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Cap. 30. De la pobreza del Venerable Padre José de la Madre de Dios

El verdadero seguidor y discípulo de Cristo Nuestro Señor, aun estando en el siglo, abrazó la virtud de la santa pobreza tan cordialmente que no quería ni tenía para sí cosa alguna de la tierra, sino que quería que sólo Dios fuera su sustancia y su ser. No deseó nada, pues estimando que su paz y sus riquezas estaban en Dios, decía con el Profeta “Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar? En ti está mi esperanza”[Notas 1]. Totalmente desapropiado de sí mismo no tenía en sí amor al oro ni a la plata, y su ánimo estuvo tan despegado de todo el mundo, que todo aquello de lo que pudo disponer porque se lo habían dado, el fiel dispensador lo empleó en ayudar al prójimo. Y lo que es más importante, se servía de aquella caridad para con los pobres y necesitados para encontrar el camino de comunicar en sus corazones su propia elección y deseo de moverlos a buscar las verdaderas riquezas en el vivir virtuoso para conseguir la felicidad de la vida feliz, y con gusto se privó a tal efecto de lo que le dieron sus padres, quedando contento con lo poco que necesitaba para sustentarse, lo cual nunca dejó de darlo también a los pobres anhelando él mismo llevar una vida de pobre por amor a su Cristo.

No se detuvo en esto el ansia que tenía de seguir a su maestro en el feliz estado de la pobreza hasta que llegó a cumplir sus votos profesados en el instituto que hizo de la congregación de la Madre de Dios con particular disposición divina y favor de la Santísima Virgen, que lo hizo todo oyendo sus oraciones, y por ello quiso que tuviese el nombre y la profesión con el voto de suma pobreza, dando a ver que quien quisiera seguir rectamente a su maestro en su escuela, no sería nunca pobre de la Madre de Dios si no la abrazase todos los días de su vida. En esto quiso que consistiera el instituto, y que conservándolo tal en su rigor siempre se mantendría provechosa la obra de la divina piedad. Y por esto nunca quiso aceptar soberbios edificios de fundaciones de las casas de grandes príncipes, como la que el sobrino de Pablo V de santa memoria le quería construir, rechazando a tal efecto centenares de miles de escudos. Siempre se glorió de este nombre, de ser pobre de la Madre de Dios, y a tenor de su profesión quiso que la Orden fuese incapaz de poseer ninguna propiedad terrena o posesión, sino que todo con el humilde estado de las casas fuese devuelto a la Santa Sede apostólica.

Este voto de pobreza lo amó con tanta ejemplaridad que habiendo sido depuesto de su oficio de prepósito general un príncipe le envió 60 escudos para servirse en sus necesidades. El pobre, ya súbdito, los llevó al vicario general puesto en su lugar, y se los dio, y con toda resignación le expuso que si era su gusto le diese algo para poder comprar algunas imágenes y otras devociones que le habían pedido unos religiosos nuestros de provincias remotas, si le parecía bien. El vicario sólo le dio siete u ocho julios a tal efecto, y él con buen ánimo, sin decir nada más, los recibió. De la misma manera, como hemos dicho, ya cerca de la muerte, cuando se vio enfermo el pobre de la Madre de Dios confirmó su voto dando la llave de su habitación al padre rector. Alma verdaderamente rica y llena de los dones de Dios, por amor del cual nunca amó la tierra, sino que siempre fijo en el cielo, supo encontrar el verdadero gozo de su bien amado, el cual fue su riqueza, que poseía verdaderamente incluso cuando estaba aún en el mundo.

Notas

  1. Sal 39, 8