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551.- “A dicho Padre (cuyo nombre encubro, como hice en el primer caso) tenía unos veinte años de edad, se le presentó la circunstancia de tener que estar de huésped en una casa, donde tuvo que hospedarse varias semanas. Como en aquella casa no había, por desgracia, ni camas en abundancia, ni habitaciones más que para pocas personas, a nuestro Padre le tocó instalarse en una Habitación, en compañía de una joven doncella de poco menos edad que él. Aunque hizo esto por sugestión, por simplicidad, o por desconsideración, no por ello el enemigo dejó de hacer su tarea, despertando el fuego y perturbando la mente del Joven con la sugestión de empalagosos pensamientos, intentando convencerle de que aprovechara aquella cómoda ocasión, y presentándole incluso fácil y cómodo el poder satisfacer el apetito del sentido, sin perjuicio de su persona ni de su honor.
552.- Pero, como Dios lo había elegido, para ejemplo del Mundo, con una bondad extraordinaria y toda virtud en la Orden, tal como aún se manifiesta en sus costumbres y obras, con las que, cada vez más, y sólo en manos de Dios, aspira a la perfección, éste no lo abandonó en una ocasión de tanto peligro; al contrario, multiplicando sus favores, les concedió, a él y también a la doncella, tanto recogimiento y vigilancia de sí mismos, que ni siquiera osaron alzar los ojos para mirarse, ni se dijeron una palabra, ni buena ni indiferente; ninguno de los dos quiso ser el primero en romper el silencio, y dar ocasión de iniciar la conversación y trabar familiaridad, caminando ambos a una en la buena guardia de sí mismos. Guardando el temor y el amor de Dios y de la castidad, se convirtió en fuerte muro, para custodiarlos divididos y separados de todo peligro. Con tal moderación y cautela se conservaron entrambos todo aquel tiempo, que, en tal guisa, supieron cohabitar en dicha Casa. De donde se deduce que en todo lugar y tiempo, y en todos estados de las personas, la Divina Providencia no deja de prestarles, no sólo suficientes, sino eficaces ayudas, para tener alejado el pecado. Porque ¿qué joven o doncella, cohabitando tanto tiempo en una habitación solitaria, habría podido nunca permanecer firme, sin el más mínimo tropiezo, más que aquéllos a quienes, Dios ha dado el don de la Castidad, con el que son capaces, con ejemplo de sus propis personas, de dar a entender a todo el mundo que, con la ayuda Divina, a nadie le resulta imposible vivir casto?
553.- ¿Quién sostuvo aquella exuberancia, aquel silencio, aquel recogimiento y necesaria rusticidad, en una situación de tanto peligro para ambos, sino la asistencia de la Mano Divina? ¿Quién contuvo la curiosidad de la vista, que tan fácilmente invitaba a ambos a mirarse recíprocamente el uno al otro, sino el don de temor que Dios les daba? No habrían podido, si no, contenerse, y se hubieran remirado el uno al otro atentamente, observando de qué color eran sus caras, si pálidas o sonrosadas, si los ojos alegros o melancólicos, si la nariz perfilada y bien proporcionada, si la boca sonriente y bien formada, si los cabellos rubios o negros, si toda la cara, mejor, si la persona entera, se ajustaba a las reglas de la bien ordenada y compuesta simetría? ¿Quién habría sabido, digo yo, que aún se conservaba alguna de éstas, y otras más cuidadosas observaciones, a no ser entre los que, correspondiendo a la luz Divina, sabían emplear la propia libertad para elegir la mejor parte, venciendo los sentidos y la rebelión de la corrupta naturaleza?
554.-Diremos, finalmente, que nuestro contentísimo Joven, como buen hijo espiritual del Venerable P. José, Fundador, quiso continuar sus huellas, durante todo el curso de su vida, en la adquisición y crecimiento de todas las virtudes, pero especialmente de la Castidad admirable, lo que sigue haciendo aún, generosamente, manteniendo perpetuamente viva la memoria de tan querido, y por él tan cordialmente amado Padre. Todo el tiempo que me tocó convivir y conversar con este Padre, lo contemplé tan adicto, que nunca parecía saciarse de alabarlo, a él y todas sus cosas; y no sólo con palabras, sino -lo que es más de admirar- con hechos; imitando sus virtudes y el ardiente celo de conservar en su esencia el Instituto, sin alteración, tal como fue plantado en la Iglesia por Dios, y por medio del P. Fundador, para salud de muchos. Y creo se mantenga en el mismo afecto, tanto hacia el Instituto, como hacia el P. Fundador, por cuyo nombre, y en virtud del cual, ha vivido apasionado, desde que lo conoció. Y no creo deje pasar un día sin hacer mención de él.
Recuerdo haberle oído decir que en la primera ocasión que le tocó estar en su presencia y mirarlo a la cara, se le apareció tan venerando, y como resplandeciente, que, desde aquella primera mirada en adelante, le parecía que no podría fijar ya más la mirada en aquella cara. Y, bajando la cabeza, prorrumpió en un llanto de ternura tan grande, que yo pensaba se iba a deshacer en lágrimas.
555.- Cuando fueron fundados nuestros Conventos de Génova y Savona, pidió nuestro hábito un Hermano operario llamado H. Francisco [del Orso] del Ángel de la Guarda, de la Tierra de Abruzzo. Su profesión era la de cocinero; hombre de grandísimo espíritu y fervor. Sabía poco leer, pero aprendía tan bien la lección espiritual que, cuando hablaba del espíritu, parecía un teólogo, citando siempre citaba a Pablo.
Fue llamado a Roma por el P. Fundador para hacer de cocinero en San Pantaleón, y, escuchando las conferencias que hacía el P. Fundador, le vino la tentación de ir a Ginebra; pero, reconociendo su tentación, volvió de nuevo. El P. Fundador, para mortificarlo, lo envió a Moricone, a hacer de cocinero. Allí estuvo varios meses, pero le asaltó tal melancolía, que se creía morir, por lo que escribió al P. General, para retornar a Roma y hacer la cocina (roto, ilegible) de bien, como se lee en una carta escrita por (roto, ilegible) Superior.
556.- Una vez hizo una torta a la genovesa, para la comida de los Padres, que eran setenta de Comunidad. Se puso a repartirla, pero no veía la manera de hacer tantas raciones, con lo que cayó en una grandísima melancolía. Comenzó a encomendarse a Dios y a San Francisco, su abogado, y, estando en este pensamiento, vio entrar en la cocina a un Frailecito con hábito de San Francisco, quien le dijo le dejara a él repartir la torta.
Cogió el Fraile el cuchillo de la mano del H. Francisco, hizo la señal de la Cruz sobre la torta, la repartió en partes iguales, y, al girarse el H. Francisco, -porque entraba en la cocina un Compañero suyo, llamado H. Juan de la Pasión- ya no vio más al Fraile; repartió la torta en la mesa, todos quedaron contentos.
Este mismo H. Francisco fue el que predijo al Arzobispo de Mesina, en su misma cara, que, cuando lo echaran de Mesina, nosotros obtendríamos el permiso de fundar. Este hecho me lo contó él mismo muchas veces.
557.- Fue también él quien escribió una carta al Cardenal Cesarini, Protector, llena de Teología; pero muy mal escrita; pidió información al P. Fundador, pues quería saber quién era aquel H. Francisco del Ángel de la Guarda, y le respondió que era el cocinero. Quedó tan maravillado de ello, que pidió al P. Fundador lo enviara donde él, que quería conocerlo. Cuando el Padre volvió a Casa, dijo al H. Francisco que, hacia las 20 horas, fuera adonde el Cardenal Cesarini, que quería hablar con él, y no dejara de hacerlo.
El Hermano fue con el Rosario de María, y el mismo vestido que llevaba en la cocina. Al entrar en la Antecámara, dijo a uno de aquellos Gentileshombres que advirtiera al Cardenal que había llegado el H. Francisco, a quien había llamado, que lo atendiera pronto, porque tenía que volver enseguida donde los Padres.
Le mandó entrar, y, cuando el Cardenal lo vio tan untado y deshilachado, le dijo qué hacía en San Pantaleón, y le respondió que de cocinero.
Le preguntó si la carta la había hecho él, y le contestó que sí. Le interrogó si había estudiado, y le replicó que si San Pedro había estudiado; el Cardenal quedó admirado de una respuesta tan astuta, y lo despidió. Esto también me lo contó él mismo, aparte de ser cosa conocida por todos.
558.- En cuanto murió el V. P. Fundador, por la tarde estaba expuesto en el oratorio, donde estábamos todos los Padres y Hermanos, y he aquí que entró el H. Francisco, con tanto fervor, que comenzó a hacer una exhortación a todos; que fuéramos observantes de las Constituciones y amantes del Instituto, como había ordenado el Padre que aún estaba presente, y, si no lo veíamos, lo llamaría del féretro, para que lo dijera él mismo; todos se asustaron, pero los tranquilizó el P. Castilla con buenas palabras.
El 20 de febrero de 1672, me escribió la muerte del H. Francisco del Ángel de la Guarda el P. Simón de San Bartolomé, de Fanano, entonces Rector de la Casa de San Pantaleón, y ahora Asistente General, diciéndome que había pasado a la otra vida el H. Francisco del Ángel de la Guarda, que había sido cocinero más de cuarenta años, y después dos años en portería. Fue retirado de la cocina, porque tenía dos Hermanos jóvenes de ayudantes, a los que corregía con grandísima caridad, pero le cogieron odio, y por eso lo pusieron a la puerta. Aquellos dos Hermanos dejaron el hábito, y terminaron malamente el año 1670.
559.- Tres días antes de la muerte del H. Francisco, fue él mismo adonde el P. Simón de San Bartolomé, Rector, y le dijo estas precisas palabras: -“Padre, me siento mal, esta noche se me ha aparecido nuestro V. P. Fundador, y me ha dicho que me prepare, y dentro de tres días vaya al Paraíso”. El P. Simón le respondió: -“Vaya a la cama y descanse, después ya veremos”. Se agravó la enfermedad, y, recibidos todos los Santísimos Sacramentos, al tercer día, tal como la Visión que había tenido del P. Fundador, murió en grandísima opinión de santidad. Fue el 23 de febrero de 1672.
Si tuviera que escribir todas las cosas de este Siervo de Dios, me haría muy largo. Se lo dejo a otro individuo.
Fin de la tercera parte, terminada el día 17 de marzo de 1673.