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CAPÍTULO 20 De las diligencias y fatigas que N. V. P. Fundador hacía En este tiempo en las Escuelas Pías [1625-1627]

No quiero que nadie piense que N. V. P. Fundador, viéndose General de la Orden, y ver a ésta, gracias a Dios, bien surtida de Operarios del Instituto, se sustrajo a la fatiga y a la vigilancia de las escuelas. Al contrario, yo, con toda firmeza, como testigo de vista, afirmo que crecía cada vez con más presteza en fervor y vigilancia.

Tanto que, como diligentísimo Superior y vigilantísimo Pastor, preveía las incidencias, para obviarlas y remediarlas. Y era el primero en los trabajos; tanto que, cuando los alumnos estaban en nuestra Casa, nunca estaba ocupado en otra cosa más que con ellos.

Cada día, más aún, mañana y tarde, visitaba todas las clases, y se detenía donde veía mayor necesidad; tanto para indicar al Maestro el verdadero modo de enseñar con hechos prácticos, como para refrenar la vivacidad de los alumnos, y premiar la diligencia de aquéllos, llevando siempre consigo premios a tal efecto. Pero las clases en las que más se entretenía eran las de la 4ª de Gramática -para echar buenos cimientos- y las de Ábaco; de ésta fue siempre celosísimo, deseando y procurando hacerlos expertos en las costumbres, en la escritura y en el Ábaco; para que después fueran buenos cristianos, y hábiles, procurándose cristianamente el alimento; ya que eran los más pobres, y los que, al poco tiempo saldrían de nuestra dirección. Por eso insistía más en ésta clase.

Si oía que en las clases había algún rumor de gritos o llantos, acudía rápido; y si yo estaba cerca, me mandaba allá, para saber lo que pasaba. Si se descubría en alguna clase alguna ofensa de Dios, después de asegurarse de la verdad, según era la gravedad, lo castigaba él mismo, con sus propias manos; o bien, ordenaba castigarlo en su presencia, pero con la mayor modestia religiosa, y nunca sobre la carne descubierta. Para esta circunstancia había alguna ropa, que se empleaba en los castigos más rigurosos. Después eran enviados al Oratorio a hacer oración; y al Confesor. O él mismo los exhortaba eficacísimamente, preparándolos a la enmienda y a la confesión, mediante el conocimiento de la fealdad del pecado. De forma que ellos quedaban agradecidos por el castigo recibido, y reconocían que era mucho mejor ser castigados por el Maestro que por el juez, o por el demonio en el infierno.

En las incidencias de la clase, quería que el Maestro fuera amable, y encontrara artimañas para hacer que estudiaran sin emplear el látigo. Por eso, se usaban los puntos de honor, y los nombres de dignidades, no sólo en las clases de los mayores, sino, hasta con los pequeñines; se nombraba el Emperador, el Rey, el Príncipe, los Decuriones, con mucha competición; y premios y dispensas. Castigaba a los negligentes con mortificaciones de ridículo, para tener que emplear poco la vara, sobre todo las clases inferiores de la Santa Cruz.

Y como entre no es posible que los muchachitos se comporten con la prudencia y tranquilidad de los mayores, sobre todo cuando no se encuentra presente el Maestro, sucedió una vez que, -en la clase 5ª de escritura, es decir, en la que está arriba de la escalera y de frente a la Capilla- antes de comenzar las clases, estaban en dicha clase algunos niños, haciendo esgrima entre ellos con palos de los que ordinariamente se ponen en las escobas. Como no estaba el Maestro, se calentaron jugando, e inadvertidamente uno dio con la punta en el ojo de otro; tanto que, en medio de gran cantidad de sangre, la pupila del ojo colgaba hacia los labios. Ante los gritos y los llantos, corrieron los alumnos mayores de las otras clases vecinas; y, en efecto, vieron el ojo fuera de su sitio, y al niño que se estremecía de dolor. Acudió N. V. P. Fundador, y, al ver la desgracia, puso enseguida el ojo en su sitio; y aguantándolo con su mano, N. V. P estuvo así un poco, como en actitud de oración. Al instante el niño dejó de llorar; y después lo envió a decir no sé qué oración a la Santísima Virgen. Todos vieron que el ojo estaba en su sitio y sin ningún defecto, y al niño tranquilo y alegre, porque ya no sentía allí ningún dolor. Esto fue considerado como un gran prodigio por parte de aquellos alumnos mayores que habían acudido, y lo admiraron como cosa de Santo.

A mí me lo contó así uno de los mismos que estuvo presente, como alumno, y vio en el hecho. Me parece que se llamaba Vicente, y trabajaba en el arte de la brida, cerca de San Eustaquio, camino de la Minerva, en los sótanos del Ilmo. Marqués Melchor.

Sucedieron también otras cosas parecidas, milagros queremos decir. Yo las conservo así como en abstracto, y por no recordarlas bien ahora, las dejo; quizá otros las recuerden.

En este mismo tiempo se habían juntado una cantidad de jovencitos entre 15 y 18 años en las graderías, o sea en los asientos del muro, debajo de las ventanas de los Señores Massimi, en la plaza de la portería e iglesia de San Pantaleón, y pasaban muchas horas en diversos juegos. Como todos eran pobres mendicantes, o, -como vulgarmente se dice en Roma-, “barones del Campo dei Fiori”, que se jugaban lo que habían obtenido mendigando, o ganado también con su trabajo, entre ofensas a S. D. M., o blasfemias o palabras soeces.

Para obviar estos males y disolver tal camarilla, N. V. P. Fundador y General procuró de buenas maneras que entraran con él a nuestra portería. Vinieron la mayor parte, y otros se marcharon. Reunidos allí, les hizo una amorosa exhortación, mostrándoles qué feo era malgastar en el juego el dinero que les habían dado por amor de Dios. Después les enseñó el Padrenuestro, el Avemaría, y las demás cosas necesarias para salvarse, y ordenó darles a todos una barra de pan de un bayoco<ref group='Notas'>Moneda de cobre de escaso valor, que tuvo curso en Roma y en gran parte de Italia.</ref>; además les dijo la hora en que podían venir todos los días, para aprender aquellas cosas, con la promesa de darles siempre de limosna de media barra a cada uno. Pero, como luego venían a horas interrumpidas, me ordenó a mí, que era el Portero, que le indicara cuándo venían, y que les diera la misma limosna. Vinieron durante algún tiempo, pero, como vagabundos, no perseveraron; sin embargo, desapareció el juego.

El año Santo de 1625 vinieron a Roma, en hábito de peregrino, algunos hombres indigentes, italianos sobre todo, pero tan ignorantes de las cosas de Dios, que malamente sabían decir una palabra del Padrenuestro, el Avemaría, el Credo y los Mandamientos. No encontraban quien los quisiera confesar, por lo que se los veía por Roma como desesperados al no poder confesarse. Se presentaron a N. V. P. llorando de desesperación. Él mismo les enseñó todo, y luego me los consignó a mí, para que continuara enseñándoles; y, como pobrecitos que eran, se les daba también limosna. En unos días aprendieron suficientemente todo; y, después de confesar con N. V. P. mismo, se fueron a comulgar a una Basílica. Luego, consolados y alegres, prosiguieron su comenzada peregrinación.

Notas