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Cap. 8. José es nombrado por el Obispo Vicario General de toda la Diócesis

No podía el obispo desear otro más oportuno remedio y celeste alivio para tantos males que oprimían a su rebaño en su Iglesia sino aquel que veía ser un siervo fiel y piadoso de Dios. No tardó a tenerlo a su alcance, pero para gozar de esta luz lo expuso al gobierno de toda su diócesis, y constituyéndolo vicario general suyo le puso sobre sus hombros la administración y gobierno de ella, con toda absoluta potestad, para suplirle en todo aquello que él no podía a causa de su edad y poca salud. José, que ya tenía muertos los ojos al mundo y estaba cerrado de hecho al viento, y al mismo tiempo huía de la adulación y aborrecía la ambición, como quien tiene su mente fijada en la disposición divina, sólo se complacía de pensar que esta fuese la voluntad de Dios, y que tenía que cumplirla. Disfrutaba al pensar que sus esfuerzos y los trabajos que hacía eran conformes al gusto de Dios, pues estaba cierto y seguro de su ayuda, de quien venía su espíritu de amor, pero con humilde sentimiento, y nunca con fingida apariencia. Pidiéndole que le diera un buen corazón, y su asistencia, dobló el cuello al mandato de su obispo como si fuera el de Dios.

No hay mayor caridad que exponer la vida por la salvación de las almas y padecer por Cristo. No quiso José resistir a la divina voluntad, pues ya sabía que Él sabe bien todo lo que hace por su gloria y nuestra salvación; queriéndonos más perfectos y más santos nos expone a los trabajos y peligros del mundo, en los cuales no nos deja sin su ayuda, para llevar a cabo aquello, para mayor servicio suyo y salvación de nuestras almas, que compró con su sangre, y a ello se rindió pronto este siervo suyo. No fue diferente de lo que ocurrió en los montes Pirineos, pero de mayor importancia, pues comprendía toda la diócesis, en la cual no habiéndose regulado ninguna asistencia de gobierno oportuno por espacio de muchos años, se caminaba por toda ella sin freno y sin ley, porque cada cual tenía su alma puesta en el dinero, y la vendía por interés. No se negociaba sino con engaño, y la adquisición de ganancias, ilícitas o manchadas por la usura, era cosa común para todos en las tinieblas de la noche. No se distinguía lo sacro de lo profano, lo espiritual de lo temporal; quien tenía el dinero, adquiría el poder. Las personas se habían convertido en animales inmundos por la lujuria, y se consideraba más satisfecho el que se revolcaba en la basura a todas horas entre la inmundicia. Así corría el seglar, así gruñían el consagrado y el eclesiástico miserablemente en el fango y la basuras abominables de Sodoma y Gomorra, estando privados de sentido y sin razón en la sensualidad. Nadie frecuentaba las iglesias, estaba oscurecido el culto divino y las iglesias poco menos que profanadas sin el debido servicio, decoro y ornamentos de los altares. Había decaído la obligación de asistir al coro, y la manera como se celebraban las misas. Cuando se enteró el Vicario, se deshizo en lágrimas.

En un libertinaje y una disolución tan grandes de vivir a la manera profana, se veía a la gente en los lugares sagrados y en las puertas de los templos celebrando banquetes y bailes con mucha indecencia, como si tuvieran que ofrecer víctimas y sacrificios a Venus, y todos se alegraban de que se hiciese con la participación de personas eclesiásticas y ministros sagrados, o más bien inmundas bestias, de quienes podía decirse lo del Apocalipsis: “que el injusto siga cometiendo injusticias, y el manchado siga manchándose”[Notas 1].

El Vicario General se vio expuesto a un inmenso piélago de tempestades. Aunque no estaba demasiado lejano de las furias pasadas, le parecían todas renovadas sobre sus espaldas, y se iban haciendo cada vez mayores a medida que iba descubriendo la fuerza de los vientos que le empujaban por aquel campo horroroso con toda furia para erradicarlo y extirparlo de hecho. No teniendo otra esperanza y refugio más que en Dios, se inclinó humildemente ante él pidiéndole: “Piadosísimo Señor mío, ¿así que es voluntad tuya que para mayor servicio y gloria de tu suma bondad se confíe a mi inhabilidad el gobierno y la administración de estas almas? ¿Qué fuerza y poder tengo yo para llevarlo adelante? ¡Mira que ‘me hundo en el cieno del abismo, sin poder hacer pie’[Notas 2]! Si tú no me ayudas, ¿qué podré hacer yo? Me parece, Dios mío, llevado ‘a las honduras de las aguas, ¡el flujo de las aguas no me anegue!’[Notas 3] En tales males, en los que veo a esta gente correr como insensata a los precipicios, que no sabe hacer otra cosa más que pecar, mi ineptitud no puede hacerles evitar una miseria tal. Bien conozco la mía, que no sé pensar en ningún bien sin tu ayuda. ‘¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello!’[Notas 4] Yo también soy pecador, como estos que te ofenden. Ten piedad, Dios mío; piedad, Señor, perdón, si es voluntad tuya que yo proclame que ‘de la opresión, de la violencia, rescatará su alma’[Notas 5]; ello te dará gloria, y honor a tu nombre en la boca de estos. Yo confieso que tu bondad para conmigo es grande, ‘Dios, me enseñaste desde mi juventud’, por lo que mi alma toda yace en dolor y llanto por los pecados que cometen estas criaturas tuyas contra tu Santo Nombre, ‘porque el celo por tu casa me devora’, si ese es tu gusto, y ‘proclamaré tus maravillas hasta que sea viejo’. Dame un alma encendida en el fuego del amor divino. Asísteme con tus dones de gracia, que son dignos de vuestra beneficencia. Descárgame, benignísimo Jesús, del peso de los sentidos, para que así levantado, y vuelto a tu gusto, pueda servirte sin ningún impedimento. Dame aquella prudencia que me haga en parte conforme a las virtudes de tus santos. Dame una justicia incorrupta, con la cual pueda dar reglas a este pueblo tuyo. Ármame de tu fuerza, que me ha sido provechosa para mi defensa y para la de tu Iglesia y su gobierno. Hazme digno, Jesús mío, de una vida continente, incesante en la devoción, fuerte en mis padecimientos, y que todo mi sentir sea tu querer, tu servicio y tu mayor gloria, para que así yo quiera, Dios mío, ayudar a estas almas tuyas, para que dejen el pecado; en mis costumbres, huyan los vicios; y en mi caridad, con tu gracias y favor, te amen y sirvan siempre a ti, Dios mío, nuestro sumo bien”.

Animado por una confianza tan grande en la ayuda divina, el vicario general se sirvió para la empresa del edificio espiritual que pensaba levantar en la Iglesia de Urgel de los mismos medios que sabía habían sido provechosos en los montes Pirineos, y antes de poner manos al trabajo le fue menester poner en orden los materiales y las demás cosas que necesitaba y consideraba necesarias para la obra. Juzgó conveniente que conocieran la calidad de su buen Maestro, perito en el arte y digno de la profesión; sabiendo comunicar su saber, con facilidad mayor se podría encontrar en breve tiempo el dócil devenir semejante en su doctrina y profesión como esperaba, empeñarse en su escuela. Dispuso con gran prudencia su familia de personas semejantes en sus costumbres personales y méritos a su señor. Como sabía que no aprovechaba la fuente pura cuando el líquido pasa por conductos fangosos, quiso que vigilaran por todas partes y con destreza a los ministros del oficio de la corte, para saber cómo se portaban, y lo que se decía y lo que se oía por todas partes de ellos, y se lo contaran.

Después él, con su natural amabilidad y gran liberalidad, comenzó a levantar a aquella pobre y necesitada gente con notables limosnas para ayudarles en sus necesidades. Compartía todo lo que tenía suyo, y con esplendidez de ánimo se daba a conocer benigno y piadoso, y con su dulce hablar restablecía los corazones de todos y se hacía comprender. Proveyó también a sus expensas el necesario equipamiento y ornamentos de los altares en las iglesias pobres, y ordenó que se preparasen con la mayor decencia posible. En conformidad con la composición modesta y en el andar con decoro de su familia se iba componiendo el clero, y con las instrucciones y ejercicios de las ceremonias eclesiásticas y del canto se hizo presentar personas prácticas en la profesión y actos, para hacerles aprender, y comenzaron a tener aire y conocimiento de lo eclesial, en el hábito y en el comportamiento. Procuró también que hubiera maestros idóneos y aprobados en costumbres y letras para las escuelas. Mandó que se abriesen los grados de sus escuelas proporcionados a las posibilidades de aquel tiempo, y lugares para instruir a la infancia y la juventud, para que con ocasión de querer aprender el estudio de las letras con mayor cuidado y atención, quería que los maestros enseñaran también la doctrina cristiana, y saberse confesar, y comulgar, y el temor de Dios y el odio al pecado.

Con destreza y la fuerza de su valor erradicó y suprimió aquella costumbre profana de los bailes y festines que se hacían en los lugares sagrados y en los atrios de las iglesias, las cuales comenzaron todas a tenerse con el decoro y reverencia que convenía, y ya se volvió a tomar el ejercicio de recitar las horas canónicas, con asistencia al coro los días de obligación, a las cuales si no tenía algún impedimento los días de fiesta asistía el vicario general, en el lugar en el que se encontrara entonces, y con su raro ejemplo de bondad celebró muchas veces en ellas el santo sacrificio de la misa, porque haciendo todo esto disponía y encaminaba a los sacerdotes y al clero al debido y reverente modo de asistir con atención y la debida disposición al culto divino. Por lo que las iglesias estaban frecuentadas a cualquier hora en todo tiempo, y escuchando en ellas la palabra de Dios venían a conocer lo que debían hacer en conformidad con el nombre que tenían en todas partes. En la administración de la justicia, conociendo de hecho que el vicario general era enemigo del interés, ya no sabían qué mas desear. Y procediendo del mismo modo en las otras ciudades, lugares y villas de la diócesis, crecía el edificio espiritual, y se plantaba el temor de Dios, y fructificando la viña del Señor, lo devolvía centuplicado, con contento universal.

Pero el enemigo del bien no dejó de desfogar su diabólico furor contra el siervo de Dios por medio de sus seguidores, a los que tenía velados con la malicia y con los lazos vacíos de bien, llenos todos de cadenas, que parecían una fiera cruel; con estos dispuso el perverso todo tipo de males para perderlo y matarlo.

Las culpas tienen mucho veneno, y la pasión forma la voluntad, que si es manejada arde y quema, pero no cuando el corazón del obrero divino está en las manos de Dios, cuya gran providencia lo libró muchas veces de peligros manifiestos, incluso de muerte. José nunca tuvo miedo, sino que con prudencia obraba al servicio de Dios, y no tenía otro pensamiento más que ganar almas y librarlas del poder del demonio, y otros fines no podía esperar sino los que dice el Sabio de este siervo de Dios: “El cumplimiento de la justicia alegra al justo, pero arruina a los que hacen el mal”[Notas 6]. Es verdad que no era él quien obraba, sino Dios mismo, que le movía a emprender la causa de su Señor con un corazón magnánimo. Con su juicio y su voz ponía en fuga al tentador, y quedaban atemorizados los tontos, y con los ojos abiertos por el rayo de su liberador, al que no creyeron, se vieron las almas ennegrecidas por la oscuridad en la que agarrados por el mentiroso caían, y se pusieron a gritar en alta voz: “¡engaño, engaño!”, y vueltos hacia la derecha imploraron con suspiros: “¡piedad, piedad, perdón!”. Inmediatamente les tendió la mano y los acogió en su seno, donde calentados por su amor paterno, ardieron en el deseo del propio bien, donde respirando y gozando no hacían otra cosa sino llorar a causa de su maldad, y con la llama del amor divino prendida en el corazón no anhelaban otra cosa sino amar a Dios.

Es en verdad admirable el divino obrar en sus siervos, y donde a veces se teme la muerte y todo tipo de mal, se disfruta por su piedad de la vida, y de todo bien. De la conversión de estos tras escuchar al siervo de Dios se derivó un gran incentivo para los demás; hasta el punto de que ya no se reconocía lo que había sido la diócesis de Urgel, que se había convertido toda ella en un espejo de toda piedad y santa observancia, en toda clase de personas. En todos los lugares se veía florecer el culto divino y la religión cristiana, por la prudente dirección y gobierno maravilloso del vicario general en el espacio de tiempo de cuatro años que permaneció en este cargo, estando el obispo en el colmo de su contento, que no se puede exagerar qué afecto y agradecimiento expresaba a cualquiera que tenía con respecto a su vicario; cómo le quería y reverenciaba cada día más. Al observarlo decía que lo consideraba digno de mayor grado, mereciendo mejor que él mismo el puesto en el que él había sido puesto en su Iglesia.

Notas

  1. Ap 22, 11
  2. Sal 69, 3
  3. Sal 69, 15.16
  4. Sal 69, 2
  5. Sal 72, 14
  6. Pr 21, 15