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Cap. 12. Por conveniencia transfiere las escuelas dentro de la ciudad, en cuyo lugar José fue precipitado por el Demonio desde lo alto de la casa al suelo, con peligro para su vida

Cuando abrió sus escuelas en el lugar indicado sólo le siguió uno de los maestros, así que buscó otros mejores aumentándoles la paga, y logró que estos dieran clase conforme a lo que disponían sus deseos en relación con el anhelo que tenía a favor de aquella joven edad, que parecía que era lo único en que pensaba, alegrándose mucho del progreso que se hacía en la escuela en la buena educación, por lo que fue creciendo el número de escolares, y la casa se le quedó pequeña, por lo que tomó una mayor de Mons. Octaviano Vestri, de los condes Cunei, secretario de Breves del Sumo Pontífice Clemente, por un alquiler de doscientos escudos anuales, lo que se hizo alrededor del año 1603.

Las escuelas tenían mucha aclamación y Calasanz era tenido en buen concepto por toda Roma, por la manera como se instruían laudablemente en ellas los niños con fruto admirable tanto en las buenas costumbres como en el estudio de las letras, pues se sabía que eran necesarias y todos que eran autorizados recibían utilidad de ellas, y eran aplaudidos. Los escolares que venían a estas escuelas eran más de seiscientos, y el número crecía cada día. José, para no distraerse con otras ocupaciones, considerando que su presencia en las escuelas era necesaria todo el tiempo, decidió dejar su habitación por la incomodidad que resultaba de ello, y se despidió del Sr. Cardenal Marco Antonio Colonna, el cual teniendo en mucho concepto y estima al siervo de Dios, a pesar de que sólo gozaba de su presencia tan útil durante el poco tiempo que pasaba en su palacio, no quiso otro sino ponerse a su disposición, considerando que lo que quería hacer era para el mejor servicio de Dios.

Ahora bien, en esta casa no sólo decidió tener su habitación, sino también proveer otras para los maestros, además de lo que les tenía asignado, y convino con ellos en la caridad de vivir juntos, con lo que sería más fácil expresarles a su gusto de qué manera quería que hicieran escuela, no sólo enseñando las buenas letras, sino mucho más importante aún, el bien de las almas y santas y laudables costumbres, y principalmente las cosas de nuestra santa fe, que se enseñan en la Doctrina Cristiana, con la distribución de las horas asignadas a sus tiempos tanto para las escuelas como para los mismos maestros. En el particular de sus tareas comunes de ejercicios y devociones se pusieron de acuerdo en el Señor para ayudar a aquellos niños. Organizados siguiendo su ejemplo admirable, vivían en tal unión, adquiriendo todo tipo de bien, que parecían una casa de sacerdotes consagrados a Dios.

Viendo tanto progreso de los niños en el servicio divino se encendía aún más el odio y la indignación del enemigo del alma humana, y en los avances y el provecho de las almas contra sus insidias, de manera que no podía hacer prevalecer su maldad, se estremecía contra el piadoso obrero de la viña de su Señor, el cual, habiendo subido en una ocasión a lo alto de aquella casa para colocar una campana para dar las horas a los escolares, el Demonio, impaciente y soberbio, se le echó encima, y con gran ímpetu cargó contra él, y le dio tal empujón que lo tiró desde lo alto hasta el patio abajo. Algunas personas que estaban enfrente en otras casas lo vieron, admirando la humildad y caridad del siervo de Dios, y dicen haber visto como una sombra negra y horrible, que de improviso y con gran ímpetu se lanzó contra él, el cual de pronto a causa del golpe o del empujón cayó hacia atrás, y se pusieron a gritar fuertemente: “¡Jesús, Jesús, ayúdalo!” Al oír los gritos y el estrépito de la caída acudieron muchos, y encontraron a José tendido en el suelo sobre las piedras del patio. Les pareció que estaba muerto, y ciertamente la altura del lugar era tal (y yo la he visto) que debía haberse muerto ya por el aire, pero lo encontraron vivo, aunque herido, especialmente en una pierna, que se la rompió, y estaba el siervo de Dios con una gran tranquilidad de ánimo y una paciencia invicta, dando gracias a su Dios, a cuya voluntad estaba totalmente entregado, sin dudar en absoluto de su ayuda y asistencia, con la cual Él sabe transformar el mal en bien, y convierte las desgracias en alegrías.

Lo llevaron a la cama por la herida que tenía en la pierna rota para curársela. Él sólo se preocupaba y pensaba en la buena marcha de las escuelas, y para que no sufrieran, mandó llamar a D. Gaspar Dragonetti, maestro de Docena en Roma, sacerdote desde hacía muchos años, y buen viejo. De buena manera le rogó que tuviera la amabilidad de hacerse cargo de la superintendencia de las escuelas, y él de buena gana se hizo cargo, con mucha satisfacción del enfermo, y con gusto suyo. Dragonetti era de origen siciliano, canónigo en la ciudad de Leontino de aquel reino, donde nació, hombre virtuoso y encomiable en su profesión, pues había tenido una escuela en Roma durante setenta años, de la cual habla D. Pedro de la Valle; en 1531, tercera parte, carta 28, folio 507 dice que el P. San Ignacio de Loyola envió a su escuela a sus religiosos jóvenes en los primeros tiempos, a fin de que aprendiesen gramática y buenas letras, con mucho aprovechamiento suyo, como lo demostraba el P. Manuel Álvarez, y otros alumnos suyos.

Una vez José recuperó la salud con el particular favor de Dios, y con alegría de todos, Dragonetti ya no dejó nunca de ayudarle y servirle en las escuelas, y terminó sus días en nuestra Orden, en la casa de San Pantaleo, teniendo ciento veinte años y meses de edad. Mientras tanto crecía el buen nombre de las escuelas, y llegó a oídos del Sumo Pontífice Clemente VIII, quien quiso conocer y ver a José, e introducido a la audiencia por Monseñor Vestri, mostró Su santidad mucho placer en verlo, y habló con él durante mucho rato, y entre otras cosas le dijo: “Nos alegramos mucho de que haya comenzado la obra de las Escuelas Pías, que nosotros teníamos intención de comenzar, pero la guerra de Hungría nos ha ocupado tanto que no hemos podido poner en práctica una intención tan santa. Dios le ha llamado a usted, y nos alegramos mucho por ello, y queremos ir a verles. Mire a ver qué necesitan, que de buena gana lo haremos por ustedes”. Dicho esto, se volvió hacia los prelados que estaban allí y ordenó que cada año, a partir de aquel momento, se le dieran doscientos escudos de la cámara para ayudar a las escuelas. Su Santidad luego no pudo ir a ver las Escuelas Pías, pero envió allí a los Sres. Cardenales Silvio Antoniano y César Baronio, quienes informaron a Su Santidad sobre la óptima disposición y laudable provecho que se hacía en el instruir a los niños en las letras y la piedad cristiana, con grandes alabanzas, y el Papa se alegró mucho de ello, y dio orden a los sres. Cardenales de que prepararan la minuta de un Breve para erigir y establecer la Congregación de las Escuelas Pías, estimando Su Santidad que sería de mucho provecho el que se erigiera y perpetuara un instituto tan piadoso en la Santa Madre Iglesia, al cual la Santa Sede Apostólica tenía el deber de ayudar y favorecer. Pero como este Sumo Pontífice se fue al cielo, no pudo llevarlo a cabo, como era su deseo.

Notas