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Revisión de 16:50 21 oct 2014
- CAPÍTULO 28 Injusticias cometidas Contra nuestros Religiosos En Nápoles [1646]
Como el tiempo de nuestros sufrimientos iba para largo, nuestros Padres, no sólo sufrieron grandes perjuicios en las cosas que dejaron, sino también en sus personas. Porque, además de las preocupaciones que sufrieron por lo que dejó un cierto Bertea en el lugar de Posilipo para las dotes de Pampa, que supusieron varios años y muchos lamentos, hubo también violencia por el lugar dejado en la ciudad de Aversa, a seis millas de Nápoles. Dejado por el Señor…<ref group='Notas'>Hay una nota que dice que los nombres no figuran en el manuscrito.</ref>, porque no recuerdo si tenían poco más que nada, y quisieron hacer contrato, contra mi parecer y el de otros, que pensábamos se debía suspender hasta mejor momento.
El legado hecho por otro cierto Sr. Pedro Pirro, boticario de la Aduana Real de Nápoles, para la fundación de la casa de las Escuelas Pías en la isla de Ischia, a 20 millas de Nápoles, de no sé cuántos miles de escudos, que, sólo en dicha isla tenía una posesión con una gran casona con torre, con puente levadizo, y defendida para poder resistir cualquier invasión de los turcos, estimada en un valor de quince mil escudos. Y en el mismo lugar, o mejor, arriba de la plaza de la Aduana Real de Nápoles, había una isla de casas, que tenía de alquiler anual cuatrocientos ducados, además de la casa que habitaba aquel Señor Pedro y su familia. Todas estas cosas, y otras, se perdieron con poco provecho, a causa de los estragos que, con el Breve del Papa Inocencio X, se cometían por todas partes, y de lo mal que se escuchaban nuestras razones.
Después, en cuanto a las personas, diré lo que recuerdo, porque temo que muchas cosas no me vengan a la memoria. El Sr. Vicario General y sus oficiales, además de ir de vez en cuando a Posilipo, con gastos pagados por los nuestros, mientras duraba la fruta y la uva, pretendía recibir cada día su cesto; y si se olvidaban, no faltaban los fritos. Basta. Dejando muchas otras, diré la principal.
Expulsaron a los forasteros, y como muchos de ellos se fueron al mundo con el Breve, les faltaron los operarios; por lo que enviaron a pedir ayuda a muchas partes, entre otros, al P. Francisco [Trabucco] de Santa Catalina, sacerdote de los más antiguos de la Orden, que había vestido el hábito en Roma muchos años antes de que nuestra Orden fuera a Nápoles. Era natural de la ciudad de Cava, no lejos de 24 millas de Nápoles, Religioso verdaderamente digno de ser deseado y querido.
Fue elegido Ministro, o Superior, como se prefiere decir también en las Escuelas Pías, el P. Juan Francisco [Apa] de Jesús. Considerando que era necesario dar el hábito para el mantenimiento de las escuelas, pidieron licencia al Ordinario; se la dio de viva voz, y lo recibieron muchos jovencitos, a los que iban educando lo mejor que podían, y ocupándolos en las clases en ayuda del prójimo; esto lo hicieron dos o tres veces. No sé de qué modo o con qué fin fue comunicado esto al Emmo. Filomarino, Arzobispo de Nápoles. Temo que a algunos les molestaba que las Escuelas Pías perseveraran, pues ya las creían extinguidas. Basta. Sea como quiera, que Dios lo sabe todo.
Cuando Su Eminencia se enteró de estas vesticiones de hábito de jovencitos, que realizaron nuestros Padres de Nápoles, mandó llamar a los Superiores que gobernaban en Nápoles en aquel momento, y a los que lo habían hecho en el pasado. Al preguntarles con qué licencia lo habían hecho, respondieron que con la del Revmo. Vicario, y les dijo que lo demostraran. Pero, como no la habían tenido por escrito, sino sólo de viva voz, y no sirviendo tampoco que dijeran que también en Roma nuestros Padres habían concedido el hábito, y que el Papa no prohibía hacerlo, sino el profesar, ni otras razones, ordenó encarcelarlos a los tres en las cárceles públicas, es decir: al P. Francisco de Santa Catalina, al P. Juan Francisco de Jesús, y al P. Marcos de la Ascensión. Y aunque se supone que algunas personas pidieron los enviara prisioneros a nuestra casa, no quiso nunca sacarlos de las prisiones públicas.
Nuestros Padres esperaron varios días antes de escribirnos a Roma la desgracia que les había sucedido, para ver si con la razón eran válidos los favores de aquellos titulados ante Su Eminencia para que se tranquilizara. Finalmente, viendo que no se conseguía nada, el P. Miguel [Bottiglieri] del Ss. Rosario, Procurador de aquellas casas, me escribió sus tumultos, y el encarcelamiento de los tres Padres nuestros, la causa de la cual, y que los medios empleados no habían servido ente Su Eminencia.
Yo, que ya no recordaba nada de aquellos disgustos, me propuse a ayudarlos de todo corazón, para que los liberaran y sacaran de las cárceles públicas. Entregué un memorial a la Sagrada Congregación, hablando con Monseñor Ilmo. Farnese y Monseñor Albizzi, Secretarios de la Sagrada Congregación, con el Emmo. Ginetti, Presidente de aquélla. Obtuve de ellos un carta para la información, y, cuando llegó la respuesta, procuré con todo afecto la expedición, de la que Monseñor Ilmo. Albizzi me habló con cierto sentimiento, diciéndome que con los Emmos. Ordinarios se andaba con mayor reserva que con los Obispos. Yo le repliqué que se les debe todo respeto, pero que, como nuestros pobres Padres no habían cometido ninguna falta, ni contra el Breve Apostólico ni contra Su Eminencia, no debían estar retenidos en prisión pública, porque, aunque era cierto que no había General, ni otra unión, la caridad nos mantenía unidos. Monseñor Ilmo. Farnese y [él], Monseñor Albizzi, ambos nos habían dicho y escrito que no se nos había prohibido dar el hábito, sino sólo el profesar, y que los Padres encarcelados habían pedido también licencia a su Ordinario, y la habían obtenido de palabra, lo que era suficiente. Como el Ilmo. Farnese, entonces Gobernador de Roma, le confirmó a Monseñor Albizzi lo dicho por mí, se lo escribió con toda amabilidad al Emmo. Arzobispo.
Hablé también a Monseñor Albizzi, Asesor del Santo Oficio; le di el memorial sobre esto, y me respondió con una carta muy favorable, en la que claramente decía a Su Eminencia el Arzobispo que Su Santidad Nuestro Señor no había prohibido a nuestros Padres conceder el hábito, y que, habiéndoles dado licencia su Vicario General, no debían ser castigados solamente por no tener licencia por escrito.
Como Su Eminencia respondió que los Padres habían dado el hábito en forma de Orden, es decir, cambiando el apellido familiar por el de un santo, e iban descalzos, y revestidos en la iglesia como se hacía cuando eran Orden, dicho Monseñor Ilmo. respondió de nuevo una carta, con tan gran sentimiento, que violentó al Emmo. Arzobispo a enviar a casa a nuestros pobres Religiosos, después de cuarenta o más días de cárcel pública, porque le dijo que nadie mejor que él podía conocer la mente del Papa Inocencio X, y, por eso, era injusticia tenerlo en prisión.