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151.- El P. Vicente [Berro] de la Concepción nunca quiso salir de Nápoles, porque, como ya veía surgir alguna cosa, quería, al menos, tener la Casa de Posilipo para él y para otros, y no verse obligarlos a andar vagabundos por el mundo. Consideraba que no serían recibidos por los Obispos, porque, como los echaban de Nápoles, pensarían que eran díscolos y de nulo talento. Además, esperaba que yo, desde Roma, le podría ayudar un poco; lo que no hice, porque no quería el P. General. Estuvo dos meses en Casa del Conde Francisco Ottonelli, y luego se retiró a la Casa de Félix Ventarella, vecino nuestro; allí estuvo otro mes, y éste le acompañaba por la Ciudad.
Finalmente, le escribió el P. General, y le dijo que, a toda costa, dejara correr la corriente, y se viniera a Roma, que aquí reflexionarían lo que se debía hacer. Así, partió de Nápoles, y se vino a Roma el día 1 de febrero de 1647. Nada más llegar a San Pantaleón, fue adonde el P. General, con el que estuvo un buen rato. Había uno que sospechaba lo pudiera elegir de Secretario, pues él mismo lo pretendía, en lugar del P. Gabriel [Bianchi], que había sido llamado a Génova por la muerte de su madre.
152.- Éste individuo cuchicheaba mucho, a favor suyo, entre los Hermanos; les decía que había venido un enemigo de ellos, que había actuado en contra de los Hermanos en tiempo del pleito, siendo Procurador en contra de ellos. Por eso, bajo mano, andaba sembrando esta cizaña; y declararon que de ninguna manera lo querían en Casa. Contra la voluntad del P. Fundador, propusieron si se debía aceptar en la Comunidad, o debía ser rechazado. –“¡Que se vaya a otro sitio!”, decían. Mientras tanto, el P. Vicente estaba enfermo en cama.
Reunida la Comunidad, se hizo la votación, y el recuento de votos; la mayoría fueron contrarios. El H. Lucas [Anfossi] de San Bernardo fue enseguida a hablar con el P. Vicente, para darle la noticia de que no lo habían recibido en Casa; que no querían una boca superflua; que se fuera a la mañana siguiente, añadiendo un montón de impertinencias. El Pobre Padre dijo solamente: -“Ahora estoy mal, cuando esté bien, si Dios quiere, haré lo que se me ordene, porque yo no quiero estar donde no soy querido. Si he venido, ha sido porque me lo ha mandado el P. General. Por caridad, dejadme tranquilo, que me aumentaréis el mal; no quiero ser un peso para nadie”. Les respondió otros despropósitos, y concluyó que, cuando estuviera bien, se iría; que él nunca había solicitado el cambio de lugar.
153.- Estuvo algunos días en cama. Iban frecuentemente a visitarlo al P. General, al P. Pedro [Casani] y al P. Castilla. Le consolaban y le decían que estuviera contento, que no tuviera miedo de nadie, que los dejara hablar, y de ninguna manera sufriera, porque aquella no era más que una tentación e invención del demonio, para inquietar a la Casa; pero que no vencería, con toda seguridad.
Cuando ya se levantó de la cama, el P. General dijo al P. Castilla que pusiera al P. Vicente en la Sacristía a ayudar a los Sacerdotes que decían la Misa, a ponerse y quitarse las vestiduras; con ello haría un poco de ejercicio, y no estaría melancólico, según su carácter.
154.- A la mañana el P. Castilla mandó llamar al P. Vicente y le dijo que ayudara al H. Eleuterio [Stiso] en la Sacristía, y sirviera con diligencia a los Sacerdotes, para evita el ocio. Enseguida hizo lo que le ordenó. Hacían esto para darle ocasión de mérito, con algún acto de humildad; pero también para cautivar poco a poco el ánimo de todos, al ver a un Padre de tanta calidad que hacía de Monaguillo en la Sacristía, y obedecía a un Hermano. Mas no por eso se serenó la tempestad, porque, de vez en cuando, le seguían tentado, preguntándole cuándo se iba. Él, con paciencia y humildad respondía, con cierta gracia: -“Espero una respuesta de Génova, luego, procuraré irme”. El P. General empleaba con él una astucia. Una mañana, mientras se decían las Misas, para que nadie molestara al P. Vicente, estaba siempre en la Sacristía; a primera hora le mandaba desayunar con los otros en el lugar de los forasteros; y nada más amanecía, le ordenaba ir a su Celda, para que le ayudara a rezar el Oficio; y también se servía de él como Secretario, para que le escribiera las cartas. De esa manera, viendo que el P. Fundador se fiaba de él la mayor parte del día, no le molestaban tanto; pero no por eso estaba seguro de de pertenecer a la Casa de San Pantaleón, porque la envidia de alguno siempre andaba sembrando nueva cizaña, recordándole que era enemigo de los Hermanos.
155.- La autoridad de nuestros Hermanos había llegado a ser tan alta, que los Pobres Padres Sacerdotes no podían abrir la boca, animados aquéllos, sobre todo, por algún ambicioso. Se servían, como instrumentos, de los que tenían poco juicio, del H. Lucas [Anfossi] de San Bernardo y del H. Juan Bautista [Vignioni] de San Andrés, hombres zafios y alocados. Un día, vinieron de Frascati el P. Santino [Lunardi] de San Leonardo, de Lucca,, donde estaba de Superior, y el P. Francisco [Rubbio] de la Corona de Espinas, natural de Pérgamo, de Poli, donde también era Superior, a gestionar sus negocios. Por la noche comenzaron a charlar en la portería con el P. Vicente de la Concepción sobre nuestros problemas. Como los tres eran personas de gran talento, algunos comenzaron a sospechar de ellos, y no querían que estuvieran en la Casa de San Pantaleón, como le había pasado al P. Vicente de la Concepción.
156.- El H. Lucas [Bresciani] de San José, de Fiesole, limosnero, con una grandísima insolencia, fue, los echó de la portería, y se quedaron en la calle. Ellos, con grandísima paciencia, para no dar escándalo a los vecinos seglares, estuvieron un rato charlando en la calle, esperando que alguien viniera para poder entrar, porque el H. Lucas ni era portero, y había cometido aquella necedad. Informado de esto el P. General llamó enseguida al P. Castilla, y comenzó a reñirlo, diciéndole que había permitido tener tanta vara alta a los Hermanos, con su flema natural; y habían tenido el atrevimiento de echar de Casa a los Padres Sacerdotes. Que les ordenara entregar las llaves de la Portería, mandara entrar a los tres Padres que estaban fuera, y castigara bien al H. Lucas, para que no hiciera la tercera; porque en Florencia, después de salir el Breve, había cerrado la puerta en propia cara al P. Bernardino [Chiocchetti], Provincial; y no fue posible que quisiera ya entrar en Casa, y tuvo que ir a Pisa. –“Así que castíguelo, para que no haga más estas insolencias”.
157.- El P. Castilla, con un raspador de mango y un guardapolvo, como de costumbre, ordenó abrir la puerta, y entraron los Padres. Como el P. Santino y el P. Francisco eran personas resentidas, comenzaron a gritar, ante la manera de proceder con que trataban a los Padres en la Casa de San Pantaleón; y se extrañaban del P. Castilla, que, con su bondad, dejaba maltratar a los Padres por medio de los Hermanos; que ellos no habían ido para quedarse en Roma; y si hubieran querido quedarse, habrían encontrado muy bien la manera de estar allí como los demás; que también habían hecho el Noviciado y Profesado en Roma; que nadie los podía echar. Comenzaron a intercambiarse palabras, y, para tranquilizarlos, el P. Castilla les respondió que ya se arreglaría todo. Y añadió: -“Vamos donde el P. General, que los llama”. Y así se arregló todo. El P. General exhortó a aquellos Padres a que tuvieran paciencia, que Dios quería ejercitarlos y darles profundidad, por medio de la prueba de nuestros propios Hermanos. -“Así son los tiempos; así lo permite Su Divina Majestad, para su mayor gloria, y que nosotros saquemos algún fruto de espíritu, que él mismo no va comunicando mediante la tribulación. Aquí estoy yo como un Tronco; sólo me consuelo cuando los veo ejercitar estos actos virtuosos, y en particular el de la paciencia. Hagamos todos oración, y dejemos obrar a Dios, que nos ayudará. Vaya, Padre Castilla, a la Cena con estos Padres y Hermanos, y trátelos con cariño”. Con esto se tranquilizó todo, y no hubo más. Esto fue el mes de abril de 1647. A la mañana siguiente el P. Santino y el P. Francisco salieron para sus residencias, y el H. Lucas quedó muy humillado.
158.-En el mes de marzo de 1647 el Papa Inocencio X llamó a Roma, a Monseñor Vittrice, desde su Obispado, y lo nombró Vicegerente suyo. Un día me dijo el P. General que este Prelado nos quería mucho, que había sido condiscípulo del P. Abad, Glicerio Landriani, y se gloriaba mucho de haber tenido estrecha amistad con el siervo de Dios; tan grande, que se hizo el Proceso de Beatificación –del que había sido Ponente, en la Sagrada Congregación de Ritos, el Cardenal San Giorgio Burghesi, el joven, de siena; [Proceso] que después no siguió adelante por la incidencia de la Bula de la Inquisición, hecha por el Papa Urbano VIII, el 5 de julio de 1634. Como este Prelado estaba tan a nuestro favor, le pedí ir a visitarlo, ya que era tan vecino nuestro, a fin de que, dada la ocasión, nos pudiera hacer algún favor, porque también estaba vecino al Cardenal Lanti.
159.- Agradó al P. General mi propuesta, y me dijo que cogiera el manteo, que quería ir adonde él a primera hora, pues quizá Dios nos tenía preparado algún consuelo.
Fuimos adonde él. En cuanto Monseñor Vicegerente supo que era el P. General de las Escuelas Pías, salió fuera enseguida. Fue tan grande la acogida, que yo me quedé estupefacto. Estuvieron juntos, y al salir, lo acompañó hasta el Portón, diciéndole que era suficiente le informara de lo que ocurriera, que vendría él mismo a atenderlo; que por el amor del P. Abad Glicerio Landriani, su condiscípulo, de feliz memoria, haría lo que fuera necesario, por haber estado con, él en el estudio, más de dos años sentados los dos en el mismo banco.
Se lo agradeció el Padre infinitamente, diciéndole que no se tomara esta molestia, porque su cargo conllevaba grandes ocupaciones; que si necesitaba algo, “como por ser muy viejo no puedo caminar mucho, enviaré a éste de mi parte; y a cuanto él le diga, dele el mismo crédito que si fuera yo mismo, porque me fío siempre de él en las cosas más importantes”.
160.- Le respondió Monseñor: -“Vaya, pues, que en todo lo que puedo lo escucharé gustoso, y según mis fuerzas, le serviré con todo afecto”. Al día siguiente vino Monseñor Vicegerente a devolver la visita al P. General, y se entretuvo con él un buen rato. De ninguna manera quiso que el Padre lo acompañara a la Carroza, sino que se quedara arriba, en la escalera.
La venida del Vicegerente produjo cierta envidia en alguno; y con ella se tranquilizó un poco lo del P. Vicente, quien, a veces, me llamaba por la noche para que dijera al P. General lo que sucedía. Yo empleaba una política fina. Llamaba a un Hermano como Acompañante, para que éste viera la confianza como trataba, él se lo contara a los demás, y no cometieran tantas insolencias como habían cometido en el pasado; y aquello les sirvió de gran freno.
Siempre llamaba al Hermano José de la Purificación, nuestro Guardarropa, que era hombre celoso, de buena conciencia y caridad. Cuando éste llegaba a casa, le preguntaban dónde habíamos estado, y él les respondía: -“Con el Vicegerente que le ha llamado; lo ha llevado a la Habitación, y han estado juntos un buen rato”. Esto causó gran admiración y envidia; tanto, que ya no se oían los rumores y quejas de antes.
161.- Había en San Pantaleón dos Clérigos en edad, para poder recibir el Sacerdocio, y hábiles para aquel ministerio. Uno se llamaba Carlos [Mazzei] de San Antonio de Padua, de la Ciudad de Ancona, que había sido Connovicio mío, bajo el P. Juan Esteba [Spinola] de la Madre de Dios, y el otro se llamaba Francisco [Pavese] de la Concepción, de Monsona, pueblo del Estado del Duque de Módena; no se habían podido ordenar, porque aún no se sabía bajo qué título podían ser promovidos a las Órdenes, por ser Congregación de Curas seculares, como los del Oratorio.
El P. Francisco [Baldi] de la Anunciación lo había intentado muchas veces, y siempre le respondían que era necesario hablar de ello al Papa; pero ninguno se atrevía a decir una palabra, porque pensaban que podría dar algún rechazo, y luego fuera irremediable.
162.- Muchas veces se habló de este asunto en Casa, pero no se encontraba la manera hacerlo, para conseguir que se ordenaran estos dos clérigos. Un día me llamó Monseñor Vicegerente, que fuera pronto, que me quería hablar. Allí me encontré con el P. Esteban [Cherubini] de los Ángeles, que estaba esperando audiencia para sus negocios. Cuando salió Monseñor, le pidió que ordenara a los Padres de San Pantaleón que lo recibieran en Casa, pues no lo querían recibir. Le dijo que él había sido Superior y Procurador General, y era romano; y que, en cambio, venían los forasteros de fuera y eran recibidos. “Ahora ha venido de Nápoles el P. Juan Carlos [Caputi], aquí presente, y de Cerdeña el H. Antíoco, que es este otro aquí presente; para ellos, que son forasteros, hay lugar, y para mí, que soy de la patria, no hay lugar; pido a Vuestra Illa. haga que me reciban.
Monseñor le dio una respuesta muy desagradable, diciendo: -“¿Qué hace por Roma todo el día solo, por lugares desconocidos, donde yo mismo lo he visto? ¿Duerme en Casa por la noche? ¿A qué hora vuelve? No ponga tantas excusas, que para…(ilegible) todo, y los Padres no me dicen nada”.
163.- El pobre P. Esteban quedó tan corrido, que dijo solamente:
-“Infórmese V. Señoría Ilma. de los Superiores, acerca de mis acciones; aquí está el P. Jorge [Chervino] de San Francisco, que puede decir a qué hora voy a Casa, pues él es Vicerrector del Colegio Nazareno”. Le respondió: -“No tengo necesidad de tantas justificaciones, que soy vuestro Superior”. Y, sin decirle más, le volvió la espalda, y el pobre Padre se fue como gallina escaldada.
Cuando salió el P. Esteban, salió Monseñor, y me preguntó quién era aquel Padre que había venido de Cagliari, que esta mañana había ido adonde él a pedir la bendición, cuando era suficiente pedírsela al P. General. Le respondí que era el que estaba fuera; el cual, había introducido una mala costumbre en casa, es decir, que nadie podía venir a ella si antes los Hermanos no le dejaban entrar, pues se habían usurpado el Derecho de que se requería su consentimiento. Me respondió: -“Cómo es que participan los Hermanos para admitir a los Sacerdotes en Casa?” Comencé a decirle las incomodidades que habían surgido, y me respondió: -“Diga al P. Castilla que, de ahora en adelante, cuando lleguen forasteros, los acepte él solo, en mi nombre; los Hermanos no se deben meter en aquello que no les toca; el gobierno corresponde sólo al Superior; y si hay dificultad en esto, que vengan a mí, que los mandaré castigar”.
164.- Solucionado este tema, le pedí un favor, en nombre del P. General. Se trataba de que teníamos en Casa dos Clérigos, aptos para el Sacerdocio, que no eran Profesos; que nos hiciera el favor de ordenarlos como mejor le pareciera, porque la Iglesia estaba escasa de sacerdotes, y las obligaciones que teníamos en la Sacristía eran grandes; que ya llegaba el tiempo de Pentecostés; que ellos eran jóvenes de buen ejemplo y de buen comportamiento. Me respondió que el miércoles por la mañana iría a la audiencia del Papa; le pediría cómo se podía hacer, y me daría la contestación; y con esta buena esperanza me volvía Casa; se lo conté todo al P. General, que sintió grandísima alegría.
165.- El miércoles fui adonde Monseñor, para saber la respuesta. Enseguida me vio, y me dijo estas precisas palabras: -“El demonio no es tan feo como lo pintan; el Papa me ha mandado que ordene a los dos Clérigos. Que el Superior les haga las dimisorias, y llévelas a D. José Palamolla, para que se presenten al examen, y díganle que quieren coger un Breve para cada uno, y los ordenará aquí en Casa, en privado, estas fiestas. Le agradecí un favor tan particular, y que el mismo P. General vendría a agradecérselo personalmente.
Me respondió que de ninguna manera quería que fuera, porque era viejo; que pronto iría él: -“Déjenme servirles, que lo haré más que con gusto; y procuraré hacer alguna otra cosa por la Orden. Miren si pueden encontrar alguna ocasión de hablar con Monseñor Albizzi, para apaciguarlo, y me diga algo de la Orden, y déjenme a mí hacer el resto”.
166.- Me volví a Casa todo contento y satisfecho; le conté todo al P. General, de lo que se alegró muchísimo; luego dijo al P. Castilla que hiciera las dimisorias a los dos clérigos, para las tres órdenes sagradas, sin decírselo a nadie, y se las llevara a él, que quería ver cómo se ordenaban. Se hicieron las dimisorias, y las llevé al D. José Palamolla, Secretario del Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, de parte de Monseñor Vicegerente, para que fueran admitidos a examen. Palamolla Se maravillaba de cómo se había conseguido aquella licencia, existiendo tantas controversias sobre si se deben ordenar ´a título de pobreza´, o ´a título de Patrimonio´ “y ustedes han indicado que ´a título de Pobreza´. Me dijo que entonces mismo iba adonde Monseñor y le preguntaría si el asunto se presentaba de bajo aquellos términos. Fimos juntos adonde Monseñor, y nos dijo:
-“Examinen a los dos Clérigos de las Escuelas Pías, que así lo ordena Nuestro Señor”. Los examinaros, les expidieron los Breves, y fueron ordenados “in tribus diebus festivis. Así se solucionó este primer problema, con grandísima facilidad. El P. Carlos [Mazzei] dijo la primera Misa en la Confesión de San Pedro, y el P. Francisco [Pavese] se fue a decirla a su Pueblo, a condición de volver a Roma a dar clase. Pero, no sólo no volvió, sino que dejó el hábito y se hizo Cura secular.
Este fue un ejemplo de cómo se organizaban otras Casas; nuestros Padres de fuera mandaban a otros a Roma, que se organizaban sin ninguna dificultad. De esta forma, ningún Hermano se atrevía a abrir la boca en las cosas que no les correspondían, porque tenían miedo a ser castigados.
[Aquí se encuentra tachado por el autor lo que sigue en negrita, así como la explicación hecha por el mismo Caputi (Nota de R.)]
Llegaron de Germania al P. General cartas de nuestros Padres, que, por las guerras de Suecia, muchos de los ciudadanos de Leipnik, donde teníamos un Convento, por miedo al enemigo habían dejado cosas en custodia a su Párroco, para no perderlas. El Párroco fue a Strassnitz; llamó al P. Glicerio [Cerutti], italiano, y le entregó dos bolsitas de dinero, una de plata, y la otra de oro, diciéndole que las custodiara; y que, si él, por casualidad, moría, o no volvieran ya por el dinero, lo regalara al Convento; pero, si volvían, quería que fuera devuelto; que él huía a Hungría, porque el enemigo sueco estaba cerca. Se lo entregó a uno de nuestro Padres, italiano, Superior de aquel Convento, llamado P. Glicerio [Mazara] de San Carlos, de la Ciudad de Chieti, en Abruzzo. Este Padre, cuando oyó lo del Breve del Papa Inocencio X, se fue a Venecia, hizo con un mercante el cambio para Roma, y, en una litera, se fue a Roma, como Cura secular, para encontrarse con el P. Esteban [Cherubini], y coger el Breve. Se llama D. Carlos Mazzara.
Me ha parecido bien contar este caso con más detalle, para que se vea cómo sucedió el hecho, y el final que tuvo. Por eso están estas tachaduras encima y al margen.
[Fin de la tachadura y de la expliación]
167.- Publicado el Breve del Papa Inocencio X, el P. Onofre [Conti] del Santísimo Sacramento, que se encontraba en Nursia, decidió irse a Germania, y de allí a Polonia, para ver si aquellas Majestades podían hacer algo por la Orden, como se ha dicho antes. Cuando estaba cerca de Viena, vio una litera con un Cura dentro; le pareció que lo conocía, preguntó quién era, y él le respondió que no hacía mucho tiempo que lo había visto. Enseguida reconoció al P. Glicerio de San Carlos, a quien había dejado como Superior en la casa de Strassnitz, en Bohemia. Le preguntó por la novedad de haber dejado el hábito, y le respondió que tenía que llegar a Venecia para hacer algunos negocios. Que volvería en cuanto terminara. El P. Onofre lo creyó, y siguió el viaje.
Cuando llegó a Strassnitz, encontró al Preboste o Párroco de Leipnik, en Silesia, que lloraba y se lamentaba malamente del P. Glicerio de San Carlos, italiano, Superior de aquella Casa, a quien había consignado dos bolsitas de dinero, una de oro y otra de plata, y se había escapado a Italia, llevándolas con él. Pero lo que más le disgustaba era que el dinero no era suyo, sino de algunas Señoras que habían huido a Hungría por miedo a que vinieran los suecos a invadir aquellos Reinos; y, como habían recibido noticias de que el enemigo estaba cerca, para no perder el dinero, “monté a caballo en Leipnik y me fui a Strassnitz, para que allí estuviera más seguro, porque yo también quería huir a Hungría, y no quería llevar conmigo la muerte; pues si encontraba, quizá, al enemigo, éste me quitaría el dinero, y después me mataría. Llamé al P. Glicerio, Superior, le entregué las dos bolsitas, pidiéndole que las pusiera en lugar seguro, para que, cuando volvieran a la Patria aquellas Señoras que me lo habían dado en custodia, se lo pudiera devolver”.
169.- “Ahora, gracias a Dios, todos estamos repatriados. Pero he ido a coger el dinero, y me he encontrado con que el P. Superior ha huido a Italia, y se lo ha llevado. Yo no sé qué hacer, porque aquellas Señoras me lo exigen a mí. Es verdad que les dije que, si por accidente de muerte no volviera a recogerlo, se lo aplicara a las obras del Convento. Esto es lo que pasa. Yo, de todas formas, quiero mi dinero, que son más de ocho mil taleros de esta moneda; además hay algunas joyas que son mías, pero éstas no me preocupan”.
170.- Quedó muy entristecido el P. Onofre, al oír que un italiano había cometido aquella falta tan grave. Se excusaba diciendo que los Padres eran pobres y no podían devolverle una suma tan considerable; que comieran antes, y después se pensaría lo que se podía hacer. El P. Onofre dio orden de que se ofreciera alguna cosa de más, para el Párroco, para que estuviera contento, y de que fueran a la cantina del Conde Francisco Magni a buscar varias clases de vinos para honrarlo, con se hizo. Estuvieron a la Mesa, según es costumbre en Germania, más de tres horas. Terminada la Comida, el Párroco, borracho, tuvo que ir a la cama, y durmió hasta la mañana.
Entre tanto, el P. Onofre pensó escribir a Roma al P. General, y logró que le escribiera también el mismo Párroco, para que se tranquilizara con esto, y el P. General pudiera ver qué podía hacer para recuperar el dinero, y qué respuesta podía dar a las Señoras que lo habían dejado en custodia.
171.- Le respondí que era necesario fuera a Italia, a Roma. Que se lo escribiría al P. General; pero que también podía escribirle él, para que hiciera las diligencias necesarias, se recuperara el dinero y las joyas, y se devolvieran a Germania. Y que yo escribiría a Viena y a Venecia, para saber alguna cosa sobre dónde se había hospedado. Le pareció bien al Párroco la propuesta, y con esto se tranquilizó; y escribí a Roma al P. General, contándole cómo había sucedido todo. El P. Onofre escribió también a Viena, para que hicieran gestiones, a ver si había dejado el dinero a alguna persona; y un comerciante, amigo nuestro, le respondió, que había hecho trasbordo para Venecia, para Bolonia y para Roma. Lo de Roma se lo había encargado al Sr. Agustín Luchi y a Pedro Ferretti, los dos Bienhechores nuestros.
172.- Escribió también a Venecia al Jefe de Correos del Emperador y del Rey de Polonia, y le respondió que el P. Glicerio había pasado por Roma vestido de Cura, lo que le extrañó mucho, y no había querido alojarse en sus casas, como hacen todos los Padres que van a Venecia; que había hecho muchos gastos, había recibido una remesa de Viena y la había enviado a Roma. Todas estas diligencias hizo el P. Onofre, pues, hasta que llegaron las respuestas, pasó buen tiempo. Como tenía que seguir su viaje a Polonia, no pudo detenerse más en Germania; pero dejó orden de que, si llegaban las otras respuestas de Roma, se las comunicaran al Párroco, para que viera lo que se había hecho.
173.- Llegó a Roma, ya no el P. Glicerio de San Carlos, sino D. Carlos Mazara. Cogió el Breve, por medio del P. Esteban [Cherubini] y del P. Nicolás Mª [Gavotti, y estuvieron muchos días alegremente. Mientras tanto, había quedado vacante un Canonicato en la Ciudad de Chieti, su Patria, en Abruzzo. La pidió por medio de Monseñor Caraccioli, entonces Clérigo de Cámara, y expedidas las Bulas, se volvió a Chieti en litera, a lo grande, con un servidor vestido de librea; todos quedaban maravillados de dónde habría sacado tanto dinero, que andaba con tanta pompa, dado que su hermano, aun siendo de los buenos de Chieti, se encontraba con una bajísima fortuna. Aquellos Gentileshombres preguntaban al P. Juan Bautista [Andolfi] del Carmen, Superior de la Casa de Chieti: - “¿De dónde ha sacado éste tanto dinero?”; porque, habiendo sido Religioso de las Escuelas Pías en Germania, necesariamente tenía que haber hecho alguna estafa, o haber encontrado algún tesoro; a lo que ni el P. Juan Bautista ni los demás Padres sabían qué responder. Puso levantó su Casa, y era él quien mandaba en el Capítulo, y hasta en Monseñor Arzobispo Sauli, genovés, que tanto quería a nuestros Padres; pero a todos les pagaba algo, y les daba banquetes, por lo que de todos era estimado.
174.- El P. Juan Bautista [Ridolfi] del Carmen escribió a Roma al P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo -Procurador de la Casa de Chieti, que estaba en Roma por un pleito que tenía aquella Casa con los Padres de San Francisco de Paula- que, habiendo llegado a Chieti el Canónigo D. Carlos Mazara, todos se quedaban admirados del gasto que hacía; que, siendo un Religioso nuestro venido de Germania, y ahora era un Canónigo, siendo así que su hermano, a pesar de ser un Gentilhombre, no tenía ni mucho menos para poder vivir de esa manera.
El P. Ángel contó al P. General cómo el P. Glicerio, venido de Germania, se había hecho Canónigo de Chieti; y le leyó la carta del P. Juan Bautista. El P. General comenzó a suspirar, diciéndole algo que le habían escrito desde Germania. El P. Ángel respondió entonces al P. Juan Bautista: -“A Mazara le pareció que no era muy bien visto, quizá porque le remordía la conciencia de lo que había hecho en Germania; y, como si el dinero le estuviera menguando, dijo que quería ir a Roma para sus negocios, dando a entender que le había llamado Monseñor Caraccioli, que lo quería para su servicio. Esto fue el año 1647 en el mes de mayo. Todo, quizá, porque le remordía la conciencia; y porque tenía miedo de que el Arzobispo hubiera sospechado algo, y lo castigara.
175.- D. Carlos Mazara salió de Chieti y se fue a Roma. Un día el P. General hablaba conmigo de los incidentes de la Orden, y, mientras estábamos hablando de estos problemas que sucedían a nuestros Padres de Nápoles -que cada día más estaban en discordia-, vio el Padre que yo tenía cierta pasión por ello, y que siempre la manifestaba, por ejemplo, cuando le dije se llevaban las cosas de la Casa y nadie se oponía a este menoscabo que se le hacía a la Casa, ni se preocupaba del escándalo dado al prójimo; y que había que poner remedio, para que los que tenían el Breve, o renunciaran a él, o lo pusieran en ejecución y se fueran, pues de lo contrario las Casas siempre estarían espoliadas; y que éstos tales andaban a su gusto, diciendo que querían irse, hasta tal punto que, cuando el Superior los quería advertir de alguna cosa, se atrevían a decirle: -“No te conozco para nada, tengo el Breve y quiero ir a mi Casa”, y acabé diciéndole: -“Esto es un absurdo que se debe remedir”.
176.- Suspiró el Padre, y me dijo: -“Tome estas cartas de Germania y lea lo que me escribe el Párroco de Litomisl y el P. Onofre, desde Germania, es decir, el caso sucedido al P. Glicerio de San Carlos, hoy llamado D. Carlos Mazara, Canónigo de Chieti, que por cierto está en Roma. Nos ha avergonzado en Germania, donde teníamos tan buen nombre que hasta los herejes Principales de Suecia nos tenían en tanta consideración, que nos enviaban a sus propios hijos a la Escuela, y, por este caso sucedido en Strassnitz a un italiano nuestro, sabe Dios qué dirán de nosotros”.
Cogí las cartas y vi lo que decían, tanto la del P. Onofre como la del Párroco de Litomisl.
177.- Me quedé muy escandalizado del caso, y, compadeciendo a los de Nápoles, que se apegaban a cosas de poca importancia, y sentía ganas de conocer a este tal Mazara, por mera curiosidad mía, porque no sabía quién era, y siempre estaban hablando de él en la Casa de San Pantaleón a causa de esta acción indigna suya en Germania, que había hecho perdieran crédito los Padres Italianos.
La víspera de San Pedro del mismo año 1647 me llamó el P. Buenaventura [Catalucci] de Santa Mª Magdalena, para ir a ver la Cabalgata que hacía el Conde de Oña, Embajador de España, debido a la “Chinea[Notas 1]” que le llevaba al Papa Inocencio X a San Pedro. Yo, que nunca lo había visto, fui con gusto. Y, mientras estábamos haciendo oración en la Confesión de San Pedro, pasó un Cura todo vestido de seda; yo no lo conocía, pero vi que nos miraba. Le pregunté al P. Buenaventura si lo conocía, y me dijo que era uno que había sido de los nuestros, que el año anterior había venido de Germania, y que se había traído una gran cantidad de dinero, robado a un Párroco, y se había venido de allí a Roma a hacer de Gentilhombre; que antes se llamaba P. Glicerio de San Carlos, y ahora es Secretario de Monseñor Caraccioli, Clérigo de la Cámara.
178.- “¡Venga, vamos, que quiero saludarlo!” Llegamos bajo el pórtico de San Pedro, y el P. Buenaventura lo llamó por su nombre, diciéndole:”-¡Adiós, Glicerio! ¿Cómo estás? ¿Cuánto hace que estás en Roma, y qué haces? Creía que estabas en Germania, y te veo en San Pedro”. Quedó humillado, y dijo que estaba bien, y hacía un tiempo que estaba en Roma. Y, sin decir más, nos volvió la espalda, y se fue. Volvimos a entrar en San Pedro, hicimos nuestras devociones, y luego nos íbamos camino de Casa. Cuando llegamos a la fontana de la Plaza de San Pedro, encontramos a algunos amigos, y nos pusimos ha charlar con ellos. Pero, he aquí que pasó D. Carlos Mazara, con tanta prosopopeya, que parecía un Cardenal; y no sólo no nos saludó, sino que simuló hacer poco caso de nosotros. Un poco más lejos estaba el P. Esteban [Cherubini] de los Ángeles, y se pudieron a conversar juntos. Al pasar lo saludamos, alzando el sombrero; Mazara no se movió, pero se echaron a reír. Esto le sentó tan mal al P. Buenaventura, que me dijo: -“¡Habrá que aclarar esto; nos ha avergonzado en Germania y, además, ahora se burla de nosotros!”.
179.- -“¿Consultamos sobre lo que podríamos hacer para que no quede impune un escándalo tan público y manifiesto?” Él me dijo que podíamos decir una palabra a Monseñor Vicegerente, para que lo castigara, y le obligara a restituir lo que había robado, así no se reiría más de nosotros, y se aclararía todo. Y quedamos en que yo hablaría de ellos a Monseñor.
Al volver a San Pantaleón conté al P. General lo que nos había pasado, y que me dejara las cartas recibidas de Germania, y consultaría a Monseñor el caso, para ver lo que se podía hacer. El Padre no era partidario de ello; pero, al final, me dio las cartas, y por la tarde fui adonde Monseñor. Le conté el caso, le mostré las cartas, y me dijo que fuera al Notario, a que ordenara hacerme un “capiatur[Notas 2]”, y que se lo llevara a él, que le daría curso. Le dije que éste tal hacía de Secretario de Monseñor Caracciolo, Clérigo de la Cámara, y que no querría verme envuelto en algún revés. Me respondió que el Papa está por encima de todos los Prelados, y que es necesario castigar culpables, para ejemplo y enmienda de los demás.
180.- A la mañana siguiente fui al Notario, hice el “capiatur”, se lo llevé a Monseñor, lo firmó, y ya pensábamos cómo se le podría meter en la cárcel, sin que esto fuese obstaculizado, sabiendo que él estaba con un Clérigo de Cámara.
El Notario me dijo que no me preocupara más: -“Deme un doblón, y déjeme actuar a mí”. Llamó enseguida a un espía, y le dijo que había que encarcelar al Secretario de Monseñor Caraccioli, “que está en la Trinità dei Monti; se llama D. Carlos Mazara. Use astucia, y que lo lleven a Corte Savella”. Preguntó quién pagaba al espía, y le respondió que hiciera el servicio como debía, que “este Padre se lo pagará”. También le dijo que, por hacer el servicio, yo le daría un doblón de España.
181.- Mientras estábamos durmiendo, me llamó el portero, porque un Gentilhombre me esperaba abajo. Bajé, y encontré al espía, muy alegre. Me dijo si quería ver a D. Carlos Mazara, que entonces pasaba preso con cuatro esbirros. Me contó su proeza, como si hubiera hecho una gran hazaña; y, que, mientras el Patrón bajaba a D. Carlos a sus estancias, entró el espía, lo llamó, y le dijo que aquel Gentilhombre, paisano suyo, lo estaba esperando en la Botica. Se puso la sotana con el collar en las manos, y, sin el herreruelo, se fueron juntos. Pasó el espía delante, salieron cuatro esbirros de dentro de una puerta, y lo detuvieron, diciéndole que quedaba preso. El Pobre Mazara respondió que quizá lo detenían por error, porque él era el Secretario de Monseñor Caraccioli, y no tenía cuentas pendientes con nadie. Le preguntaron cómo se llamaba, y respondió: -“Me llamo D. Carlos Mazara, y soy Secretario de Monseñor Caraccioli, Clérigo de Cámara”. El Capitán le respondió: -“Venimos a detenerlo. ¡Espósenlo, y basta de palabras!”. Les prometió una buena propina, para que lo soltaran; pero el Capitán se excusó, diciéndole que no podía hacerlo, porque el espía lo veía todo, era orden del Papa, y él no quería ir a galera por nadie. Les pidió que, por favor, le dejaran coger el herreruelo. Los esbirros no quisieron; le dijeron que, cuando llegaran al Corso cogerían una Carroza, y no se lo vería más. Pero, como era la hora de calor, y nadie hacía tal servicio, lo condujeron por Roma, así atado, hasta Corte Savella. “Si lo quiere ver, me repitió el espía, ahora pasará, por eso he venido a avisarle”. Y no quiso saber más. Le di la propina, sin hacer más diligencias, y se fue a sus negocios.
182.- Durante el día fui al Notario para que me dijera algo, me dijo que estaba en prisión secreta, y no se podía hacer nada sin orden de Monseñor Vicegerente.
Hacia las 22 horas, Monseñor Caraccioli quiso salir de casa, y llamó a D. Carlos; pero ninguno de la Casa sabía decirle dónde estaba. Preguntando a una anciana que lo servía, le respondió que, cuando quiso ponerse a la mesa, lo había llamado un Gentilhombre, para que fuera a la Botica, que lo estaba esperando un paisano suyo; que se había ido sin ponerse el herreruelo, y no lo había vuelto a ver.
Hicieron diligencias en la Botica, y le respondieron que no lo habían visto, ni sabían nada de él. Esperaron hasta la noche, si acaso volvía, y no apareció. Hicieron muchas inquisiciones, y nadie sabía dar noticia; pensaban que pudiera haber sufrido algún extraño accidente. Llamaron a muchos espías para que investigaran, y uno dijo que, si le daban una buena propina, él lo encontraría. Le dieron no sé cuánto, y les dijo que estaba en prisión secreta en Corte Savelli, por orden del Papa, y no se podía hablar con él. Pensaban por qué podría estar en la prisión, no se podían imaginarse nada. Fueron a la prisión, vieron el Libro de encarcelados, y encontraron que era el Notario Antonio Fiornello Simio, y, como sustituto, Jacinto. De esta manera llegaron a saberlo todo, al cabo de cuatro días.
183.- Monseñor Caraccioli fue enseguida adonde Monseñor Vittrice, Vicegerente, y le pidió que, por favor, le dijera la causa por la cual había ordenado encarcelar a su Secretario, por orden del Papa. Le respondió que era un ladino, y el Papa lo quería llevar a galera, porque había escandalizado a los herejes de Germania. Que, cuando era Superior de las Escuelas Pías, un Párroco le había dejado dos bolsitas, una de oro y otra de plata, más otras joyas, pensando que estarían seguras en manos de un Religioso. Luego se había ido a Italia, y había gastado y gastado, de la peor manera; y que ahora los dueños del dinero se lo pedían al Párroco, y el Párroco se lo pedía a los Padres de las Escuelas Pías. Esto es cuanto puedo decirle. “Aquí no se trata de una bagatela; estos Padres son Pobres, y en Germania están muy estimados; además, hablan mal de los italianos. Así que vea de lo que se trata. El Papa está ya informado, y yo no puedo hacer otra cosa. Dejemos madurar un poco el asunto, y después pensaremos lo que se pueda hacer”.
184.- Lo sintió mucho Monseñor Caraccioli, y se avergonzaba de hablar de un caso tan feo. Escribió a Chieti, y se lo contó al hermano de D. Carlos, el cual dio en tantas locuras que quería incendiar nuestro Convento; porque, además, se estaban produciendo por entonces revueltas en el pueblo; habían quemado muchos palacios de Gentileshombres, talado árboles y arrancado viñas. Llamó a algunos Cabecillas del Pueblo, y fueran con él a incendiar las Escuelas Pías, ´porque están contra el Pueblo´, y en particular al P. Juan Bautista [Andolfi], el Superior. Se enteró de ello el P. Juan Bautista, montó a caballo, con el Sr. Escipión Valletta, médico, sobrino suyo, y por caminos desconocidos se vino a Roma. Cuando querían ir adonde las Escuelas Pías, uno de aquéllos dijo: -“¿Por qué hemos de hacer esto? He encontrado en Popoli al P. Juan Bautista que va a Roma. ¿Qué han hecho estos Padres, para que queramos quemarles el Convento? Si el hermano de Mazara está en prisión, la culpa es suya”. A pesar de esto, fueron a nuestra Casa, diciendo que querían beber. El H. Jacinto [Papa] les llevó vino en cantidad, pan y otras cosas; y así se desvaneció todo intento echar más fuego. No se supo nada de esto en Roma, porque los correos no funcionaban. Los correos no funcionaban, a causa de las revueltas del Pueblo en el Reino de Nápoles.
185.- Una mañana, cuando yo estaba a la puerta para recibir a los alumnos, pues era su Prefecto, vino Monseñor Caraccioli, y me dijo que quería hablar con el P. General. Lo acompañé arriba, y estuvieron conversando juntos un buen rato. El Padre le contó el caso tal como había sucedido; y que el Párroco escribía, por cada correo, que quería su dinero y sus joyas; y no era justo que los padres en Germania sufrieran ninguna afrenta –al estar en medio de tantos herejes- a causa de uno que había sido honrado en la Orden, nombrándolo Superior; que mientras nuestros Padres tenían tan buena fama, y el Conde de Strassnitz los tenía en tanta estima por la Orden, ahora ésta es denigrada por una acción tan indigna, que ha cerrado la puerta al buen nombre que tenían los italianos.
Monseñor le replicó: -“Tiene razón, Padre mío; si no hubiera sido apresado en mi Casa, me avergonzaría de hablar de ello. Veamos qué medio se puede emplear para que no quede denigrada mi buena reputación, ni se pueda decir en Roma que va a galera el Secretario de Monseñor Caraccioli. Esto es lo que siento; de lo demás no hablaría, aunque se tratara de un hermano carnal”.
186.- Me llamó el P. General y me preguntó qué medio se podría encontrar para liberar de las prisiones al P. Glicerio [Mazara], porque Monseñor se lo había pedido, y no podía por menos de atenderlo. Le respondí que sería necesario pensarlo, e informarse bien de personas expertas en estas materias, para no cometer un error, no sea que luego quedemos nosotros obligados para con el Párroco a devolver dinero y de las joyas entregadas al P. Glicerio. Porque, cuando el Párroco se entere de lo que hemos hecho por liberarlo, tendrá razón doble para quejarse.
Y quedamos en que le diera yo mismo la respuesta; pero que no estaría bien que, quedando libre, estuviera en Roma, porque sería mayor Escándalo, dado que ya se ha corrido por toda la Corte.
Monseñor me añadió, como Caballero, que nunca más volvería a ver su casa; y en cuanto saliera de la prisión, le obligaría a buscar inmediatamente una caballería, y marcharse rápido a Chieti, como en efecto hizo. Después lo acompañé a la Carroza, pidiéndome que hiciera este servicio cuanto antes, e intentar que fuera examinado cuanto antes, “obligándolo después a que se largue, porque no quiero tenerlo ante la vista, y esté un desvergonzado entre tantos Prelados. A este farsante lo he ayudado yo, con muchos esfuerzos, a ser Canónigo, y ahora me encuentro en estos trances”. Comenzó a preguntarme de que País era; y cuando le dije que del Reino de Nápoles, de una Ciudad llamada Oria, que es de los Señores Imperiali, me preguntó si conocía a Monseñor Imperiali, el Clérigo de Cámara. –“Lo conozco y lo he llevado en brazos, pues nació en Francavilla -donde yo me encontraba cuando era niño- y su madre estaba al servicio de la Señora Marquesa”. Y con esto, subió a la Carroza y se fue.
187.- Aquella misma mañana vinieron a la Iglesia Monseñor Imperiali, Monseñor Lumellini y Monseñor Caraccioli, los tres Clérigos de Cámara. Me llamaron, y comenzaron a bromear conmigo, como de costumbre, y a hablar de varias cosas suyas sobre las Revueltas del Reino, que no acababan nunca. Yo, impaciente, les dije que era la hora de la Misa. Sabía qué querían; les dije que atendería a Monseñor Caraccioli, y mañana le llevaría la respuesta. Con esto se fueron contentos, sin hablarme del asunto de D. Carlos Mazara. Sólo Monseñor Imperiali me dijo que compadeciera, como él había compadecido a Pedro Galli, su Secretario, que le había falsificado la firma, y le había cogido muchos miles de escudos de los Bancos; “y, aunque he recuperado algo, encarcelándolo en prisión en Gaeta, me parecía una obligación perdonarlo, lo permití salir, para no incurrir en alguna irregularidad, y sí lo hice. Esto es peor que lo del Secretario de Monseñor Caraccioli. “Haga que lo liberen cuanto antes a toda costa”. Y con esto, se marcharon.
188.- Me fui adonde el P. General, le conté lo que había sucedido, y lo que él quería que hiciera, para quitarlo de en medio a aquel hombre, “que empieza a preocuparnos”. Me respondió que hablara con el Notario, que podía examinarlo, y dejar que pasara el tiempo, que después hablaría al Vicegerente, “que él emplee el medio que le parezca, para que sea excarcelado; pero que se vaya fuera de Roma, a sus cosas”.
Fui a encontrarme con el Notario, lo examinó, y lo puso en libertad. Mazara escribió enseguida un papelito a Monseñor Caraccioli, informándole de lo que pasaba, pensando, quizá, que él no sabía nada del caso. Éste no le respondió más que se merecía algo peor. Enseguida fue a encontrar a Monseñor Imperiali, y le dijo que el P. Juan Carlos [Caputi] ya le había hecho el favor; que el prisionero había sido examinado, y le había enviado aquel papelito, que leyeron. Monseñor le respondió que no dudara, que el asunto estaba en buenas manos, y, seguro, no seguiría adelante, ni sería enviado a galera. Que le dejara hacer a él, “que mañana hablaré de nuevo con el P. Juan Carlos, para saber la situación, pues “cuando da una palabra la cumple”.
189.- A la mañana, muy temprano, fui a hablar con Monseñor Caracciolo. Se estaba lavando, me mandó entrar, le dije que ya estaba servido, y me respondió que lo sabía todo, porque Mazara le había enviado un papel donde ponía sus excusas, donde decía también que de lo que le habían interrogado, nada era cierto; a lo que le dije que él había cogido una remesa hecha por un comerciante en Viena, para llevarla Roma, a los Señores Agustín Luchi y Pedro Ferratti, comerciantes en Farnese; la he visto yo mismo, la ha anotado el Notario, y está In Actis. “Pobre hombre, se va excusando como puede, pues se encuentra involucrado; y cuanto más se excusa es peor para él. Dice que el hermano fue a encontrarla Bolonia, que le había dado la remesa de Viena, y que esperan las de Venecia, que vendrán enseguida, junto con los certificados de las joyas que ha vendido, de lo que no se hablará, “porque Vuestra Señoría Ilma. ha dado palabra, “que ya la he cumplido”. Comenzó a decirme que todo lo que se hacía, todo se recibía de mi mano, que quería agradecerme tantos disgustos e incomodidades sufridas para ir hasta casa a buscarlo. Le repliqué que todo lo que pudiera hacer lo haría, sin considerarlo otra molestia; que sólo pagara la Captura y al espía, lo que era justo, “siendo nosotros Pobres, como sabe vivimos”.
190.- Vinieron a la iglesia Monseñor Lumellino y Monseñor Imperiali; me llamaron, y comenzaron a decirme que yo había hecho un buen servicio a Monseñor Caraccioli, pero procurara perfeccionar la obra; que tenía miedo de no sé qué palabras, que había dicho equivocadas, acerca de remesas y de joyas vendidas en Venecia. Le respondí que, cuando he dado una palabra, es suficiente; que no son necesarias tantas recomendaciones, ni promesas de regalos, porque yo no tengo necesidad de nada, pues todo lo que tenía lo he dejado por amor de Dios.
Lumellino, tímido, me dijo: -“Qué quiere que le regalemos?” Se pudieron a reír, y, en voz baja, dijeron no sé qué. Se concluyó que nosotros no haríamos más gestiones, como en realidad no las habíamos hecho, pues todo lo remitíamos a Monseñor Vicegerente, que era quien actuaba. Que si quería su consentimiento, ellos me lo darían; y que “Monseñor paga la captura y al espía, como él mismo ha dicho. Es muy justo. Y no haga más”, me dijo Imperiali; y Lumellino replicó: “No hay peligro; pero pónganse los términos”.
Al cabo de dos meses, fue excarcelado. Desde Corte Savella montó a caballo, y se fue a Chieti. El Decreto fue ´de stando iure cum parte et fisco´, pagando la seguridad él mismo. De esto nunca se habló más. Se fue a la residencia de su Canonicato, y andaba por Chieti muy humillado. Después murió de peste, el año 1656. He aquí el final de este Pobrecito. He querido contarlo todo, para ejemplo de otros cuando gobiernan, sobre todo en los países ultramontanos.
191.- No habían pasado cuatro meses, cuando los Padres de Nápoles enfrentarse entre ellos, porque cada uno quería ser Dueño de la casa; y el P. Marcos [Manzella], Superior, era tan estimado, que ninguno le obedecía. Llegaron a tal situación de disgusto, que el P. Marcos cogió el Breve, pero no sabía cómo hacer, porque no tenía el Patrimonio. Pensó retirarse con el P. Felipe, fundador de la Doctrina Cristiana en la Iglesia de San Nicolás, a las Caserte, cerca de la Vicaría, pues con él tenía grandísima amistad. Ante eso, escribieron a Chieti que fuera el P. Miguel [Bottiglieri] del Rosario, desde Somma, que era hombre, no sólo de prudencia, sino también de espíritu. Fue el P. Miguel, animó al P. Marcos a que siguiera y no dejara a sus penitentes -que mantenían al Casa- y así, ya no se fue a San Nicolás con el P. Felipe.
192.- En este tiempo dejó el hábito el P. José de Santo Tomás de Aquino, es decir, Valuta, y pidió también el Breve el P. José de Jesús, alias el charlatán, de Casoria, y el P. José [Rossi] de la Concepción, napolitano, hermano del Maestro de Actas del Santo Oficio del Cardenal Arzobispo. Es decir, comenzaron a escasear los sacerdotes, y no se sabía cómo hacer para remediarlo. De la Casa de Porta Reale, el P. Domingo [Rosa], llamado el pintor, napolitano, que daba la Clase 1ª, y otros tres; con lo que quedaron pocos. Después tomó el Breve el P. Domingo Antonio [Morillo] de Jesús María, napolitano, músico excelente, por no poder soportar los despropósitos que se cometían, pues se vivía peor que si fueran seculares; este Domingo Antonio entró para Maestro de Música en el Colegio de Huérfanos de la Madonna de Loreto, y murió a los pocos meses. Así que quedaron reducidos a pocos en una y otra Casa.
Con la salida del P. Domingo, el pintor, la Casa de Porta Reale no tenía Maestro para dar la Clase 1ª de Gramática, y escribieron a Campi al P. Francisco [Vecchi] de todos los Santos, de Squinzano, -que era uno de los que habían expulsado- para que procurara ir a la Casa de Porta Reale, que allí sería recibido; y que ya habían obtenido la licencia del Cardenal. Fue, y, al año siguiente, fue elegido Superior de la Casa.
193.- Al oír los de la Casa de Campi el ejemplo de las Casas de Nápoles, quisieron también ellos imitarlos pidiendo el Breve. La Casa estaba provista de diez sacerdotes, de los cuales tomaron el Breve cinco, los individuos mejores, y no sólo de la Casa de Campi, sino de toda la Orden, pues todos eran Maestros de la 1ª Clase; dos de ellos habían aprendido las ciencias con maestros pagados a expensas de la Orden. La salida de éstos causó daño a toda la Orden, fueron ellos: El P. Jerónimo de Santa Inés, en el siglo llamado Ascanio Simone, quien no tenía rival en ni en griego ni en hebreo. Dejó el hábito, dio clases en muchos lugares, y después se fue a Gravina, donde se hizo dominico, con el nombre de Fray Raimundo de Campi, y fue Maestro de dos hijos de la Señora Duquesa de Gravina, a los que perfeccionó en las ciencias. Uno se hizo dominico, por el ejemplo de su Maestro; luego le hizo Cardenal el Papa Clemente X, a quien Dios salve y mantenga; el otro, se casó en Roma, el año 1671, con una pariente del mismo Papa, quien lo declaró nepote suyo, y hoy está en Roma, y reina dicho Pontífice. Está en el palacio del Duque de Bracciano, de la Casa de los Ursini. Al P. Fray Raimundo estos Señores lo han querido honrar muchas veces con alguna dignidad, y en particular la Señora Duquesa de Gravina, por haberle tenido muchos años en su casa; pero él nunca ha querido oírlo; para no verse forzado a aceptar algo, se retiró a Santo Domingo Maggiore de Nápoles, donde enseña a dos sobrinos de P. Maestro Ruffo, y a algunos Sacerdotes, los elementos de la lengua griega.
194.- El 2º fue el P. Dionisio de Santa Catalina, en el siglo D. Carlos Mari, de Campi, que hizo grandísimo adelanto en la Lengua Latina, en la Retórica y en las Ciencias. Cogió el Breve, y ha dado clase siempre en la Ciudad de Lecce, la principal de Reino; ha ganado mucho, pero es cada día más pobre; se le ve mal vestido, como un mendigo, porque tiene tantos nepotes, que le ha dejado el hermano, que apenas puede mantenerlos. Éste vive, y está en Campi, donde también da clase. Es de óptimas costumbres, tranquilo, de grandísima prudencia y ejemplo. Nuestro Venerable P. Fundador tenía en grandísima estima a éstos dos; y cuando oyó que habían dejado el hábito se entristeció mucho; me decía que la Orden había perdido dos grandes individuos; que en Ciencias no tenían rival.
El 3º fue el P. Francisco Antonio de San Francisco, llamado en el siglo D. Francisco Arditi, de Salice, Provincia de Lecce, Diócesis de Brindisi; hombre entrado en años y bravo humanista. Cogió el Breve y fue nombrado Arcipreste de su Pueblo. Pasó por muchos disgustos y cárceles. Al final murió casi de repente, sin poderse confesar, aunque había dicho Misa por la mañana. Este caso causó gran terror en todo su Pueblo. Había solicitado varias veces ser readmitido al hábito, pero le fue negado.
El 4º fue el P. Juan Evangelista de San Elías, llamado en el siglo Juan Donato Epifani, Maestro de la Clase 1ª de Gramática y Retórica. Ha solicitado muchas veces volver a la Orden, pero nunca ha sido escuchado. Ha estado de Maestro, en Nápoles, del Duque de Mataloni, del Duque de la Relosa, y de otros Príncipes y Caballeros napolitanos. Después fue a dar Clase a la Ciudad de Gaeta, donde ha estado muchos años; y allí compuso un libro que fue imprimido en Nápoles por Santiago Passari, el año 1671; es la Vida del Venerable Siervo de Dios D. Bernardo Sydgravio, cartujo, que murió en el Monasterio de San Martín de Nápoles, el año 1643. Este D. Juan Donato Epifani ahora se encuentra de Maestro del Seminario del Arzobispado de Nápoles, con grandísimo aplauso; pero, a pesar de haber ganado tanto dinero siempre, se ve un Pobre Cura; nunca ha dejado el afecto a nuestra Orden, y siempre viene, como si fuera uno de los nuestros.
196.- El 5º fue el P. Carlos de San Ignacio, llamado en el siglo Carlos Boli, de Lecce, hijo de un comerciante; de grandísimo ingenio, recibió el hábito en Campi de manos del P. Pedro [Maldis] de San José, de Bolonia, hacia el año 1635; hubo muchos rumores, porque su padre y su madre no querían; pero él se mantuvo firme, y no quiso nunca volver a su casa, aunque le hicieron muchas promesas. Resultó buen humanista, y mejor orador; en la predicación tenía un don singular. Al verlo tan vivaz, nuestro P. Fundador lo mandó a Florencia a estudiar Matemáticas, bajo el P. Francisco [Michelini], Maestro de los Príncipes de Toscana. En esto aprovechó poco, pues poco inclinado era a aquella profesión. Cogió el Breve, y, como no podía ir al Pueblo, según su deseo, porque se le había muerto la madre, y el padre estaba escaso de bienes, se vino a Nápoles; hizo escuela pública y privada, fue nombrado Capellán de un monasterio de monjas, y después, cansado de trabajos, volvió al pueblo, y murió en Campi en nuestro Convento, donde dejó muchos libros, y allí fue sepultado.
Había también en la Casa de Campi un Padre llamado el P. José de Santa María, llamado en el siglo D. José de la Rosa, hombre de gran espíritu y bondad de vida, por lo que la Marquesa de Campi lo nombró su Confesor. Cuando vio la Casa abandonada por los propios Paisanos, también él cogió el Breve, y consiguió obtener el Patrimonio por parte de la Marquesa de Campi; pero, a causa de algún disgusto, dijo que quería irse. Cuando lo supo Monseñor Pappacoda, Obispo de Lecce, mandó llamarlo y le dio el cuidado del Obispado, y le hizo Arcipreste de la Catedral, lo que le produce unos 500 ducados anuales. A pesar de ello, como estaba solo, se retiró con una hermana y sus hijos. Continúa vivo, pero míseramente, más pobre que nunca. Nadie sabe lo que hace con su dinero.
197.- Así que la Casa de Campi se vio abandonada de los mejores del País. Sólo quedó en ella el P. Francisco [Vecchi] de Todos los Santos, que, como dije, fue llamado a Nápoles, y luego se fue.
Había también otro Padre, llamado Jacinto de la Concepción, de Squinzano. Tomó el hábito para Terciario para poder escapar –porque querían hacerle soldado a la fuerza- y para que no lo cogieran preso. Pidió al P. Pedro de San José que le dejara zamarrita, que iría a cuidar las borriquitas al bosque, y a traer leña. Le pareció bien al P. Pedro decisión; le hizo una chaqueta hasta media rodilla, comenzó a trabajar, y se iba preparando medianamente. Ocurrió que le llegó al P. Francisco Antonio [Arditi] de San Francisco obediencia de Roma, para que fuera a Ancona a dar la Clase 1ª; el P. Pedro le dio por Acompañante a Jacinto, el Terciario, que apenas sabía leer; y, para no comer el pan de balde, lo puso de ayudante de la clase de Pequeñines. Se Aplicó tanto que, encontrando una Gramática vieja en la Escuela, por la noche iba a la Celda del P. Francisco Antonio, a que le enseñara algo. Así, durante el poco tiempo que estuvo, comenzó a declinar y a conjugar; y también los mismos alumnos, a quienes gustaba el modo como daba la clase. Cada día iba avanzando, y lo practicaba con otro Hermano Operario, que le pidió le diera lección de escritura y Ábaco, en lo que se hizo muy práctico. Todos los Padres le querían, porque se portaba bien, y echaba una mano en todo, con grandísima diligencia y humildad. Por eso, todos intentaban ayudarlo en el estudio.
198.- Como faltaba el Maestro de Ábaco en la Casa de Narni, el P. General escribió a Ancona al H. Francisco de Novara, Maestro, que había necesidad de un Maestro para Narni, que viera si había alguno apto para aquella Profesión, y le diera aviso. Pareció a propósito el H. Jacinto, y le respondió que había llegado de Campi un joven, acompañante del P. Francisco Antonio, que había adelantado mucho en Ábaco, pero en la escritura no era perfecto todavía, pero con el ejercicio sería buenísimo escribiente; pero, como aún no había hecho la Profesión, no era seguro ponerlo solo en la clase. El P. le respondió que le diera la obediencia y se fuera a Narni.
199.- Entonces, hacia el año 1635, era Superior de Narni el P. Glicerio [Cerutti] de la Natividad, de Frascati; le escribió el P. General que le enviaría de Ancona a uno, para a dar la Clase de Ábaco; pero que, como era Novicio, lo observara, hasta que le proveyera de otro. Llegó a Narni el P. Jacinto, lo puso en la clase, y resultó bien, de lo que le informó al P. General. Hubo necesidad de otro Maestro, lo envió a Narni, y llamó a Jacinto a Roma. Le preguntó cuánto hacía que había vestido el hábito, y dónde había estudiado, y le respondió que hacía ya dos años, y había estudiado en Ancona; que antes no sabía más que un poco de lectura.
200.- El Padre escribió a Campi al P. Pedro, que le enviara un certificado de cuándo había tomado el hábito Jacinto; que si veía que había transcurrido el tiempo suficiente, lo admitiría a la Profesión, después de una pequeña prueba. Le respondió que, por la premura de la salida de Campi, no había recibido el hábito con las prescripciones debidas, ni había nada escrito en el libro; que sólo quería vestir el hábito para Hermano Operario, y podría empezar a hacer el Noviciado. Tomó el hábito y fue enviado de prueba a la Clase de Ábaco, bajo la dirección del H. Salvador [Grise], de la Cava, y del Sr. Ventura Sarafellini, Maestro de escritura, para que lo colocaran donde les pareciera mejor, en clases ínfimas; y le ordenó que mañana y tarde fuera a hacer una muestra de escritura en presencia del Sr. Ventura. De esta manera progresó tanto, que luego daba la Clase de Ábaco ya solo, y estuvo al frente de la clase cuatro o cinco años.
Ocurrió lo del pleito de los Hermanos, y él, vencido decididamente por la soberbia, quiso ser Sacerdote. El Padre lo mandó fuera de Roma, y se fue a Campi, donde se ordenó. Cuando se publicó el Breve, también él se hizo Cura secular; y, como tenía excelente mano para la escritura, Monseñor Pappacoda, Obispo de Lecce, le dio orden de que copiara su Visita, y el Sínodo, y le señaló el tiempo en que tenía que hacerlo; por eso, comenzó a arrepentirse de haber dejado nuestro hábito.