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Cap. 4. De lo que hizo José cuando regresó a su patria y durante todo el tiempo que permaneció allí.

Un accidente tan peligroso, en el que José reconocía que el mérito y la victoria se debían sólo a la benignidad de Dios, no podía quedar sin gran fruto en su alma. Su inteligencia, mucho más iluminada, le persuadía de que en su vida nunca estaría seguro y libre de los asaltos del enemigo sino con la ayuda divina. Como un fuerte guerrero en las crudas batallas de este mundo peligrosísimo se ceñía para lograr cualquier mayor provecho y salud en los insultos de sus mismos enemigos, y para no deber estar ya nunca sin armas hasta el último suspiro. Dios suele privar de consolaciones a los que ya han crecido en el espíritu, y sustentarlos a su placer con el pan de las lágrimas y con el alimento fe las tribulaciones y contrariedades. Cuando falta el viento, hay que poner la mano en los remos, y quien ama en medio de las tribulaciones y luchas con sus enemigos, avanza mucho en el camino del cielo.

Vuelto, pues, un fortísimo guerrero contra el infierno, comenzó con más temor del acostumbrado a dedicar la mayor parte del tiempo al santo ejercicio de la oración, y no sabía suspenderlo felizmente más que para hablar de Dios, o tratar con él. Se había dado cuenta de que los entretenimientos humanos son ciegos e imperfectos en comparación con los que elevan el alma al goce del sumo bien y lo mantienen en su presencia, para tener ingreso a exponerle su débil flaqueza e implorar su divina ayuda, y esto le resultaba más provechoso por medio de la oración, y como un tributo más grato a su Creador, y esta tenía por compañeras las obras santas. Se entregó completamente centrado en la amistad y gracia de Dios por medio de la oración, y a aumentar el mérito con sus habituales, pero más rígidos, ayunos, añadiendo rigurosas penitencias, flagelando y afligiendo su cuerpo, macerándolo con áspero cilicio y además con una larga vigilia, dedicada a sus continuos ejercicios espirituales. Le daba para reposar la tierra desnuda, implorando siempre la divina asistencia. Reprimía las pasiones del sentido, y con una mente santa y perfecta, centrada en las reglas verdaderas, la razón no temía en absoluto a los estímulos de la lascivia y las seducciones terrenas en los engaños de su enemigo, de tal modo que libre de hecho no tanto de los vicios como de las ocasiones, gozaba de tranquilidad, con un amor encendido hacia su Dios en sí mismo. Vivía con admiración de todos con una pureza de ángel, que parecía más de Dios que del mundo.

Estando José entregado completamente al servicio y al amor de su Creador, quiso este por su divina bondad hacer brillar su grandeza en las obras de su fiel siervo y hacerlo digno de aquellos atributos y aquellas gracias de las que le había llenado admirablemente desde su niñez, y entregarlo a la adquisición de almas. Era increíble el fruto que lograba con su hablar y tratar con la gente. De su boca sólo salía la verdad, y doctrina evangélica, y aquello de lo que ardía su corazón: el amor a Dios y el odio al pecado y a todo el infierno. Sus discursos llenos de solidez y saber de pureza y enseñanza con una atractiva y eficaz persuasión suya natural, o más bien don de Dios, reducían a todos a desarmar la obstinación de la mala voluntad huyendo del vicio, y a buscar el bien del alma. Sus palabras llenas de admirable elocuencia y acompañadas de su gran bondad no podían por menos que producir frutos en los pechos de los que veían tal en sus costumbres que les conmovía la doctrina corroborada por su ejemplo único.

Con tales efectos de piedad y provecho para el alma, todos gozaban de la imitación del bien de su alma, y continuando José afligiendo su cuerpo con las asperezas rigurosas de su vida ejemplar, fue voluntad de Dios que cayese en una grave enfermedad, considerada en la opinión de los médicos mortal, con universal disgusto de los que lo tenían por dulce y amoroso soporte para sus almas. Pero el enfermo, viendo en sus cosas siempre la divina voluntad, tenía como ventajoso para él el estar enfermo. No le asustaba recibir la muerte de su benigna mano a quien en los días de su vida no hacía otra cosa sino morir; sólo le desagradaba no haber sabido vivir lo suficientemente bien como decía que debería haber sido su obligación, a pesar de que lo había deseado.

Adorando la divina voluntad, el enfermo estaba totalmente conforme al gusto de Dios, a quien tenía por su medio y único fin, sin poner ninguna confianza en la medicina humana, sino sólo en la ayuda divina, y vuelto hacia su Creador, dentro de sí mismo le dijo así: “Señor y Redentor mío, si es tu voluntad, y sirve para mayor gloria tuya y servicio y ayuda del prójimo el que yo me sane de esta enfermedad, yo seré tuyo, aunque ni tengo ni valgo nada, sino lo que tú haces de mí; que tu voluntad se haga en el cielo y en la tierra. Sólo te ruego, que si quieres que yo viva en esta frágil vida, te complazcas, Dios mío, en hacerme un digno ministro tuyo, para poder gozar del santo altar. Siempre he tenido este anhelo de unirme a ti, y de vivir la vida verdadera, que sois vos, mi bien. Y este deseo mío os lo prometo con voto, de ser todo de vuestra Divina Majestad. Mi vida, mi Dios, haz de mí como te plazca, que otra cosa no quiero sino lo que tú quieras. Así he dicho”.

Se tranquilizó el enfermo permaneciendo en este propósito, y con una cierta esperanza de deber ser sacerdote, aunque se consideraba indigno de ello. Guardaba aquellos sentimientos que tenía desde su niñez de estar completamente consagrado a su Señor, siendo conforme a lo que el Eclesiástico pedía a Dios: “Siendo joven aún, antes de ir por el mundo me di a buscar abiertamente la sabiduría en mi oración, a la puerta del templo la pedí, y hasta mi último día la andaré buscando. Mi pie avanzó en derechura, desde mi juventud he seguido sus huellas”[Notas 1]. Como de hecho se vio bien pronto libre y sano de aquella peligrosa enfermedad, y recobró con especial ayuda de la divina gracia la salud del cuerpo, su habitual fervor de espíritu, que con los años iba creciendo, ya no anheló más que dedicar su vida a amar a Dios, como alguien que había estado ya en el umbral del cielo. Llevaba firmemente escrita la patente de su salvación; parecía no saber pensar, ni vivir para otra cosa que para Dios. Estaba en la tierra, pero ya muerto en ella, vivía en el cielo; y si vivía en esta tierra, estaba completamente en Dios, y amando a Dios amaba al prójimo, con quien era tan afable y cortés, que se hacía familiar con todos al darles su ayuda. Compadeciendo las aflicciones de los pobrecillos como suyas propias, se consideraba infeliz en las miserias de aquellos a cuyas necesidades no hubiera proveído, no calmándose su caridad hasta que encontraba la manera de socorrerles siempre.

A este efecto deliberó crear un monte de piedad, que lo llamó de grano, para que en él aquella pobre gente y pobres del país pudiesen tener cada año de qué sustentarse, y se les repartiese con toda caridad, y no perecieran de hambre. Imitó el piadoso José al justo, de quien llevaba el nombre y realizó los hechos, alegrándose de saber empeñar lo suyo de antemano en ayuda de los pobres. Abrió el perro fiel su bolsa, y con toda liberalidad empeñó su dinero a favor de la gente pobre, que respirando alababa y daba las gracias debidas a Dios en su proveedor, como dice el Eclesiástico: “Al espléndido en las comidas lo bendicen los labios, el testimonio de su munificencia es firme”[Notas 2]. Y sin duda era fiel a su Creador José el piadoso, que de lo que sobraba lo distribuía a quien carecía de lo necesario para vivir. Eran estos efectos de la piedad del conservador de nuestros tiempos, el abrir la bolsa para erigir sus graneros, a fin de que de ellos recibieran el sustento para su vida corporal los pobres creyentes.

Sentía particular contento el piadoso proveedor de aquella obra de caridad, pero su anhelo y objetivo principal era no sólo alimentarlos con el alimento material, sino más bien en la vida eterna con los pastos divinos, a lo que el reparador de la gente se sentía movido maravillosamente por el espíritu divino, y con una sabia habilidad quería reunir juntos los pobres con sus hijos, a los que siempre a horas fijas alimentaba con la palabra de Dios, y después los instruía, enseñándoles todo lo que debían saber de los santos sacramentos de la Iglesia que nos enseña nuestra santa fe católica en la doctrina cristiana, y con eficacia de persuasión los encaminaba a frecuentar los santos sacramentos, a lo cual los exhortaba y los preparaba a menudo. Le impulsaba a ello el que supieran amar a Dios temiéndolo, con la frecuencia de sus santos sacramentos. Así la Divina Providencia con su gracia particular lo iba empujando y encaminando por aquello que con el tiempo le iba a servir en la Santa Iglesia para beneficio común de las almas, en el instituto que tenía que erigir. Por eso quiso conservarlo y darle la salud en aquella enfermedad con su bendición, como dice el Sabio: “La bendición del Señor es la recompensa del piadoso, y en un instante hace florecer su bendición”[Notas 3] , como pronto se dirá.

No se detuvo en esto solamente el fuego de su caridad, de la que ardía su corazón, sino que entre otras obras de piedad que llevó a cabo en aquellos tiempos, fue digno de alabanza aquel otro monte que erigió, en el cual empeñó parte de sus rentas anuales, excitando con su beneficencia los pechos de otros para que se volvieran liberales hacia su Dios en el prójimo con aquello que habían recibido de él. Instituyó este monte de piedad para ayudar a pobres y honradas doncellas que no tenían recursos, queriendo tomar marido. Y según el capital y el rédito anual que daba el monte erigido, se determinaba el número de aquellas que podían recibir el beneficio. Constituyó su rector y otros oficiales convenientes para que la obra pía durara eternamente, así como hizo con el otro de grano en los lugares de Ortoneda y Claverol, asignando una congrua pensión cada año a los que dirigían los montes. Escribió sus estatutos y órdenes para su buen gobierno, con la asistencia de la visita anual del vicario general del obispo, al cual también dejó una paga perpetua, para que revisase con precisión los libros de cuentas y la administración de las obras, con aquella debida fidelidad que convenía de los diputados al gobierno según su deseo. De este modo José resplandecía más como un sol, que no podía ocultarse para aquellos a quienes hacía gozar el rayo de sus ilustres obras de piedad divina.

El espíritu y la bondad de este siervo de Dios se veían consolados y recreados de manera extraordinaria por los efectos de tanta liberalidad ejercida hacia aquella gente, y porque Dios le había hecho gracia de ello con gozo surgía más fruto para mayor gloria suya y utilidad de las almas, por lo que le daba infinitas gracias y le crecía más aún la sed en su pecho del bien del prójimo, pues consideraba poco o nada que aquello lo hacía él, ya que todo lo atribuía a Dios, confesando que él era el dador y autor de las cosas. Por lo que se turbaba al reconocer sus debilidades; decía que su Creador era muy benigno y liberal al querer servirse de su persona, él que sólo era un gusano sobre la faz de la tierra, y no pudiendo contener sus lágrimas hablaba así con su Dios: “¿Quién soy yo, mi Señor? Yo no soy nada, y vos, mi Creador y Redentor del universo, os habéis complacido en serviros de esta vil criatura. Dulce bien mío, dadme vuestro amor y vuestra gracia; estad siempre conmigo, no me dejéis, Dios mío, para que yo sea siempre vuestro. Sin vos no soy nada, y estando vos en mí soy y puedo hacer todo aquello que sea de vuestro gusto y servicio”. De este modo se turbaba en el reconocimiento de su nada, y suplicaba a su divina bondad que le fortaleciera, y con su gracia le diera fuerza mayor para su santo servicio.

Notas

  1. Si 51, 13-15
  2. Si 31, 23
  3. Si 11, 22