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Grandísima y lamentable fue la ruina y el incendio ocurrido en la ciudad de Savona a las cinco de la noche del día 7 de julio de 1648. Fuera casual o intencionado, en todo caso, conocido por Su Majestad divina, que tantas catástrofes tolera en el mundo, los permite por sus justos juicios, y siempre para bien del hombre, y mayor gloria de Su Majestad. | Grandísima y lamentable fue la ruina y el incendio ocurrido en la ciudad de Savona a las cinco de la noche del día 7 de julio de 1648. Fuera casual o intencionado, en todo caso, conocido por Su Majestad divina, que tantas catástrofes tolera en el mundo, los permite por sus justos juicios, y siempre para bien del hombre, y mayor gloria de Su Majestad. |
Última revisión de 17:39 27 oct 2014
Ver original en ItalianoCAPÍTULO 19 Incendio en la ciudad de Savona, Y derrumbe de nuestra Casa, Con muerte de los nuestros [1648]
Grandísima y lamentable fue la ruina y el incendio ocurrido en la ciudad de Savona a las cinco de la noche del día 7 de julio de 1648. Fuera casual o intencionado, en todo caso, conocido por Su Majestad divina, que tantas catástrofes tolera en el mundo, los permite por sus justos juicios, y siempre para bien del hombre, y mayor gloria de Su Majestad.
La ciudad de Savona tenía un gran baluarte encima del puerto, llamado de San Jorge, separado de la fortaleza real por un gran foso. En este puerto el Ministro de Guerra había ordenado almacenar unos mil setecientos barriles de pólvora, para usarla en caso de necesidad.
Esta cantidad tan grande de pólvora causaba gran terror a toda la ciudad, por la posibilidad de que, en caso de perturbación del tiempo, cayera algún rayo del cielo. Hicieron muchas veces instancias ante el Serenísimo Senado, para que la retirara de aquel puerto, sin obtener más que buenas palabras y esperanza. Pero nunca hizo nada. Iba pasando el tiempo, pero el tiempo se acabó, por el desgracia que voy a describir.
Antes de hacerlo, quiero, lector, que sepas dos cosas. Verás que vienen a cuento del caso, aunque ahora no son conocidas como tales.
1ª. Después de la publicación de nuestra reducción, salió de nuestra casa de las Escuelas Pías de Nursia el P. Agustín [Divizia] de San Carlos, entonces clérigo, para visitar a su padre en Arassi, su patria, pueblo de Liguria, no muy lejos de Savona hacia el poniente. Como dicho clérigo quería volver a Nursia, N. V. P. Fundador me ordenó le escribiera que le gustaría mucho se detuviera en Savona para ayudar a aquella casa; y que le prometía pedir por él en sus oraciones, vivo o muerto. Con esta exhortación, nuestro clérigo, Agustín de San Carlos, se detuvo en Savona. Recuerda esto, lector, que te será útil más adelante.
2ª. La segunda es que, habiendo sido yo, Vicente [Berro] de la Concepción, solicitado varias veces para ir a Savona, mi patria, para ayudar a aquellas Escuelas Pías, e incluso habiéndome enviado aquellos Padres, todos unidos, la patente de Superior, o sea, Ministro de aquella Casa, y el P. Pedro Pablo, mi hermano carnal, exhortado algunas veces a ir allá, yo nunca pude decidirme, pues oía claramente que me decían en mi interior: “No vayas, que te vas a enterrar vivo”. Cuando le dije esto a mi hermano, él, atribuyéndolo a una fantasía, porque nunca había estado allí desde que de allí salí, el año 1624. Él seguía reclamándome, y yo, sin corresponder con él, porque cada vez más vivamente sentía resonar en mi interior aquellas amenazas de ir a enterrarme vivo. Escribieron a N. V. P. Fundador, y éste me dijo que diera aquel gusto a los Padres de Savona, que con tanto afecto me pedían como Superior. Yo, no pudiendo por menos, le respondí: “Padre, siento que mi corazón me dice que no vaya allí, que me voy a enterrar vivo; por eso no tengo fuerzas. Al oír esto N. V. P. Fundador no insistió más, y yo no fui. Fue cosa del Espíritu Santo, como se verá más abajo.
Estaba, pues, nuestro clérigo profeso Agustín de San Carlos la noche de 6 al 7 de julio de 1648 durmiendo en su celda habitual, y se despertó, porque le parecía que alguien lo llamaba. Ya despierto, sintió que lo llamaba clara y distintamente el V. P. Fundador. Salió de la habitación para ver quién lo llamaba, y no viendo a nadie a su puerta, anduvo por el dormitorio observando si alguno se lamentaba; pero al no ver ningún motivo, se retiró a su celda. Ya acostado, nuevamente oyó que lo llamaban, diciendo: “¡Hermano Agustín, Hermano Agustín!”. Salió de nuevo por el dormitorio. No oyendo nada, y pensando que todos dormían, volvió a la habitación admirado del hecho que le había sucedido dos veces, y sin saber qué decir. Al quitar el hábito nuevamente para acostarse, sintió por tercera vez que lo llamaban con voz muy ardorosa, sonora, triplicada: “¡Hermano Agustín, Hermano Agustín, Hermano Agustín!” Salió rápido de la celda y fue hacia la del P. Jacinto [Piamonte] de San Francisco, que había llegado a casa aquella misma noche, temiendo le pudiera haber pasado algo malo. Acercándose a su celda, se dio cuenta de que dormía. Llamando por el dormitorio con el saludo acostumbrado de “¡Deo gratias, Deo gratias! ¿Quién llama? ¿Quién necesita algo?”, y viendo que todos dormían tranquilos, pensó volver a su habitación. Cuando iba, se sintió como obligado a asomarse a una ventana del dormitorio, que miraba hacia el puerto, y desde ella vio que, de la parte del poniente, se acercaba a la ciudad una nube toda de fuego, que irradiaba truenos y relámpagos, en medio de una tempestad horribilísima. Así que corrió aterrorizado a la celda de un Hermano laico, llamado Antonio [Antoni] de San Felipe Neri; lo despertó para que se levantara a tocar las campanas. Después de despertarlo, el H. Agustín corrió enseguida a sonar el Ave María; luego, viendo que el H. Antonio no aparecía, y que aquella nube, como boca del infierno, disparaba tantos rayos que aterraba, y parecía querer derribar la ciudad, corrió a llamarlo de nuevo, para tocar todas las campanas.
Mientras volteaban y sonaban las campanas, llovían relámpagos y rayos sobre toda la ciudad, como si el infierno se hubiera desencadenado contra ella. En esto se oyó un terremoto tan horrible, que nuestros Religiosos quedaron aterrorizados, paralizados, e inmóviles, pareciéndoles que estaban en la boca de un gran horno, por el gran resplandor en que se veían envueltos, al haberse inflamado en él toda la pólvora de los 1700 barriles, y derrumbado por muchas partes aquel gran torreón de San Jorge.
Nuestros dos pobres Religiosos permanecieron como dos estatuas durante un tiempo; y vueltos un poco en sí, se dieron cuenta de su peligro, de la ruina de la casa por la parte del campanario, y de que el H. Agustín estaba trabado por los cordeles de las campanas. No sabiendo qué camino tomar, y ni qué hacer, -tan aterrorizados estaban- cogieron la calle hacia la puerta de casa; pero, al encontrar destruida la escalera, y la puerta tan llena de escombro, que no les era posible abrirla, se arrojaron fuera por algunos boquetes, pero siguiendo aún tan aterrorizados.
Oyendo cómo por todo alrededor se derrumbaban casas, y sin saber dónde cobijarse, se dirigieron hacia el baluarte de San Jorge, pero se encaraban a mayores precipicios. Los pobres Religiosos buscaban quién los pudiera ayudar, y se encontraron con un soldado medio muerto, con la cabeza destrozada, que también buscaba ayuda. Se fueron de aquel lugar, cogiendo la dirección hacia la puerta de la ciudad, llamada Bellaria; y gracias a estos movimientos que hacían, iba desapareciendo en ellos el terror, aunque les fallaban las fuerzas y destrezas naturales. Tanto que el H. Antonio de San Felipe Neri cayó por debilidad en medio de la calle, por la mucha sangre que había derramado de la cabeza y de otras partes; si bien hasta aquel momento, debido al terror, no se había percibido de que estaba herido.
Imagínense qué podía hacer aquel pobre jovencito, Agustín de San Carlos, viendo al compañero de aquella forma, y oyendo muy de cerca el estrépito de las ruinas de las casas y los llantos de la vecindad.
Dios, que lo había preservado intacto, sin ningún mal, le dio ánimo y fuerzas para salir de aquel lugar y conducirlo adonde los Padres Servitas que estaban un poco lejos; pero encontró tan confundidos a aquellos Padres, con la casa y la iglesia llenas de toda clase de personas, e incluso a los mismos Padres heridos, que no pudo encontrar lugar allí. Pero cuando lo llevaba hacia la puerta de la ciudad, he aquí que encontró a una buena señora que lo curó y lo acostó en una cama.
Después de dar aviso al compañero, el caritativo H. Agustín emprendió el camino hacia nuestra casa, para ver qué había sucedido a los demás Religiosos nuestros.
Serenado el cielo, clareando el alba, y pasando entre las ruinas de muchas casas, vio nuestra casa y iglesia derrumbada y destruida desde los cimientos, habiendo quedado en pie sólo el muro donde estaba el Santísimo Sacramento y las santas Reliquias.
Piensa aquí, lector, si puedes, qué espada de dolor atravesó el corazón del pobre jovencito Agustín de San Carlos, viendo la casa de su comunidad destruida, y, como resultado, a sus queridos Padres Religiosos soterrados vivos.
Porque no veía ninguna señal de ellos, ni podía escuchar noticia alguna; sólo huellas, que le ahogaban más el corazón. Y como seguían cayendo aún otras murallas, para no quedar también él soterrado vivo, se fue.
En esto, vio salir de aquellas ruinas hacia él, llorando, un niño de unos seis años, desnudo completamente, que se le abrazó a las rodillas, chillando. Nuestro Agustín, no teniendo nada con que cubrirlo, lo hizo con su hábito, haciendo que sacara la cabeza por la parte abierta delante del pecho. ¡Ve qué símbolo de caridad! Le resultó fácil, porque estaba tal como había salido de su habitación, con hábito sin ceñidor, y un gorrito en la cabeza. Lo sacó fuera de las ruinas, y se lo entregó a algunas personas. Y encontrando no sé qué cordón, se lo ajustó de ceñidor.
Yendo de aquí para allá, todo asustado, pero siempre tornando a sus ruinas, llevado del afecto de ver algo de alguno de sus Padres, y poder darle ayuda; pero nunca vio señal de ninguno de ellos. Solamente, ya bien amanecido, sacando del muro procesionalmente el Santísimo Sacramento y las Reliquias, lo llevaron todo a la iglesia parroquial de San Pedro, entregándolo con escritura pública al Párroco de dicha iglesia. En aquella función estuvo presente el P. Ciriaco [Barretta] del Ángel Custodio, Maestro de las Escuelas Pías de Carcare, que, como estaba de viaje, en cuanto supo la noticia, se volvió a Savona, para ayudar a los Padres en lo que pudiera; y al encontrarse con el H. Agustín de San Carlos, quien, como aturdido, seguía aún dando vueltas alrededor de las ruinas, sin haber querido tomar en la boca ni un refrigerio. Se abrazaron los dos pobres y desconsolados Religiosos de las Escuelas Pías con la ternura que podemos imaginar. Y apartándose, el P. Ciriaco hizo que nuestro Agustín se retirara y tomara algún bocadillo, porque no parecía hombre vivo, sino un muerto salido de la tumba. Tomó un par de huevos, que más no quiso comer, se prodigaba todo lo que podía por ayudar a sus pobres Padres atrapados bajo las ruinas; a esto mismo se dedicaba un gran número de obreros llamados de los contornos de la ciudad para la misma tarea. Pero se trabajaba con mucho miedo, porque de vez en cuando caían otras murallas, con peligro de soterrar a los que trabajaban allí. Dijeron que bajo las ruinas se oían voces que pedían ayuda, pero de nuestros Religiosos no se encontró vivo a nadie de los que habían quedado bajo las ruinas. Sólo uno quedó vivo, llamado José de San Joaquín, del pueblo de Sorbo, en la Provincia de Otranto, del Reino de Nápoles, ordenado allí sacerdote, que había ido el mes de octubre anterior, con la bendición de N. V. P. Fundador. Éste fue encontrado malherido; pero, llevado a lugar seguro, fue curado con toda caridad, y curó. Hoy sigue vivo, a los 15 años de cuando sucedió la ruina.
Nuestros Religiosos muertos fueron:
El P. Pedro Pablo [Berro] de Santa María, Superior de la casa, hermano carnal mío, quien fue encontrado con el librito de Tomás Kempis, y vestido con la camisa de lana, lo que indicaba que había aguantado bajo las ruinas durante algún tiempo. Fue uno de los últimos que se encontraron, por eso fue enterrado en el malecón, en un cementerio bendecido para tal desgracia, con otros dos de los nuestros, porque en las iglesias ya no había capacidad para más cadáveres. Dos de los nuestros fueron los primeros enterrados en la Parroquia de San Pedro.
P. José [Rocca] de la Asunción, Sacerdote confesor, hijo del Sr. Francisco Rocca, noble de Savona.
P. Jacinto [Ferro] de Jesús, sacerdote de Savona, hijo de D. Julián Ferro, que había ido de Palermo, y aquella era la primera vez que había dormido en casa, como más adelante se dirá por extenso.
P. Bartolomé [Rembaldo] de Jesús María, sacerdote confesor muy estimado, de la diócesis de Albenga.
P. Juan María [Arascerio] de S. Lucas, hijo de Lucas Arascerio, de Savona.
Así que la Casa de las Escuelas Pías de Savona quedó arrasada de hombres y de edificio, a causa de aquella explosión.
Recuerda lo que dije más arriba de mí mismo, que si iba a Savona, como con tanto interés me reclamaban todos los Padres, y el mismo P. Pedro Pablo, mi hermano con tanta instancia, quedaría enterrado vivo, tal como oía que me decían interiormente: “No vayas allí que te vas a enterrar vivo”. El Señor me ha reservado, para que yo le sirva, aunque siempre lo he ofendido. “Peccavi, Domine, miserere”.
El H. Agustín de San Carlos da por seguro que quedó ileso por las oraciones que le había prometido N. V. P. Fundador, ordenándole que se fuera de allí, y también el P. José quedó vivo por haber ido con la bendición del mismo Padre.
También debes, lector, observar los secretos de S. D. M. en los acontecimientos del mundo. Además de los ya dichos en esta ruina de las Escuelas Pías de Savona, debes saber que el P. Ciriaco del Ángel de la Guarda, habiendo ido a Savona para algunas gestiones de las Escuelas Pías de Carcare, de cuya casa era Superior, había prometido a nuestros Padres de Savona quedarse con ellos aquella noche, y había salido de nuestra casa con el P. Bartolomé, con la idea de volver a toda costa a dormir. Pero, girando en torno a la ciudad detrás de sus muros, le vino un impulso tan vehemente, que no pudo por menos de ir a dormir a una milla fuera de la ciudad, en la finca del Sr. Julián Ferro, sintiendo que le decían interiormente: “Los franceses ha vuelto a Carcare, no duermas en la ciudad, pues no podrás salir si no es más tarde”. Y movido por esto, no fue allí, y salió para Carcare antes de amanecer.
Por el contrario, el P. Jacinto de Jesús María había estado muchos años fuera de Savona; entreteniéndose mucho tiempo en Sicilia, marchó desde Palermo a aquellos disturbios nuestros de Savona. Fue derecho a la Virgen de la Misericordia, sin querer detenerse en nuestra casa, ni con su hermano; estuvo en dicha casa algunos días. Después le pidió su hermano insistentemente que se estuviera en la misma finca donde había estado el P. Ciriaco, pero él quiso a toda cosa ir a dormir en nuestra casa de las Escuelas Pías, respondiendo a su hermano: “Esta primera noche quiero dormir con mis Padres; y en ella quedó soterrado vivo, mientras que el P. Ciriaco, durmiendo fuera, por aquel impulso, permaneció vivo y sano. Secretos inescrutables de Dios.
Considera, lector, y alaba la bondad divina. La misma noche había ido a nuestra casa un Religioso forastero conocido nuestro y conocedor de nuestra casa, por haber estado allí algún tiempo como clérigo y del servicio de casa. Como no tenía convento en Savona, fue a dormir a nuestra casa aquella misma noche. Oyó el sonido de los truenos, salió de su habitación para ir adonde las campanas, y en aquel momento cayó un rayo en el polvorín; dio un estampido, se derrumba nuestra casa, y él que se encontraba en una gruesa viga, fue lanzado desde ella a un jardín o patio, sin el más mínimo daño, a no ser el susto. ¿Qué dices de los secretos de Dios?
Yo aquí no pretendo describir los daños sufridos por la ciudad y los ciudadanos en esta catástrofe, porque no los sé todos, y, además, otros habrán hecho ya esta indagación. Sólo digo que fue tan grande el movimiento y terremoto causado por la explosión de los 1700 barriles de pólvora, que todas las casas y conventos de la ciudad se resquebrajaron y partieron. Por la violencia de la sacudida se abrieron no sólo las ventanas y las puertas de las casas, sino también las puertas de la misma ciudad, que tienen cadenas y cerraduras tan terribles; sus puertas se abrieron tal como están a mediodía. El estampido llevó por los aires macizos de edificios de varias decenas de toneladas de peso sobre los tejados, a una distancia de más de dos tiros de mosquetón.
Quedaron bajo las ruinas más de dos mil personas, aunque se pudo sacar vivas a cerca de mil, pero la mayor parte murieron, o entonces, quiero decir, a los pocos días, o en el otoño siguiente. De tal manera que en aquel incendio del polvorín, perecieron, se puede decir, dos mil personas.
Se derrumbaron unas quinientas casas, quedando aquel barrio, llamado de La Plaza, destruido la mitad o más; el malecón, las dos terceras partes. Y si no es por que explotó hacia el puerto, es seguro que hubiera derrumbado toda la ciudad. El Castillo no sufrió nada, gracias al foso profundo que dividía la Fortaleza del baluarte de San Jorge.
La desgracia fue terrible, y lo será para siempre; pero lo fue más para las Escuelas Pías de Savona que para el resto. El serenísimo Senado, en cuanto se enteró envió una galera con cirujanos y medicamentos, en ayuda de todos. Los nuestros de Génova acudieron también en ayuda. N. V. P. Fundador, al recibir la carta con esta noticia, me la dio a mí a leer, y una vez leída, se retiró a hacer oración, diciéndome: “Algo querrá Dios de nosotros”; y estuvo en oración algunas horas. Yo me retiré; y de esto no me ha hablado más por ahora.