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De Pedro Calasanz y María Gastón, matrimonio bien merecedor de alabanza inmortal, nació en Peralta de la Sal, diócesis de Urgel, en el Reino de Aragón, el venerable siervo de Dios José de Calasanz, fundador y General de los Clérigos Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías.
La nobleza de sus progenitores fue notable, pero yo no me detendré en exagerarla, porque José no se vanaglorió de ella. Lo que él pisoteó con pie generoso, no voy a ponérselo yo en la cabeza como una corona de alabanza. Los encomios que se fundan en la antigüedad están enmohecidos. La gloria es de quienes la adquieren con sudor, no de los que la reciben de mano ajena. El saberse descendiente de antepasados ilustres sólo sirve de estímulo a los corazones magnánimos que consideran una nota de infamia el ser famosos gracias a acciones ajenas. Demostraría tener poco que decir de los méritos de la vida de José si me detuviese a describir los privilegios de su nacimiento. Es un verdadero sol el que no va mendigando la luz, sino que irradia de sí mismo los resplandores. Las perlas orientales no dejan de ser apreciadas por encerrarse entre las conchas de una áspera ostra. La rosa no pierde el título de reina de las flores por nacer entre espinas, y el mismo oro, que se usa para ceñir las sienes de los monarcas, recibe el ser en las más oscuras y bajas vísceras de la tierra.
De ningún modo me abstendré de mencionar a un antepasado suyo, por una hermosa aunque desigual correspondencia que hay entre ellos. Todavía está tan viva en la boca de la gente como es célebre en los escritos de los historiadores la memoria gloriosa de Beltrán de Calasanz. Este enemigo de la tranquilidad del ocio pasó buena parte de su vida en ejercicios militares, y yendo con un buen número de soldados mantenidos a su costa contra el Conde de Urgel, recibió como premio de sus victorias del Rey Jaime el Conquistador como escudo heráldico de su familia un perro con una bolsa de oro en la boca. José, vigilando continuamente al cuidado de la Iglesia, mereció, no en atención a sus antepasados, sino por sí mismo, el título de Perro Fiel, y desembolsando con mano generosa sus facultades tuvo, no en la boca, sino en la mano, las bolsas de oro. A no ser que queramos decir que, consolándolos con las palabras, habría tenido también en la boca, casi como un nuevo Crisólogo, el oro.
Después de seis partos fue el último, y séptimo, José, tantos de hecho como fueron las maravillas del mundo. En este último se detuvo la fecundidad de sus padres, porque ya habían llegado al non plus ultra de sus partos. Este número tiene algo de misterioso, cuando incluso Dios “descansó al séptimo día de todo lo que había hecho”. Noé entró en el Arca con siete personas; al séptimo día soltó la paloma; después de siete meses se posó el arca en el monte Ararat, y consiguió gran felicidad además porque, como dice el Poeta, “a Dios le gusta el número impar”. También leemos que Dios “bendijo el día séptimo, y lo santificó”. Entres estos siete planetas yo llamaría Sol a José. Habría resultado disonante el concierto de esta música fraterna si hubiera faltado esta séptima voz.
Quien le dio el nombre de José al bautizarlo quizás sólo pretendía renovar la memoria de algún antepasado de la familia; pero Dios, que diseña incluso los accidentes casuales, quiso que José o llevara epilogadas en su nombre las virtudes de aquél otro José antiguo, o bien teniendo que inventar una nueva manera de cultivar las tiernas plantas de la edad infantil, llevase visible incluso en el nombre el crecimiento en la piedad y en las letras.
Mamaba juntas la blancura de la leche y la pureza de la virtud, y parecía desde pequeñito inclinado por naturaleza a un perfecto amaestramiento. Los caracteres de los documentos saludables se imprimían fácilmente en la cera de aquel corazón, tierno por la edad y calentado por los rayos del favor divino. A la eficacia del temperamento y de las enseñanzas paternas se añadía la mucho más viva y más breve de los ejemplos domésticos, que hablando a los ojos fieles sin el estrépito de las palabras suele persuadir fácilmente. Estaba completamente dedicado a las devociones, alejado de los vicios, desapegado de todo lo que seduce y alimenta un corazón infantil.
Muy a menudo solía salir de las puertas de la ciudad y, armado de un cuchillo en la mano, correr con ímpetu por los campos, diciendo que quería a toda costa atravesar con mil heridas al enemigo infernal, y hacerle derramar toda la sangre de las venas. Una de las veces fue salvado por Dios de un peligro evidente de muerte, al que ya lo había conducido el Demonio, temeroso de tan elevados principios. ¡Oh claro pronóstico de las futuras victorias de José! ¿Quién vio en edad más tierna signos mayores de un alma fuerte y piadosa? Bien se adivina por el alba tan hermosa de su infancia el brillantísimo sol de toda la vida. Por un trazo se conoce un Apeles.
Se dedicó a los estudios de Gramática y Retórica, y fue tal el provecho que en las mismas letras humanas demostró tener ingenio divino. A la doctrina añadía la modestia y la santidad. Por lo que los mismos que le enseñaban podían confesar con verdad que habían tenido que aprender de un estudiante. Estudiando Gramática, consideraba solecismos y barbarismos las palabras vanas; en la clase de Retórica procuraba aprovecharse no sólo del bien decir, sino también del bien hacer. Pasado a la Dialéctica aprendió a armonizar juntas piedad y doctrina, y convertido en un perfecto argumentador, de los mismos estudios de las letras deducía e infería los de la religión. Le agradaba disputar, pero con modestia; su objetivo era encontrar la verdad, no rebatirla. Le gustaban tan poco los litigios que no le habría disgustado ser vencido con tal de dejar de discutir.
Lo enviaron sus padres a los Estudios de Lérida, Valencia, Salamanca y Alcalá de Henares, y en aquellas floridas academias libó la perfecta miel de la ciencia. Por lo que, a la vista de los grandes progresos que ya había hecho, los suyos quisieron que se doctorase, cosa que hizo, en ley civil y canónica, y en sagrada Teología.
Muchos que se dedican a lo espiritual creen que las letras son contrarias al espíritu, pero no se dan cuenta de que su espíritu es demasiado material. Quien no sabe de letras, ¿cómo va a saber juzgar sobre la calidad de las letras? Los ignorantes odian las letras, y no las pueden ver; y porque no las pueden ver, por eso las odian. Es como los que profesan vida apostólica y nunca se olvida del dicho mal entendido del Apóstol, “la letra mata”, y las huyen, porque las consideran asesinas.
Quiso Dios que José, destinado a ser cabeza y fundador de una nueva Orden Religiosa, aprendiera señaladamente las ciencias. Yo sería de la opinión de que no deberían darse nunca cargas de gobierno a personas que no tienen letras, ya que no puede dar perfectamente leyes a los demás quienes no saben qué mandan las leyes. Platón decía que el mundo sería feliz cuando comenzaran los reyes a saber, o los sabios a gobernar. Numa, aquel sabio legislador y rey de los romanos, quiso que junto con su cuerpo se sepultasen muchos libros. Fue costumbre antiquísima de los reyes de Egipto el fabricar sus libros con el mismo material con que se hacían las coronas. Escribían sobre hojas de papiro, y con las mismas se engalanaban. Alejandro se ganó el título y la fama de rey grande por haber hablado a los embajadores del rey persa con la lengua de Aristóteles. Dionisio de Siracusa, desde que comenzó a filosofar bajo la disciplina de Platón, cambió su nombre de carnicero público por el de semidiós. En el Arca estaban unidas la Ley y el Maná; en el Paraíso, el árbol de la vida y el de la ciencia. Un buen superior empareja las acciones con las instrucciones. Incluso en las sagradas cartas se dice: “¿Quién me concederá que el mismo que juzga escriba un libro?”
Enemigo del ocio, consumía estudiando todas las horas en las que otros se dedicaban al entretenimiento, y preocupándose poco de las satisfacciones corporales que los otros consideraban como medios necesarios para mantener la salud, eligió ser más bien flaco y docto, que unir la grosura del cuerpo con la del ingenio. De este modo confundió la opinión de los que consideran que un docto enfermo ya se ha vuelto inhábil para ejercitar dignamente las cargas honorables de los oficios. Se abstendrían de tales proposiciones si hubieran leído la invectiva de un emperador romano, quien oyendo que los senadores planeaban deportarlo por tener podagra, se hizo conducir en medio de ellos, y después de gritarles selló la reprensión con la sentencia: “¿No sabéis que gobierna la cabeza, y no los pies?” ¡Oh, ciegos! ¿No sabéis que un docto enfermo tiene tan desarrollada la mente como impedidos los pies? ¿Qué enfermedad es peor, la del cuerpo o la del alma? Los superiores tienen que mandar y enderezar a los otros, no hacer de criado. A este le hacen falta los pies; a aquel le basta con la cabeza. Así que ¿no debe uno fatigarse por la República, y por la Religión, porque a las fatigas suceden las enfermedades, y después de estas ya no puede desempeñar la carga de superior? La virtud consiste en la acción; el agente cuando obra, padece; cuando padece, se debilita; debilitado, se enferma. Así que ¿no es necesario ser virtuoso para ser superior? “¿No sabéis que gobierna la cabeza, y no los pies?”
Se conservaba tanto más humilde y bajo cuanto más elevados eran las ciencias y los honores que conseguía. Tenía por horizonte de sus acciones la honradez; fuera de ella, nunca vio ni oyó. Esto era el objeto de sus sentidos, el motor de sus afectos, la regla de sus pasiones.
Ocurrió para mayor prueba de su virtud que, encontrándose un día en las habitaciones más retiradas de una dama, a la que servía de secretario, fue ásperamente atacado por sus dulces y deshonestas lisonjas. ¿Qué harás, José, en esta situación? ¿De qué modo harás vanos los cantos de esta Sirena, o mejor dicho, los silbidos de esta Medusa? Si tiendes el oído, tienes seguro el letargo; si vuelves los ojos, te conviertes en piedra. Te veo en un laberinto, pero mucho más peligroso que el otro, porque aquí Ariadna conjura con Minotauro para devorarte. ¿Qué harás, José, cómo te protegerás de un afecto tan potente con todos? Yo sé que para librarte deseas las espinas de Benito, la nieve de Francisco y el fuego de Martiniano, pero ¿dónde están? Tienen alguna similitud, es cierto, con las primeras los dientes, con la segunda el pecho y con el último las pupilas de quien te asalta, pero no te salvarán estos; al contrario, si te sirvieras de ellos, te perderían. ¿Qué harás aquí, José? Te lo pregunto. Pero tú, que sabes qué inadecuada es la tardanza en decidirse ante los peligros de la sensualidad, huyes precipitadamente. Tu fuga es similar a la de los Partos: triunfa, pero no sólo de ella, que quedó desilusionada en su esperanza más allá de todo lo que podía creer, sino del infierno, que sabe qué pocos resisten a la influencia de la belleza. ¡Oh, cuánto podría decirse de tan hermosa y maravillosa victoria de José! La oportunidad del lugar, aderezado tal vez aquel día con pinturas artísticas que sirvieses de incentivo a la concupiscencia; la edad juvenil del vencedor, que llena, como dice David, los lomos a los hombres de ilusiones; la belleza de aquella infeliz, que para asegurarse la victoria es verosímil que apareciera en el lugar acompañada de encantos y cortejada por las gracias… Pero rechaza la pluma consagrada en los claustros de una religión tan ejemplar dar vueltas durante mucho rato en torno a materias similares. Sábete que si bien es cierto que amplificadas estas cosas podrían destacar más vivamente la victoria de José, podría también derivarse de ellas (tanta es la fragilidad humana) el producir en las almas, no perfectas, conmociones poco loables. Así es, ciertamente; y el mismo José me enseña con su huida que éxitos logrados de este modo no deben tratarse más que huyendo. Concluyo, pues, diciendo que huyó pero venció; y que a imitación del antiguo José no solamente dejó el manto, sino que renunció al trabajo, abandonó la casa y eligió el exilio voluntario de aquella región.
Enfermó gravemente, pero haciendo voto de hacerse sacerdote, curó súbitamente. Quizás no pretendía el cielo por medio de esta enfermedad nada más que exigir a José el tributo ya mencionado. La fiebre, instrumento en las manos vengadoras de Dios, quería incitarlo a los honores, no deprimirlo con los castigos. Bien a menudo las mismas aflicciones son causa de muchos gozos. ¡Qué diversos son los caminos del mundo y los de Dios! Aquel eleva para suprimir; este suprime para elevar. Tensó Dios un poco más las cuerdas para arrancar una melodía más sonora, y para que no perdiera el ritmo, lo sacudió con esta enfermedad. Oirías cantar entonces a José aquel motete: “Ofreceré al Señor mis votos”; mientras, de regreso a su patria (si es que puede reducirse la patria de un virtuoso a una sola ciudad), se ordenó de subdiácono; accedió al diaconado; fue ordenado sacerdote.
Hecho sacerdote, dejo al lector que considere a qué grado de virtud fue elevado junto con la dignidad sacerdotal. Se consideraba indigno de tal honor, pero con esta misma estima, tanto más digno se volvía. Siempre procuraba hacerse mejor, aun cuando ya se había vuelto óptimo. Tenía palabras para hacer bajar a Cristo del cielo a la tierra, y tenía obras con las cuales, una vez descendido, podía mantenerlo. La devoción de José al recitar el oficio divino, la reverencia con que se acercaba al altar, eran tan excesivas que querer contarlo sería la historia de comenzar siempre y nunca acabar.
Se detuvo algunos días como ayudante de estudios con el obispo de Jaca, el más docto que había en aquel tiempo en España, de cuya enseñanza habían recibido la luz de la doctrina aquellas dos estrellas del cielo científico que eran Medina y Báñez. Fue esto un argumento de peso a favor de las cualidades de José, que incluso en edad juvenil podía aceptar tales oficios, y pudo desempeñarlos con gloria. Enrojezca la canosa vejez al ver que se encontraba tan gran prudencia en un joven, tantos frutos en una edad tan verde. En José no se tenía en cuenta el tiempo, pues sus acciones apuntaban a la eternidad, en la cual no existe el tiempo. Vean ahora los enemigos de la juventud cómo también los jóvenes saben mantener con alabanza las cargas que se les han impuesto. Si los pelos y la barba hicieran a un hombre digno de cargos, cualquier sátiro podría pretender ser superior. La pureza y la sinceridad, buscadas en una cabeza, no deben deducirse de la blancura del cabello, sino de la del corazón.
Estaba tan ajeno a cualquier afecto a la gloria, que si hizo mucho por ser de santas costumbres, no hizo nada menos por no parecerlo. Se veía obligado a recibir honores, a pesar de que no quería que lo honrasen. Los que querían premiar sus virtudes, miraban al mérito, no al deseo. Fue confesor y teólogo del obispo de Lérida, con el añadido del honorable cargo de ser su examinador público. El honor es semejante a la sombra del cuerpo: cuanto más veloz corre este, tanto más presurosa le seguirá aquella. Hubo alguien de mucho cerebro que dijo que los honores tienen un espíritu vil, porque te siguen cuando los rechazas.
Por orden del gran monarca español Felipe II visitó con el mismo prelado la santa casa de Montserrat, y durante seis meses seguidos que duró aquella visita, se echó sobre sus espaldas la mayor parte de los trabajos. Durante el tiempo que le sobraba solía entretenerse con mucha devoción en aquella santa iglesia, quizás para dar cuenta a Dios de todo lo que había realizado en aquella visita, o para consultarle acerca de lo que aún quedaba por realizar. Quien hace las cosas por Dios no descuida, una vez hechas, referírselas al mismo Dios. No podían salirle mal sus negocios, cuando los llevaba a cabo bajo la dirección de un consultor semejante. Hace falta orar bien para vencer las causas.
Se había extendido ya por todas partes la fama de la santidad y prudencia de José, y con arcos de muchas pestañas celebraban muchos sus virtudes. Ambrosio de Moncada, obispo de Urgel, deseó experimentarla él mismo. Lo nombró Vicario General y Juez supremo. Tuvo también el cargo de Párroco de Tremp y sus sesenta poblados, y de Visitador de los montes Pirineos. Con qué cuidado y diligencia debió desempeñarlos es más fácil de argumentar a partir de sus virtudes, que describirlo por medio de la pluma de otro. Fue un vicario tal, que un obispo no habría sido mejor. No contento con exhortar a la gente sólo con las palabras, añadía continuamente su propio ejemplo. Se le veía sobre aquellos montes Pirineos como a un Prometeo cristiano, animando con antorchas de fuego robado del cielo las estatuas de barro de sus desacostumbrados súbditos. ¡Cuántos pobres vistió! ¡Cuántos hambrientos sació! ¡Cuántos malos hábitos, cuántas lascivias, cuántas usuras corrigió! Arrancó infinitos súbditos al infierno, y devolvió muchos al cielo. Quitó lo superfluo de las mesas de los ricos, para dar lo necesario a los pobres. Devolvió las ceremonias a los altares, y se las quitó a los cortesanos. Hizo volver al debido culto las iglesias; a las iglesias, los hombres; a los hombres la devoción. ¡Cuánto sudó para congelar en el corazón de aquella gente el fuego de la deshonestidad! ¡Cuánto se heló para calentarlos con el amor divino! ¡Cuánta fue su paciencia para instruir a los ignorantes! ¡Cuánto el fervor para encender a los tibios! ¡Cuánto el celo para corregir a los díscolos! ¡Cuánta la ternura para compadecer a los afligidos! Devolvió al clero indisciplinado su primitivo esplendor. ¡Pero cuántas tinieblas de rencor ocasionó en el pecho de quien, por verse diferente en las costumbres, le odiaba!
Se vio en evidentes peligros de muerte, mientras procuraba devolverlos a la vida. Llevando a cabo tales actos de piedad, encontró a muchos que le atacaron cruelmente, puesto que de la misma manera que amaban los vicios odiaban a aquel que les exhortaba a dejarlos. Quizás no podían ver en el escudo de Calasanz aquel perro que, vigilando noche y día mientras guardaba a sus ovejillas, perseguía a los lobos. Consideraban apariencia e hipocresía sus auténticas y reales virtudes. Decían que sus ayunos tenían hambre de gloria terrena, que sus suspiros buscaban un aura popular, que sus limosnas compraban las alabanzas de los pobres. Pero la verdad, que a veces se avergüenza de salir en público porque va desnuda, al fin no puede estar escondida por mucho tiempo. Conocido de todos su santo celo, los odios se tornaron amor; los desdenes, afecto; los desprecios, estima. Pero esto fue un ofender más aquel generoso corazón de José, que se sentía tanto más elevado al sumo de su contento cuanto más se veía maltratado y vilipendiado.
Pero no quisiera que alguno pensase que no tenía valor para avanzar entre el estrépito de las armas el que hasta ahora sólo ha sido visto sacrificarse a la piedad y a la religión. No le deslumbra el esplendor de las espadas a quien profesa servidumbre a aquel Dios que tanto se goza en el título de Señor de los Ejércitos. En medio del estrépito de los tambores hace sentir a veces sus voces la religión, y el ondear de las bélicas banderas es como una suave brisa para las almas virtuosas. Se habían arraigado a tal punto los odios en los corazones de dos de las más nobles familias de Barcelona, que se temía de un día al otro el exterminio de la mayor parte de los ciudadanos. Los incendios entre ellas habían sido ocasionados por el rapto de una doncella, que considerada una Elena por su belleza, no podía, una vez raptada, ocasionar más que ruinas. No se extinguen tan fácilmente los fuegos encendidos por estas Venus que tienen por maridos a los Vulcanos, dioses del mismo fuego; y al ser amadas por Marte, ¿qué pueden ocasionar, sino continuas guerras? Ya las dos partes habían acampado, y con los que se les habían unido formaban completos ejércitos. Se lanzan los desafíos; se espera la arenga para comenzar; no se puede encontrar nada que contenga los ímpetus de los ánimos exaltados. ¡Oh, cuantos se esfuerzan por serenar aquellos corazones, de los que no se podía esperar otra cosa que una lluvia de sangre, pero en vano! ¡Cuántos se fatigan para calmar aquellas tempestades, que enturbiando la inteligencia de los acampados, amenazan naufragios de vidas, de bienes, de reputaciones! Pero de nada sirve. Llega un aviso a Urgel, por lo que aquel sagrado pastor, considerando que era incumbencia suya el devolver a su prístino estado de paz a aquellas ovejuelas, que con una extraña metamorfosis se había convertido en tales lobos, destina a tal empresa a José.
Se apresura estimulado por el incentivo de su caridad, y para poder llegar más rápido, cabalga desarmado sobre un veloz corcel al encuentro de los armados. Me gustaría que vieras, sin fabuloso engrandecimiento, entrar en el campo a aquel magnánimo sacerdote, que, en palabras de Nonnio, “luchaba con un ánimo estimulante, teniendo la boca como lanza impetuosa, la palabra como espada y la voz como estandarte”. Con una maravillosa facundia aprendida en las escuelas de la piedad, habla ahora a una parte, ahora a la otra. Reprende, pero con dulzura; ruega, pero con rigor; halaga, pero sin engaño. En fin, dice tanto y hace tanto que de pronto se desvanece la indignación en aquellos corazones; se apagan los odios; se calman los furores. Y en medio de aquellos campos en los que se enarbolaban estandartes de guerra, se ven brotar olivos de paz. Y para que ni en los unos, ni en los otros, por accidentes ocasionados por chispas escondidas, se volviera a encender la indignación, y se separaran las voluntades, estrechó con el vínculo de matrimonio y volvió “un corazón y un alma” a aquellos que, poco antes, querían hacerse mil pedazos los unos a los otros. Potentísimas palabras, aquellas que apenas salidas de la boca de José entraron en las más íntimas partes de los corazones de tantos hombres armados. Palabras, no; saetas, que disparadas del arco de aquellos piadosos labios, hiriendo a tanta gente indignada, sólo mató la indignación. Saetas, no, sino rayos, que rompiendo desde la nube encendida de aquel caritativo pecho, mientras caéis en los mares procelosos de ánimos tan alterados, hacéis nacer las palabras finísimas de la paz. En realidad uniones, porque con vínculo indisoluble los habéis ligado.
Fue tan grande la caridad de José que parecía haber nacido verdaderamente para ayudar a los demás. Creó una cofradía cuya finalidad era casar a las jóvenes que, oprimidas por la pobreza, no podían conseguir lícitamente de otro modo la dote. No se detuvo ahí. Con la suma de dinero que provenía de las entradas de su gobierno erigió un Monte de Piedad que en los meses de enero y febrero de cada año diese una cantidad notable de grano a los pobres de aquellas tierras. ¿No es este el lugar para quedarse mudo de estupor? ¿Acaso son necesarias demostraciones más claras para probar que José haya sido la caridad misma? Los demás empobrecen a los súbditos para enriquecerse ellos mismos; este se empobrece a sí mismo para enriquecer a los súbditos. Habría palidecido de estupor, contemplando la excesiva caridad de José, el mismo oro, si no hubiera sido por naturaleza de tal color. Fue una fábula que Júpiter se convirtió en lluvia de oro; fue historia que José lo hizo llover sobre las manos de los necesitados. La edad de hierro podría abandonar su antiguo nombre si hubiera tenido ojos para mirar y oídos para escuchar a tantos pobres que alababan la caridad de José. Nunca hubiera recibido ni siquiera una moneda si no hubiera tenido a los pobres en los que poder gastarla. Era avaro consigo mismo, para ser pródigo con los demás. ¡Oh, cuántas veces para dar de comer a los necesitados aguantó las incomodidades del hambre! Habrías pensado que José era el pobre, si lo hubieras visto buscando con tanta diligencia a los pobres para socorrerlos. Buscaba con más cuidado a quién dar, que los pobres mismos de quién recibir. Así, pues, su corazón estaba en las manos de los pobres, porque en ellas encontraba su tesoro. A donde le han llevado estas, puede inferirlo el lector.
De Urgel partió para Roma, digamos que para alejarse de los aplausos que se habían extendido por España, o más bien para recibir sobre el Tarpeo la palma debida a sus virtudes. ¿Por qué no exhibes, Roma, a la llegada de este aquellos aparatos triunfales con los que solías recibir a los Escipiones, los Pompeyos y los Césares? ¿Acaso los triunfos que José ha logrado contra el mundo, el demonio y el sentido no superan con creces a los triunfos de aquellos? ¿Qué título de vencedor podía darse a aquellos que, esclavos de sus propias pasiones, mientras se les veía triunfantes por las calles, entonces mismo eran mayormente vencidos por el lujo y la vanidad? Las mismas coronas de oro, de las cuales tanto se preciaban, ¿acaso no eran otras tantas cadenas que, atando sus cabezas, los hacían aparecer como esclavos del mismo oro?
Llegado a Roma, el eminentísimo cardenal Marco Antonio Colonna lo quiso tomar como su teólogo. Qué prodigios haya llevado a cabo sobre esta columna nuestro estilita, no se puede contar suficientemente, porque incluso después de muchos largos relatos, aún se encuentra el “plus ultra”. Vivía en la corte, pero su vivir no era el de un cortesano. El aura de honor que se considera es el aire que se respira en ella, encontró cerrada la puerta en aquel corazón, que sólo alimentaba la ambición de no recibir honores. Las voces halagadoras de esta sirena encontraron un Ulises que, para no tener un naufragio infelicísimo, se tapó prudentemente los oídos. En suma, la corte, que toda cosa tiene corta excepto solamente la esperanza, nunca pudo alcanzar los pensamientos de José, porque estaban tan alejados que llegaban hasta las estrellas. Pues ¿qué? ¡Oh, prodigios maravillosos de la humildad! Creció tanto la estima de aquel cardenal hacia la persona de José que prohibió a su sobrino el príncipe salir de casa sin antes haber recibido de él el permiso y la bendición.
Estuvo entre los primeros que fundaron la Archicofradía de las Sagradas Llagas. No podía demostrar con un argumento más evidente lo que guardaba encerrado en los más íntimos rincones de su corazón. Estaba completamente llagado por el amor divino, y buscaba revolverse entre las heridas. Convertido en Argos de las historias andaba siempre inventando maneras específicas de aprovecharse de las obras de la caridad. El amor no conoce el ocio, y la virtud se precia más del título de práctica que del de especulativa.
Igualmente se inscribió entre los fundadores de la Cofradía de la Compañía de los Santos Apóstoles, y durante el periodo de más de siete años tuvo como continuo solaz el ocuparse en las salidas para visitar enfermos. Si se echó encima también la ayuda a los cuerpos para ganar más fácilmente las almas, díganlo tantos enfermos en cuya asistencia consumía noches enteras; hablen los peligros que corrió sirviéndolos; cuéntenlo los gastos hechos para curarlos. Consideraba propias las tribulaciones ajenas. Se le veía suspirar con los afligidos, llorar con los doloridos, languidecer con los moribundos. Si alguno sufría las angustias de la fiebre, el sufrimiento era buena parte de José; si la sed secaba sus vísceras, atormentaba las de José. Las amarguras de los alimentos medicinales amargaban, aunque puestos en boca ajena, la boca misma de José. Pero ¿para qué me detengo enumerando la piedad de aquel, si toda su vida fue un continuo acto de piedad? La caridad es una virtud que no tiene cuerpo, pero si alguna vez lo tomara para vivir con él en la tierra, no tomaría otro que el de José.
Enseñaba la Doctrina Cristiana, de la que muchas veces fue Visitador. Le ofrecieron la prefectura, pero no quiso aceptarla; tan grande era la humildad de su alma.
Pero no dedicaba tanta atención a la ayuda al prójimo que se olvidase de sí mismo. Antes del amanecer visitaba casi cada día a pie las siete iglesias, en una de las cuales solía celebrar el santo sacrificio de la misa. Ayunar cada día, y la mayoría de las voces no tomar más que simple pan y agua sola, y con medida bastante escasa, eran para él delicias muy ordinarias. Se mostraba implacable y feroz contra su mismo cuerpo, apretándose con cadenas de hierro los costados, y cubriéndose los miembros con un áspero cilicio. Así no daba ocasión de rebelarse a la carne, y de imponerle otra ley repugnante a la del Espíritu. Con muchos compases así de armoniosos y consonantes con la piedad ajustaba sus sentidos, hasta el punto de que entre ellos no se sentía ni una disonancia de afecto mundano.
No contento con apacentar el alma por medio de los ojos, con la lectura de libros espirituales, tan querida para él que después la pasó como regla de su Orden, quiso aún redoblar el alimento por la vía de los oídos. Solía escuchar de tan buena gana la palabra divina de la boca de los predicadores del evangelio, que nada le hubiera privado de ello. Llevado solamente por el deseo de su provecho, y no por la curiosidad de los conceptos, procuraba salir siempre con la anotación de algún documento útil para ponerlo pronto en práctica. Aprendan de José los que, deseosos de oír más al predicador que la prédica, dejando de obrar bien, se aplican sólo al bien decir. ¡Pobres! Llevando a la iglesia el vicio de la curiosidad, se ven obligados a volver a casa sin el provecho de la Iglesia. Uno debe ir a las prédicas para corregirse a sí mismo, no al predicador.
No pasaba día que no se retirase en la iglesia de los Santos Apóstoles, donde delante del altar del Santísimo Sacramento por espacio de muchas horas dejaba libres las riendas a los afectuosos sentimientos de su corazón. Eran allí intensos sus actos, frecuentes las meditaciones, devotos los afectos, fervientes los suspiros.
Pasaba en vela gran parte de las noches, y muchas veces para conceder el necesario descanso a la naturaleza, yacía sobre la tierra desnuda. Quizás para entrenarse en devolverle lo que era suyo; y si el sueño es, como dijo un sabio, imagen de la muerte, para despertarse después con la reflexión de haber representado la apariencia de un cadáver. No se aleja de este sentimiento de José el de aquel rey que decía que nadie debiera desdeñar el sentarse de vez en cuando sobre la tierra, bajo la cual tenía que ser sepultado durante muchos siglos. En las acciones de uno y otro aparece el conocimiento de nuestra caducidad, pero la manera de figurarla en el primero es más enérgica para la virtud, porque es más espantosa para la imaginación.
Acostumbraba levantarse a media noche para recitar los maitines, y sabiendo que el vigor del alma resurge cuando cae el orgullo de los sentidos, como solía decir el gran Antonio, y que encerrando el hombre de fuera se fortifica el de dentro, no dejaba ningún modo de mortificar su cuerpo y tratarlo como rebelde, a pesar de que lo conocía como sobradamente fiel y obediente a los dictámenes de la razón.
Con ocasión de las visitas a los pobres enfermos vio que muchos niños iban vagando por Roma, desviándose de este modo del camino derecho de la virtud hacia los senderos de los vicios por la imposibilidad de sus padres de llevarlos a las escuelas de pago, y por no ser admitidos por otros que tienen como ministerio el no enseñar a nadie que no conozca los rudimentos de la Gramática. Movido por una compasión más que humana, comenzó a discurrir consigo mismo las maneras más oportunas de socorrerlos. Se alegraba al ver que los hijos de los ricos encontraban a muchos que los instruían en la piedad y en las letras, pero se afligía sobremanera al ver que los hijos de los pobres estaban abandonados. No podía, considerando la necesidad de una edad tan tierna, no enternecerse aquel corazón que, por así decirlo, estaba totalmente amasado de caridad, y le entonaba bien a menudo aquel doloroso lamento “los niños pidieron pan, y no había quien se lo repartiera”, y atormentado por la ansiedad de darles remedio, no se concedió descanso hasta que, después de largas y fervientes oraciones, le inspiró Dios el santo y laudable instituto de las Escuelas Pías.
Sintió Calasanz el impulso de la inspiración, y con el abandono de cuanto poseía acortó la espera en seguirlo. La tardanza no siempre merece el nombre de prudencia. Se desfogan las buenas inspiraciones cuando se las tiene en reserva durante mucho tiempo. La tierra siempre está firme; el cielo siempre se mueve. Y, si esto es cierto, es comprensible que el hombre se endurezca para resistir las inclinaciones terrenas, mientras se entregue para seguir las celestes. No se deben desaprovechar los momentos, si de ellos depende el provecho de una eternidad.
Aprueban muchos con alabanzas sin par una obra tan pía, encomian su celo y admiran el diseño de José. El mismo vicario de Cristo Clemente VIII, deseoso del avance del instituto ya comenzado, ordena que se paguen a José cada año doscientos escudos de oro de la cámara pontificia, animándolo a seguir adelante con las palabras siguientes: “Nos alegramos mucho de que usted haya comenzado esta obra de las Escuelas Pías. También nosotros habíamos pensado comenzarla, pero la guerra de Hungría nos ocupó tanto que no pudimos ponerla en práctica. Dios le ha llamado a usted; sentimos un gran gozo por ello, y queremos venir a visitarles. Mientras tanto, háganos saber sus necesidades, para socorrerles”. Así dijo, pero no pudiendo luego acercarse a hacer la visita prometida, la delegó a dos cardenales, que fueron el Baronio y el Antoniano. Encomiaron tanto estos el instituto de José en la relación que hicieron al Pontífice, que él ordenó al momento, lleno de júbilo y de contento extraordinario, que se redactase la minuta del Breve para declararlo Congregación, pero la muerte se lo impidió. Ahora bien, ¿quién no ve que la piedad de José había tenido ojos de lince cuando llegó a penetrar lo que estaba encerrado en la mente de otro? Faltaron, es cierto, las coronas pontificias en su cabeza, pero no faltaron los pensamientos dignos de la cabeza de un Pontífice.
Comenzó a practicarse el instituto de las Escuelas Pías con ayuda de unos pocos compañeros en la parroquia de Santa Dorotea en el Trastévere. Pero como los locales que hay allí, incluso añadiéndoles otras casas vecinas, eran demasiado pequeñas para la multitud de escolares que acudían allí, se transfirieron las escuelas a otro lugar bastante más capaz, donde mientras estaba colocando una campana para los toques de la escuela, tuvo una espantosa caída desde aquel alto lugar. Quizás el demonio preveía los sublimes progresos de aquella casa, y para impedirlos procuró la caída. El son de aquella campana debía llamar a los hijos de Roma para armarlos contra Babel, por lo que temiendo el exterminio, procuró, en vano, trastornarlo. Te equivocas, maligno. El amor es ciego, pero no mudo. Si esta campana se calla, la caridad de José no calla. Mientras te afanas para impedir un sonido, haces que resuenen otros mil para celebrar la gloria de José. No sonaría tan bien por las bocas de los demás la fama de esta acción si hubieras dejado sonar entonces aquella campana.
La novedad y la importancia de este instituto atrajeron los ojos de muchos con fuerza incluso para deslumbrarlos. Por lo que considerados los nobles progresos que se hacían en Roma tanto en las letras como en el espíritu, Pablo V con un moto proprio lo declaró Congregación de votos simples, y Gregorio XV Orden de votos solemnes.
Sabía el primero de estos pontífices que debía el nuevo capitán de la Iglesia entrar en batalla contra el diablo, y para volverlo más terrible ante él le envió por medio del cardenal Giustiniani el hábito para su orden. Yo diría que de este modo lo consagró caballero de la fe, pero quizás la novedad del vocablo no les guste a los que no leen los escritos de los demás sino para censurarlos. En cualquier caso el término no debería, si no me equivoco, considerarse impropio. No es caballero de Cristo solamente el que ciñe la espada por su religión, sino también quien por la misma blande la cruz. Uno tiene el deber de defenderla; el otro, de propagarla. El primero acostumbra a rechazar los ataques de los infieles; el segundo los asalta. Aquel usa la fuerza del brazo; este, la de los argumentos. El de allá requiere el coraje de un león; el de aquí necesita la mansedumbre de un cordero. Podrían multiplicarse en mayor número las semejanzas, y contraponer a la bizarría, el celo de la reputación, y las galas de las órdenes seculares, la humildad, el desprecio de sí mismo y la rudeza de los hábitos que deben usar los eclesiásticos. Pero la pluma, deseosa de apresurarse para contar las restantes acciones de José las deja de lado, y aquí sólo anota que los hábitos que le enviaron fueron conformes con su gusto, esto es, tan ásperos que le servían no menos de vestido que de cilicio.
Se expone a la rígida observancia de los votos religiosos, uno de los cuales fue la suma pobreza. No quiso comprar el Reino de los Cielos a otro precio, que aunque supera a los otros en valor, se vende sin embargo a un precio más vil que todos los demás. Se desprendió de todo lo que pudo, cambiándolo por otros bienes que ya no le podrían ser robados por nadie. En la mesa, en la habitación, en la persona jamás admitió nada que no respirase una extrema mendicidad. Durante muchos años las provisiones de su familia religiosa eran las limosnas diarias; el lecho, la paja; los pasatiempos del día, las escuelas, en las que se instruía a la juventud; las habitaciones, covachas; el mobiliario, sólo un escabel y una imagen de papel.
Sus vestidos eran de color negro; todo lo demás era candor y pureza. Con ese color quiso, en contra de la antigua costumbre, dar a conocer su felicidad, y vestido de negro luto celebraba los funerales a las grandezas mundanas. Rodeado de esta noche no quería mirar otra luz sino la del cielo. Sobre el mismo vestido se ciñó un lazo del mismo color, para no dejar abierto aquel saco en el que había guardado tan gran tesoro de pobreza. Le ofrecieron grandes sumas de dinero para ampliar la construcción de su convento, pero a tal liberalidad correspondió con una muy avara estrechez al no recibirlas. La moneda, que tiene la forma redonda, es demasiado desproporcionada con el corazón de José, que es triangular. La luz del oro la buscan hasta los ciegos; de su sonido gozan hasta los sordos. Pero José, que tenía tanto la vista como el oído vueltos hacia otro lugar, ni lo vio ni lo oyó nunca con gusto. Aquella bolsa, que tenía en su escudo, debía llenarse de otras monedas, diferentes de las que tienen el acuñado de la tierra. Para conservar todo el oro, tiene pecho de hierro en despreciarlo. Goza de pobres habitaciones en la tierra para tenerlas después magníficas y suntuosas en el cielo. Debe haber alguna proporción entre el lugar y el que lo habita; por eso, como quería que fueran humildes sus hijos, deseó también que fueran humildes sus habitaciones. Rechazó las paredes embellecidas con artificiosos colores, porque, amigo de la pureza, quería que las paredes mismas fueran blancas.
Conservó siempre íntegra la castidad. El mismo color de sus vestidos era una clara muestra de que en él se habían extinguido ya los carbones de la concupiscencia. Se mostró como insensible a cualquier sensualidad. Aquellos costados, que bien a menudo eran ceñidos de férreas cadenas, tenían como esclava de cadena a la carne. De ningún modo podían entrar en el corazón de José los pensamientos lascivos, porque como él caminaba siempre con los ojos modestamente fijos en el suelo, encontraban cerradas las puertas. Con mucha frecuencia hacía llover sobre sus miembros rigorosas palizas de duros látigos, para que atemorizada no se atreviese a cercarse la concupiscencia, sabiendo que de aquella cuerda no iba a recibir más que palos.
Hizo voto de exacta obediencia, y exactamente obedeció. Era el primero en poner en práctica lo que había enseñado en teoría a los suyos. Con el ejemplo confirmaba todo lo que proponía con las palabras. Para José ser superior no era diferente de ser súbdito. Mandaba tan benignamente que sus órdenes parecían súplicas. Corregía tan dulcemente que si el pecado no fuera en sí mismo deforme y abominable, a muchos les hubiera gustado pecar para ser corregidos por él. Muchos superiores creen huir con un grave y farisaico entrecejo el desprecio de los súbditos, y encuentran el odio. Creen volverse majestuosos y se hacen ridículos. Por mostrarse dignos del grado, se descubren inmerecedores. Caen en estas culpas los genios de poco talento, que no pudiendo rellenar con la virtud la amplitud de la carga, procuran hacerlo con la apariencia, y entonces caen todavía más en simplezas cuando suceden a predecesores de mérito. Querrían ponerse a su altura, y llenándose desgraciadamente de vanidad, dan a conocer que no deja de tener razón la fábula de la rana, a la cual se le dice: “¡Ni aunque revientes!” La gravedad de quien está en un lugar superior ha de ser plácida y no soberbia, eficaz y no violenta, imperiosa pero dulce; y, en suma, ha de ser superior, no imitarlo, para no representar un personaje de claustro, sino de teatro.
Se ata con voto de educar a aquella juventud a la que voluntariamente había anhelado educar. La Orden es una nueva Ariadna que para liberar a sus Teseos del horrendo Minotauro de los vicios, les tiende el hilo de las reglas, y con él mismo los ata.
Del mismo modo rechaza las dignidades no sólo dentro de la Orden, sino también fuera de ella. Quien es virtuoso debe contentarse con merecerlas, y no preocuparse por conseguirlas. Catón mandó que no se le erigieran estatuas, y a aquellos que, curiosos, le preguntaban la razón, solía responderles: “prefiero que los que vengan después pregunten por qué no han erigido estatuas a Catón, y no por qué se las han erigido”. Por naturaleza e instinto el corazón de cada uno tiende a aspirar a los honores; en el caso de José una humildad sin precedentes y un bajo sentimiento de las grandezas terrenas helaron en su corazón una pasión tan inflamada. El deseo de la gloria es una pasión perpetua; la edad, que debilita todas las demás, la fortalece; y parece ser que este mal no encuentra remedio más que en la muerte. Mario incluso en la cárcel aspiraba al consulado, y entre los mismos hierros soñaba con grandezas. Las coronas del mundo son obras de la mágica ambición, que con gran cuidado las fabrica en forma de cercos, para que las cabezas de los monarcas entre aquellos círculos preciosos se sientan encantadas en la prudencia y el sentido. José las rechaza por voto, y con santa ambición hacia otras mayores dirige el pensamiento. Mucho estima el ser estimado en nada. Desea ser vilipendiado por todos en vida, para volverse precioso después de la muerte. Ambiciona no ser conocido por los hombres, para ser visible solamente a Dios.
Además de riquísimos canonicatos, que muchas veces rechazó, tampoco quiso aceptar dos importantes episcopados en España, ofrecidos por D. Francisco de Castro, entonces embajador del Rey católico ante Pablo V. El mismo cardenal Montalto vio que estaba muy lejos de recibir la dignidad a la que pensaba promoverlo el mismo Pontífice, aunque era una de las mayores que existen en la Iglesia de Dios. En fin, rechazó a viva fuerza cualquier título ilustre en la tierra, para tenerlo más claro y resplandeciente en el cielo, sabiendo bien que tan pronto como despunta sobre las alturas mundanas, lo mismo seculares que eclesiásticas, un sol tan claro, inmediatamente la envidia hace caer saetas; la maledicencia, truenos, y la sospecha, granizo.
Se retiró para escribir las Constituciones, en conformidad con las cuales debía vivir su Orden. Pero antes de tomar la pluma con la mano, voló con las meditaciones y con las oraciones continuas al cielo; antes de abrir el folio para trazar sobre aquella blancura los caracteres, abrió con un examen riguroso el candor de su conciencia; antes de teñir de negro líquido su pluma, tiñó de sangre con golpes crueles su carne. Para no quedarse después en ayunas en las Reglas que debía componer, ayunó antes a pan y agua por espacio de muchos días. A un lado se veía la pluma; al otro el látigo. Si la mano escribía caracteres sobre el folio, el ojo vertía lágrimas sobre él.
En muy breve espacio de tiempo se vieron brotar en diversas partes del mundo la nueva planta de esta Orden. Se introdujo en las provincias de la Liguria; se dilató en el reino de Nápoles; se extendió en la Toscana; se propagó por la Lombardía; se alargó por Marca, Umbria, Sabina. Penetró en Cerdeña; alcanzó Bohemia; llegó a Moravia; pasó a Polonia. Muchos príncipes con repetidas cartas pedían este santo instituto; muchas repúblicas lo deseaban; los más grandes monarcas del mundo lo solicitaban con gran insistencia para sus reinos; hasta tal punto que, no teniendo sujetos que enviar, se vio obligado este nuevo fundador a suplicar al sumo pontífice Urbano VIII que le prohibiese por entonces aceptar más fundaciones.
Era una maravilla verlo totalmente centrado en ganar almas, y entregarse con tal fervor de espíritu a la salvación de los prójimos que ni el más fervoroso anacoreta hubiera hecho más por conseguir la suya propia. ¡Hablad vosotros, niños pobres de Roma, cuántas veces José, enseñándoos la primeras letras procuraba al mismo tiempo enseñaros el recto camino del cielo! ¡Dilo tú, juventud romana, en cuántas ocasiones José, exhortándote a la renuncia de los placeres deshonestos, te persuadió con eficacia a la pureza de vida! ¿Acaso no se vio, por obra de José, introducido el uso frecuente de los sacramentos, la enseñanza del catecismo, los ejercicios de la predicación evangélica, potentísimos instrumentos para abatir el mundo, para destruir la carne, para aniquilar el infierno?
Ejercía el cargo de superior y de general de su Orden con tanta prudencia que todos querían ser súbditos suyos. Tenía un algo que los demás desean de quien tiene algo más que los demás. Sin embargo no todos los que son buenos súbditos consiguen ser buenos superiores. La altura del cargo hace visibles muchos defectos que antes no se veían abajo. La cabeza de Minerva esculpida por Fidias cuando estaba bajo los ojos de los jueces parecía más bien un boceto de cabeza que una cabeza, pero puesta a su altura proporcionada tenía una apariencia bellísima, mientras por el contrario la de Almenes, que primero abajo parecía bellísima, elevada parecía una pelota mal redondeada. La superioridad no debe darse a todos por el hecho de que todos la apetezcan. Sería monstruoso aquel cuerpo, como dice en un sermón suyo el santo de Siria, al que los pies se le transformaran en cabeza. En las órdenes se aceptan sujetos de diverso grado y saber, pero con diversos fines. Conténtese cada uno con su vocación; pero si hay alguno que intenta avanzar sin mérito, rechácesele con discreción, si basta; si no, con mortificaciones. El peor jefe es la anarquía; corrompe todos los órdenes, y convierte a Jerusalén en Babel.
No se atribuía tanto a sí mismo que en los asuntos más relevantes de su Orden no buscase y no apreciase el consejo de los demás. ¡Oh, qué difícil es esta parte en un superior! Es prudencia no confiar siempre en sí mismo, pero imprudencia el admitir a las consultas indiferentemente a cualquier súbdito. Pero, ¿no son todos miembros del mismo cuerpo? Es cierto; pero no todos los que pueden beber el cáliz de la Orden pueden además sentarse a la derecha o a la izquierda de quien gobierna, Sirvan como ejemplo los hijos de Zebedeo, que aunque apóstoles fueron excluidos de la petición que quizás, como creen algunos, hizo su madre. Pero los consejos de los buenos suelen a ves resultar mejores que los de los sabios. ¿Quién lo niega? Pero ¿cuántas veces lo que parece bondad no es bondad, sino malicia e hipocresía? Quien se vanagloria de distinguir a estas de aquella sin una paciente observación de las acciones de cada cual, guárdese de atribuirse el título de Dios, que en la escritura es el único llamado escrutador de los corazones. En esto se diferencian la bondad y el saber en cuanto al concepto de los demás: que el último puede verificarse siempre como evidencia, mientras que la primera cae en el terreno de la probabilidad, y la mayoría de las veces es falaz. Pero ¿qué diremos de los que muestran, a pesar de estar privados de letras, talento para fiarse de ellos? Que los admitan; pero reflexiónese antes no sólo en aquello para lo que servirán dentro de la Orden, sino también cómo sirvieron antes fuera de ella. Si los hábitos del alma, como dijo un sabio, la acompañan más allá del sepulcro hasta los Campos Elíseos, ¿por qué no pueden acompañarle del lado de acá de la muerte dentro de los claustros? Porque nadie se hace religioso sin tener como objetivo despojarse de los malos hábitos. De acuerdo; yo lo creo así de todos. Pero de cualquier modo más aprovecharía de los monasterios uno que fue un sicario en el siglo, que otro que sirvió en la corte de alguacil. Al primero la gravedad de sus culpas se le mostrará siempre como espantosa, de tal modo que la detestará y aborrecerá; pero los errores del segundo, por haber contribuido a su modo, con la justicia, se le pueden pegar en cierta manera como el oropel a sí mismo, y por ello no es difícil creer que, halagado por las apariencias, o conserve el genio primitivo, o lo vuelva a tomar, sin escrúpulo de ser reo. Dos fueron los ladrones que murieron al lado de Jesús, y numerosos los esbirros que intervinieron en ello, y sin embargo sólo de uno de aquellos y de ninguno de estos leemos que se salvaran. ¿Qué debe, pues, hacer el superior? Servirse del consejo de quien ha gobernado laudablemente antes que él; y si usa los de los demás, escoger a los que no se mueven de su celda, donde las inspiraciones del cielo (que se le parece en el nombre) se reciben más profundamente. Pero guárdese de aquellos que frecuentan los palacios y que vagan por la ciudad. Estos son más seglares que religiosos, y traen no decoro, sino desprecio al hábito que los cubre. Así es, ciertamente; pero para no divagar sobre ello más extensamente, concluyo diciendo que José fue dos veces sabio, porque supo por sí mismo, y supo aconsejarse con los demás. Sacrificó al bien público de su Orden su comodidad privada, y tenía siempre una maravillosa prontitud para escuchar las necesidades de sus súbditos y socorrerlos después con los remedios oportunos. Quien gobierna debe, a la manera de Argesilao, no vivir ya para sí, sino totalmente para los demás. El superior no es superior si no con respecto a los súbditos; por lo tanto todas sus ocupaciones deben girar en torno a ellos. ¡Oh, cuántos tienen el defecto de aquel joven griego, que para no perder la propia felicidad oyendo las quejas de los miserables, fue imaginado sin orejas! El que no quiera oír las enfermedades ajenas, que no se haga médico. No sería un buen juez quien no quisiera oír los lamentos y las pretensiones de todos. Pero ¿cómo deben escucharse? Hay algunos que apenas oídas las propuestas de los súbditos, inmediatamente comienzan a dar sus propias respuestas con una negativa de autoridad. Y si por ventura les conceden algo, lo hacen tan bruscamente y con tal mala gracia que el que lo recibe ni siquiera les queda agradecido. ¿Es esto un modo de gobernar en la Orden, o de mandar en una galera? La regla de gobierno atribuida a Plutarco y dada a Agesicles, de la cual debe servirse también todo buen superior, es que “así gobierne a los suyos, como un padre a su gente libre”. A aquel religioso que con humildad te expone sus necesidades, debes tratarlo como hijo espiritual, no como súbdito; y si como súbdito, al menos no como esclavo. Alguno habla tan imperiosamente que no sin razón se le podría llamar un Vespasiano de los claustros. Cada día manda en virtud de Santa Obediencia. Llegado a la casa en la que ha sido nombrado superior, en un día deshace todo lo que ha hecho su antecesor, como si pensara que no puede adquirir autoridad y reputación si no se la quita, o disminuye, a los demás. A la mínima cosa que ve quiere aplicar el castigo y la reprensión. Esto es un acto de impaciencia disfrazado de celo, y no efecto de caritativa virtud. Las manos y la boca no se han de girar con la misma rueda con que se mueve el ojo. El superior ha de ver los defectos, pero no todos de golpe, y castigarlos indiferentemente. A veces hay más pasión en la corrección de los defectos ajenos que en el defecto mismo que se corrige. ¡Oh, qué fácil es hacer de superior, y que difícil es saberlo hacer! Tenía mucha razón el Nacianceno cuando decía que el arte de gobernar es “el arte de las artes, y la ciencia de las ciencias”.
Tenía entrañas de misericordia, y usaba mucha caridad con los que, debilitados por la enfermedad o agravados por el peso de los años, no podían ir al paso de los demás. Es una suma injusticia tratar a todos igualmente. Nunca se dio el nombre de justicia al rigor. Incurren demasiado a menudo en este error los que tiene una complexión robusta, porque no sabiendo qué es una enfermedad, acusan de poca observancia y de debilidad a los que la padecen. Pero dirán estos: “si no adoptáramos este rigor, no se podría gobernar. El temor es el principio de la sabiduría. Los apóstoles son llamados ‘hijos del trueno’. En el Arca, junto a la ley estaba la vara. ¿no son todo esto símbolos e imágenes de la severidad y del rigor?” Seguramente estos tales pretenden saber gobernar mejor su Orden que lo que Dios hace en el gobierno del mundo entero. Este emplea el espíritu de suavidad y de dulzura, y aquellos usan el del rigor y de la severidad. Cuando a Cristo le pidieron los apóstoles que hiciera descender fuego del cielo para abrasar a alguno que amaban poco la ley evangélica, les respondió: “Este no es el espíritu que os he enseñado en mi escuela; es cierto que he venido del cielo a la tierra para traer fuego, ‘vine para poner fuego en la tierra’, pero las llamas de este incendio deben ser de amor, y no de ira”. Pero la agudeza de estas razones no basta para penetrar su dureza. Sería menester que otro superior les gobernase a ellos de la misma manera que ellos gobiernan. Si ocurriera esto, ¡oh, qué pronto se darían cuenta de que no saben gobernar!
La soberbia, que es un vicio casi invisible para los grandes, nunca pudo acercarse al corazón de José. No hubo otro motivo para empujar a pecar gallardamente de soberbia al más grande ángel del cielo que el hecho de ser él el mayor. A José, a pesar de ser el General de su Orden, se le veía por Roma con las alforjas a la espalda mendigando trozos de pan, acompañando a los escolares a sus casas en los días más embarrados, o los de más calor. En casa se le veía a menudo servir la mesa, escobar la casa y las escuelas, lavar los recipientes que servían por la noche a los enfermos, andar en el refectorio con las manos por el suelo a cuatro patas, y pidiendo con lágrimas en los ojos perdón a sus mismos súbditos. Perseveró hasta el final de su vida con este bajo concepto de sí mismo. Mientras moría, notando que un querido y devoto hijo le quitaba de la cabeza la birreta, le dijo: “¡En buena hora! Me está ayudando a morir”.
Pero con estas acciones tan bajas no disminuyó en absoluto la estima que los demás le tenían, sino que aumentó. Los mismos auditores de la Rota romana, bajo cuya protección se encuentra el colegio Nazareno, dejado por el cardenal Tonti a los padres de las Escuelas Pías, queriendo proveerlo de un rector que pudiese guiar a la juventud con su buen ejemplo, confiando en la prudencia y la santidad de José, le pidieron un sujeto de entre los mejores de la Orden para aquel honrado cargo. Y él nombró al P. Camilo de S. Jerónimo. No decepcionó el buen hijo la esperanza del padre, porque se portó de tal manera durante su gobierno que fue estimado lo suficientemente hábil para ser elegido más tarde General de toda la Orden. Es digno de notar que el que no fue segundo a nadie en reverencia a su fundador mientras vivía, fue también el primero que le honró después de muerto con sus estampas.
Su retiro era singular. Sólo salía de casa cuando la urgencia de alguna obra de caridad le empujaba fuera. ¿Qué dirán aquellos que caminando desde la mañana hasta la tarde por todos los lugares de la ciudad no quieren ser considerados inquietos, ni siquiera cuando están en continuo movimiento? ¿Qué espíritu de observancia puede haber en estos espíritus ambulantes? Quien va siempre dando vueltas, nunca podrá llegar al centro de la perfección. El caminar siempre por la ciudad es oficio de la corte y de los esbirros para tener en freno a los malhechores, no de los religiosos, que deben estar en su celda, y orar por ellos. El que profesa vida regular, que no vaya espiando lo que se hace fuera de los claustros, sino que encerrado se considere a sí mismo, y se corrija, o se vuelva mejor.
¡Cuánta fue su paciencia en las persecuciones y en los sufrimientos! Eran muchas las nubes de la maledicencia con la que algunos intentaron oscurecer el candor de sus virtudes; muchos los ímpetus para desnervar el valor viril de su constancia; abundantes las calumnias para inculpar el celo de su justicia. Pero su paciencia era un duro escollo, en el que se rompían las olas de cualquier fiero desdén, y una roca inmóvil a las conjuras de los aquilones, mientras no sólo sostenía los asaltos con intrepidez, sino que convertía los mismos desprecios en materia de triunfos. No hay diana a la envidia que no haya sido antes blanco de la gloria. Parece que los rayos tienen la costumbre natural de caer sobre las montañas. Fue opinión de un personaje excelente que Dios había atado con un vínculo indisoluble la virtud y la envidia. Se acomoda bien fácilmente a sufrir las injurias presentes en este mundo el que nutre la esperanza de la futura felicidad en el otro. Ignacio de Loyola dijo una vez que estaba enfermo que si por cualquier accidente su compañía desapareciese, después de un cuarto de hora, en el que se retiraría a orar, volvería a su alegría habitual, y nuestro José, viendo en la práctica su Orden que se había extendido con tanto aplauso por el universo caer más tarde, y casi destruirse, sin necesidad ninguna de retirarse, se mantuvo siempre con ánimo alegre.
Nunca fue pobre de confianza aquel corazón que siempre fue rico de resignación total en la voluntad divina. Un soldado que teme ser vencido, ya ha sido derrotado por su propia creencia. A pesar de que vio su Orden oprimida por las persecuciones, no por ello perdió jamás la esperanza de su restauración; es más, siempre solía decir a los suyos: “dejemos obrar a Dios; él se ocupara de su causa, y de nosotros”. Se ve la total seguridad que tenía de la gloriosa restauración de su Orden en muchas cartas escritas de su propia mano al P. José de S. Eustaquio. En una de ellas se leen estas palabras: “No vaya a creer V.R. que nuestra Orden, aunque ahora está destruida, no vaya a resurgir más, sino más bien ampliarse con la ayuda del Señor; e incluso pienso que no pasará mucho tiempo. Por eso conviene estar firmes en la mortificación que Dios nos envía, porque con ella quiere probar quién le sirve verdaderamente por amor, y quien persevere verá el auxilio del cielo sobre él”. En otra: “Permaneced constantes y veréis el auxilio del Señor sobre vosotros. Ahora rezamos por vosotros para que no os entristezcáis, sino que en la tribulación brille más vuestra virtud”.
Fue muy especial su constancia, tanto que pudo decirse de él en verdad que “permaneció en aquella vocación a la que había sido llamado”. Dio comienzo a las Escuelas Pías, y quiso también ver en ellas, con muchos sufrimientos, su fin. Quien no persevera en su primer propósito, o no supo escoger, o no sabe perseverar en el bien; lo uno es signo de imprudencia, lo otro de malicia. Piense cada cual en aquello que ha de comenzar, y una vez comenzado, piense en terminarlo. El que pasa de una orden a otra, es señal de que ha perdido inútilmente el tiempo en la primera. Todas las órdenes religiosas se han fundado para separase del mundo, por lo tanto en todas nos podemos unir a Dios. Si en la que escogiste los religiosos son buenos, tienes la oportunidad de imitarlos; si son malos, de espolearlos con el ejemplo a la observancia. Pero ¿qué diremos de aquellos que salen de una orden para pasar a otra, y luego vuelven de nuevo a la primera? Que no fueron buenos ni para una, ni para otra; porque si de la primera salieron por no haber podido hacer el bien, quizás no se quedaron en la segunda por haber hecho el mal. No se debe dar el nombre de religioso al que no permanece en la orden a la que se ha ligado. Exclúyase de todo tipo de superioridad a la inconstancia de este tipo. Un soldado que en tiempo de guerra huye del ejército, se vuelve inhábil para cualquier tipo de cargo. No puede exhortar con eficacia a los demás a perseverar el religioso que no supo perseverar él mismo. Si presenta cualquier remedio espiritual a sus súbditos, difícilmente lo aprobarán, mientras no produzca el efecto prometido en la persona del mismo. Y si descubre cualquier enfermedad en el alma de alguno, se oirá decir inmediatamente: “médico, cúrate a ti mismo”.
Pero ya ha llegado el momento en el que, después de largas fatigas, debe procederse a la entrega de premios, y después de muchos y valerosos combates recibir la gloria del triunfo. Fue asaltado por una furiosa fiebre, y para que aumentaran sus méritos, iba acompañada de dolores tan grandes que para otro hubieran sido intolerables. Los estoicos se gloriaban de ser apáticos, pero este vanagloriarse suyo era, según creyeron muchos, soberbia, y no virtud. No hay acción humana, por laudable que sea, que merezca este nombre si no se dirige y termina en Dios. Las virtudes de los gentiles, que no se dirigían a este fin, eran defectuosas y deficientes. La escuela en la que las virtudes son verdaderamente virtudes es la nuestra de los cristianos, y la verdadera apatía se aprende no en la Stoa, sino en el Calvario. De esta se aprovechó José, y es cierto que si por divino decreto hubiera caído en manos de tiranos, habría soportado con la misma constancia sus tormentos con la que soportó los dolores de su última enfermedad. Dios, que no le predestinó a la corona del martirio, quiso quizás hacerle probar un ensayo de este modo. Y es muy probable, más aún, es cierto, que lo aceptó sin vacilar. Podrían, pues, sus tormentos llamarse tormentos de amor divino, por lo que no es de extrañar que los médicos no supieran ni identificar su mal, ni curarlo. Pero ¿por qué doy el nombre de mal a un bien tan grande? ¿Y por qué no me identifico con sus sentimientos, ya que si el nunca derramó cánticos de alabanza al Señor, entonces se las ingenió para multiplicarlos? A aquella boca amargada muchas veces por las bebidas medicinales se le oía continuamente proclamar expresiones de suavidad más que humana. Aquel pobre cuartucho en el que yacía en cierto modo se convirtió en un paraíso, en la morada de quien no profería sino palabras celestiales, propias de los bienaventurados.
La fiebre aumentó sus ataques durante veinticuatro días, que afligían tanto más a José cuanto que, debilitado por la vejez y por las penitencias hechas, no tenía, fuera del vigor del espíritu, otras fuerzas para resistir. De todos modos no te hubieras dado cuenta de que estaba enfermo si no hubiera sido por la palidez de su rostro.
Los afectuosos agradecimientos con los que respondía a las amabilidades de sus hijos eran tanto mayores cuanto menos pensaba merecerlas. Las exhortaciones que no se cansaba de hacerles a los que venían a visitarlo, habían cambiado su celda en una iglesia; su lecho en un púlpito. ¡Qué útil sería el esfuerzo de quien se dispusiera a recibirlas!
Ya con irregulares latidos el pulso de la mano, a guisa de reloj fatal, comenzaba a marcar los últimos toques de la vida cuando José redobló las alegrías, multiplicó los afectos, y dio a los presentes claras expresiones de su júbilo. No teme la muerte quien viviendo considera siempre que está muriendo. Quien se prepara a combatir durante noventa y dos años seguidos no se turba en la pelea. Uno que espolea con cilicios su cuerpo para hacerlo solícito hacia el cielo, se alegra de verlo caminar precipitadamente. Pero detente, José, y dime: ¿por qué no te espantas ante la muerte, cuyo solo nombre aterroriza? ¿Que, para no moverse a compasión ante nadie, no sólo es sorda, sin que se ha despojado de vísceras? ¿Que, para herir indiferentemente a cada cual se ha hecho ciega? ¿Que, para alcanzar a todos lleva alas no solamente en las espaldas, sino también en las saetas? ¡Qué terrible es! ¿Y tú no la temes? “No la temo –así me parece oírte responderme-, porque la muerte es terrible para aquellos para quienes con la vida todo se extingue; no para aquellos cuya alabanza no puede morir. Suspiró mi alma por este día como término de su exilio, y ahora que lo ha alcanzado ¿he de temer? Siempre procuré con gran esfuerzo que mi alma no se apegara a los pensamientos de la carne, y ahora ¿debo rechazar separarme de ella? No la temo”.
Con toda la devoción posible para un hombre, pide y recibe aquel alimento preciosísimo que bajo los accidentes de verdadero pan encierra el verdadero cuerpo de Cristo. Le resultó tanto más dulce cuanto más amargos habían sido los afectos con los que lo había sazonado. Alimentado nuestro vencedor con el maná supraceleste que se esconde bajo las especies sacramentales, “al vencedor le dará el maná escondido”; del pan sacrosanto de los ángeles, “el hombre comió pan de los ángeles”; y por decirlo con una palabra, de las maravillas de Dios, “se acordó de sus maravillas”, dejo al lector imaginarse qué fuerza y qué fervor de espíritu recibiría. Después de esto abundaron en el moribundo las lágrimas en tal cantidad que parecía transformado en una fuente. Eran lágrimas de ternura y de afecto; y si “nuestro Dios es un fuego ardiente”, ¿por qué no diré yo que las llamas de su amor, absorbidas en el sacramento, hicieron que se licuara su corazón, y fuera destilado completamente por los ojos?
Reforzado por el celeste viático, mejor que Elías por el pan cocido en las cenizas, a largos pasos se acerca hacia el monte Horeb de la gloria, y para correr más ligero hacia la misma se despoja a sí mismo de cuanto para el uso necesario de su muy parco mantenimiento tenía en su celda. Pero ¿de qué podrá despojarse, si nunca tuvo cosa alguna? Quien sacrificó todo el curso de su vida a la pobreza, no encuentra al final de ella nada que dejarnos. Si no queremos dar el nombre de despojos a la pobreza de aquellos harapos que eran destinados a cubrir pobremente su cuerpo. Queriendo dirigir demasiado arriba su camino, consideró muy pesados y enojosos incluso los pesos mínimos. Practicó la doctrina de San Pablo, y sabiendo que el sendero del cielo es muy angosto, para no abandonarse a sí mismo, abandona todas las demás cosas; pero sólo las cosas que se obtienen aquí con la fortuna, no las que se obtienen con la virtud. Los adornos de esta no se desprenden en el expolio. Son vestidos, pero espirituales; y se llevan no sólo de esta ciudad a aquella, sino también de este mundo al otro. Por eso José comparecerá más allá de este mundo tan desnudo de cosas corruptibles como pomposo de eternas.
Al final se le ungió con el Óleo santo, para adornar su lámpara, de modo que estuviera preparada cuando llegara el Esposo, o bien según la usanza de los antiguos luchadores para poder triunfar con mayor seguridad en la última palestra de su vida. Fue no tanto el árbol, cuanto el líquido exprimido de sus frutos, un símbolo de paz eterna para José.
Pide con humildad la bendición del Sumo Pontífice; como si el que siempre había vivido bajo la dirección de los mandamientos de la Iglesia, no quisiera morir sin el beneplácito y la bendición de quien la gobierna.
Envía también al Templo Vaticano para renovar la fe que siempre había mantenido íntegra durante el curso de su vida. Con estas acciones José se hizo merecedor de oír aquellas palabras: “Ven, siervo bueno y fiel”.
Le era muy querido en aquellas horas extremas el oír leer algún libro espiritual. El P. José de la Visitación, uno de sus hijos más queridos, honrado siempre por él con cargos importantes en la Orden, satisfizo en gran parte este deseo suyo. Cuando volvió con la bendición pedida al Pontífice, le preguntó si le apetecía que se ejercitaran con él aquellos actos de piedad que mientras viviendo había enseñado a los demás, y él le respondió: “Sí, por favor, benditos sean, me apetece”. ¿Cómo no le hubiera agradado muriendo oír aquellas cosas que procuró imitar durante todo el transcurso de su vida? Está ciego quien, sin necesidad de preguntar nada, no lee en el rostro de José que le apetece esta devota lectura. Leed, sí, que José dentro de pocos momentos que pasan con mejor sentimiento que para aquel antiguo filósofo, dirá quizás dentro de sí mismo “ahora quiero hablar”. Leed, sí; no contento con proferir lo que se lee con el corazón, porque con la lengua no puede, se alegra de que se proclame por medio de la de sus hijos. Si el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra de Dios, incluso muriendo vivirá José, sintiéndola pronunciar por los otros. Leed, sí; leed.
Llegado al final, en el cual no se le habían concedido sino poquísimos respiros, es difícil al lector imaginarse qué afectos, y qué oraciones dirigía a su Dios. Se golpeaba el pecho al encuentro de su esposo; elevaba los ojos al cielo, meta de su viaje, para indicarles el camino hacia el mismo; elevaba las manos, tal vez para abrazarlo; hablaba (así podía creerse por el movimiento de los labios) pero sin que los presentes oyeran, o porque ya lo veía cercano, o porque, como dice Pablo, no es lícito manifestar los arcanos del Paraíso. De vez en cuando articulaba, a pesar de la debilidad del aliento, pero no sabía decir otras palabras que “Jesús, Jesús”; lo que tenía en el corazón no se le iba de la boca. No quería partir aquella alma sin la guía de tan hermoso Nombre. “Jesús mío –quizás decía consigo mismo-, veo ya llegado el término en el que libre de estos lazos del cuerpo mi alma sea hecha digna de verte, de adorarte. Pero ¿qué dije, verte, adorarte, si la gravedad de mis culpas no permite a la esperanza un vuelo tan feliz? Te veré, pero, quién sabe, ¿con ojos de reo? Señor, si el escudo de tu misericordia no me defiende, la espada de tu justicia ya me golpea. Perdóname. Pido mucho, Pero ¡qué locura sería pedir poco a un Dios! Perdóname; y donde falten mis méritos, abunden los de tu sangre; y que tu muerte sea la causa de mi vida. Perdóname; y si mis oraciones no son merecedoras de gracia, tú, Virgen Santísima, impresa en mi corazón y expresa en mi nombre, tú reza por quien siempre ha confiado en la eficacia de tu intercesión. Tú que por tu pureza has hecho descender un Dios del cielo a los hombres, haz que un hombre ascienda al cielo para gozar de Dios. Socórreme, María; ayúdame, Jesús”. Y tras la suavidad de estos nombres, expiró suavemente José, y devolvió su alma bienaventurada a su Creador, dejando inciertos a sus hijos presentes sobre si debían prorrumpir en gritos de dolor o de júbilo. Sabían que a un fin tan precioso más le correspondían estos que aquellos, pero prevaleció en las primeras conmociones del Espíritu el dolor, y se derramaron lágrimas abundantísimas en cada uno, auque no sin celeste consuelo, que sintieron después.
Apenas había terminado esta vida suya entre los hombres José cuando inmediatamente comenzó Roma a vaciar las plazas y palacios de sus habitantes, que invitándose uno al otro concurrían para ver y admirar el espectáculo de su cuerpo. El que vivo había rechazado a viva fuerza los honores, está obligado a recibirlos muerto. Su semblante, más de vivo que de cadáver, indica claramente que José estaba vivo después de morir. La muerte no triunfó sobre él. Habrías dicho que dormía, y habrías dicho bien, porque la muerte de los justos no es muerte, es un descansar.
Tuvo el gusto su Paternidad Reverendísima de enviarme la vida del venerable Siervo de Dios el P. José de Calasanz, fundador de su Orden, para darme con ello una breve información sobre su instituto a fin de introducirlo en esta ciudad, digna patria de V.P.M.R.
Confieso que la historia me ha gustado tanto que por el deseo que tengo de ver implantado dicho instituto a beneficio de esta gente, no he podido dejar de darla a conocer a otros que resultaron igualmente deseosos de ello; y estos, del mismo modo que me lo han agradecido efusivamente, me han persuadido para que la entregue a la imprenta y la dedique a V.P.M.R. que me la había enviado. Le ofrezco pues lo que le pertenece, y que por muchos motivos sólo a usted le conviene.
Es conocido cuánto le amó a usted su fundador, y recíprocamente cuánto se precia usted de haber padecido con él en diversas ocasiones, de haber sido el último en recibir de sus manos el hábito religioso y lo que siguió en ese noviciado de Roma; de haberle servido por algún tiempo, de haberle sido un útil asistente durante su última enfermedad y de haber estado presente en su muerte; todos ellos son motivos que me hacen creer que usted se alegrará en extremo de ver las virtudes del P. José publicadas impresas. Además de que el ardor grande con que usted trabajó siendo el compañero asignado al M.R.P. José Fedele de la Visitación, entonces Asistente General, para el restablecimiento de su Orden, que obtuvieron el año 1656 de la suma piedad de Nuestro Señor Alejandro VII reinante, me induce a esperar que estén para conseguir de igual modo gratísimamente las públicas expresiones de los primeros avances de la misma.
Muchos en similares ocasiones suelen extenderse en las alabanzas y encomios de la persona a la que se dedica la obra, pero yo, habiendo conocido por experiencia su humildad, y que desdeña oír todo lo que puede redundare en alabanza suya, pasaré en silencio no sólo todo lo que podría indicar acerca de las prerrogativas de su familia que ha sido siempre fecunda en hombres conspicuos tanto en piedad y religión como en armas y letras, sino también los honores que su misma persona ha recibido en todo tiempo en la Orden, y los importantes cargos que ha desempeñado, y que desempeña actualmente con plena satisfacción de sus religiosos y con notable utilidad y provecho de su instituto, por lo que rogando siempre al Cielo por el aumento de todo tipo de felicidad, le beso reverentemente las manos.
En Pesaro, a 14 de mayo de 1666.
De V.P. Ilmª y Rvdª
Devotísimo y obligadísimo servidor,
Girolamo Salvadori.