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Cap. 14. Sobre los progresos del Instituto de las Escuelas Pías, después de las persecuciones narradas

El Profeta llamó justa la esperanza que confía en su reparador: “¡Sea el Señor ciudadela para el oprimido, ciudadela en los tiempos de angustia!”[Notas 1], pues tanto el Papa como los Sres. Cardenales quedaron más bien aficionados y con el firme propósito de ver a José, y de proteger su obra, que consideraban conveniente y beneficiosa para la cristiandad, y que de ningún modo se hiciera caso a los de sentimiento contrario que con sus inventos intentaban dañar a los fieles y a la Santa Iglesia. Y tanto más se inclinaron sus mentes conformes a la piedad cuando vieron que Calasanz sólo era movido por la caridad en ayuda de los niños, y todos proclamaban su invicta paciencia con la cual toleraba toda contrariedad, y con una gran tranquilidad de ánimo no se permitía que se dijese nada por pequeño que fuera contra los que le hacían mal. Y no mostraba querer otra cosa sino lo que agradaba a Dios en sus superiores, especialmente en el Vicario de Cristo, a cuya opinión se sentía obligado, como a la del mismo Dios. Edificados todos por un concepto de tan buena fama, no dejaron de ir a ver las Escuelas Pías muchos señores cardenales, como hicieron Mellini, Borghese, Giustiniani, Lanti, Tonti, de Torres y Lancelotti, y también muchos señores príncipes y embajadores, y señores titulados romanos y forasteros, quedando todos satisfechos y admirados, y con afecto decididos a ayudar la obra de piedad, así como hizo el cardenal Lancelotti, quien dio a José seis mil escudos de limosna para ayuda suya y conservación del instituto, por haber notado que en la casa ya no cabían los escolares, que pasaban de mil. Con aquella limosna José transfirió sus escuelas a la casa que está frente a la iglesia de San Pantaleo, hacia la universidad de la Sapienza. El Sumo Pontífice le dio permiso para celebrar misa en ella, en un oratorio decente, donde los escolares pudieran recibir la comunión y hacer otros ejercicios espirituales, a los cuales los preparaba el siervo de Dios. El alquiler de esta casa fue de trescientos escudos anuales. Con todo esto el buen proveedor no dejó, como siempre había hecho antes, de ayudar a los escolares pobres en sus necesidades de libros, papel, plumas y tintero. El Papa les concedió también el poder enviar algunos operarios a pedir limosna por la ciudad, para el mantenimiento del instituto. Permanecieron en esta casa algunos años con gran paciencia y esfuerzo de este siervo de Dios para aumentar la obra.

En 1611, viendo José que cada día aumentaba el número de escolares, siendo ya más de mil seiscientos, se decidió a tomar otra casa más adecuada, y Dios le ayudó en el aumento de buenos obreros que había logrado para su mies, entre los cuales le fue de gran ayuda el Sr. Abad Glicerio Landriani, caballero de una de las mejores familias de Milán, quien se dedicó con total desprecio del mundo al seguimiento y disciplina de este siervo de Dios para imitarlo hasta el último día de su vida, como hizo, pues murió siendo aún novicio, en olor de santidad, de cuya beatificación se trata ante la Santa Sede Apostólica. Cuando este prelado entró a formar parte del número de los hijos de Calasanz, se comprometió a ayudarle a sus expensas en la compra de la casa adosada a la iglesia de San Pantaleo, en la cual se fundó y se estableció hasta nuestros días la primera casa del instituto. Y para cortar el camino a las calumnias de los adversarios de tan santa obra, Su Santidad le dio por protector al Emmº. Cardenal Benito Giustiniani, príncipe piadosísimo y digno del saber y mérito de su nobilísima familia. Este señor, reconociendo la importancia y la necesidad de un instituto tan importante en la Iglesia, aceptó gustoso y con gran afecto la protección de la obra pía, dando muchos signos del afecto que sentía hacia su fundador por la elevada opinión que tenía de él. Y decidió consagrase a apoyar el instituto de manera que se estableciese con la mayor firmeza posible, y quiso además que el supradicho P. Domingo, carmelita descalzo, asistiera a la primera Congregación General, de modo que con su prudencia y saber se establecieran las leyes y decretos provechosos para su estado conveniente. Y en tiempos de Urbano VIII, en efecto, intervino en aquella Congregación. Nos mostró su amor incesante, y se dice que envió a aquel buen religioso a nuestro Padre fundador y su instituto, pues le aconsejó y quiso que lo hiciera el padre Glicerio Landriani cuando este le pidió que le admitiera entre sus padres descalzos, y él le respondió que fuera a la nueva orden religiosa de las Escuelas Pías, que Dios le quería por ese camino. He querido escribir todo esto aquí para que los que vengan después conozcan la obligación que tenemos para con una orden tan santa, que incluso en sus primeros albores mostró particular afecto a nuestro instituto. Pues en tiempo de Gregorio XV, el venerable P. fray Domingo de Jesús, aragonés, su general por comisión del mencionado Vicario de Cristo N.S. tomó la dirección de las escuelas y le dio una capilla para oratorio en su convento de la Scala, para garantizar que el Sr. Cardenal Luis de Torres la pudiera usar, y así pudieran obtener su palacio y casa de la Plaza Navona, que hoy se llama de San Pantaleo, y el mismo afecto han demostrado en otras ocasiones, como se sabe con seguridad.

Notas

  1. Sal 9, 10