble poder decir que, -en un mes que duraron, eran tantas las lágrimas, los suspiros y los sollozos que se dejaban ver durante aquel tiempo, particularmente en los coloquios, que, en medio de la oración mental, nos hacía el P. Maestro cuatro veces al día, y entre todo duraban más de seis horas- aquello parecía, en efecto, uno de aquellos ergástulos de que habla el gran Casiano. Era tal la devoción que comunicaba, que acudían allí algunas personas de gran espíritu y particular devoción, que aumentaba al vernos a todos nosotros en un salón, divididos sólo con una tela entre la cama de cada uno. Cuando se hicieron las confesiones generales, -el día anterior a la Santa Comunión, adonde vino también el P. Pedro, para ayudar a confesar- el P. Maestro nos mandó a todos ir al refectorio a gatas. Después, tras una buena arenga, nos hizo conocer, en efecto, que por nuestros pecados nos habíamos hecho animales; y nos sentimos tan compungidos, que los ojos de cada uno de nosotros se convirtieron en torrentes de lágrimas. No comimos más que un poco de pan, atados al cuello bajo la mesa con un trencilla de hierba; y nos trajeron para beber un cubo de agua, en donde, como los animales, así nos creíamos, lamíamos un poco con la lengua. Y, aunque el P. Pedro nos animaba con palabras dulces, prometiéndonos el perdón de nuestros pecados de parte de Dios, sin embargo, esto era para nosotros ocasión de mayor llanto. Volvimos a nuestras celdas, y estuvimos, de algún modo, atados toda la noche, hasta el momento en que salimos de casa, para ir a comulgar.

Rejuvenecidos con estos ejercicios, fue grandísimo el fervor con que se caminaba ante toda suerte de mortificación y observancia regular, teniendo en cuenta hasta la más pequeña transgresión de la Regla, a pesar de estar tan incómodos en el aposento. Hasta tal punto que ni con licencia se alzaba la tela de la camarilla, para coger de la mesita del otro la más mínima cosa, si no había nadie en ella; y, si estaba, se le pedía desde fuera.

Así, recuerdo que una vez, habiendo algunos alzado sólo los ojos en la mesa, para ver no sé qué cosa que venía de fuera, el P. Maestro, dándose cuenta de ello, ordenó que aquella mañana no se tomara pitanza; e hizo que todos nosotros la miráramos solamente, dando vueltas alrededor, para mayor mortificación.

Otra vez, estando uno de nosotros ajustando las medias calcetas que entonces se llevaban, se le quedaron mirando otros dos. En cuanto los vio el P. Maestro, y aunque no estaban hablando ni cometiendo otro delito, ordenó que los dos dieran al primero una disciplina sobre las espaldas, porque se había puesto a trabajar fuera de su camarilla sin licencia. Éste, como le parecía que lo hacían despacio, deseoso de sufrir más, dijo al P. maestro: “Benedicite. Me dan despacio”. Y luego dio otra mortificación a los dos.

A otro que pasó con poca modestia la hoja del Breviario cuando se recitaba el Oficio Divino, le ordenó se diera una disciplina sobre las espaldas.

Y a otro que, al ir a las clases, iba a la casa de su padre sin licencia, del cual recibió no sé qué limosna, el P. Maestro, exagerando esta falta con su habitual fervor, diciendo que no sabía qué mortificación darle, se dio él, es decir, el P. Maestro,

-mientras estábamos todos en la mesa- una disciplina tal sobre las espaldas, que no sólo le caían gotas de sangre, sino también, tres veces, de puro dolor, estuvo a punto de caer por tierra; y habría caído, si no se hubiera apoyado con las manos. Por la perplejidad, nosotros estuvimos en la mesa casi sin comer, ni nos atrevimos a decirle nada, viendo a nuestro Maestro lacerarse de tal modo, a causa de nuestras faltas. Otras muchas mortificaciones semejantes podría yo contar, que declino hacer por brevedad. Sólo digo fueron tales, que produjeron mucha devoción en la ciudad y en su distrito. Y en muchas cosas mostró Dios que le eran gratas.

Por ejemplo:

Ocurrió que un día que había nevado mucho, no se encontraba leña ni para cocinar, ni para calentarse; y, de repente, sin haber salido nosotros de casa, nos trajeron mucha.

Una vez nos encontrábamos si pan, pues para diecinueve personas no había más que unos cuatro o cinco trozos. Después de repartirlos entre nosotros los novicios, Dios los multiplicó de tal modo, que cuando fuimos a la mesa, mientras el P. Maestro leía en ella, los diecisiete comimos lo suficiente, quedando aún para el P. Maestro y para el H. Juan Antonio de San Carlos, profeso de votos simples, y hasta para algunos pobres que habían venido a la puerta. Esto nos maravilló a todos nosotros, que conocíamos la escasez de pan.

Notas