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Peralta de la Sal, que se encuentra en la diócesis de Urgel de la Provincia de Tarragona, en territorio perteneciente al Reino de Aragón, se hizo bien conocida a todos los siglos por haber dado al mundo para beneficio común de todos los fieles cristianos un nobilísimo fruto de piedad divina, que fue José de Calasanz, fundador de la Orden de los Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, los cuales tienen como ministerio propio el estar siempre dispuestos a repartir a los niños el pan de la buena educación. El Profeta ya no podrá seguir quejándose de que “Los niños pedían pan y no había quien se lo repartiera”. Se precia en Mesopotamia la ciudad de Jarán porque en ella nació del patriarca Jacob el santo José enviado por la divina providencia a socorrer al mundo cuando estaba en los mayores apuros a causa del hambre, proveyendo abundantemente a todo Egipto de pan para mantenimiento de la vida corporal. Por haber procurado alimentos a tanta gente mereció el sobrenombre de Justo, pero mucho más puede preciarse Peralta de la Sal por nuestro José, que puede justamente recibir el título de Piadoso, porque destinado por la alta providencia a ser educador de la niñez, suministra siempre alimento de vida, no para el cuerpo, sino para el alma; no temporal, sino eterno. Por lo que quien considere atentamente la vida de este venerable siervo de Dios al leerla, conocerá claramente cuánto se parece a la de aquel otro patriarca José, y cómo se le asemeja en todo, siendo mayor el hambre de educación en nuestro tiempo que lo fue aquella de la que se quejaba Plutarco, quien, sirviéndose de las palabras del filósofo Crates dijo de sí mismo que, movido por el celo, hubiera querido subirse a un lugar elevado de la ciudad para echar en cara a los padres el poco cuidado y ningún pensamiento que tienen de sus hijos, lo mismo que aquellos que se preocupan más de llevar las sandalias limpias que de tener el pie sano. “Si pudiera me subiría a un lugar elevado de la ciudad para proclamar en alta voz: ‘¿A qué prestáis atención, hombres? ¿En hacer qué cosas ponéis todo vuestro esfuerzo? Olvidaos de vuestras obras, que son menos importantes que vuestros hijos’. A lo cual yo añadiría, dice Plutarco, que tales padres obran como si estuvieran preocupados por las sandalias, sin importarles el pie”[Notas 1]. Este mismo dolor afligía a S. Juan Crisóstomo, quien considerando el extremo abandono en el que tenían los padres la buena educación de sus hijos, ya que se preocupaban sólo de dejarles acomodados y ricos de bienes temporales, sin preocuparse de los bienes eternos ofreciéndoles maestros que les enseñaran los primeros rudimentos de la santa fe y el temor de Dios, enfadado por ello les lanzó una invectiva: “Escuchad: ¿cuántos, cuántos no tenéis ningún cuidado de vuestros hijos? Construimos todo para que la heredad sea óptima, pero descuidamos totalmente y no cuidamos lo que nos es más querido, de manera que confiemos nuestro hijo a cualquier varón fiel, que pueda defender y conservar su pudor, y ejercitar las tiernas almas de los hijos en la virtud y piedad.”[Notas 2]. Esta espina atravesó el corazón de nuestro venerable Calasanz, y, vuelto todo piedad, fue su diligencia tan piadosa que volviendo la espalda a dignidades y honores que le prometían la nobleza de su nacimiento, la abundancia de las riquezas, la excelente formación en retórica, filosofía, teología, en la profesión de las leyes canónica y civil, su distinguida prudencia admirada en España y en Roma en asuntos de gran importancia, y la estima grandísima que tuvieron por un hombre tan grande los príncipes y prelados de la Santa Iglesia, con todo prefirió dedicar su persona a la educación de los niños; llamó a compañeros, abrió escuelas, juntó a los niños abandonados a causa de la pobreza, y les proveyó de libros, papel, plumas. Sacó adelante su empeño con tanta gloria, que fundó la Orden de su voto y piedad de las Escuelas Pías, de la cual han salido sujetos cualificados. Ahora bien, ¿qué habría dicho el Boca de Oro si hubiera visto en su tiempo satisfecho y colmado su deseo con tanta alabanza? ¡Qué alegría, qué gozo, qué júbilo hubiera sentido aquel santo patriarca! Habría admirado la divina bondad, dándole gracias por tanta misericordia; la habría alabado por el aumento de su gloria.
Este es el motivo que me ha movido también a mí a escribir un breve compendio de la vida de este hombre tan venerable, para que Dios sea celebrado y honrado en sus siervos, y para que sea conocido en el mundo un instituto suyo tan santo y tan necesario en la Iglesia de Dios. El estilo de la obra será simple, distinto de las novelas modernas, porque la verdad que es hermosa por sí misma no necesita mendigar embellecimientos, y para que pueda caminar por las manos de todos, de modo que todos alaben y glorifiquen a la majestad divina, que de tiempo en tiempo provee a su Iglesia de obreros y ministros para que la hagan gloriosa, “sin mancha ni arruga”.