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- CAPÍTULO 4 Del gran progreso que hicieron Las Escuelas Pías en Savona [1622-1623]
Se me hace difícil decir de alguna forma el gran progreso que en la ciudad de Savona hizo Dios en las virtudes, por medio de nuestra Orden. Fue tan extraordinario, que yo no soy individuo capaz de describir una empresa tan grande. La buena educación de los alumnos, no sólo la demostraba la piedad de aquellos buenos Padres, sino también, porque, como llevaban una continua y rigurosa mortificación de sus sentidos, movían a todos a devoción con solo verlos. Además, las escuelas y su pequeña iglesia, eran frecuentadas por toda la nobleza de la ciudad, y por el resto del pueblo; pues todos eran tenidos en grandísima consideración, como grandes Siervos de Dios, absolutamente enemigos del ocio, y avidísimos de la mortificación y de la oración. Tanto, que aquel gran poeta y Cristianísimo filósofo, gloria de dicha ciudad de Savona, quiero decir, el Sr. Gabriel Cabrera, tan estimado por el Papa Urbano VIII y por el Serenísimo de Toscana, solía decir a la Sra. Livia, su mujer, que se confesaba con nuestros Padres: “Encomiéndame a la oración de aquellos buenos Padres, que nunca están ociosos, sino siempre ocupados santamente”.
Sobre todos resplandecía, sin embargo, en toda suerte de virtudes, el P. Superior y Maestro de todos, el P. Pedro [Casani] de la Natividad, primer compañero de N. V. Padre Fundador y General, y primer Superior de la Casa; y después también primer Provincial de Liguria, y el primero que tuvo este título en toda la Orden.
Este Padre nuestro, era llamado comúnmente el Padre santo; y cuando predicaba era innumerable el pueblo que iba a escucharlo. Por su medio, Dios obraba cosas admirables en torno a los enfermos y poseídos del demonio. Algunas personas vieron también, particularmente y varias veces, que, mientras predicaba, salía de él un gran resplandor en forma de Cruz de madera; la solía tener delante del pecho, como un palmo de larga. Iba siempre con nuestro hábito, sin ningún roquete, o estola al cuello. Y, aunque le cambiaron la cruz, se veía siempre el mismo resplandor. Al distribuir la comunión al pueblo con el Santísimo Sacramento en la mano, solía tener un dulce coloquio, para mover a devoción al que lo iba a recibir; con tal espíritu que el auditorio se deshacía en lágrimas. En aquel momento les parecía a todos que estaba en el aire, porque al distribuirlo se oía una gran cascada sobre el mantel del altar; y era tan llameante su rostro, que atraía la mirada, de lo que yo mismo soy testigo.
Por todas estas grandezas de Dios, obradas mediante este Siervo suyo, y por las mortificaciones de sus compañeros, se produjo una gran devoción en toda la ciudad y su distrito, sobre todo entre la juventud, que, si no se hubiera visto impedida en diversos caminos, habría vestido el sagrado hábito de esta Orden en cantidad casi innumerable, y habrían abrazado esta viña del Señor, -sólo en esta ciudad y distrito, y después- individuos no despreciables.
Además de los tres que vistieron el hábito, ya citados en el capítulo anterior, también lo vistió otro ciudadano, el día 21 de noviembre de 1622. Se llamaba Alejandro de la Presentación, título de la pequeña iglesia. Y después, el último día de abril de 1623, dicho P. Pedro se lo vistió al P. Domingo Pizzardo, que aquella misma mañana había dicho su primera Misa con Breve Pontificio; se llamó Domingo de Ntra. Señora de la Misericordia, ciudadano genovés. Había sido Magistrado de la misma ciudad, y muchos años Canciller. Tenía mujer.
Al día siguiente, primero de mayo del mismo año tomó el hábito su hijo mayor, llamándose Octavio de Santo Tomás de Aquino. Juntamente con él, lo vistió el hijo de la Sra. Livia Pavese; tomó el nombre de Francisco Mª [Pavese] de la Concepción.
En la fiesta siguiente, lo vistió el hijo del Sr. Francisco Rocca, noble savonés<ref group='Notas'>Al margen se lee: “Murió bajo las minas de Savona, el 6 de julio de 1648”.</ref>; se llamó José [Rocca] de la Asunción. Vive aún, es sacerdote, ha sido Maestro de Novicios en Génova; y renunció a ser Superior de San Pantaleón de Roma.
Después, en el mes de junio, habiendo venido de Roma el P. Francisco [Castelli] de la Purificación, otro Asistente del P. General, y nombrado Maestro de novicios, vistió el hábito el primogénito del Sr. Rafael Gavotti, noble savonés; y se llamó Nicolás María del Rosario. Vive aún, y es sacerdote. Fue Procurador en la Cusa de la Beatificación del P. Glicerio Landriani, y de la Provincia de Nápoles; y en tiempo del P. Pietrasanta, jesuita, Visitador de la Provincia de Génova y del Reino de Cerdeña.
Como aquel verano muchos, por no decir todos estos novicios, enfermaron de muchas clases de enfermedades, se pensó que esto había sucedido por estar demasiado cerrados en la casa de las escuelas. Por eso, y porque no había celdas, pues también debían vestir el hábito otros, se consiguió en alquiler un palacio con su huerto en el burgo de la ciudad llamado de San Juan, que era de la Sra. Camila Fei d´Oria, genovesa, enfrente de los RR. PP. de San Francisco de Paula, al lado del palacio y jardín del Sr. Francisco Ferrieri, en otro tiempo Juan Bautista.
A este palacio llevaron a los novicios, siendo su Maestro el Padre llamado Francisco [Castelli] de la Purificación. Se decía la Misa en la iglesia de dichos Reverendo Padres, o en la iglesita de las Monjas carmelitas descalzas, que pocos día antes se habían trasladado al palacio de dicho Ferrieri, desde la primera casa que habían tenido dentro de dicha ciudad, al lado del palacio del Marqués de Gorresi, de la Casa Spinola, donde estaban los novicios.
El P. Pedro [Casani], a finales de septiembre, se fue a Carcare, donde el día de San Francisco, 4 de octubre, con mucha solemnidad y en el campo, -por la multitud de público que había acudido de aquellas Langhe, asistiendo también gran parte de los Titulares vecinos- dio el hábito a unos catorce jóvenes, todos de confianza. Llevados a Savona, los envió a Roma, en compañía del P. Juan Esteban [Spinola] de la Madre de Dios, citado antes, con el que fue también el P. Domingo [Pizzardo] de N. Sra. de la Misericordia.
En aquel viaje, que fue muy largo, sufrieron mucho, aunque nunca los abandonó el Señor. Una de las cosas, entre otras, en que éste mostró que iba en su compañía, fue que, viéndose una tarde muy lastimados, sin tener con qué confortarse, al llegar, más muertos que vivos, a una hospedería, pidieron alojamiento por amor de Dios. Entre todos los que allí había, dieciséis eran de nuestro hábito. El huésped respondió que no podía; pero ellos, que no sabían ni podían ir a otro sitio de noche, se quedaron fuera, esperando al menos poder cobijarse en el establo. Pero, unas veces bien, otras mal acomodados, no dejaron de hacer sus ejercicios espirituales, conforme ordenan nuestras Reglas. En esto que, sin saber de dónde venía, los saludó muy cariñosamente un joven, que parecía de condición no mediocre. Al preguntarles de dónde venían y adónde iban, dijo al hostelero que preparase la cena para los Padres, a quienes él mismo los introdujo adonde la lumbre. Colocados a la mesa en su momento, los agasajó de tal manera, que estaban fuera de sí. Aquel joven, dejándose ver de vez en cuando en la mesa, los animaba a que comieran. Como los Padres se lo agradecían y le pedían que no les enviara tanta cantidad, respondía: “Comed alegremente, que Dios provee lo que es necesario”. Reconfortados a su gusto, ordenó les dieran donde dormir cómodamente, y no se dejó ver más. A la mañana siguiente, los Padres buscaron al huésped para darle gracias por tan gran hospitalidad; pero él les respondió que, una vez que pagó, no lo vio más, y que no sabía quién era, porque nunca lo había visto delante más que aquella noche. Sorprendidos por ello los nuestros, se dieron cuenta de que era verdaderamente la Providencia divina; y, contentos, continuaron su viaje, y llegaron a Roma felizmente.
Después, el 22 del mismo mes de octubre, en el Oratorio de las Escuelas Pías de Savona, el mismo P. Pedro vistió nuestro hábito con su mano a nueve jóvenes; entre ellos, yo fui el primero. Siete eran ciudadanos de Savona. Éstos fueron: Juan Esteban Buragi; Juan Bautista Bruni; y Francisco Moricone, que abandonó después en Génova; Jerónimo de Lorenzi; y yo. Además de Jacinto Ferro y Juan María Sacardo. Los otros dos eran de Monosilio. A esta función acudió gran cantidad de nobleza y de pueblo. A la mañana siguiente fuimos conducidos al susodicho noviciado.
A uno de éstos, Dios los había llamado mucho tiempo antes de este modo:
Tenía el joven gran deseo de ser Religioso, pero se inclinaba por la Orden de los Descalzos reformados. Tenía ya 17 años, y no acababa de decidirse. Encontrándose en este laberinto o perplejidad, suplicaba a Su Divina Majestad lo iluminara, haciendo muchas devociones, para que le mostrara en qué lugar debía servirlo; y frecuentaba los SS. Sacramentos tres veces a la semana. Visitó también muchas veces descalzo a la Virgen de la Misericordia, distante cuatro millas de Savona. Estando con este embrollo de mente, una noche, durmiendo, le pareció ver una multitud de niños, acompañados de no sé qué Religiosos, a los que nunca había visto. Así que, tan pronto como vinieron nuestro Padres a Savona, vio que el hábito y el Instituto era conforme al sueño que había tenido. A pesar de esto, no aplicó nunca el sueño a él mismo, hasta cuando recordó el día en que acompañó a nuestro P. General a Génova, que fue precisamente el lugar donde había visto a aquellos Religiosos acompañar a los niños. Y conoció claramente que Dios lo había llamado a esta Orden, con cuyo hábito estaban vestidos los Religiosos que vio.
El día 21 de noviembre del mismo año 1623, dedicado a la Presentación de la Santísima Virgen, titular de nuestra pequeña iglesia de la misma ciudad, recibió el hábito en el Oratorio de nuestras escuelas el segundogénito de la Sra. Paula Salinieri, joven de mucha expectativa, por su delicado empeño en aquella tierna edad, proporcionada en todo y por todo a sus ilustres antepasados en letras y armas; y por ser además hijo de una tan noble Señora, y tan gran Sierva del señor.
Recibió el hábito con gran solemnidad, interviniendo el Ilmo. Gobernador, nobleza y gran cantidad de gente. En la misma función, el joven recitó un poema de la Presentación de María, Nuestra Señora; y al final, algunos versos en los que él se ofrecía a Dios y a la Santísima Virgen. Y al momento, arrojando la chistera, arrancando del cuello el collar que tenía, y dejando caer la capa, se echó a los pies del P. Pedro, pidiendo le diera nuestro hábito, con lo que todo el auditorio se movió a compasión y lágrimas, así como fue grande nuestra alegría.
Muchos, muchos otros hubieran vestido nuestra sagrada librea, como estaban resueltos los Señores Vacioli, jóvenes ya doctorados; los Señores Baldoni, y otros. Pero se opusieron algunos Religiosos, que, inducidos por no sé qué particular impulso, decían que no era bueno que lo vistiera tanta juventud. Incluso prohibieron a mi hermano que hablara con ellos, porque les convencía a dejar el mundo para servir a Jesús.