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Cap. 5. José recibe las órdenes sagradas, y de sus progresos

Tenía un deseo enorme de cumplir su voto y recibir las órdenes sagradas, y hacerse sacerdote, el cual voto José había hecho en su última enfermedad, pero se iba disponiendo y preparando para un estado tan alto. En su alma siempre sentía un cierto estímulo e impulso divino que lo excitaba a un estado de mayor perfección y bondad, la cual encontraría en el santo sacrificio de la misa, y entonces le parecía que sería ungido el fiel guerrero para exponerse generosamente a combatir contra su enemigo. Así que, lleno de fervor en el ejercicio de la oración y en la maceración de su carne, se vigorizaba, y con toda la preparación debida a menudo recibía mientras tanto el Pan de la Vida, por recibir el cual cada día se consumía, para transformarse totalmente en su Dios, que era lo único que tenía en su corazón.

Llegado el momento en que la divina bondad quería que este siervo suyo tomase las órdenes sagradas, el 17 de diciembre se ordenó de las órdenes menores, y al día siguiente recibió con toda reverencia el subdiaconado del mismo monseñor Gaspar Juan de la Figuera[Notas 1], obispo de Barbastro, y finalmente con inexplicable alegría, fue ordenado sacerdote por monseñor Hugo Fray Ambrosio de Moncada, obispo de Urgel, el 13 de diciembre de 1583, ocupando la Cátedra de S. Pedro Gregorio XIII. Tenía veintisiete años de edad.

Quién podrá describir plenamente cómo era el nuevo sacerdote, y de qué estado de perfección gozaba su alma en el disfrute total del verdadero bien, en el que parecía ya totalmente transformado, el participante en la mesa celestial en la que centró todo su ser y pensamiento, para estar unido a su Dios, y más cercano ser totalmente transformado en la sustancia de su amado, que ya no parecía un hombre, sino un serafín, que salía de la misa “como desprendiendo fuego, con hechos terribles para el diablo”[Notas 2]. Sería cosa de no terminar nunca si quisiéramos explicar las gracias de las que lo llenaba su Celestial Esposo, y que aparecían a los ojos de todos. Si en el pasado había sido tan fervoroso en sus ejercicios espirituales para con la debida disposición a tan alto ministerio, qué debemos pensar que ocurriría con el gozo de celebrar tan divino sacrificio. Esto sólo lo pueden comprender los que, saciados del Pan de la Vida, se ven no ser ya lo que eran, pero no pudiendo expresarlo, representan su forma en vivo.

Los efectos innumerables de su caridad, que él obraba en beneficio de aquellos habitantes del país para encaminarlos al bien del que estaba tan lleno, si quisiéramos contarlos todos, haría falta un grueso volumen. La vida que llevaba era tan irreprensible que quitaba de su persona cualquier sombra de sospecha de culpa por mínima que fuera, que la humana flaqueza suele atribuir a los demás, aunque sean considerados santos y buenos. En tal concepto lo tenían los hombres de mayor consideración en virtud y letras, de modo que cuanto más se esforzaba él en esconderse con humildad y modestia, tanto más sus virtudes eran conocidas y admiradas.

En aquel tiempo regía la Iglesia de Lérida un prelado muy digno por la nobleza de su sangre y la eminencia de su doctrina y virtud, que con gran cuidado y vigilancia pastoral dirigía su rebaño. Sabía muy bien que había tenido éxito en el gobierno a causa de la sinceridad de costumbres y de la bondad de vida de los que había acertado a designar como ayudantes de la cura pastoral en su Iglesia, y por el contrario, buscando él no otra cosa que la salud de las almas y el celo de la fe, había vertido lágrimas cuando había elegido hombres cubiertos con el manto de una piedad simulada, llenos de ambiciones e intereses temporales, amigos de la vida licenciosa, con daño irreparable par los fieles, y luego se había visto obligado a alejarlos de su diócesis por el mal ejemplo que daban. Ahora bien, la pública fama de Calasanz que corría por todas partes llegó a los oídos de este prelado, y por estas buenas referencias aumentó el deseo y las ganas con que intentó primero verlo y conocerlo, cosa que hizo. Le gustó tanto que dispuso inmediatamente tenerlo consigo, y no privar a su Iglesia de un sujeto semejante, y tuvo que insistir mucho, pues José estaba dispuesto a huir cualquier ocasión de atarse a ningún tipo de compromisos. Al final, con humilde resignación se doblegó a la demanda del obispo, conociendo que aquello era la voluntad de Dios. Quiso el prelado que fuera su padre espiritual y confesor, y que de su resolución y consejo dependiese todo lo que tuviera que hacerse y seguirse en el gobierno de su Iglesia, como si él fuera el mismo pastor de su rebaño. Fue mucho su gozo al ver los frutos espirituales de que gozaba su episcopado, que florecía más allá de toda humana esperanza por la buena dirección de este evangélico y diligente obrero, y daba muchísimas gracias al Señor.

Ocurrió en aquellos días que llegó una orden de la católica majestad Felipe II una orden a este obispo para que fuera a la santa casa de Montserrat, santuario muy célebre en todo el mundo, con el encargo de que visitara todo lo que le indicaba la católica majestad en aquella casa. En este asunto de gran importancia y consideración, tal como estaban las cosas, basó el éxito todo su éxito en la persona de su confesor, sin el cual estimaba infructuoso su trabajo. Al principio se excusó José, y con toda humildad le dijo que era insuficiente, inhábil, sin experiencia y demasiado joven, no capacitado para semejante asunto. Al fin cedió a las persuasiones y ruegos del obispo, que de todos modos lo quería consigo. No puso resistencia a la divina voluntad, a cuya disposición se encontraba, y estimó conveniente aplicar los talentos con que Dios le había enriquecido. Además el prelado le decía que sacaría provecho y sería doctrinado con la práctica, el apoyo y la legitimización de su autoridad, que él le daba en aquel asunto, para satisfacer la piadosa mente del Rey Católico y para beneficio de aquella santa casa erigida bajo la protección de la Gran Madre de Dios. La ayuda divina vino para secundar los votos y recta intención del buen prelado, porque una vez llegado a aquel santuario dio comienzo a la visita con tal éxito que no podría desearse mayor, y sin duda que se le habría dado un fin correspondiente al buen inicio si después de seis meses el digno prelado no hubiera enfermado y a los dos días de enfermedad no hubiera cambiado su vida mortal por la eterna. Realmente son admirables y ocultos los juicios divinos, con los que debemos todos conformarnos. Cuando la católica majestad recibió el aviso de la muerte del visitador, proveyó aquel cargo en la persona de otro prelado, el de Vich. Mientras tanto José no dejó con su ejemplaridad más que religiosa de edificar a aquellos con los que trataba en aquel santuario. Le fue de gran consuelo y gozo para su espíritu el haber tenido allí por habitación una que estaba vecina la capilla santa, en la que durante buena parte de la mañana permanecía, centrado en las divinas contemplaciones que recibía de su Dios y de su Madre Santísima.

Se ajustaron los de aquella santa casa a las disposiciones hechas en la visita terminada con común tranquilidad y satisfacción, y como sabían que la mayor parte de todo procedía en beneficio suyo de la dirección de José de Calasanz, que vivía con ellos, con universal sentimiento y obra deliberaron mantenerlo en el fructuoso fin que esperaban, admirando su prudencia y saber singular, unidos con una bondad invencible, para aprovecharse de su presencia. Por ello hicieron todas las diligencias posibles, y mientras tanto cada uno imitándolo conocía cómo servía a Dios con verdad, y era de ayuda para todos con la comunicación de aquellos bienes que gastaba con ellos, de modo que los mismos religiosos se sentían muy felices porque el Señor les había hecho partícipes en el gozo de su asistencia y ayuda en sus necesidades comunes. De manera semejante entre otros queda la memoria en sus libros de los anales que están escritos por propia mano por nuestro José de Calasanz, donde se leen los decretos que se hicieron en la primera congregación general de los primeros agustinos descalzos en España, antes de que se propusiera su reforma a la corte del Rey católico para obtener la confirmación de sus constituciones de la orden por la Santa Sede Apostólica, donde ellos descubrieron la bondad y virtud de este siervo de Dios. Fueron los mencionados de su primera vocación a buscarlo, y se las arreglaron para que interviniese él, y asistiera con su consejo y rectitud. Observaron que había sido de mucho provecho, como quien en sus cosas sopesaba todo con la razón firme en buscar sólo el gusto de Dios, sin que le moviera nada más que la caridad, y que obraba como si fuera una persona venida del cielo.

Llegó entonces a aquel santuario el supradicho visitador para continuar la visita comenzada con Calasanz, quien ya había ido a su encuentro y al mismo tiempo a informarle de todo lo que el anterior había hecho. El regente del Rey Católico, que también tenía comisión para intervenir en aquella visita, recomendó al obispo de Vich que de ningún modo permitiera el privarse de tal sujeto, pues en aquella urgentísima necesidad lo consideraba necesario para el fin último, y lo mismo decían los de la santa casa, que era más que necesaria la continuación de la presencia de José. No eran contrarios los sentimientos del obispo, por las informaciones que había recibido y por lo que él había observado personalmente. Pero llegó aviso de Peralta de la Sal de que el señor D. Pedro su padre estaba gravemente enfermo, y con gran pena suya y de todos los señores y religiosos se vio obligado a partir lo más aprisa posible, y volver a Peralta, como hizo.

Notas

  1. Ver lo que se dice en nota 11
  2. Da stan. 6 L. ad Pop. Antioch.