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Cap. 6. De la muerte de D. Pedro de Calasanz su padre y de los cargos que ejerció en el episcopado de Urgel

Todos los de la ciudad se alegraron cuando José volvió a su patria, con la esperanza renovada en sus corazones de que iban a recibir mayores frutos para sus almas y ayudas en sus necesidades corporales de su conocidas beneficencia y caridad. Pero más que nadie recibió consuelo y respiro su padre enfermo, muy contento por poder gozar su alma de la utilidad de su presencia, y tuvo como un particular favor de Dios el verlo en su casa, a fin de que un hijo suyo tan bueno estuviera presente para consolarle y asistirle en su feliz paso a la otra vida. No dejó el piadosísimo y amoroso hijo de cumplir su deuda filial con un padre tan querido al verlo conforme con la divina voluntad, y con sus encendidas palabras lo dispuso a recibir cristianamente los santos sacramentos con la firme esperanza de deber ser hecho partícipe de la eterna fruición de aquel bien del cual sólo recibía los accidentes velados. Le asistió finalmente en su muerte, y después de haber hecho las debidas exequias al difunto padre volvió a continuar el camino comenzado en este breve exilio, para acertar a hacerle compañía en aquel lugar en el que no existe la inconstancia del tiempo en la sucesión de las cosas, sino la estabilidad de un feliz vivir para siempre, y un reposo eterno en el gozo del sumo y verdadero bien nuestro.

No pasó mucho tiempo antes de que el obispo de Urgel tuviera aviso de la muerte de D. Pedro y de la vuelta que con ese motivo había hecho a Peralta de la Sal nuestro José. Ya estaba al corriente de las ocupaciones que había tenido en Lérida, con mucha satisfacción del difunto obispo, lo que le causó mucha alegría, y dio gracias a Dios por haber hecho que un ministro suyo tan fiel hubiera sido consagrado por sus manos, y aumentó su deseo de aprovecharse de él con justa razón para su Iglesia, la cual, con gran dolor suyo sabía que necesitaba de un ministro de tanto valer para sembrar en ella la palabra de Dios, y plantar allí su santo temor y observancia de su divina ley, cosa que hasta entonces no había sido posible llevar a cabo, por no tener a mano ninguna persona de su gusto a la que confiar un peso tan importante.

El episcopado de Urgel y su diócesis es vastísimo, y contiene aquellos agrestes lugares de los montes Pirineos, que separan a España de Francia, y el valle de Boí, que parecía una selva llena de árboles y abrojos, habitado por gente que sólo el nombre tenían de humano. Yacían por la infamia de la sensualidad en las tinieblas de la noche, peor que animales, y como troncos y plantas secas que no pensaban en otra cosa más que en alimentarse de todos los vicios en los que estaban inmersos, y estaban tan lejos de Dios como el cielo de la tierra, como se dirá.

El pastor tenía presente la vida de sus ovejas, pero el buen obispo vivía con achaques y pálpitos de corazón continuos, y no se podía estimar digno de tal nombre si no se unía un ministro de su Dios al buen gobierno de aquellos. Le dolía mucho el no haber podido nunca exponerse a una fatiga tal por las graves ocupaciones que se lo impedían, y por la poca salud que tenía, estando siempre enfermizo. Su ánimo estaba continuamente afligido por la preocupación y el cuidado de su salud, y vio que había llegado la hora y el momento en el que Dios había escuchado sus plegarias, que no otro podría reparar aquellos daños sino aquel de le dio para ungirlo como ministro fiel suyo al servicio de aquellas gentes. Así, pues, con ocasión de enviarle un cortés oficio de condolencia por la reciente muerte de D. Pedro de Calasanz, escribió a José expresándole su sentimiento y aflicción por la muerte de un padre tan bueno, y por el deseo que había ya resuelto de servirse de él, con mucho placer le significó se complaciese en transferirse cuando le fuera posible a Urgel, por la necesidad que tenía de tratar sobre ciertos asuntos de relieve en presencia suya. Él agradeció el afectuoso oficio de condolencia que le envió su obispo, y para secundar el gusto y la voluntad de su pastor diocesano, sin replicar y sin poner ninguna pega, partió lo más pronto que pudo a Urgel.

Cuando llegó al palacio de monseñor, este quedó sumamente admirado a primera vista, y se le aficionó tanto que por sí mismo descubrió mucho más de lo que la fama decía del siervo de Dios, viendo la modestia de un ánimo tan recto al haberle obedecido tan pronto, que él debía ser de los que justamente obedeciendo obtienen sus victorias. Lo acogió con una afectuosa demostración de afecto extraordinario, y dándose cuenta por la conversación que tuvieron de que había en él una rectitud totalmente llena de celo por el honor de Dios, no esperó más a descubrirle lo que el Señor había puesto en su corazón de gozar de su persona para ayuda y salud de las almas en una mies tan pobre y necesitada de su cuidado, pues conociendo su bondad y virtud sabía que había hecho una buena elección en él, a quien anhelaba confiar el cuidado de aquellas almas que yacían en tanto abandono. Diciéndole esto, le abrazó y le movió a rendirse a sus santos pensamientos, al bien de aquella grey, como a la voz del mismo Dios, que le hablaba por su boca.

José quedó un tanto turbado, porque, estando lleno de humildad, aborrecía los efectos de la ambición y el mando, y pensando en sí mismo sólo veía debilidad, y temía obligar a sus flacas y débiles fuerzas, y la pobreza de su ánimo a aquella dignidad, ya que tanto por su edad como por su falta de experiencia se consideraba totalmente inhábil para aquella carga. Finalmente se rindió a los santos pensamientos e ideas de su prelado, sintiéndose estimulado por la secreta llama que ardía dentro de su pecho por reducir a todos los que pudiera al amor y conocimiento de su Dios, considerando que no quería que él viviera ocioso. Y aceptó el cargo con tanto mejor gusto por cuanto era más bien oneroso que honorable, y que llevaba consigo innumerables fatigas, y era grande el bien que podría resultar de él para mayor gloria de Dios. Con toda prontitud y reverencia se sometió a la voluntad y mando de su pastor, y al suave yugo del Señor. Se alegró enormemente el obispo por ver en marcha un asunto que tanto había anhelado, del que esperaba el efecto de poder reducir al santo redil aquellas sus ovejas perdidas por medio de un obrero tan santo, por lo que confiaba que su corazón iba a alegrarse por el provecho seguro que esperaba.

José, una vez destinado por el obispo como visitador general a beneficio de aquellas almas, como quien siempre buscaba hacer la voluntad de los demás, se sometió de buena gana a la voluntad de su prelado, no teniendo nada en mayor estima que la obediencia. Pensando en la debilidad de su poco talento y reconociéndose inhabilísimo instrumento, con profunda humildad y confianza recurrió a la ayuda divina por medio de la oración. Teniendo puesta toda su fe en el donador de todo bien, pensaba que tendría que trata con aquella gente como Dios hacía con él, y su caridad no debería ser solamente para con el Creador, sino por medio de su amor también para con el prójimo. Creía que los pecados de aquellos estaban puestos sobre las espaldas de él, por lo que con una auténtica caridad intentaba ganar méritos sufriendo para cancelar las culpas de los demás. Se veía a sí mismo como el más vil y miserable de todos, suplicando con muchas lágrimas a su divina clemencia que los perdonara y admitiera en su gracias, y en todo pedía implorando con insistencia la ayuda de la Bienaventurada Virgen Nuestra Señora y la intercesión de S. Carlos Borromeo.

Con tal ánimo humilde y confiado en Dios, el visitador recibió fuerza y vigor para poder hacer bien, al mismo tiempo que esperaba deber seguir el deseo del obispo, quien, satisfecho por haberlo observado en diversas ocasiones desempeñando sus talentos, después de unos pocos días decidió no retrasar más su partida. Recibió José las facultades y órdenes necesarias para su oficio. Con su bendición se encaminó hacia aquella zona de los montes Pirineos. Al ir puso ante sus ojos como ejemplo el celo y la caridad del glorioso arzobispo de Milán San Carlos, cuando fue a visitar los lugares de su diócesis, y humildemente le pidió que así como quería ser su imitador y seguidor de sus admirables virtudes y santidad, también él con su intercesión le favoreciera ante Dios para hacerlo digno y abierto a comprender su mérito y bondad, de la cual se sentía tan necesitado por las muchas dificultades que se presentaban ante él.

Aquella gente de la que tenía que ocuparse era muy agreste y difícil, semejantes a la rudeza de aquellos montes que tenía que subir, pues entre ellos sólo reinaban con arrogancia la calamidad de las maledicencias, la ira que es madre de la discordia, y la vida licenciosa con todo tipo de desvío y peligros por la avaricia, y la envidia, fuente de la podredumbre, con un sinnúmero de horrores, sin juicio ni prudencia. Eran un monte de dificultades y un valle de pérdidas en su flaqueza. Y lo que era de mayor consideración, suficiente para desanimar a cualquiera de fuerte y magnánimo corazón, es que no parecían humanos sino bárbaros. Y por fin los que hacían más difícil la empresa eran los eclesiásticos, quienes en lugar de ser modelos de virtud y bondad formaban una asamblea y escuela de vicios, y como dice el filósofo, “la corrupción del mejor es pésima”, estaban todos completamente podridos y repugnantes, reinando en ellos la malicia del veneno que incluso infestaba con abominable horror todo el contorno.

Llegado a aquellos montes el visitador general, donde ya lo estaban esperando por los avisos que habían tenido, fue recibido con el debido honor, quedando un tanto desconcertados ante el primer aspecto de su presencia, y no lamentaban que hubiera venido al verlo lleno de amabilidad. Sin embargo esperaban para ver cuáles serían los efectos de su venida, pues no estaban demasiado dispuestos a tolerar tal personaje. Comenzó su visita poniendo los fundamentos en la oración y la súplica a Dios, para lo que hizo preparar adecuadamente la iglesia mayor, y a adornar decentemente los altares con todo lo necesario para exponer el Santísimo Sacramento a la manera de las 40 horas, y en aquella función comenzó a exhortar con eficacia y a cultivar aquel árido campo para purgarlo de las ortigas, y arrancar las espinas y hierbajos de las vanidades terrenas de los corazones de los hombres, con el anhelo de plantar allí y sembrar la palabra de Dios y su santo temor. Poco a poco los iba adiestrando a saborear los pastos de nuestra salvación, y les hacía ver que los bienes del mundo parecen otra cosa, y de su uso no vienen más que molestias y afanes, y que era un perverso sentimiento vivir engañados y morir miserablemente en tal engaño. La más grave miseria era ser una víctima del infierno, para aquellos que viéndose cerca de los últimos días de su vida no cambiaban a mejor pensando en el reposo eterno. Les decía que la vida mortal no era sino un punto en comparación con la eternidad, y aquella era la auténtica y suma felicidad de quien sabe consumir su tiempo amando a Dios, que debe ser el primer pensamiento del alma y no el último, pues toda nuestra preocupación no debe ser conservar el cuerpo y reforzarlo, de modo que no avance ni un poco el alma.

Representándoles así la inconstancia de las miserias humanas en cuyo gozo con infelicidad insospechada pone el hombre todas sus esperanzas, procuraba acercar sus mentes a las ciertas y sólidas verdades para adquirir el bien infinito. Explicaba todo con mucha destreza y eficacia, aprovechando también las ocasiones que se le presentaban para invitar ahora a este, luego a aquel, a esforzarse por la verdad. El visitador se daba cuenta al observar el horrible aspecto de las caras de aquella gente que les sabía amarga la comida dulce y suave, y que les daba náuseas aquello que consideraban ligero y sin sustancia, fiados de su paladar duro y amargado por la hiel y vinagre de las atracciones terrenas. Pero no hablaba citando ningún vicio en particular, sino todos en general. Les hacía tocar con la mano las vanidades del mundo y los engaños del Demonio. Se abstenía de castigar o reprender, y si necesitaba dar alguna orden o aviso, lo hacía con toda mansedumbre y clemencia, según las circunstancias y los conocimientos más favorables para los implicados, de modo que fueran de utilidad y conducentes a lograr su fin principal de llevarlos al Señor.

El ejemplo de su vida era un orador mucho más eficaz para persuadir y mover a aquellos para abrir los ojos de la mente y conocer en qué estado miserable yacían, que penetró sus corazones todo lo que oían con admiración. Como resultado de la consideración de la desinteresadísima prudencia con tanto exceso del visitador, no podían por menos que escucharlo, y reconociendo como venido de Dios el favor tan nuevo de poder volver a la adquisición de su goce en las manos de su siervo, se disponían a tomar aquel bien al que comenzaban a aspirar. Con lo que José pudo dar principio a establecerlos en la vía de la verdad y en hacerles aprender el bien para amarlo, en lo que consistía todo el ajuste de su vida. Estimó provechoso dar algunas órdenes, que consideraba una disposición necesaria para el mayor provecho estando él presente; a otros debía darles consejos directos. Pensaba que con tiempo podía consolidarlos en el recto sendero de la vida cristiana. Una tal prudencia y saber no podía menos que acertar a encontrar el medio para llegar al verdadero fin, al parecer del Sabio que dice: “La Sabiduría es mejor que la fuerza, y el hombre prudente mejor que el poderoso”[Notas 1].

Ya se veía algún cambio en aquella gente que con buena voluntad acogía y seguía lo que le decía el Visitador. Pero hubo quienes, habituados y endurecidos en las malas costumbres, resistían recalcitrantes al impulso divino, y con dificultad podían dejar aquello que la mala costumbre había ya hecho un hábito al pecar. La mayor fiera que tenemos, la carne, coge más fuerza y vigor en los que viven sólo para comer. Estos se vuelven peores que leprosos, y al morder con su aliento y su saliva contagian a otros, a los que infectan, y mueren. Pero quien hacía una guerra mayor era el Demonio, quien ya no podía tolerar avances tan gloriosos en el pueblo de Dios, y como una serpiente venenosa daba vueltas por todas partes y silbando y siseando rechinaba los dientes en los corazones de aquellos, temiendo que mayores progresos no le privaran de hecho de la posesión de todos. Llegó hasta tal punto su maldad en sus seguidores que estos, excitados por sus sugerencias, consideraron que para mantenerse en la libertad de sus licenciosas costumbres tenían que quitárselo de delante, lo que no podría conseguirse más que privando de vida a aquel que estaba totalmente empeñado en que ellos no murieran de muerte eterna por sus pecados. A esto llega la locura del hombre cuando uno se entrega al poder del Demonio, según el parecer del Sabio: “Los hombres sanguinarios odian al intachable; el hombre malvado trama el mal”[Notas 2].

El visitador estaba con tranquilidad de ánimo, confiando plenamente en el Señor, y con la certeza de que Él había de transformar todos aquellos males en bien, recibía una gran eficacia con la que esperaba penetrar y vencer totalmente los engaños de sus contrarios, para que quedaran confusos en su maldad, que sin Dios están por siempre en las penas del infierno, despojados a su pesar del dominio de aquellos a los que pervertían con arte. Veía que la divina piedad y los efectos de su misericordia son firmes y verdaderos en aquellos que le temen, y si le entregan sus sentimientos él los secunda con el valor y la gracia de una infalible seguridad en tener ante los ojos el cielo, que es lo único que anhelan, y no temen ningún daño de su enemigo. Así permaneció José, y regulado en sus asuntos por el resplandor divino, con incomparable prudencia supo obrar diestramente con aquellos díscolos e indisciplinados eclesiásticos y sus adherentes, que de manera singular vencidos en sí mismos abrieron los ojos para ver los precipicios en los que caían con daño irreparable para sus propias personas y para las mismas almas. Suspirando y gimiendo se arrepentían de sus propias faltas, y vencidos por la gran caridad del visitador general, se postraron a sus pies, pidiéndole perdón, y le aclamaban como padre y liberador de sus almas de las manos del Demonio. Humildemente le suplicaron se dignase acogerles en sus brazos, y que con aquel paterno amor con que había sabido librarlos del enemigo, los protegiese encaminándolos y dirigiéndolos a su placer por el derecho sendero del vivir cristiano, de modo que fueran hechos dignos operarios en aquellos ministerios a los que Dios por su divina bondad los había puesto en la Iglesia. Permanecieron siempre a su santo servicio y honor, y no pudieron tener oculto todo lo que había ocurrido con el visitador, sino que con demostraciones públicas lo reconocían y proclamaban como un hombre apostólico, dando gracias a Dios por haberlo enviado.

No se puede contar todo el fruto que se produjo en aquella gente por el reconocimiento y enmienda de estos. Se redujeron a la obediencia del visitador en cuanto concernía al bien de sus almas y beneficio de la Iglesia y de sus hijos, ya totalmente compuestos y reformados en el vestir y en el vivir. Creció de manera extraordinaria la reverencia en las iglesias con el culto divino, al cual siguieron el oficio sacro de las horas canónicas, la administración debida de los santos sacramentos y la frecuentación de las iglesias por fieles de todo tipo, que iban y permanecían en ellas sólo para orar y pedir a Dios por sus necesidades, agradeciéndole el haber vuelto al disfrute de tanto bien verdadero, hasta tal punto de que hacían fiesta, pareciéndoles haber vuelto a nacer, y no tenían otro deseo sino amar a Dios y no ofenderlo nunca más.

¡Qué alegría interna debía sentir el visitador al ver el provecho espiritual que florecía en aquellas manos, venido de las benignas manos de Dios! Él, en su profunda humildad, se reconocía semejante a aquellos, y con lágrimas amorosas le daba infinitas gracias reverentemente, suplicándole que con la asistencia de su benigno favor le confirmase y siempre le hiciera crecer a su santo servicio. Cambiada a mejor aspecto con tales progresos la cara de aquellas ciudades y poblados, vueltos ya piadosos y religiosos en el vivir y en el comportamiento, se volvieron dóciles y capaces de recibir todos los decretos y órdenes salutíferos necesarios para el desarrollo espiritual de la fe católica, en cuanto quiere y manda la Santa Iglesia Romana, y no encontró ninguna dificultad para hacer esto, una vez vuelto fértil el campo y fecundos los árboles, como para vender el fruto. Distribuyó buenos obreros, óptimamente instruidos, para satisfacerlo, a los cuales el vigilante y santo visitador comunicó en lo posible con sus sentimientos cuanto era necesario y pudieron aprender de acuerdo con el deber, y entonces los habitantes de esos montes Pirineos se alegraron de poder decir que ya no eran agrestes y abruptos, una vez que con fiel humildad yacían sometidos al suave yugo del Sumo Pastor, y las vías fragosas se habían convertido en caminos llanos hacia la eternidad.

Notas

  1. Sb 6, 1. Se trata de una adición de la Vulgata, que no aparece en la BJ (N. del T.)
  2. Pr 29, 10; 16, 27