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Cap. 26. De las virtudes y dones de nuestro venerable Siervo de Dios

Dios había dado a su siervo un don particular de oración, a la cual solía recurrir en toda ocasión, y habiendo experimentado que era un medio óptimo para conseguir las gracias deseadas y librarse de grandes peligros desde los años de la niñez y la juventud, tenía por costumbre no decidir nunca nada sin recurrir primero a Dios con oraciones. Reconociendo que eso era un gran don del mismo Dios, le daba continuamente gracias por ello a su inmensa bondad.

A veces se le veía salir de la oración con el rostro encendido de tal modo que aunque hubiera querido ocultarlo como solía, los signos externos lo denunciaban. Conociendo por experiencia propia los grandes bienes que se derivan de la oración, la dejó sumamente recomendada en las Constituciones, en las cuales, además del Oficio y la Misa en que deben decir juntos las oraciones, ordena que sus religiosos se reúnan cinco veces al día a hacer oración, parte mental y parte vocal, en el oratorio público, en el cual por la mañana reunidos tengan una hora de oración mental; antes de ir a almorzar hagan el examen de conciencia, y una hora después de comer digan las letanías de la Virgen con cinco salmos y otras oraciones, que todo junto se llama la coronilla de la Virgen. Deben reunirse en otro momento oportuno durante media hora para hacer oración metal, y por la noche antes de ir a dormir se termina la jornada con las letanías de los santos, con otro examen de conciencia y otras preces. Y no bastándole esto, tan impregnado de la oración estaba, que incluso ordenaba que durante el tiempo de clase hubiera un padre prefecto de la oración continua, cuya tarea era tener un número de escolares en la iglesia tomados de manera rotativa de las clases, que durante todo el tiempo que duraran las clases rezaran a Dios por el Sumo Pontífice, por los Obispos de la Iglesia, por la unión de los príncipes cristianos, por la extirpación de las herejías y por todas las necesidades de la Santa Madre Iglesia. No se puede decir breve ni suficientemente cuánto estimaba la oración este enamorado siervo de Dios.

Además de serlo de todos los santos, era parcialmente devoto de la Virgen Madre de Dios, y por eso quiso que los hijos de su Orden se llamasen Pobres de la Madre Dios, y por lo mismo cambió su apellido del siglo como se ha dicho anteriormente, e incluso en los sellos y armas ordenó que se esculpiese el nombre de María Madre de Dios, rodeada de rayos, como se usa actualmente. Recitaba cada día el rosario, meditando con muchísimo fruto sus misterios, y con mucha insistencia exhortaba a menudo a los demás a hacer lo mismo, sabiendo que no puede perecer quien es verdaderamente devoto de la Madre de Dios.

Del mismo modo mostraba una devoción particular a S. Gregorio Magno, que solía añadir en el Confíteor cuando celebraba misa, en la cual se mostraba devotísimo. No olvidaba recomendarse a San José, cuyo nombre llevaba, y a Santa Teresa la reformadora de las hermanas carmelitas, deseando imitarla en el amar a Dios y procurar la salvación de las almas, leyendo cada día sus obras.

Su hablar nunca era ocioso, sino siempre útil y de fruto para quien le oía; más aún, incluso de las simplezas sacaba materia para hacer alguna reflexión provechosa, por lo que con razón solían decir muchos que tenía palabras de vida.

Su abstinencia podía considerarse una continua mortificación de los sentidos propios, y para que todos pudieran más fácilmente contenerse dentro de los límites, usaba una gran templanza en el comer, porque además de comer poco, la mayoría de las veces sólo hacía una comida al día, y de alimentos pobres y viles, estando acostumbrado desde sus primeros años a mortificar la garganta y castigar la carne con ayunos y evitando la exquisitez en las comidas. Huía cuanto podía de los recreos, especialmente con la gente de fuera, y cuando se hizo religioso vivía de acuerdo con la Regla, y si algunas veces por error le faltaba lo que suele darse a los demás, nunca se quejaba, ni pedía nada. Algunos que han vivido con él testifican que muchas veces si no le ponían el vino usual por descuido, bebía agua, y otras veces que no le ponían ni lo uno ni lo otro, se iba de la mesa sin beber nada. Y si ocurría que le ponían las jarras con el agua y el vino pero no le ponían vaso, tomándolo como una mortificación enviada por Dios, se abstenía de pedirlo, y se iba de la mesa sin beber. Al darse cuenta el encargado de preparar las mesas quedaba confundido, y al decir la culpa en el comedor, el Padre le ponía una pequeña mortificación y le advertía que estuviera atento para no hacérselo a los demás. También solía hacer insípida la sopa añadiendo agua por mortificación, dando cualquier otra excusa.

La mortificación del Padre no consistía sólo en las cosas citadas, sino mucho más en soportar con paciencia y constancia admirables las molestias y persecuciones y calumnias tanto de extraños como de los suyos propios. Pudiendo defenderse y librarse justificándose, no lo hacía para mortificar más sus propios sentidos externos e internos por amor de Dios, lo que demostró en muchísimas ocasiones, aunque con la que se mencionó más arriba, aquella en la que por calumnia fue conducido al Santo Oficio con sus asistentes, ya basta para probar la verdad de lo que se escribe. En aquella ocasión el señor Pedro de Massimi depone haberlo visto ir con tanta tranquilidad y alegría que quedó estupefacto. De tal manera había hecho un hábito del dominio de sus pasiones que no sólo no se turbaba, sino que parecía que disfrutaba en los momentos difíciles.

Su humildad era tal que ordinariamente hablaba de ella como una cosa preciadísima, y exhortaba a los suyos a conseguirla y a pedirla a Dios. El ministerio de las escuelas, con sus ejercicios basados en la humildad y la mortificación, demuestra lo fundado que él estaba en esa virtud. En cuanto le era posible se ingeniaba para ocultar las gracias y dones que recibía de Dios, para no dar motivo de ser admirado y mantenerse humilde. Por esto despreció también grandes dignidades que le fueron ofrecidas por los Pontífices y por el embajador de España, como se escribe en otro lugar. En casa no dejaba las tareas humildes y bajas, como barrer la casa y las clases, servir en la cocina, lavar los platos y ollas, haciendo que incluso los demás lo hicieran por turnos, para mantener en los religiosos la humildad como necesarísima salvaguarda de la Orden, que sin ella está en peligro de naufragar.

De la humildad venía que él fuera obediente, y estuviera pronto a someterse y seguir las órdenes de cualquiera, y si bien siempre se distinguió en la obediencia, lo hizo de manera mucho más memorable cuando por falsas imputaciones fue depuesto del generalato, el cual del mismo modo que lo había aceptado por obediencia, con la misma voluntad lo entregó. Y a los que tomaron el gobierno en lugar suyo fue tan obediente que no lo podría ser más un joven novicio. Se arrodillaba ante ellos para pedirles la bendición cuando tenía que salir de casa y al volver, y no hacía nada por pequeño que fuera sin su permiso.

Ocurrió que cierto bienhechor le envió una buena cantidad de escudos para que se sirviera de ellos, considerando que en la postración en la que se encontraba los necesitaría mucho. Tomó nuestro Padre la limosna dando gracias al bienhechor, y después llevó el dinero al superior de entonces, diciéndole si tendría a bien darle algo para conseguir algunas estampas para enviarlas a devotos que las solicitaban. El superior tomó el dinero, y apenas le dio al siervo de Dios unos miserables julios de todos aquellos escudos, con los que se conformó y alegró. En fin, era tan observante de la obediencia que consideraba y reverenciaba a sus superiores como ministros de Dios, obedeciendo alegrísimamente no ya sus órdenes, sino los simples signos, y decía que no hay cosa más segura ni le parecía a él nada más fácil que obedecer las órdenes del superior.

Su caridad para con Dios y con el prójimo era ardentísima, y ello lo predican las obras que él hizo, y la Orden. Su amor a Dios era tan fogoso que, habiendo hecho grandes cosas por el honor y gloria divinos, con todo a él le parecía que no hacía nada, y de aquí venía el que no pudiera soportar que la Majestad de Dios fuera ofendida con pecados ni en modo alguno despreciada. De este amor nació el motivo para encontrar la manera de quitar de los hombres rudos la ignorancia de las cosas de Dios. En la obra de las escuelas buscaba siempre, a veces con palabras sencillas y a veces con grandes discursos, atraer a todos al culto y al amor del Creador. Y por esto en cuestiones de culto era singularmente puntual, observando con diligencia las ceremonias y ritos eclesiásticos y cuidando que los suyos hicieran lo mismo. En la iglesia y en la sacristía quería junto con la pobreza la limpieza y el orden, y que con toda reverencia se administraran los santos sacramentos, como lo hacía él enseñando y haciendo enseñar lo que conviene a la reverencia de los altares, de las santas reliquias e imágenes, y todas las cosas destinadas a honrar a Dios y a sus santos.

En la misa, que decía devotísimamente, y al recitar el oficio divino mostraba el fuego de amor hacia Dios, no pudiendo evitar el hacerlo patente, incluso exteriormente. Sin embargo evitaba extenderse al celebrar la misa en público, y exhortaba a los suyos a lo mismo para no aburrir a los asistentes. A los que decían la misa a los escolares les advertía también que no la hicieran demasiado larga, pero no por ello les permitía que corrieran más de la cuenta, como hacen algunos que juntan cosas y embrollan las lecturas y todas las sagradas ceremonias, con daño de sus almas y poca edificación para los que escuchan.

Al decir el Oficio alababa más la diligencia en el prevenir que el posponer, máxime a quien se encuentra muy ocupado. Una vez le preguntaron si al decir el oficio era mejor anticipar el tiempo, o si bastaba con decirlo antes de media noche, ya que los padres por impedimento de las clases no pueden decirlo a las horas debidas. Él respondió que es mucho mejor anticipar. Al que anticipa lo llamaba diligente; a quien lo dice a su tiempo, obediente; y al que lo pospone lo llamaba negligente.

Fue tanta y tan grande su caridad hacia el prójimo que nunca se cansó de ejercitar las obras de misericordia tanto corporales como espirituales. Incluso cuando era seglar se fatigó mucho corrigiendo las costumbres corrompidas de los fieles, como se escribe en otro lugar, pero una vez fundada la Orden, con sumo cuidado, por sí y con ayuda de otros, se esforzaba por eliminar los pecados, e introducir la observancia de la ley de Dios en el mundo. Exhortaba a la paz, a la reverencia hacia los mayores, a tener compasión de los menores, a tener caridad con todos. Cuando sus religiosos estaban ocupados en tareas de caridad, quería él estar con ellos y ayudarles. A los enfermos, sintiendo compasión en su corazón, los servía incluso en las más viles tareas. En fin, nunca se cansaba de hacer bien, corporal o espiritual a su prójimo.

Lo dotó Dios también de gran consejo y prudencia, y como de tal se sirvieron de él muchos, incluso grandes señores y pontífices, con gran alabanza; no sólo cuando era religioso, sino anteriormente, como se ha contado en su vida.

Tuvo incluso el don de predicción, como consta en muchos testimonios jurados en su proceso, en los cuales se narran muchas cosas que él predijo y se cumplieron admirablemente, como también en los mismos testimonios se cuentan gracias y milagros en gran número, operados por Dios por medio suyo, queriendo manifestar su gloria en él.

No cabe duda de la gran fe y esperanza que tenía en Dios y en su providencia el venerable Padre, sin las cuales no hubiera hecho tantas cosas como hizo en su vida, si no hubiera tenido fe en Dios y no hubiera esperado conseguir el galardón de la vida eterna. Más aún, solía decir a los suyos a menudo: “Hijitos, tengamos confianza en Dios y en su providencia, que no puede fallar”. Cuando se presentaban situaciones difíciles de superar, para dar ánimo con las esperanza del premio, tenía en la boca aquellas palabras: “el Reino de los cielos padece violencia, y los violentos lo consiguen”. Pero quiero terminar aquí este compendio, siendo consciente de que me alejo de sus reglas, por un lado, y por otro me doy cuenta de que reduzco y dejo fuera muchas cosas que quedan por decir de nuestro venerable Padre y de sus virtudes.

Notas