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Revisión de 16:47 21 oct 2014
- CAPÍTULO 10 De cómo llegamos al Noviciado de Roma [1624]
Llegué a Roma con el compañero al anochecer del día de San Lucas Evangelista del año 1624, que era viernes. Al día siguiente llegó el H. Juan Antonio de San Carlos con todos los demás; y a eso del Avemaría, el P. General nos mandó a nuestro noviciado, que estaba en Montecavallo, arriba de las Quattro Fontane, pegado al jardín de los Sres. Mattei, frente al del Duque Sforza, ahora de los Barberini; y a mano derecha estaban los Padres de San Bernanrdo, que yo llamo monjes Fulgentini, con la iglesia derruida de San Cayo Papa, que después fue honrosamente reconstruida por el Papa Urbano VIII.
En este sitio encontramos como Maestro de novicios al P. Melchor [Alacchi] de Todos los Santos, de la ciudad de Narni, en Sicilia, Doctor en Leyes, ciudadano palermitano, y religioso de grandísima mortificación, que tenía como lecho sólo un cuero sobre tierra desnuda, y como alimento se mantenía, en su mayor parte, de hierbas crudas. En cambio, para dar tiempo a que la Comunidad comiera, él se entretenía comiendo semillas de calabaza. A pesar de todo esto, era incansable en el trabajo, afanándose de la mañana a la noche más que un hombre de jornada. Habiendo llegado allí pocos meses antes, ya había comprado el lugar de unos ermitaños del Monte Senario, de la Orden de los Servitas, que sólo tenía una pequeña iglesia de unos 30 palmos de larga por 20 de ancha, con algunas pocas celdas, suficientes para seis u ocho personas. Como nosotros éramos más de cuarenta, imagínense lo grande que fue nuestra incomodidad. Luego compró otra casita llamada de la Señora Antonia, no sé de qué anchura, de los mismos Señores Mattei.
Nuestro buen P. Maestro comenzó con sus propias manos, y ayudado de todos los novicios, a ampliar el lugar; hasta tal punto, que en pocos meses, cada uno de nosotros tenía una celdita, aunque no pasaba de ocho o nueve palmos. Estaban separadas por tablas, para no romper mucho, pues los muros, en buena parte, eran viejos y estrechos, y otros los habíamos hecho nosotros a toda prisa, ya que no había más que uno o dos canteros, que, por la necesidad se veían obligados a hacer muchos trabajos. Sin embargo, cada novicio no sólo hacía de ayudante manual, sino también de cantero, para alzar el edificio enseguida.
Arregladas de este modo buena parte de las celdas, comenzamos cavar, para hacer la iglesia en aquel lugar. Trabajábamos día y noche; también en invierno en tiempo de hielos y a la luz de las estrellas; con tanta asiduidad y alegría, que, si bien algunas veces estábamos ateridos por el intenso frío, en pocos meses se terminó. Baste sólo decir que, con nuestras propias manos, todos nosotros hicimos en un solo día una bóveda que los albañiles no hubieran hecho entre ocho persona, más sus ayudantes. Por esto y por lo que escribiré enseguida, se puede ver bien que Dios asistía con su poder toda nuestra actividad; y que, propiamente, eran los ángeles y no nosotros, jóvenes inexpertos, los que hacían el trabajo.
A la rapidez de aquélla, y a nuestra pobreza, ayudó mucho el haber encontrado a 60 palmos de hondura la boca de un pozo de puzzolana<ref group='Notas'>Las puzolanas son materiales silíceos, de Pozzuoli, sirven para formar compuestos con propiedades cementantes.</ref>, que escavábamos y empleábamos en el edificio. Permanecíamos allí debajo, con velas, diez o doce de nosotros, desde la mañana hasta la noche, trabajando con mucha dificultad y cansancio, pero en la presencia de Dios. A pesar de tanto trabajo, no dejábamos la oración mental de mañana y tarde; y por la noche, el Oficio Divino, que recitábamos con mucha atención. Y, aunque decíamos por la mañana los Maitines y los Laudes ordinarios, durante el día, a cierta hora, hacíamos oración y decíamos la Misa. Por la noche, después de las Completas, muchas veces estábamos una hora o dos en oración. Y mucho menos descuidábamos la mortificación de la disciplina, ni los ayunos; al contrario, la comida era muy escasa, y la hacíamos muy cansados.
A los costes de las obras ayudó mucho Monseñor Obispo de Alessano, quien, habiendo renunciado a su iglesia, estaba en Roma como teólogo de Nuestro Señor, lo mismo que había servido, con idéntica dignidad, a los demás Sumos Pontífices predecesores, hasta el Papa Clemente VIII, que lo hizo Canónigo de San Pedro en el Vaticano. Murió después, antes de que se cerrara la Puerta Santa del mismo año 1625, sin ninguna clase de enfermedad, luego de decir por la mañana la Santa Misa. Habiendo descansado un poco después de comer, sin ningún cansancio y disgusto, entregó entonces su espíritu al Sumo Hacedor. Ya se lo había predicho a su Mayordomo, quien no hizo caso a las palabras, sino después que sucedió.
Mucho tiempo antes, este Prelado solía hacer, cada dos meses, tres partes de sus ingresos; una, nos la daba como limosna al noviciado y a las escuelas del Burgo. Y en su testamento dejó ocho mil escudos para el noviciado, y dos mil para dichas escuelas; además de todo lo que tenía en casa, aunque era muy poco, porque, no sólo amaba mucho la santa pobreza, sino que daba a los pobres todo lo que le sobraba de su sencillo alimento, y del mantenimiento de la servidumbre. Baste decir que sólo se le encontró un tapiz de paño violáceo para la mesita, que, de haberlo vendido, no se hubieran sacado ocho julios, tan viejo y deteriorado estaba.
Con estas ayudas, en pocos meses se abrió la iglesia, con el título de San José. Este lugar se lo dio más tarde el Papa Urbano VIII a dos nepotes suyos, para hacer un monasterio; por lo que recuerdo, fue en el año 1639.
Durante el tiempo de estas obras, un vez ocurrió, entre otras cosas destacadas, -en las que se ve la asistencia particular del Señor- que, tirando de una carreta grande, cargada de hierro y llena de tierra, se rompió y dio de filo sobre la cabeza del H. Marco Antonio de la Cruz, que estaba debajo. Cuando todos creían que se la había partido por medio, y estaba muerto, -y así lo encontraron cuando levantaron la carreta-, al invocar la ayuda del Señor, de repente se rehízo, aunque le quedó la señal del golpe.
Cavando debajo, para hacer una bodega, cayó un cascote de muralla sobre mí y sobre otros dos. Nos arrojamos sobre el puente, y el cascote cayó a la presa, sin hacer daño a ninguno de los tres. El Señor nos libró de dos peligros evidentes de muerte en un mismo trance. Porque si hubiéramos caído en la presa, dada la altura, hubiéramos muerto; el gran peso de la muralla nos hubiera aplastado debajo, pero nos levantamos en pie sin ningún daño.
Otra vez, habíamos cavado al pie de un paredón más de diez palmos, para hacer los cimientos de la iglesia; se encontraba en el huerto el P. Maestro, en un sitio en que ni siquiera podía ver el paredón, y comenzó a llamarnos en voz alta, diciendo que nos apartáramos, que el demonio quería derribar el paredón. Apenas nos retiramos, cayó enseguida. Si hubiera sido de otra manera, hubiera soterrado vivo a alguno.
Sucedió también otra cosa maravillosa. Estando en un pozo el H. Marco Antonio de la Cruz, para ver no sé qué cosa, hizo un puente para ver mejor. [El diablo] arrojó una gruesa teja que encontró en aquel huerto. Mientras el hermano estaba agarrado al borde del pozo, se le soltaron las manos; aquél quería matarlo, porque estaba debajo; pero, oyendo un grito, puso la cabeza en un boquete del pozo. La teja rompió el puente, pero la tabla que tenía debajo los pies quedó intacta. Lleno de miedo por el primer peligro, no se daba cuenta del otro, pues, si se hubiera roto, lo había aplastado con toda seguridad. Gracias a Dios, se libró de ambos peligros; se vio claramente cuánto nos perseguía el demonio. Algunos novicios vieron una estatua que reía como…