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CAPÍTULO 26 De algunos dichos De N. V. P. Fundador y General

Era costumbre por aquellos años, en las estaciones de primavera y otoño, tener después de comer la recreación acostumbrada, descrita en nuestras Constituciones. Se tenía en el patio, o sea, al descubierto, para disfrutar del sol. En esta recreación, ordinariamente, siempre estaba presente N. V. P. Fundador y General, el cual, tomando pie de la lectura de la mesa, nos hacía siempre una exhortación muy ardiente sobre las virtudes necesarias a los Religiosos, interrogando también a algunos de nosotros, para ver qué habíamos observado en la lectura de la mesa. Después de pasar la mayor parte del recreo, nos dejaba discurrir algo entre nosotros, mientras él aparentaba que se adormecía un poco, lo que parecía natural dada su avanzada edad. Pero, como estaba muy atento a cualquier despropósito que dijéramos, lo corregía enseguida. Tengo para mí que hacía esto para conocer nuestro interior, a través de las conversaciones que íbamos manteniendo entre nosotros. O quizá, -como continuaba allí, después de la meditación que había hecho- inflamado en algún punto de la vida, pasión y muerte de nuestro Redentor, o de algunas virtudes, para meditarlo, dejaba de hablar con nosotros, para hablar con Dios. Porque, tanto yo como otros, hemos notado muchas veces que, después, nos decía alguna cosa que lo delataba claramente.

Por ejemplo. Una vez, estando todos nosotros en silencio en aquel rato, en torno a N. V. P. Fundador, cuando parecía adormecerse, al mismo tiempo reflexionaba; porque yo estaba un poco distante, y en un cierto momento prorrumpió en aquellas palabras: “Alabado sea Dios, que hasta esta hora ninguno de los nuestros ha ido al infierno”; y volviendo en sí, se dio cuenta de que estaba entre nosotros, y cambió de discurso, para no ser observado. Pero el que estaba más cerca que yo, lo oyó muy bien y me lo aseguró; yo no acerqué enseguida bien el oído.

Otra vez, me han asegurado también que dijo: “Alabado y agradecido sea el Señor por su Bondad, pues ninguno de los nuestros está ahora en el Purgatorio, y todos gozan”.

Siempre que decía tales cosas, si se daba cuenta de que era observado, enseguida cambiaba conversación, para borrar de nuestra mente lo que había dicho, y lo refería a una tercera persona.

Yo le he oído decir en distintas ocasiones: “Yo sé de una persona que, habiendo oído en su corazón una palabra que le habló el Señor, con ella sola tuvo fuerza para soportar diez años de grandísimas persecuciones”. Y otra vez dijo: “Yo sé de una persona que tuvo la gracia de oír una palabra de esas que Dios habla al alma que está atenta; y con ella pudo soportar quince años de grandísimos disgustos. ¡Oh cómo se oyen, cuando se está atento! Pero la voz de Dios es un aura suave y delicada; quien no está atento, no la puede sentir. Y es que quizá en ella Dios ha puesto su salvación. Pero ¡ay si la pierde!, y no aprovecha esa ocasión”.

Habiendo ido yo mismo una noche adonde él por verdadera necesidad, al preguntarme lo que quería, prorrumpió después con gran sentimiento en estas palabras: “El Padre N. en Génova, y el Padre N. en Nápoles, me destruyen la Orden (yo suprimo los nombres por razones comprensivas, pero él nombró a los dos). Y replicando yo: -¿De qué modo, Padre? El respondió: “Dando el birrete a los Hermanos”.

Por los incidentes ocurridos después de muchos, muchos años, desde la desazón que nos causó el Papa Inocencio X, que comenzó por el birrete concedida a los Hermanos laicos, estoy convencido de que aquella noche Dios se la reveló en la oración; y que aceptó la voluntad divina, para no perder la ocasión del mérito que adquirió a su tiempo.

Hablando una vez de nuestro Abad Glicerio [Landriani] de Cristo, dijo: “Es grandísima su obediencia. Cuando murió en el noviciado (en la casa entonces del Sr. Esteban Rossi, cerca de Santa María in Via), oí que me llamaban a la puerta de la celda, aquí en San Pantaleón. Cuando respondí: -¡Abrid! no respondió, sino continuó llamando, y yo repitiendo: -¡Abrid! Llamó por tercera vez, y en esto pensé que quizá era el Abad. Pero ya no dije ´abrid´, sino: -Dios le bendiga. No llamaron más, ni oí otra cosa. Y al poco tiempo llegaron nuestros Padres del noviciado, a decirme que el Abad había muerto a aquella hora, que era exactamente cuando me llamaron a la puerta”.

Notas