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Ver original en ItalianoCap. 22. El Padre José de la Madre de Dios se muere, y sobre lo que ocurrió también después de su feliz paso
El 24 de agosto pidió el P. José al P. Rector que enviase de su parte al Sumo Pontífice para pedirle se dignara darle su gracia y bendición, y que otro de los nuestros fuera a San Pedro, y en su nombre hiciera un acto de fe y le pidiese la bendición, y le besara el pie, que todo eran sentimientos de un auténtico profesor de la santa fe católica romana en la obediencia en la que había vivido y deseaba morir. Después por la tarde pidió con mucha insistencia los santos óleos, a lo que los médicos ponían pegas. No lo hicieron con la comunión, porque sabían que aquel celeste manjar era el alimento cotidiano de su alma. Se mantenían fuertes en ello, diciendo que no había peligro de muerte. Con todo afecto y humildad rogó el siervo de Dios que le hicieran esa caridad, diciéndoles: “Denme los santos óleos”. Al fin los padres se los llevaron. Dijo él con mucha compunción el y de hecho respondía a las preces. Luego rogó a los padres que uno tras otro le hicieran la recomendación del alma, y aunque ellos le replicaban, que le releyeran la pasión del Señor, y por caridad lo hicieron. Los padres le siguieron la corriente más bien por darle gusto, que porque creyeran que iba a morir. Y el médico Pedro Prignani le quiso decir: “Padre general, se hace de noche. Si no manda otra cosa, nos veremos mañana por la mañana”. El siervo de Dios, que ya había mostrado antes el afecto de su gratitud a todos los médicos pagándoles, de nuevo le dio las gracias por la caridad que había hecho, y bendiciéndole le rogó que tuviese a bien al día siguiente de encontrarse presente en la autopsia de su cuerpo que haría el señor médico Juan María. El médico le respondió y dijo: “Padre, no será así, porque vuestra paternidad no se encuentra tan apurado; no tiene motivos para decir eso. Lo queremos curado y sano con la gracia de Dios”. No le dijo nada más el Padre, y él al despedirse dijo a los nuestros en el oratorio: “Ciertamente esperamos que el Padre general se curará, aunque ya no tendrá las mismas fuerzas que antes, y si el Señor no quisiera devolverle la salud (antes), cuando refresque el tiempo su enfermedad desaparecerá como muy tarde hacia el final de octubre, con la caída de las hojas”. Y ordenó al enfermero que se acomodase una cama allí al lado, porque afirmaba que podía ser que la enfermedad fuera para largo.
Por lo que decía el médico todos estaban convencidos de que el Padre no debería morir entonces. Hacia media hora de la noche le llevaron la cena. El buen viejo dijo: “Obedezcamos las órdenes de los médicos, pero no sirven”. Le recitaron después algunas preces, y la pasión de Cristo Nuestro Señor. Quiso también que se le recitase el oficio del día siguiente, de la fiesta de san Bartolomé, y otras devociones del santo. Y porque se dieron cuenta de que el Padre respondía a todo, le rogaron que no lo hiciera, porque podría fatigarse. Dijo entonces tales palabras que todos quedaron confusos, aunque consolados por una bondad tan grande y la unión que su alma tenía con Dios.
A las cuatro y media de la noche, siguiendo la orden de los médicos le llevaron la comida preparada, que nunca rechazó tomar. Tomo un poco y dijo: “Miren, ya no sirven; basta”. Le dijeron que tomara cinco cucharaditas en honor de las cinco llagas del Señor, y él con toda resignación las tomó, contándolas, y entonces añadió: “ya van cinco”. Y después: “No sirven; ya no más”. Los padres no quisieron contrariarlo y hacia las cinco de la mañana algunos se echaron a dormir[Notas 1], mientras uno le leía la pasión. Al otro que acompañaba al enfermo le pareció que dormía, y le dijo al otro que callase para no incomodarle. El buen viejo respondió de pronto: “Déjele leer, que no me molesta en absoluto; más bien me da gusto y reposo”. Siguió aquel leyendo durante medio cuarto, y de pronto el Padre comenzó a disponerse para la partida a la otra vida. Por las señales así lo comprendió el que leía, quien despertó a los demás, dando los toques de la campana a cuyo son vinieron todos los de casa, y el padre rector continuó la recomendación del alma, con todos los demás puestos de rodillas y llorando. Parecer que el Padre repetía las mismas palabras, aunque no le oían, y alzó la mano derecha, y el brazo, como si quisiera darles la bendición, no haciendo ningún otro movimiento, ni muecas como suelen hacer los moribundos, ni movimiento de labios. Sólo se le oyó proferir tres veces: “Jesús, Jesús, Jesús”, y su alma se fue volando al cielo a las cinco y media de la noche del 25 de agosto de 1648, a los noventa y dos años de edad menos veintisiete días.
Id, Padre, en buena hora digno de este nombre a gozar de aquel bien en el cielo que en la tierra os indicó desde la cuna el camino para seguirlo y amarlo, por lo que todos los días en el transcurso de vuestra vida no fueron empleados sino en su santo servicio y gloria, regulados por la luz de aquel que llevasteis siempre vivo en el amor de vuestro corazón. Estando vuestra alma totalmente transformada en vuestro bien, vuestro espíritu no podía unirse con otro sino con aquel que le dio su gracia con la vida verdadera, para gozarlo por siempre. En la inmensidad del gozo de vuestro Dios, Padre piadosísimo, crece nuestra esperanza de participar en los efectos de vuestra caridad, con la cual siempre ardisteis por nosotros, para sabernos guiar a tan bienaventurada mansión al poder vencer del enemigo, del cual triunfasteis adquiriendo muchas almas para Dios, hacia el cual siguiendo vuestro piadoso ejemplo ahora corremos en medio de las adversidades de este mundo en el cual ya sabéis cómo quedamos. Con vuestra intercesión hacednos conformes a vuestro justo y santo entendimiento para conseguir en la rectitud de nuestras obras el mérito, y en la infinita claridad de vuestra visión beatífica y el gozo de vuestro sumo bien, poder ver mejor y conocer lo que más necesitamos, suplicando se nos dé la gracia. Sednos benigno y eficaz con vuestro patrocinio para el feliz progreso del instituto de vuestra piedad que nuestro Dios, por el mérito y la gracia de su dulcísimo Madre Nuestra Señora y Protectora, se dignó plantar en la finca de su Santa Iglesia a beneficio de los niños, en el que vos, completamente inflamado, fuisteis elegido piadosísimo agricultor de aquella por la divina providencia. Para que con la ayuda de esta, rogando con vuestras oraciones amorosas su conservación, seamos nosotros también hechos obreros de su mies, para que nosotros podamos ser hechos dignos después de gozar con su dulcísimo Madre en la patria bienaventurada, en la que vos estáis ya felizmente para siempre.
Permaneció su venerable cuerpo tan agradable de ver y tan compuesto con su color saludable que parecía más hermoso muerto que vivo, y demostraba haber sido el templo de un alma santa. Todos los padres, que primero lloraban por el dolor de su Padre fundador, sintieron el alma invadida por tanta alegría que les parecía estar fuera de sí, y estaban tan contentos que tenían ganas de hacer fiestas y cantar, y no salían de su gozo, todo lo cual era una señal del gozo de su alma, que ya estaba en el paraíso entre los bienaventurados.
Siguiendo luego las costumbres de la Orden, lavaron aquel venerable cuerpo con toda debida reverencia y goce espiritual al tocarlo, y su carne mórbida, y flexible como cuando estaba vivo, y lo encontraron tan limpio y claro con una admirable blancura y color que parecía un armiño. Encontraron la misma limpieza en las sábanas de la cama, como si no hubieran sido usadas, y se olía en ellas un olor de rosas. Pero al lavar el cuerpo venerable ocurrió que vieron que siempre se cubría las partes naturales con la mano, y cogiendo aquella mano para lavarla, el difunto se cubría siempre con la otra, de modo que no permitía dejarlas ver, lo que fue para ellos cosa de estupor y maravilla. Lo mismo se cuenta que sucedió con S. Felipe Neri, fundador de los padres del Oratorio, lo cual es un signo claro de la candidez virginal de su alma.
Por orden de los superiores mayores se hizo la autopsia de su cuerpo, conservándose cada cosa con pública escritura de notario. No se puede explicar el olor que se percibía de lirios y rosas. Los padres no comunicaron a nadie su feliz paso de esta vida, sino al señor cardenal Ginetti, nuestro protector y vicario general del Papa, el cual nos dio grandes muestras de su sentimiento, y repitió muchas veces que la Iglesia había tenido una gran pérdida. Ni hicieron tampoco en modo que se conociera en la ciudad su muerte, porque no se dieron más que veinticinco toques de campana cuando tuvieron que bajar el venerable cuerpo a la iglesia después de pasar la fiesta de san Bartolomé. Fue tal el concurso de gente de ambos sexos, de nobles y titulados, eclesiásticos, y embajadores con sus esposas, que no se sabía cómo hacer para custodiarlo, no bastando para ello los nuestros, ni los mismos suizos y los guardas de palacio, que fueron enviados para tal efecto. A pesar de que se pusieron cancelas en torno, se rompieron varias veces, porque todos querían verlo, tocarlo y reverenciarlo, sin que quedaran en él ningún tipo de vestido que le ponían para cubrirlo, pues poniéndole sin número, todos los hacían a pedazos y se los repartían.
Al bajarlo por las escaleras dando la vuelta hacia la iglesia se oyó al principio la voz de un niño pequeñito que gritó fuertemente: “Aquí está el santo, aquí está el santo”, porque quiso Dios que así cantaran los pequeñitos las alabanzas que los había conducido hacia el Señor: “Por boca de los niños, los que aún maman, afirmas tú tu fortaleza, frente a tus adversarios, para acabar con enemigos y rebeldes”[Notas 2]. Sólo se oían voces y aclamaciones en honor del siervo de Dios, proclamándolo santo, por los milagros sin número de enfermos que recuperaban la salud al tocarlo, cojos e inválidos que caminaban, y ciegos que recuperaban la vista, lo cual era obra de Dios a través de su siervo. Por toda Roma no se hablaba de otra cosa, y al oírlo la Santidad del Papa Inocencio X dijo: “De este nombre no creíamos que habría tanto número como dicen”. La fama se extendió por las ciudades vecinas, villas y castillos, de donde venía todo tipo de gente para reverenciarlo y tocarlo. Cuando lo vio el P. Giustiniani, hermano del Sr. Cardenal, de la Iglesia Nueva, dijo: “El concurso de gente de todo tipo que viene a ver al Padre General fundador de las Escuelas Pías, como se ve, y los milagros que hace por medio de este siervo suyo son mayores de los que ocurrieron cuando la muerte de S. Felipe Neri, en la cual yo también estaba presente”. Y el padre Caravita, que llevaba en Roma con mucha alabanza el oratorio de S. Ignacio, llegó a la puerta de la iglesia de San Pantaleo, y no pudiendo entrar y reverenciar al Padre, asombrado por la cantidad de gente de todo tipo, y por los milagros, se subió sobre un poyo que había al lado del palacio de los Massimi, y estuvo predicando durante un buen rato sobre las admirables virtudes y la bondad de nuestro Padre fundador, con gran satisfacción y agrado de todos.
Los religiosos de las Escuelas Pías no encontraban el modo y la manera de enterrar el cuerpo venerable. Había pasado ya un día y medio, y la multitud seguía creciendo, para disgusto y dolor de los que lo habían perseguido en vida. Estos, sufriendo las agonías de Satanás, y vencidos por su vicio, obtuvieron una orden del vicegerente Mons. Rinaldi para que fuera enterrado. Lo cumplieron los padres, pero ante las reclamaciones de la gente a la que no le gustaba aquello, el Sr. Cardenal Vicario de Nuestro Señor dijo: “Incluso muerto lo persiguen”, y quiso que lo desenterraran y se diese satisfacción al pueblo y a los señores[Notas 3]. Todavía estuvo otro día y medio sobre la tierra, llevado de un sitio para otro, que no sabían que hacer. Aquel venerable cuerpo tenía el semblante como si estuviera vivo, y parecía un ángel. Fueron muchos los que notaron una fragancia más que celestial que salía de aquel venerable cuerpo, que parecía “Como flor de rosal en primavera, como lirio junto a un manantial, como incienso quemándose en día de verano”[Notas 4]. No sólo durante el día era innumerable la gente que acudía a todas horas, sino también por la noche, de modo que a los señores titulados hubo que hacerlos entrar y salir por la portería de los padres, estando las dos plazas de la iglesia completamente llenas, que rompían las puertas. No servía de nada decirles que estaba enterrado, porque se ponían a gritar: “¡Queremos ver y reverenciar al santo!”, y no se podía resistir más.
Finalmente a las siete, habiendo muchos señores y prelados y titulados, Monseñor Francisco Gioventelli, Vicente de Sotis y Eregi, y el médico Castellani y Francisco Meula, notario del vicario del Papa, después de que este hizo la escritura del acto se dispusieron a enterrarlo. Pusieron el venerable cuerpo dentro de una caja de plomo, y esta dentro de una de ciprés[Notas 5] con una placa de plata con su inscripción. Lo sepultaron en la capilla mayor en la parte derecha de San Pantaleo. Para hacer esto habían cerrado las puertas por un breve espacio de tiempo, y mientras tanto se oía a la gente gritar, y ya no se podía resistir más, y las abrieron. Cuando la gente oyó que lo habían enterrado, se enojaron mucho más, y a toda costa querían ver al santo Padre, e intentaron desenterrarlo. Aquellos señores les hicieron saber que si lo hacían serían excomulgados, y el Papa los castigaría. Se tranquilizaron al oír esto, y reverentes se postraron sobre la sepultura, encomendándose y reverenciando al siervo de Dios, y se llevaron toda la tierra que se había sacado para hacer la fosa en la que fue enterrado el venerable cuerpo. Y cuando aplicaron aquella tierra a muchos enfermos, todos recobraron la salud, y Dios hizo otros milagros en honor de su siervo, y no deja de glorificarlo de continuo con otros muchos que le concede.
Cuando se supo en Peralta de la Sal, en el reino de Aragón, la muerte de nuestro venerable Padre fundador, que había ocurrido con señales de tanta bondad en Roma, el clero con el consejo y cabezas de la ciudad le hicieron un digno funeral con el debido honor que convenía a suciedad y con asistencia de todo el pueblo. Terminadas las exequias, todos aquellos señores fueron en forma de comunidad a cumplir con las debidas condolencias, y más bien para alegrarse por el difunto Padre fundador de un instituto tan provechoso y necesario en la Santa Iglesia, y lleno de tantos méritos y bondad por cuanto corría la fama, con sus señores parientes del lugar, de Claravalles y de Benavarre.
Notas
- ↑ Casi todos los detalles sobre la última enfermedad están tomados de la Vida escrita por el padre Vicente Berro, testigo presencial de lo que cuenta. El P. Berro le dejó su manuscrito al P. Chiara.
- ↑ Sal 8, 3
- ↑ El P. Berro cuenta que la orden del vicegerente fue de que se quitara el cuerpo de la iglesia, cosa que se hizo, llevándolo a la sacristía. El cardenal vicario dio la orden de que lo volvieran a exponer en la iglesia, hasta que fuera enterrado (N. del T.)
- ↑ Si 50, 8.9 (modificado)
- ↑ La caja de ciprés iba dentro de la plomo, como cuenta el P. Berro.