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Ver original en ItalianoCap. 20. De la última enfermedad y muerte del P. José de la Madre de Dios
Siendo ya el P. José de la Madre de Dios anciano de muchos años, y enflaquecido en su complexión por los rigores, conoció que estaba en los apuros de su última enfermedad que lo llevaría a la muerte. A pesar de que se encontraba mal no decía nada, y continuando sus ejercicios espirituales recitaba las horas canónicas, no dejando nunca la misa, y con mucha devoción daba las gracias debidas. El primero de agosto de 1648 se fue a la cama, donde se sintió mal. A la mañana siguiente dijo con un sacerdote nuestro los maitines, y después de despedirlo quiso vestirse solo, pero llamándolo le dijo: “Me siento muy mal; no podré decir la misa”. Y con su deseo de no querer incomodar la iglesia, esperó al final de las clases y escuchó la misa de los escolares en el oratorio vecino, y comulgó. Pasó parte del día en la cama, y parte apoyado en la mesa. El lunes día 3 no pudo levantarse, y llamando al P. rector le dio la llave de su habitación diciéndole: “Tenga, padre rector, usted es el superior; todo está en su poder y es suya. Yo ya no tengo nada; disponga y haga lo que Dios le inspire”. En esto no se puede decir sino “A mí que soy vuestro padre escuchadme, hijos, y obrad así para salvaros”[Notas 1]. Su ejemplaridad dio una clara demostración de observancia de lo que había profesado acerca de su obediencia y de la pobreza, con el despego de todas las cosas en los últimos días de su vida, y nos enseñó diciendo: “Compartid la instrucción como una gran suma de dinero”[Notas 2] y “Someted al yugo vuestro cuello, que vuestra alma reciba la instrucción”[Notas 3]. Vinieron después los médicos Juan María Castellani y Pedro Pellegrini[Notas 4], que examinando al enfermo dijeron que no tenía fiebre. En los días siguientes fueron de la misma opinión. El día 8 tuvieron consulta con otros de los mejores de Roma, y todos coincidían en decir que no había otro mal sino el ocasionado por los calores excesivos del mes de agosto. Como no encontraban fiebre, dijeron que sería mejor que se levantara de la cama, para que el cuerpo se refrescara un poco. Le comunicaron la opinión de los médicos, a lo que respondió: “Obedeceré y seguiré sus órdenes, pero yo estoy muy enfermo. Cuando Dios quiere las cosas, hace que los médicos no descubran el estado del enfermo”. Se levantó lo mejor que pudo, y se vistió, pero no pudiendo en modo alguno estar de pie, ni siquiera sentarse, le fue necesario volver a acostarse.
Los padres de la casa, por aquello que decían los médicos, le dijeron: “Padre, alegrémonos, porque estos señores médicos nos aseguran que no hay fiebre, y que todos los medicamentos que le dan son para refrescarle el hígado, a causa del calor excesivo de la estación”. El Padre respondió: “Yo estoy muy alegre, porque Dios quiere que se cumpla su divina voluntad. Lo único que siento es que estos dolores no me permiten hacer los actos de devoción y conformidad a su santa voluntad que quisiera”. Y con un benigno afecto les decía palabras que dejaban confusos a los que le atendían, por la incomodidad que decía causarles. Recibió a menudo la comunión con la edificación que puede suponerse. Levantándose de la cama se ponía de rodillas para recibir al Señor. Una vez dijo en la bendición: “En Dios esperé, y en la santísima Virgen nuestra Señora, la cual de la misma que ha impetrado de su amado hijo el perdón para tantos asesinos y grandes pecadores, espero que también a mí entre ellos me consiga de su divina majestad el perdón de mis pecados, aunque son grandísimos”. De la misma manera pidió perdón a todos si les había ofendido en algo, y dado ocasión de sufrimiento, y perdonando a todos que le hubieran ofendido de cualquier modo, y bendijo a todos sus hijos, los presentes y los lejanos, a los que deseaba que Dios desde el cielo les otorgase la misma abundancia de gracias que deseaba para sí mismo. Esto lo hacía cada vez que comulgaba, consolando y edificando a todos con aquellos sentimientos de afecto paterno y con palabras llenas de amor y caridad de Dios.
Algunos días más tarde, hablando con un sacerdote de los nuestros, entre otras cosas le dijo el Padre: “Yo estoy muy alegre, y confío en Dios y en la Bienaventurada Virgen, la cual me ha dicho que no dude, que no dude, porque siempre me asistirá, y particularmente en la hora de la muerte. Me desagrada que la enfermedad no me permita realizar aquellos actos de amor que querría”. El día de San Bernardo, después de recibir la comunión con sus habituales afectos de devoción y acción de gracias, unas horas más tarde le preguntó a un padre de casa a cuántos estaban del mes. Aquel le respondió: “San Bernardo cae en el 20”. Y entonces él, entre sí, añadió: “cinco, y dos, veintisiete”. No comprendió aquel lo que podrían significar aquellas palabras, y pensando después en la manera como las había dicho, comenzó a rogarle que le explicara qué significaba aquello de “cinco y dos, veintisiete”. Y como callaba el buen viejo, le pidió por amor de Dios que le hiciese ese favor. El Padre, sintiendo decir “por amor de Dios”, le respondió: “le he dicho veinticinco y dos veintisiete, porque en aquel día ya no estaré”. Le replicó aquel: “Eh, Padre, no existe tal peligro, ni usted está tan mal. Todos los médicos afirman que cuando llegue el tiempo de las lluvias terminarán estos calores y vuestra paternidad se pondrá bien, porque nunca ha tenido fiebre”. Él se calló, y no dijo nada más.
La enfermedad se iba agravando en el enfermo, y ya tenía menos fuerzas, que no le había ocurrido nunca, y el catarro le impedía hablar, obstruyéndole el pecho. En eso le visitó un caballero amigo suyo, que enseñó a los nuestros un remedio bastante eficaz para purgarle el mal, que se hacía con limoncitos y azúcar, que se lo prepararon y le sentó bien. Y queriendo el dicho señor que le dieran más, le exhortaban a tomarlo, añadiendo el P. Rector: “Padre, témelo vuestra paternidad con ganas, porque el Sr. Corchetti me ha dicho que es el rey de Inglaterra quien lo inventó, así que tiene que ser cosa buena”. Cuando lo oyó el Padre comenzó a decir en alta voz: “¡no lo quiero, no lo quiero, que es cosa de herejes!” Le respondieron los padres: “Padre, los limoncitos son de Roma; el azúcar viene de España o de Sicilia. ¿Qué importa el rey Carlos, que ya murió?”, y otras cosas, que no sirvieron para nada más que para hacerle decir con mayor sentimiento: “no lo quiero, no lo quiero, que lo inventó un hereje”, demostrando hasta los últimos días de su vida la observancia en la que había vivido en su obediencia a la Santa Iglesia Romana, de la cual “desde su juventud hizo acopio de doctrina, y hasta encanecer encontró sabiduría”[Notas 5]. Ocurrieron otras cosas admirables, que poco esperaban aquellos religiosos que lo observaban aquellos días, que lo hacían más digno de admiración, que se hubieran anotado, como era el deber, pero al estar siempre engañados por los médicos, que siempre decían que el enfermo no tenía fiebre, no se preocuparon de observarlo todo.