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Cap. 1. Del nacimiento de José de Calasanz y su virtuosa educación y estudios de su niñez.

La naturaleza no tiene una alegría mayor que se haya dado a los hombres que la nobleza de sangre cuando es esforzada, porque es grande y excelente aquella que en las obras humanas y naturales resplandece, y las hace maravillosas arrastrando tras de sí los ojos y los deseos de todas las gentes, no sólo entre los educados, sino también entre las naciones bárbaras y rudas. Es algo por lo que dejamos en segundo lugar los bienes, e incluso la vida. Por lo cual ni los filósofos, ni los historiadores, ni los santos, ni en la historia sagrada se olvidan de reflexionar sobre estas excelencias en aquellas personas de las que se escriben las historias. Así es no sólo lícito, sino un deber el hacer memoria de la nobleza de los progenitores, con la cual Dios honró también en lo temporal a su fidelísimo siervo José, que se supo servir tan bien de ella.

En la antiquísima provincia de Aragón, en los límites con el principado de Cataluña, en la diócesis de Urgel se encuentra una villa muy antigua llamada Peralta de la Sal. Hay allí dos casas nobilísimas, por el esplendor de las armas y por la profesión de las letras. La primera es la de Calasanz. De esta cuenta la historia que en el tiempo en que el rey Jaime, llamado el Conquistador por sus victorias, hacía guerra contra el conde de Urgel, D. Beltrán de Calasanz, un caballero muy principal, se armó para defender a su rey, llevando consigo tropas de soldados a sus expensas. Después de luchar con gran valor contra el conde de Urgel, finalmente lo venció con una brillante victoria, y lo sujetó como vasallo a la corona real. Le agradó tanto al rey el servicio recibido y agradeció tanto el valiente coraje de D. Beltrán que para conservar perpetua memoria para los sucesores, quiso que en el escudo de armas de la familia Calasanz, en la que había un ala de ave, se añadiese un perro con una bolsa llena de dinero en la boca, mostrando con lo primero la fidelidad a su príncipe y con lo segundo la liberalidad, contribuyendo con su dinero a los gastos de guerra. Este es el origen de la casa Calasanz, de la que nació D. Pedro de Calasanz, padre de nuestro venerable José.

La otra familia, no menos principal y antigua que la primera, es la casa Gastón, muy célebre en los reinos de Cataluña y Aragón. Vive hasta el día de hoy la memoria del nombre de Egidio Gastón, y de Pedro Fonseca Gastón, que en la corte Real de Madrid fue Presidente Supremo del Consejo del Rey Católico, y después fue hecho obispo de Tarragona. De esta familia nació Dª. María Gastón[Notas 1], la cual se unió en matrimonio a D. Pedro de Calasanz.

Corría el año 1556 del Señor. Gobernaba la Iglesia Pablo IV; regía el Imperio Fernando, primero de este nombre, y tenía el cetro de la monarquía española Felipe II el Prudente, cuando vino a la luz del mundo de una pareja tan afortunada nuestro José. Tuvieron sus padres siete hijos, tres varones y cuatro hembras. El último fue nuestro venerable Padre, llamado en el santo bautismo, no sin instinto del cielo, José, que quiere decir aumento, porque parece que Dios le hubiera enviado todas las bendiciones celestes, y que desde la cuna hubiera mamado la leche de la protección y gracia de la Virgen María Nuestra Señora, en la octava de cuyo nacimiento vino él a esta luz mortal, por su gran devoción y amor que tenía desde aquellos tiernos años a la Virgen Santísima, por la bondad de sus nobilísimas costumbres, y por la candidez de ánimo recto y puro en tratar y obrar con la consideración que tenía aprendida. Sus palabras estaban llenas de modestia y vergüenza, que se volvía amable y más digna de admiración por el decoro de su disposición natural, o más bien por la abundancia de la gracia de la gracia divina, favorecido por la cual se aplicó en su infancia bajo la disciplina de buenos maestros, virtuosos y doctos, al estudio de la gramática. Su madre Dª. María consideró a causa de la conveniencia de su sangre que era un justo deber apoyar los motivos rectos y anhelos que mostraba el hijo de alimentarse de la piedad y el santo temor de Dios, que parecía que iba a ser el que haría guerra contra el enemigo infernal al encaminar las almas de la tierna edad al conocimiento de su Señor, por lo que se puede deducir de lo que cuenta D. José Marqués, párroco de la real iglesia de Perpignán, hombre insigne en la profesión de las letras y en virtud, que fue compañero en la escuela de gramática y primeros rudimentos de nuestro José, entonces niño.

Refiere este caballero que Calasanz le exhortaba a menudo y en toda ocasión le aconsejaba que supiera temer a Dios huyendo de los vicios, y a tener odio al Demonio con palabras tan encendidas de fervor de espíritu, y que decía con un sentimiento tan grande que le parecía que no era un niño, sino un hombre provecto y lleno de bondad. Entre otras cosas le decía: “Este es nuestro enemigo, ¿no sabéis que nos atrae siempre a hacer el mal? Yo tengo ganas de matarlo. ¡Oh, si supiera donde está ese feo y horrendo monstruo!” Y, agarrando un cuchillo, añadía: “En verdad os digo que le voy a dar una cuchillada tan grande que lo haré morir”. Casi siempre estaba pensando en lo mismo, y cuando ocurría que íbamos juntos a jugar en cualquier campo, pedía, incluso al mismo maestro, que le dijéramos si el demonio estaba entre aquellos árboles, porque estaba decidido a matarlo. Estando una vez con esta idea, me dijo que le parecía verlo encima de una higuera, y animó a Marqués a que le acompañara, y subiera con él a aquel árbol, cosa que hicieron. “Entonces, estando yo en otra rama sin ver nada –cuenta Marqués -, observaba lo que hacía él, cuando he aquí que el tronco sobre el que se había subido Calasanz con el cuchillo en la mano se partió de pronto, y yo me asusté y al mismo tiempo sentí miedo por el compañero que cayó al suelo, y afirmo que con toda seguridad debía matarse, por el duro golpe que se dio en el suelo. Y por otra parte, siendo la rama bastante gruesa y José de peso muy ligero, consideré que la había roto el demonio, porque se puede pensar que aquel, despreciando los altos motivos de un niño que estaba dispuesto a matarlo, no pudo tolerar ser provocado a luchar con un niño, por lo que rompiendo la rama en al que se hacía ver, lo tiró al suelo para llevárselo por delante. Verdaderamente fue un milagro, pues sin sufrir ningún daño de pronto se levantó él mismo del suelo. Pero nunca abandonó semejante propósito de firme voluntad, que es un claro indicio de lo que con el tiempo Dios iba a obrar por medio de él para ayuda de las almas, quien ya le asistía desde entonces con particular gracia y ayuda divina.

Así guiado y protegido José por el cielo, pensaba que no debía poner todo su empeño y esfuerzo en aprender los primeros rudimentos de la gramática, sino más bien en saberse mantener alejado de toda ocasión de pecado, aunque fuera pequeño, y en amar solamente a Dios, y cuando hubiera aprendido eso sería sabio. Principio de la sabiduría era su santo temor, y por su ánimo fiel al Creador parecía ser de aquellos de los que dice el Sabio: “creada con los fieles, les acompaña desde el seno materno”[Notas 2]. Todo esto se conocía de su exquisita modestia y vergüenza, adornado de la cual nunca admitía en su conversación y trato sino a aquellos que veía que eran honrados, y tenían en el rostro el candor de un corazón puro y justo. Como si tuviera escrita en su alma la ley de Dios, la llevaba atada a los dedos conforme a lo que está escrito en los Proverbios: “para alcanzar instrucción y perspicacia, justicia, equidad y rectitud, para enseñar a los simples la prudencia, a los jóvenes ciencia y reflexión”[Notas 3]. De este modo se daba a conocer a todos, que admiraban una prudencia tan grande en un niño. Su agudeza en el hablar, y su humilde reverencia hacia sus padres y mayores dejaban maravillados a quienes lo escuchaban con estupor.

Con los años crecía su devoción, y una religiosa observancia de todo lo que se refiere al provecho del alma, hasta tal punto que aun de niño se había convertido en norma y regla para los demás, incluso mayores que él, de modo que cuando estaban en su presencia procuraban portarse bien, y ser cuidadosos en lo que hablaban con él, pues habían observado que cuando oía alguna palabra o alguna conversación contraria a la virtud y las buenas costumbres, inmediatamente mostraba su disgusto grande en la cara con algún resentimiento, y así gozaban con provecho de aquel ejemplar de niño objeto de toda virtud.

Del mismo modo fueron maravillosos los progresos que hizo en el estudio de la gramática, y con no menor provecho avanzó en los de la retórica, tanto en prosa como en verso, llevando el primado entre sus compañeros. Con los años brilló aún más la bondad de su alma, iluminada por el esplendor de las virtudes singulares, en especial de su virginal candor, que fue tan digno que afirman que desde sus tiernos años no permitió nunca que fuera vista la desnudez de su cuerpo, ni siquiera por su propia madre Dª. María. Y no debía ser de otro modo, porque viéndolo muy fervoroso en el ejercicio de las oraciones, ella jamás se entrometía; recurriendo a Dios le pedía siempre su ayuda para vencer a su Enemigo y decía que no quería otra cosa sino vivir en su gracia, que supo conservar desde el principio. Hablando sobre el fervor que tenía encendido siempre a José en sus oraciones, el citado Marqués con D. Miguel Jiménez de Rubéis y D. Francisco Reyes, condiscípulos suyos, dicen que siendo aún de pocos años, cuantas veces el maestro le preguntaba la lección, o le pedía que hiciera algún otro ejercicio escolar, él de repente se ponía de rodillas para decir algunas devociones suyas con gran modestia y compostura, y nunca dejó de hacerlo, aunque sus compañeros se reían de él, como suele ocurrir, y decían: “mira el santito”. Pero él no se enfadaba por eso, sino que se mantenía manso y pacífico, y con toda modestia les hacía ver su interna tranquilidad y la bondad de su ánimo, por lo que los demás quedaban confusos, y se disponían a temer a Dios, diciendo que José había nacido para arrastrar las almas a su conocimiento.

Notas

  1. El P. Chiara sigue la Vida del P. Vicente Berro. Ahora bien, este cita a los parientes maternos de Calasanz de otro modo. La madre es María Gastón Castejón, y los otros dos citados son Egidio de Castejón y Diego Castejón Fonseca, que ciertamente fue Presidente del Consejo de Castilla y obispo de Tarazona en 1643-1655 (nota del trd.)
  2. Si 1, 14. En las citas bíblicas yo uso la traducción de la Biblia de Jerusalén. El P. Chiara usaba la Vulgata. (N. del Trd.)
  3. Pr 1, 3-4