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Última revisión de 16:26 18 feb 2016
Ver original en ItalianoCap. 21. De los últimos días de la enfermedad del Padre José de la Madre de Dios
El 21 de agosto ordenaron los médicos que sería saludable sacarle sangre, ya que ello le había ido bien tres años antes en otra enfermedad, pero esta vez no acertaron, como se supo más tarde por otro médico más excelente, que dijo que no estaba bien extraer sangre a alguien de noventa años. El buen viejo dijo entonces: “Obedezcamos a los médicos, yo estoy dispuesto, a pesar de que sé que no servirá para otra cosa que para que se descubra y aumente la enfermedad”. He aquí que después de comer le encontraron fiebre, y escalofríos, pareciendo de hecho que se ponía peor, pero aquellos médicos seguían en la suya afirmando que no había peligro alguno de muerte. Quiso el P. rector hacerle sentir que le llevaría las reliquias de san Pantaleón y otros santos que había en el sagrario, y le dijo el Padre: “Hágalo, que si tarda unos días, ya será tarde”.
El 22 por la tarde pidió que a la mañana siguiente le dieran los sacramentos. Le llevaron la santa comunión. En esta acción fue tal su fervor que no se puede explicar; parecía que el siervo de Dios estaba frente a su amado, todo fuego el rostro y un serafín en los actos de amor. Profirió las palabras “Señor no soy digno” con tal reverencia y amor que conmovió a todos hasta hacerlos llorar. Un rato más tarde dijo: “¿Quién está ahí?” Un padre respondió: “soy yo”. Él le dijo que en nombre suyo les dijera a todos que si nos humillamos, Dios nos ensalzará. Y aquel religioso, rompiendo a llorar, le dijo: “Padre, su paternidad se va al cielo, y sabe en qué líos nos deja. Acuérdese de nosotros”. El Padre, enternecido, se conmovió ante aquellas palabras, y dando un gran suspiro, le dijo: “Si voy al paraíso, como espero de la bondad del Señor y de la intercesión de su Santa Madre, diga a todos que sean devotos del Santísimo Rosario, en el cual se contienen la vida y pasión y muerte de nuestro Redentor, y que no duden, que no duden, que todo se arreglará”. Vino entonces el P. Vicente de la Concepción, y le pidió su bendición. Le pidió que le recordase, y le expuso como tenía en su pensamiento el pedirle permiso para irse a Germania o a Polonia para alejarse de las aflicciones de tantos malos encuentros como se sufrían, si le parecía a él bien. Él, bendiciéndolo le respondió: “No, no; permanezca en Roma a ver lo que ocurrirá con el tiempo; no se vaya”.
Pasadas unas tres o cuatro horas de la noche volvió a llamar y le respondió uno que estaba allí presente, y le dijo: “¿Dónde están los nuestros?” Y habiéndole dicho aquel que por allí estaban tal y tal, él dijo: “No, no digo vosotros, sino los difuntos que han estado aquí conmigo”, y empezó a nombrarlos, pero dándose cuenta, se calló. Por la mañana vino al P. Cherubini, carmelita descalzo, y al entrar le pareció que estaba abstraído en la oración, así que no dijo nada y se fue a decir misa. Vino después junto al Padre D. Constantino Palamolla, barnabita, y observándolo, le pareció también que estaba lo mismo, y se retiró con los nuestros al oratorio vecino. El Padre después en alta voz dijo: “¿Dónde está el padre Cherubini?” Le dijeron que se había ido a decir misa, pero que aquí estaba el P. Constantino. Dijo el buen viejo: “Se ha ido un querubín y ha venido un serafín; que pase”. Él se acercó a la cama y le saludó, y como le tenía confianza, el Padre dijo que salieran los demás, y se alejaron, quedándose cerca algunos con el P. rector. El Padre le contó algunas cosas a aquel, y cómo le habían venido los difuntos de nuestra Orden a visitarle, y que algunos estaban sentados y otros de pie, y qué pensaba de aquello. El padre D. Constantino le respondió: “Vuestro abad Landriani, ¿de cuáles era?” El Padre dijo que de los que estaban sentados, añadiendo que todos nuestros muertos sólo faltaba uno. Todo esto pudieron oírlo los que estaban cerca de allí, los cuales querían saber más por lo poco que habían oído, y le pidieron muchas veces a aquel religioso que les dijese al menos quién era aquel que no estaba con los demás. El P. Constantino nunca quiso responder nada, aunque bien es verdad que encontrando a algunos padres de las Escuelas Pías, como les veía dolidos por la situación calamitosa en la que se encontraba la pobre Orden, con aspecto alegre les dijo entonces: “¿Por qué están así? ¡Oh, si supieran todo lo que ocurrirá, cómo se alegrarían! No estén melancólicos, no”
En estos días de su última enfermedad vinieron muchos señores, tanto eclesiásticos como seglares, a besarle las manos, y pedirle su bendición con todo gozo y devoción. Entre ellos se acercó uno que se arrodilló y le pidió que le bendijera. El Padre no lo hizo, a pesar de que le insistiera y los padres le rogaran, lo que les llamó mucho la atención. Aquel caballero se puso a reflexionar sobre lo que había observado, cómo bendecía a los demás, por lo que recogiéndose hizo un acto de contrición. Al mismo tiempo vio cómo el Padre alzó la mano, y él le dijo: “Padre, déme su bendición”, y lo hizo así. Dicho caballero, lleno de reverencia y compunción, le besó la mano, y cuando salió fuera lleno de estupor nos dijo: “Verdaderamente me doy cuenta, y que sea para gloria de Dios, que el Padre es un gran siervo de Dios y un gran santo. Deben saber, padres, que cuando vine a San Pantaleo poco antes había cometido un pecado de sensualidad, y viendo que el Padre con tanta bondad había dado a los demás su bendición y me la negaba a mí, me puse a pensar, y reconociendo mi estado me arrepentí del pecado, pidiendo perdón a Dios con gran dolor, y ya vieron cómo después el siervo de Dios alzó la mano y yo le pedí reverentemente que me bendijese, por lo que me doy cuenta de que él vio mi estado, y me ayudó con sus oraciones ante el Señor para que me arrepintiera, y cuando lo hice él me bendijo. Es un santo, es verdaderamente un gran santo, y como tal lo proclamaré a todos durante los días de mi vida”.
Vino después a verlo D. Cosme Vanucci, que había sido limosnero del Papa, y al final besándole las manos le rogó que le obtuviese de Dios la liberación de tantos sufrimientos en los que se encontraba. Le dijo el Padre: “Lo haré, lo haré”. Y así fue en verdad, porque ocho días después del feliz paso del Padre a la otra vida, habiendo estado solamente dos días en la cama, y tras recibir los santos sacramentos, se fue de este mundo al cielo.
Por entonces uno de los nuestros trajo un niño de dos años llamado Francisco Piantanidi. Lo puso sobre la cama diciendo: “Padre, la señora Victoria Piantanidi se encomienda a sus oraciones y esta criatura es su hijo, que tiene una pierna defectuosa, que arrastra por el suelo. No puede andar ni tenerse en pie; haga la caridad de bendecirlo”. El buen viejo le dio la bendición, y el niño quedó sano y fuerte de la pierna, y comenzó a andar, y se lo devolvieron a la madre, que totalmente fuera de sí de alegría, se fue a casa, y aquel ya no volvió a sufrir de la pierna, y todos los años que vivió contó la gracia que recibió de Dios por medio de su siervo.