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Cap. 8 (bis). Calasanz parte hacia Barcelona para poner paz en un grave caso de discordia ocurrido en aquel lugar.

Las cosas humanas están tan llenas de inconvenientes que, apenas calmada una tempestad, inmediatamente se forma otra. Y donde se comete infamia, el honor está en peligro. El resentimiento y la pretensión de abolir la infamia sin la prudencia suelen ser engañosos. Querer recuperar el honor sin la prudencia sólo sirve para exponerse a peligros manifiestos, como perder todo lo que se posee, y con ello la vida. De modo que aquello que podría salvarse con paciencia y destreza, resulta totalmente destruido sin beneficio de nadie, una vez se ha prendido el incendio que amenaza a toda la ciudad. Esto es exactamente lo que ocurrió en aquel tiempo en Barcelona, ciudad un tanto alejada de la provincia de Urgel, a causa de un terrible accidente que expuso a daños irreparables a aquella ciudad y a todo el reino.

Un joven de la alta nobleza se enamoró de una joven también de alta cuna, y como el amor sensual es alegre, priva al hombre de la razón, y escondiendo la luz del sol lo arrastra con la oscuridad de la noche hacia el fango, y lo hace caer en los peligros de la condena eterna. Entre los nobles no se pierde tal vez el dictamen acerca del temor al que dirán: la buena educación exige que se respeten las apariencias. Así que se pusieron de acuerdo en que se casarían honradamente. Una vez tomada esta decisión, el joven raptó a la muchacha, que se encontraba en un lugar de recreo próximo a la ciudad con sus padres, ignorantes del atentado, y se la llevó a Barcelona, para conseguir el fin deseado después de obtener el permiso de sus padres.

Cuando el padre de la joven se enteró de lo ocurrido, se llevó un enorme disgusto, y se encendió de ira y de furor contra la indigna hija que, volviéndole la espalda, no había sabido conservar el honor y el respeto. Encendido en cólera se preparó para vengarse de una injuria tal hecha a su familia, con la firme resolución de matarla a ella y de borrar la memoria del ofensor de la faz de la tierra. De pronto la ciudad se vio conmovida, y con temor de todos fue víctima de un incendio que parecía ser tanto más peligros cuanto más nobles eran las personas envueltas en él. Se temió que ya ambas partes estaban listas con las armas en la mano para echarse una encima de la otra, y vencer con furor y fuerza donde la razón y el respeto no habían servido para guardar el decoro de la nobleza; por el contrario, pretendían de ese modo defender y sostener el atentado osadamente concebido e indignamente realizado.

Siempre ha sido cosa vil el hacer mal, pero el desearlo es cosa del demonio, que es quien lo ha inventado y quien lo enciende, pues se alegra de las miserias y de los daños del hombre. El desgraciado atizaba este incendio, hasta tal punto que parecía que iba a terminar con toda Barcelona reducida a humo y cenizas. No faltaron señores, y de los más importantes de la ciudad, conscientes de que su grandeza consistía en hacer guerra a los vicios y en mantener la paz entre la gente, especialmente entre los nobles, todos ellos magnánimos y dignos de su nombre, que, conociendo bien el hecho, se ofrecieron a arreglar las cosas entre las dos partes por todos los medios posibles, incluso con perjuicio suyo y de la ciudad, para que no vinieran a las manos. Sin embargo era tan feroz la indignación de los ofendidos que estaban decididos a arreglarlo todo por medio de la venganza, terminando de este modo el daño hecho por los adversarios. Así que viendo que sus esfuerzos fracasaban, en su intento de contener los asaltos se dirigieron a mediadores de fuera para que les ayudaran.

Entre otros recurrieron a D. Jerónimo de Moncada[Notas 1], para que mediara con su autoridad para evitar tanto mal como era temer, encontrando el remedio oportuno. El obispo, que estaba deleitándose contemplando la antorcha que tenía en su candelero y que alumbraba admirablemente por todas partes, puso la esperanza de arreglar las cosas felizmente en la bondad y saber de su vicario general, con tal que él accediera a hacerle ese favor. Y quizás aquellos señores, conocedores de su fama extendida por todas partes, concibieron firme esperanza en la bondad de un tan gran siervo de Dios para extinguir el incendio que ardía entre ellos.

Inmediatamente el obispo habló con José de Calasanz sobre el incidente, haciéndole notar los daños que amenazaban a aquellos pobres y a todo el reino. Le dijo que Dios le había puesto en el corazón que lo único que podría apagar aquel fuego sería el rocío de la caridad y piadoso valor de su vicario. Añadió: “mientras la llama de quienes arden en este mundo cada vez hace mayor el incendio, sólo se podrá apagar el mismo cubriéndolo con el manto empapado en vuestras lágrimas, que verteréis, espero, por la salvación de estas almas de Dios. Por favor, señor Vicario, hágame esta caridad; hágalo todo por Dios y por la salvación de tantas almas que corren hacia su perdición, con gran satisfacción del demonio que ocasiona tantos males”. Y con la compasión propia de un padre que sufre, abrazándole y llorando le rogaba que no dejara de intentarlo, y que lo hiciera sólo por Dios. El buen vicario no pudo evitar el peligroso ataque de la vacilación propia de la flaqueza humana. Sin duda este es un escollo peligrosísimo, y es terrible tener que decidirse de repente ante una necesidad que se presenta de improviso. Pero quien teme a Dios no cae en los peligros; al nombre de Dios se rindió Calasanz, y en su mente doblegada a la voluntad divina comprendió que mucho yerra quien no la sigue; y como un ángel, no ya gimiendo sino lleno de alegría, se ofreció con presteza a llevar a cabo aquello que se le pedía.

Con la bendición del obispo partió José con aquellos señores que habían sido enviados por la ciudad a tal efecto. Con gran celeridad, pues presentían que ya estarían en el campo de batalla las dos partes con gente armada para comenzar el ataque, atravesó aquellos montes cubiertos de hielo, pues era la época de lo más frío del invierno, y en ellos sufrieron muchos desastres, y se vieron expuestos a toda clase de peligros increíbles. Con toda seguridad otro, sin su gran caridad y la invicta generosidad de su ánimo, no habría corrido tantos riesgos propios de un asunto tal. Con la ayuda de Dios superaron la rudeza de los montes, y al llegar a los campos próximos a Barcelona, de lejos vieron los dos grupos, que con tantos soldados parecían dos ejércitos, que ya se preparaban para combatir.

No dejó el tentador de intentar desanimar con sus artes habituales al siervo de Dios de su intento, para evitar así los efectos que temía que su presencia iba a producir. Y así, del mismo modo que envenenaba los ánimos de aquellos ciudadanos instigándolos a cometer aquella atrocidad, aquel acto de indigna temeridad y presunción contra el esplendor y grandeza de su sangre, al creerse por ofendidos en exceso, sin posibilidad de renunciar a vengarse de una tan tremenda injuria hecha a su familia que exigía antes morir que dejar vivo a los culpables para conseguir su objetivo, fiados en su valor y poder, pues no sería propio de caballeros no sostener lo que una vez se había comenzado, a pesar del daño que pudiera derivar de ello, y que era más honroso morir que vivir, pues hasta ese punto los tenía dominados la indignación producida por el demonio, del mismo modo este intentaba hacer ver la inutilidad de sus esfuerzos al sacerdote. De ningún modo podría frenar el ímpetu y el furor de estos hombres que más parecían bestias en este caso, puesto que ya estaban decididos a luchar y deseosos de terminar con ello. Si muchos señores de valer no habían podido convencerles, ni hacer nada en medio de una tempestad tan violenta, ¿qué podría hacer un sacerdote? Sería una estupidez y un sinsentido entrometerse en este asunto. Más le valdría dedicarse a recitar bien el oficio divino y dedicarse a sus devociones habituales que exponerse inútilmente a perder su reputación. Además de que seguramente se iba a jugar la vida, y no pensara el idiota que aquí iba a tratar con gente baja y sometida a sus órdenes bajo la autoridad de su obispo; sería una gran vanidad el echar por tierra con este empeño todo el crédito acumulado con sus visitas y su buen gobierno. Y quizás su enemigo se aprovecharía de esta ocasión para llevárselo por delante con perpetua ignominia y ridículo. “Déjalo, estúpido, déjalo”, le decía; “deja que el imprudente ardor juvenil descubra su pequeñez; no seas temerario en querer volver contra ti las fuerzas desatadas del poder divino”.

De este modo le atemorizaba el astuto y malvado con el aparato de la guerra, pues ya temía que aquel asunto iba a terminar con perjuicio y descrédito suyo si él se inmiscuía en ello. Tales eran las sugestiones del espíritu infernal que no había podido hacer valer su maldad durante el camino haciéndole extraviarse muchas veces por culpa de los guías, con riesgo de perder la vida, o al menos turbándolo o haciéndole impacientarse para que desistiera de su empeño.

José percibía los insultos del Enemigo, pero encontraba apoyo acordándose de lo que decía el Apóstol y que sería aplicable a aquella ocasión: “Dichosos de vosotros, si sois injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el espíritu de Dios, reposa sobre vosotros”.[Notas 2] Con una esperanza cierta basada completamente en su divina ayuda, tenía por segura su salvación, en la cual reconocía también el poder de Dios, y con la caridad que le llenaba esperaba como cosa cierta su gracia y ayuda para recomponer los ánimos alterados y afirmarlos en la paz. Con una mente intrépida se volvió hacia su Señor y le rezó de este modo:

“El odio del Enemigo me tiende las redes de sus engaños, pero tú, Dios mío, me has librado de tantos apuros y peligros conservándome ileso para llevar a cabo este asunto para mayor gloria y servicio tuyo, y para beneficio de muchas almas, de modo que no se encaminen hacia la perdición, y me guiarás para calmar los ímpetus y el orgullo de estos ciegos e insensatos. Gobierna mi lengua, dame las palabras, sugiéreme ideas que vengan de tu bondad, de manera que yo pueda instruir a estos ignorantes que no te escuchan. Enseñaré a los que están enfrentados el gozo de tu paz, cuando tú, por medio de mis palabras, aniquilando el poder de la hostilidad, alegres con tu bendición a esta ciudad, dándoles la unión auténtica. Señor, no consientas que la discordia de estos que están al borde del precipicio se arregle con la violencia de las armas. Extingue, Dios mío, este incendio encendido entre ellos por el enemigo suyo, contra el cual, con tu ayuda, podré hacerles desistir de maldad tan cruel, dirigiéndolos por el sendero del paraíso, de modo que podamos celebrar para siempre los efectos de tu infinita bondad”.

Así oró, y con gran ánimo y confianza en Dios, a la vista de los dos ejércitos, que estaban a punto de dar la orden de ataque, a caballo se metió entre ellos, y al galope se dirigió hacia la parte más próxima, y con un aspecto que parecía emanar rayos de fuego en torno, comenzó a hablar con espíritu de Dios de tal modo que aquel que había recibido la ofensa, y que parecía una fiera del infierno, al verlo y escuchar sus palabras, como si se le hubiera diluido en los ojos de la mente una catarata que le oscurecía la razón, cesó en su furor, y escuchando la dulzura y la eficacia de agradable manera de hablar, y las cosas que decía de Dios, puso a los de su partido a reflexionar sobre qué les parecía más conveniente, eficaz y provechoso para el alma y para el cuerpo de todo lo que les había dicho Calasanz.

Inmediatamente, y con su permiso, se fue entonces a hablar con los del otro bando, a los cuales les hizo considerar la atrocidad del atentado cometido, y la ira de Dios que pendía sobre sus cabezas, recordándoles las penas atroces del infierno, hacia las cuales corrían miserablemente, con la pérdida de muchas almas, además de ser inconveniente e injusto el sentimiento entre gente de su categoría el que, una vez puesto en razón el ofendido, el ofensor se negara a abrazarle, pues con ello se buscaría su daño eterno en los precipicios del infierno. Le rogó, le conjuró y lo persuadió para que lo dejara todo en sus manos, que se las arreglaría para ser escuchado por la parte ofendida y arreglar las cosas, y de ello saldría una solución que daría completa satisfacción a las dos partes, que es lo que sucede cuando se teme a Dios y no se ofende su divina justicia. La fuerza de sus palabras aterrorizó al ofensor, a quien le parecía que no era un hombre quien le hablaba, sino alguien venido del cielo. Reconoció su error y su desgracia, y se puso totalmente a su disposición, asegurándole que no se apartaría nunca de la rectitud de su mente tan justa y piadosa.

De nuevo Calasanz se dirigió al otro, y con una maravillosa prudencia, teniendo siempre en cuenta el objetivo y término del justo deber y conveniencia, dilucida los medios para alcanzar la paz final. Con gran destreza y eficacia de razonamiento se ponen de acuerdo en que, una vez restituida sin daños la hija a su familia, con su permiso y gusto se acuerde el matrimonio; luego se dejen las armas y el enfado, y así, en la unión y parentesco contraído, la ciudad y el reino podrán gozar de la paz.

Obtenida la conformidad del primero, vuelve a hablar con el segundo. Este, convencido de la conveniencia de la paz que se propone en ese acuerdo, se postra a sus pies y da su conformidad a todo, y no sabe cómo dar las gracias por ello a Calasanz.

De pronto se oye por todo el campo como un eco de un gozo tan feliz y festivo, con sonido de trombas y estrépito de tambores y exclamaciones de miles de personas que con alegría y júbilo exclamaban cantando: “¡Paz, paz! ¡Alabemos todos a Dios, démosle las gracias debidas, porque nos ha dado la paz por medio de este siervo suyo!” Y abrazándose el uno al otro los dos ejércitos, cada cual volvió a su casa en Barcelona.

Durante muchos días reinó la fiesta y la alegría. Alabando al Señor, se glorificaba su Santo Nombre, y en todos los lugares se hablaba con mucho elogio del valor y la prudencia del Vicario General del Obispo de Urgel, el cual, consciente de no ser nada, lo único que quería es que la gente diera gloria a Aquel que obra todo en nosotros. Y no queriendo permanecer más tiempo allí para evitar los aplausos y alabanzas del pueblo y de los nobles, en modo alguno pudo ser retenido por aquellos señores.

Notas

  1. En realidad su nombre era Hugo Ambrosio, obispo de Urgel en 1580-86 (N. del T.)
  2. 1 Pe 4, 14