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PARTE SEXTA II PARTE [4ª II]

[EL MAGNÁNIMO DAVID Y EL SANTO JOB DE LA LEY DE GRACIA

J.M.J. y Santa Ana

Al Muy Revdo. Padre en Cristo, el P. Fray Egidio de Marigliano, Predicador y Lector de Teología en el Real Monasterio de Santa María la Nueva, de la Orden de San Francisco.

El P. Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara, de las Escuelas Pías de la Duchesca. Hace casi dos años que no he molestado a Su Muy Reverenda Paternidad con mis Relaciones, por causa de las cosas que me han sucedido.

El P. Rector de esta Casa fue a Roma a ganar el Jubileo del Año Santo, y me tocó a mí el gobierno de los Padres. Cuando volvió, cayó enfermo, casi durante un año, y continué en el oficio, muy a pesar mío, pues he tenido siempre el deseo de obedecer y no de mandar, para atender antes a mí mismo, y hacer algo, primero para mi provecho, y después para dejar alguna memoria a nuestros sucesores, a fin de que queden informados de los incidentes ocurridos en la Orden, combatida por tantos vientos contrarios, como ha podido ver en las Relaciones anteriores.

Ahora me ciño a hacer una Relación cuidadosa, que refleje, toda ella, las virtudes y paciencia del Venerable P. José de la Madre de Dios, Fundador de nuestra Orden, a quien se le puede comparar con el Profeta David; quien, después de haber hecho tanto por Saúl, una y otra vez intentó matarlo, por haber recibido los aplausos y las felicitaciones del Pueblo de Dios, porque de jovencito había matado al Gigante Goliat, como se lee en la sagrada Escritura: “Saúl mató a mil y David a diez mil”.

Fue tanta su ambición, madre de la soberbia de Saúl, que, como he dicho, trató de darle muerte. Pero, como el corazón de David era transparente y limpio de toda mancha de pecado, orientando todo su querer a la voluntad de Dios, y esperando siempre en su infinita Misericordia, lo liberó de sus manos, y de eminentes peligros, de diversas maneras.

Porque el justo nunca tiene el corazón lleno de venganza, sino siempre dispuesto a perdonar las injurias y ofensas recibidas por sus perseguidores y enemigos; y pide misericordia a Dios para que les haga ver sus errores. Y si tiene una ocasión fácil para devolverle el daño, no lo hace, al contrario, enseguida procura salvarle la vida antes que vengarse.

Lo mismo hizo David, cuando huía de la ira y persecución de Saúl, que, a toda costa, buscaba encontrarlo, para matarlo.

El manso David, para librarse de aquella persecución que Saúl en persona le iba urdiendo, pues había jurado a su pueblo que, vivo o muerto, lo quería en sus manos, se dirigió al desierto con toda celeridad, para asesinarlo.

David observó que Saúl, su enemigo, venía con su ejército, y dijo a algunos de los pocos compañeros que tenía con él: -“Ya nos alcanza Saúl, ¡muertos estamos! Dirijámonos a Dios e imploremos su ayuda”. Mientras así hablaba, vio de repente una gran cueva. –“Entremos, dijo, aquí, hasta que pase el Rey con el ejército; después buscaremos otro camino, para salvar la vida, porque, si nos alcanza, nos hará pedazos”.

Mandó primero entrar a algunos a la cueva, diciéndoles que se apretaran y no se movieran para nada, si él no los llamaba, o hacía alguna señal para que salieran fuera.

Entró luego David dentro de la gruta con algunos de sus compañeros más valientes, y, escondidos detrás de una roca de la cueva, allí se sentaron, pensando que quizá no entraría nadie.

Y sucedió que, al pasar Saúl por la cueva, le entraron ganas de hacer sus necesidades. Bajó del caballo, y, dejándolo a su escudero, entró él solo en la cueva. Se quitó su Manto Real, y lo puso sobre la roca, detrás de la cual estaba escondido David. Éste vio al Rey, e hizo señas a sus compañeros de que nadie se moviera. Ellos le hacían a él señales de que era el momento oportuno para vengarse y matarlo, pero él jamás quiso hacerlo. Uno de aquéllos se puso en pie, resuelto a asesinar al Rey; pero David le hizo señas, de nuevo, de que se echara a tierra boca abajo, como así hizo.

David alzó la mente a Dios, pidiéndole ayuda, y lo guiara. Cortó con el cuchillo un trozo del manto del Rey, sin que él se diera cuenta, porque colgaba detrás de la piedra donde estaba David escondido con sus compañeros.

Cuando Saúl terminó lo que estaba haciendo, cogió sus armas y su manto, y salió fuera de la cueva. Montó a caballo y continuó su viaje detrás del ejército, para seguir adelante, al desierto, y encontrar a David su enemigo, que ya sabía con seguridad que había pasado por aquellos senderos, y que no estaría ya muy lejos.

Los compañeros de David comenzaron a quejarse de él, porque, habiendo tenido una ocasión propicia para vengarse y matarlo, se había mostrado cobarde y poca cosa, y ya nunca jamás tendría otra ocasión, para hacerlo con tanta facilidad.

David les respondió, con corazón manso y pacífico:

-“Líbreme Dios siempre de poner la mano sobre el Ungido del Señor”. Y que, más bien, le hubiera defendido con la propia vida, como otras veces había hecho, para que nadie lo ultrajara; que le disgustaba en el alma haberle cortado aquel pequeño trozo de su manto real, y eso que no había tenido otra intención que hacerle pensar en su error; y que habría podido asesinarlo, pero no lo había querido hacer, porque “quien toca al Rey, que es Padre, toca la pupila de los ojos de Dios”, y él había elegido a Saúl por Rey y Padre suyo.

Los compañeros de David lo aconsejaban que emprendiera el camino del bosque, ya que Dios los había librado de tan eminente peligro; pues, de lo contrario, si se encontraban con la retaguardia del Rey, que ya la veían venir, todos serían despedazados.

David, como valiente que era, les respondió: -“No quiera Dios que hagamos esto; al contrario, seguidme todos, con la esperanza de la ayuda de la Bondad Divina, que siempre nos ha asistido; y nunca dudéis de su Misericordia, en la que he puesto todas mis esperanzas. ¡Vamos! ¡Rápidos! Sigamos al Rey, que, al ver mi recta intención –pues habiéndole podido ofender, no he querido hacerlo- más bien nos hará una merced que un ultraje, porque así lo manda Dios en la Ley, que amemos a nuestro enemigo como a nosotros mismos. Por eso, ¡ánimo, que vamos a alcanzarlo pronto!, que esta es la voluntad de Dios.

Todos estaban perplejos, sin ganas de caminar; pero, poco a poco, iban siguiendo a David, que ya había salido, aunque creían que los llevaba al matadero.

David se volvió y le dijo que tuvieran valor, pero que le siguieran como quisieran, que él de ninguna manera quería correr y alcanzar al Rey, y si le alcanzaba la retaguardia del Rey, les dijeran que eran compañeros suyos, que había ido por delante a buscar al Rey por cosas de gran importancia para la Corona.

Echó David a correr por un camino pedregoso, como si fuera un caballo desbocado, y, cuando el ejército lo vio de lejos, sin saber quién era, avisaron a Saúl de que detrás venía corriendo uno de a pie, que quizá traía alguna noticia de David; por eso fue avisado el Rey.

Saúl dio orden de que, cuando llegara, lo dejaran pasar, y lo condujeran adonde él, para ver si le traía alguna noticia de aquel insolente David. Mientras tanto, hizo el alto sobre una colina, donde había una cisterna para beber.

Cuando David estuvo tan cerca, como para que el Rey pudiera oír su voz, comenzó a gritar con fuerza, que le esperara, que quería decir dos palabras de grandísima importancia al Rey, su Señor. Uno de la guardia reconoció a David por la voz, y dijo a los compañeros: -“Pobre David, viene a caer en la red, como un corderito, y no sabe que el Rey lo está buscando con tanto enfado, para matarlo, y que nosotros lo andamos buscando con tantos sufrimientos”.

Cuando estuvieron seguros de que era David, avisaron al Rey de que era él. Dio orden para que lo dejaran pasar, y escuchar lo que quería. –“Después se hará de su vida lo que sea más conveniente”.

Al llegar David donde el Rey, se postró en tierra, y reverenciándolo, le dijo: -“Sagrada Majestad, ¿qué es lo que anda buscando por este desierto? Aquí tiene a su más fiel servidor, como tantas veces ha podido comprobar. Su vida ha estado en mis manos. Le podía haber hecho cualquier ultraje, sin que nadie lo hubiera podido saber, pero mi rectitud y buen intención de servirle siempre fielmente, hace que no quiera Dios traspase los límites debidos a mi Señor, el Ungido por orden de Dios”.

El Rey quedó sorprendido ante estas palabras, y, cuando quiso hablar, llegó la noticia de que se veía venir a pie unos que no se sabía quién eran, pero venía armados.

Saúl dio orden de que les mandaran venir, y preguntó a David cómo lo había tenido, verdaderamente, en sus manos y no lo había matado.

David puso la mano en el pecho, sacó la pieza que había cortado de su manto real cuando entró en la cueva, y dijo que lo había dejado con las armas sobre una roca detrás de la cual estaba escondido con Joab, su sobrino y otros tres Capitanes, pues los otros estaban apretados dentro del antro para salvarse, “hasta que Su Majestad pasara con el ejército, por miedo de que todos fueran asesinados”.

“Pero Dios Misericordioso, a quien había invocado en su ayuda con el salmo que comienza: “´Inclina Domine aurem tuam ad precem meam”, nos salvó. Vimos a Su Majestad entrar en la gruta, y posar, como he dicho, el manto sobre la roca”. Y siguió diciendo que él, había cortado cuidadosamente aquel trozo, no por desprecio, sino sólo para demostrarle su fidelidad; pues con sus propias armas le hubiera podido matar. -“Pero nunca jamás suceda esto, pues sería un pecado, que clamaría la venganza del mismo Dios”.

Cogió Saúl la pieza cortada al manto, y aplicándola, vio que cuanto había dicho era cierto, y le abrazó, diciéndole que él, David, no era digno de muerte, sino de honor.

Ante el Rey estaba su hijo Jonatán, que amaba cordialmente a David, pues lo había liberado muchas veces, avisándole de que huyera, porque su Padre quería matarlo. Y le dijo: -“Señor, David merece un gran honor, por lo que ha hecho por el Pueblo de Israel, librándolo de las manos de los filisteos, y no tuvo ninguna culpa cuando los hijos de Israel gritaban con alegría que Saúl había matado a mil y David a diez mil. Hirió al filisteo porque la mano del Señor estaba con él, y nunca se ha gloriado David de tantas empresas como ha hecho a favor de vuestra Corona, como han hecho y hacen cada día tantos otros, que le dan a entender una cosa y hacen otra, y más merecen desprecio que gloria.

Por eso, emplee a David en alguna empresa contra sus enemigos, pues tiene junto a él unos guerreros tan generosos, que es capaz de derrotarlos”.

Cuánto importa un buen consejo dado al Príncipe, sin pasión. Pues había otros consejeros que odiaban a David porque era justo y buscaba sólo la justicia, la verdad, y la observancia de la Ley Divina. Cuánto gozaba Jonatán viendo liberado a David de tantas persecuciones, sin haber tenido la más mínima culpa.

Llegó Joab con sus compañeros, y se encontró con la alegría en el campo, por la reconciliación del Rey con David, que no esperaba viniera. Jonatán mandó llamarlo. Entró con sus compañeros al pabellón del Rey, y postrado en tierra con sus compañeros, vio David con el Rey a Jonatán, que conversaban familiarmente, y se quedaron estupefactos; sobre todo porque David le había dicho que aquella era la voluntad de Dios, que los había liberado.

El Rey acogió a los compañeros de David con grandísima cortesía, y, como los veía a todos cansados y heridos por el viaje a pie, dio orden de que fueran refocilados, mandando tocar las trompetas, de alegría, para que todo el mundo supiera la alegría del Rey aquel día. Después ordenó publicar un bando de que todos se pusieran a la orden, para hacer una pública demostración, porque había hecho las paces con David. Después, victorioso por la sumisión de David, quería volver con él y sus compañeros a Jerusalén, para hacer que todos se alegraran, sabiendo que todos le querían bien.

Todo el ejército comenzó a gritar: -“Viva mil años el Rey que ha hecho las paces con David, y lo ha empleado para nuestro bien, como siempre ha hecho a nuestro Pueblo elegido!

David, contento y pacífico, cantando laudes a Dios, tocaba con su cítara, porque sabía que el Rey gozaba mucho con su sonido y canto, como lo había alegrado tantas veces cuando estaba inspirado; ya que, debido a su tristeza, no podía encontrar otro reposo y contento, más que cuando, por obra de Jonatán, hijo del Rey, le oía cantar y sonar.

Todas estas voces del ejército eran otras tantas flechas envenenadas para el corazón de Saúl, pues, aunque fingía quererle bien, comenzó a odiarle más que antes, pues pensaba que, si lo llevaba con él a Jerusalén, todo el pueblo lo seguiría, con menosprecio suyo, pues en vez de matarlo, lo llevaba glorioso y triunfante.

Jonatán, que de lejos veía los pensamientos del Padre, le exhortó a mandar a David con sus gentes a luchar contra los filisteos, ya que habían aumentado de nuevo y hacían mucho daño a las tribus de Israel, y lo eligió Capitán General Todo esto hacía el buen Jonatán, para que el Padre no persiguiera a David más que antes.

La misma persecución que el Rey David, sufrió el P. José de la Madre de Dios, pues, por la ambición de reinar, el P. Mario [Sozzi] de San Francisco, de Montepulcino, lo persiguió, junto con sus Compañeros; de tal manera, que lo maltrató con hechos y con palabras, como si fuera un Terciario.

Entre otras formas, un día, el pobre Viejo, al volver de fuera, encontró al P. Mario [Sozzi] sentado en el Patio. Como 1º Asistente que era, cuando el buen Viejo lo vio, se arrodilló delante de él, por ser Superior, y le pidió la bendición.

El P. Mario comenzó a decirle que era un soberbio fingido, hipócrita y cabezón, que todo lo quería hacer a su manera; pero que no lo conseguiría, pues quería ponerlo a dar clase a los pequeñines, para que aprendiera a obedecer a la Sagrada Congregación del Santo Oficio, que ya comenzaba a conocerlo y a descubrir sus llagas, y los Cardenales conocían su hipocresía.

–“Y pienso reducirlo a tal estado, que ni siquiera se lo puede imaginar. No crea que lo conseguirá tan fácil como lo consiguió, cuando los llevaron a prisión al Santo Oficio, que fueron liberados mediante engaño”. Y que pensaba hacerle tantas, que llegaría a morir desesperado de disgustos.

Cuando vio que el pobre Viejo no le respondía la más mínima palabra, se encolerizó más aún, al haberlo provocado tanto; y, al final, le dijo que se levantara de delante de él, y se retirara a su Celda.

El buen Viejo se puso en pie con cara alegre; sin decir nada le hizo reverencia, y se fue, mostrando no haber tenido el más mínimo disgusto. Nadie supo nunca este hecho, ni tampoco se habló de ello.

El Compañero del P. Fundador fue el P. Juan [García del Castillo] de Jesús María, llamado P. Castilla, que había sido Asistente de la Orden, y tampoco osó decir una palabra, sino, con santa paciencia, se fue llorando detrás del P. Fundador; al llegar a la celda seguía llorando, y quería hablar de la mortificación que le había hecho el P. Mario en presencia, no sólo de algunos alumnos, sino también de dos Gentileshombres penitentes, uno, del P. Fundador, y otro, del P. Castilla.

El P. Fundador se lo impidió, diciéndole aquel versículo de Job: -“Si bona suscepimus de manu Domini, mala autem quare non sustinemus? Es necesario tomar las cosas de la mano de Dios, y negar nuestra voluntad, si queremos adquirir algún pequeño mérito. Quiera Su Divina Majestad que el P. Mario ponga en ejecución lo que ha dicho, que yo estaré siempre dispuesto a obedecerle, mientras ocupe el lugar de Dios”.

Le ordenó que se guardara de hablar nunca de aquello con nadie, pues le daría un grandísimo disgusto. –“Dejemos obrar a Dios, que todo lo dispone para su mayor Gloria, y de él esperamos su retribución. Hagamos oración por el P. Mario, a fin de que el Señor lo ilumine, haga bien su oficio, y saque de él el fruto que debe”.

Los dos Gentileshombres que habían estado presentes en este hecho fueron los Señores D. Hipólito y D. Clemente Boncompagni, hermanos, y muy devotos del Fundador, lo cuales se quedaron admirados y escandalizados de la temeridad del P. Mario, y muy edificados de la paciencia del P. José, y porque

–como ya se ha dicho- uno se confesaba con el P. General y el otro con el P. Castilla, y casi todos los días venían a hablar con ellos sobre cosas espirituales de sus almas. Y luego se fueron hablando entre ellos, acerca de si debían tomar alguna decisión contra el P. Mario ante el Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, un gran amigo de D. Hipólito, para que él le hiciera alguna amonestación, “y no trate más al P. José de esa manera, a un hombre tan santo, porque lo ha maltratado mucho”.

Pensaron que, en vez de hacer esto, era mejor decírselo al P. Castilla, pare oír sus sentimientos, pues él había estado presente.

A la mañana siguiente volvió D. Hipólito a San Pantaleón; mandó llamar al P. Castilla, y, después de confesarse, como hacía cada mañana, le dijo si le parecía bien decir al Cardenal Ginetti lo que había hecho el día anterior el P. Mario al P. General, para que lo castigara, por haber perdido el respeto a un hombre como aquél, en presencia de los alumnos y de ellos dos, “pues es necesario tenerle el debido respeto”.

El P. Castilla le respondió que de ninguna manera lo hablara, porque daría un grandísimo disgusto al P. General, que le había dicho a él que no dijera ni una palabra a nadie, pues así obtendría algún mérito ante Dios. De esta manera, D. Hipólito, alzando los hombros, dijo: -“No disgustemos al P. General; se ve que los Santos, para merecer, no se preocupan por ser maltratados”.

También entre los Padres de Casa se comentó que el P. Mario había obrado muy mal, despreciando al P. General de aquella manera, en presencia de los alumnos. Cuando esto llegó a los oídos del P. Juan Esteban [Spinola] de la Madre de Dios, asistente, llamó al P. Santino [Lunardi] de San Leonardo, de Lucca, Asistente, y al P. Juan Francisco [Bafici] de la [Asunción], genovés, también él Asistente, y les contó lo que había hecho el P. Mario al P. Fundador, para que nunca más sucediera un escándalo tan enorme; pues, perdido el respeto al Cabeza y Fundador de la Orden, Dios los castigaría a todos los que estaban en el gobierno de la Orden; y, no porque la humildad de nuestro Padre no quería que se hablara de ello, por eso iba a estar bien. “Hay que poner remedio, no sea que suceda algo peor, que, después de todo, el P. Mario no es más que Asistente como nosotros, y no tiene mayor autoridad”, como se podía ver en el Breve hecho por Urbano VIII, que decía que todos juntos gobernaran la Orden, y no declaraba ningún otro particular; y el Secretario de Breves quizá no sabía que el P. Mario era el último de ellos en la Profesión.

Decidieron ir los tres al P. Mario, y le dijeron lo que hemos dicho antes. Él, con grandísima arrogancia, les respondió que era el Cabeza de la Orden, nombrado por la Sagrada Congregación del Santo Oficio, y nadie podía salir o volver a Casa sin su licencia y bendición; y el P. José de la Madre de Dios era súbdito como los demás, pues el Papa lo había suspendido del cargo, así como a los Asistentes, “tal como se ve en el Breve”. Que ellos no tenían por qué soportar esta mortificación, pues también eran Asistentes y debían defender su jurisdicción, “sin dejar campo al Viejo, que hace lo que quiere”.

El P. Santino de San Leonardo, que había profesado antes que los otros Asistentes, que fue uno de los de Santa María in Portico, a los que Paulo V unió a nuestra Orden (como se puede leer en otras Relaciones) le respondió que el Breve del Papa Urbano VIII no decía que él era la Cabeza de la Orden, sino que fuera gobernada por el P. Pietrasanta, Visitador Apostólico, y por los cuatro nuevos Asistentes; ni decía que el P. José de la Madre de Dios había sido privado de ser General, sino suspendido del cargo; y la suspensión no deroga, debe estar bajo la jurisdicción de los Asistentes, pero no maltratarlo de la manera como había maltratado a nuestro Padre; ni él tenía más autoridad que los demás Asistentes. Añadió que daría parte de esto a quien debía, y que él temiera la ira Divina contra los que no respetan al Padre y a la Madre, que es un mandamiento de Dios; pues había llegado a aquella dignidad por medio de mentiras, por todo lo cual Dios lo castigaría.

Viendo el P. Juan Esteban que se creaban disgustos, para cortar el discurso, propuso que se debía atender al gobierno de la Orden, y no andar buscando quién era el Cabeza. Que podían hacer una cosa, “que un mes cada uno haga de Cabeza de la Congregación, y proponga los asuntos de la Orden, para que no andemos con enfrentamientos; así, todos estaremos contentos, y las cosas se harán de acuerdo y en paz”.

En cuanto a las demás cosas, “cuando no hay humildad ante la ambición, no se puede vivir en concordia. Y si el P. General, por humildad, para darnos ejemplo, no ha hablado, nosotros debemos seguir sus huellas, porque nos enseña las virtudes, y así se evitan las contiendas y las pretensiones, que son la ruina de toda Orden”. El P. Mario no respondía, sino rumiaba como una oveja, como solía hacer siempre.

Después, los tres Padres, es decir, el P. Santino, el P. Juan Esteban y el P. Juan Francisco, se levantaron y se fueron a buscar al P. General, y le dijeron que le pedían, con toda humildad, que, cuando saliera o volviera, llamara a quien quisiera, sin pedir la bendición a nadie, porque así era mejor; que la mayor parte de ellos, los Asistentes elegidos por el Papa, así lo habían determinado; y que el P. Mario no era más que ninguno de ellos; “y, si hace falta, daremos información de todo Nuestro Señor [el Papa]”.

[El Padre General] les respondió que hicieran oración por ello, como había hecho él; y les pidió que no se enfrentaran al P Mario, porque tenía mano alta con Superiores Mayores; que era mejor ceder, “porque Dios así lo permite, y seguir su Santísima Voluntad; pues, con esto, la pobre Orden no ganará nada; y, con estas contiendas, el P. Mario se hará más fuerte, y dirá que el P. General, por su ambición, anda sublevando a los Asistentes, sus compañeros, para hacer lo que quiere, y no querrá reconocer a nadie. Así que seamos humildes y confiemos sólo en Dios, pues nadie nos lo puede quitar de encima. Y nada de rivalidades, sino déjenle hacer lo que quiera, que, al final, si el Señor no le da su protección desde arriba, ya se dará cuenta con el tiempo. Pidamos, pues, que el Señor lo asista, y no se deje guiar por el enemigo del género humano, pues mucho ayudan las oraciones hechas con recta intención, para que se convierta y viva como buen Religioso. Debemos también creer que Dios de todo sabe sacar algo para su mayor Gloria.

El Fundador concluyó diciendo que estimaba a todos como a sus Superiores, nombrados por la Santa Sede Apostólica, y no quería rechazar ninguna cosa de la obediencia. Sólo les pedía que los cuatros estuvieran unidos y de acuerdo; y si surgía algún disgusto, echaran mano de aquella sentencia: “´Vince in bono malum´, con la paciencia y la oración. Como hacía David, quien, cuando las persecuciones que le planteaba Saúl, se retiraba a hacer oración, y componía Salmos; y, si se lamentaba, se lo decía sólo a Dios, ante quien, luego, con su cítara, cantaba en su presencia; y, en medio de tantas persecuciones sufridas, sentía desdén de sí mismo y humildad. Se imaginaba estar en la presencia de Dios, de quien obtenía el fruto que deseaba en las tribulaciones; y no se desanimaba, sino que con la oración, con la humildad y con lágrimas, pedía su ayuda y paciencia para soportar por su amor tantos sinsabores y persecuciones.

“Lo mismo que sucede hoy a la Orden. Quiera Dios liberarla de tantos lobos vestidos de oveja, que se dejan vencer por la tentación. Debemos pedir por ellos, para que el Señor los ilumine y conozcan la verdad, para la salvación de su alma y beneficio del prójimo”. Y él no hacía otra cosa que orar por el P. Mario, y les pedía a ellos hacer lo mismo por él, “para que el Señor lo asista y le dé paciencia y fortaleza para soportar todo por su amor”.

Aquellos Padres quedaron tan apagados con este discurso, que no lo contradijeron en la más mínima palabra; al contrario, le prometieron soportar todo que lo que pudieran, y en toda ocasión.

[BUENOS AMIGOS, CONSEJEROS Y BIENHECHORES DE CALASANZ EN ROMA]

Visitaba con frecuencia al P. Fundador Monseñor Juan Andrés Castellani, antiguo amigo suyo, y le preguntaba cómo lo trataba el P. Mario, y si le daba todo lo que necesitaba, porque en su celda no veía más que al P. Castilla y al H. Lorenzo [Ferrari], su Compañero.

Le respondió que no le faltaba nada, ni podía quejarse del P. Mario, por quien hacía oración. “Que el señor lo asista para que cumpla bien con su oficio”.

Este Prelado se ofreció a hablar con el Papa y el Cardenal Barberini, para que fuera reintegrado en su cargo de Gobierno, porque las cosas de la Orden no iban bien, pues había tenido información del P. Ciriaco [Beretta], Superior de la Casa de Carcare, de que las cosas no caminaban como antes, sino se hacían entre pasiones, y a veces visitaba aquella casa, y veía gastos extraordinarios; y como la había fundado él desde sus cimientos, le había dado asignaciones para poder vivir, y seguía manteniéndola; pero le disgustaba mucho que se cambiara el estilo antiguo con órdenes políticas y no de espíritu.

El Padre le respondió que la ayuda la esperaba de Dios.

–“No es tiempo oportuno, porque estos Señores viven en sus negocios; el Papa está enfermo y no se puede hablar de estos asuntos, porque todo ha quedado en manos de la Congregación; yo no puedo decir una palabra, todo lo he remitido a la Providencia Divina, que de todo sabe sacar bien”.

Cuando el Prelado oyó esto, dijo que había elegido la mejor parte, y Dios encontraría el remedio oportuno cuando menos lo pensara. –“Por eso es necesario alabar al Señor, pues los sufrimientos son la piedra de toque; que también yo sufro muchos con Juan María Castellani, mi hermano, que no me deja vivir en paz y tranquilo, como quisiera”. Metió la mano en la bolsa, y le dio al Padre no sé cuántos escudos, como Caridad, para que pudiera emplearlos en sus necesidades, diciéndole:

-“Reciba esta Caridad, por ahora, y cuando los termine, mándeme al H. Lorenzo, que le daré lo que le haga falta; y no tenga ningún escrúpulo”.

El Padre cogió aquel dinero, y le dio gracias por la Caridad, ofreciéndose a pedir al Señor por él, “para que le dé salud y paz”.

Apenas se fue Monseñor Castellani, el buen Viejo fue enseguida a buscar al P. Mario. Le pidió la bendición, y le contó cómo le había dado una limosna de quince escudos, y que se la traía, para que la empleara en los gastos de la Casa; y, si le parecía bien, le dejara una parte “que me sirva para comprar devociones y dárselas a los bienhechores, y a los Señores polacos y alemanes que llegan a Roma y vienen a verme”. El P. Mario se embolsó el dinero, y al P. General le dio un testone[Notas 1], diciéndole que aquello bastaba para comprar devociones.

Cogió el testone el P. General, y con gran alegría, sin replicarle la más mínima palabra, le hizo reverencia, y se volvió a la Celda, con gran paz y quietud. Llamó al H. Lorenzo, su Compañero, y se lo dio, diciéndole que procurara comprar estampas, para dárselas a los bienhechores.

El H. Lorenzo le preguntó qué había hecho de los quince escudos que le dio Monseñor Castellani para que los empleara en lo que quisiera, y le respondió que los había llevado a la obediencia, y sólo le había concedido aquel testone, para comprar devociones.

El H. Lorenzo le replicó que la intención de aquel Prelado había sido que los guardara para alguna circunstancia de necesidades suyas, y no para dárselos al P. Mario, “que Dios sabe en qué los gastará”; y que informaría de ello a los Padres Asistentes, “para que se los dé al ecónomo de la Casa, que, de lo contrario, de ellos no se volverá a ver ni la sombra”.

El Viejo le contestó que se callara y no dijera nada de aquello, que no se lo dijera a nadie, porque él había cumplido con su obligación; y si el P. Mario lo gastaba mal, él daría cuenta a Dios; que pensara siempre bien de su Superior, y no anduviera investigando sus acciones; que se tranquilizara, que no hablara más de aquello; que el Señor tenía bolsa grade, y le proveería de lo necesario, como siempre había hecho en las necesidades más extremas; que sólo bastaba tener fe en él.

También venía a visitar al P. General el Sr. Pedro della Valle, hombre tan docto y de tanta integridad de vida, que le exhortaba a buscar influencias en beneficio de la Orden; que, si quería, trataría con los Cardenales de la Congregación para que le arreglaran pronto sus intereses, porque de aquella manera no podían seguir; que era necesario se hiciera pronto, tanto más cuanto que se estaba metiendo de por medio un Padre jesuita, “que sabe Dios qué intención tiene en su mente, porque desde que fue fundada esta Orden, parece que los jesuitas la han tenido siempre la ente cejas, y yo nunca he querido que mis hijos vayan a otras Escuelas más que a las Escuelas Pías, porque Su Paternidad les ha enseñado, usted mismo, con toda caridad, y sin parcialidad con nadie; y ahora que son mayores, le enseña el P. Carlos [Mazzei] de San Antonio de Padua, de Ancona, que le enseña lengua de Cicerón, con la que yo mismo me deleito, y leo gustoso sus Composiciones y Academias.

El Padre le dijo: -“Le agradezco el afecto, pero, por ahora, no es tiempo de tratar estos asuntos. Sé lo grande que es su Autoridad ante aquellos Señores Cardenales; sin embargo, como están desorganizados por la enfermedad del Papa, no pueden dedicarse a un asunto de tanta importancia. En cuanto a los Padres jesuitas, nuestro Instituto no tiene nada que ver con ellos, porque nosotros tenemos las escuelas elementales, y no podemos enseñar más que la Gramática, la Retórica y los Casos de Conciencia, y ellos enseñan todas las ciencias, con lo que, verdaderamente, hacen un gran beneficio a la Iglesia de Dios. Y que el P. Pietrasanta tenga otros sentimientos distintos del deber de su oficio, dejémoslo todo a Dios, pues no podrá hacer más que lo que Su Divina Majestad le permita, en el cual, y en la Santísima Virgen se apoya nuestro Instituto. No hay duda de que algunos tienen entre cejas nuestros ejercicios [escolares], porque algunos de los nuestros han traspasado algún límite, queriendo dar a conocer su ingenio; pero porque algunos jesuitas no sabían enseñar, y los niños no aprovechaban como debían, de donde surgieron algunos disturbios. Y yo, para que esta lucha no siguiera adelante puse los remedios oportunos, a fin de que nuestros Padres cedieran ante los Padres Jesuitas. Si después, en Cerdeña, surgió la disputa en el Senado entre nuestros alumnos y los de los Padres jesuitas, que se llevaron la peor parte, nosotros no tuvimos la culpa, pues fueron ellos los que provocaron a los nuestros; sin embargo, para tranquilizarlos, ordené enseguida llamar de Cagliari al maestro de Retórica a Italia, para evitar los disgustos. Si después ellos sospechan otra cosa, la culpa no es nuestra, sino de ellos”.

El Señor Pedro della Valle quedó muy satisfecho, ofreciéndose a todo lo que el P. José le dijera que hiciera.

Otro que también acostumbraba a visitar a nuestro P. General era Monseñor Francisco Ingoli, Secretario de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, y de la del Ceremonial Apostólico; hombre de gran bondad y santidad de vida. Él fue el causante de que se hiciera la Congregación de Propaganda Fide y se ampliara, por no decir que fue el fundador de ella.

Este Prelado venía con frecuencia a visitar y consolar al P. General, y a exhortarle a que buscara ayuda, porque muchas veces los Cardenales, en la Congregación, habían hablado de que no sólo no comparecía nunca para informarles, sino, cuando se le preguntaba algo sobre los que le perseguían, siempre hablaba bien de ellos, y los compadecía. Por eso le decía que era conveniente que apareciera y dijera claramente sus sentimientos, y después, en las Congregaciones, le dejara hacer a él, que les informaría, porque todos tenían recta y sana intención.

El Padre le respondía que él estaba bajo la obediencia de la Santa Sede Apostólica Romana, guiada por el Espíritu Santo, y querer informar a aquellos Señores le causaría más daño que utilidad, porque el P. Mario era poderoso ante Monseñor Asesor [Albizzi, que guiaba nuestros intereses, es decir, los de la Orden; y por eso no le parecía bien, para no ponerlo peor de lo que estaba; que todas sus esperanzas y las de la Orden las había puesto en manos de la Providencia Divina, “que de todo sabe sacar provecho para su gloria”. Y por eso no era necesario se tomara ninguna molestia; que cuando fuera necesario le suplicaría sus favores, sabiendo lo eficaz que era ante el Sr. Cardenal Barberini y el Cardenal Julio Caponi

Cuando murió nuestro Padre José, Monseñor Ingoli y Monseñor Scannarola dijeron muchas veces al Cardenal Barberini que había muerto el P. Fundador de las Escuelas Pías, a cuya muerte había acudido toda Roma, y había hecho muchos milagros evidentes; y que Dios había permitido que sus mayores perseguidores hubieran muerto antes que el Siervo de Dios, “pero estas maravillas de nada aprovecharon a su salvación, porque uno murió por el fuego de San Antonio, otro de un cáncer a la garganta, otro de muerte repentina, otro de lepra, y sin embargo se han creído sus patrañas”.

Si se quiere ver hasta qué punto este Siervo de Dios estaba enraizado en las virtudes, conviene saber que, habiéndole exhortado Monseñor Ingoli a que se dejara ayudar, siempre le respondió que la ayuda la esperaba de Dios y no de los hombres; más aún, más bien compadecía a sus adversarios, diciendo que se dejaban engañar por el demonio, y Dios lo permitía para que se ejercitara en ganar algún mérito.

El Cardenal Barberini quedó muy consolado de esto, y dijo a Monseñor Ingoli que él siempre había tenido del Padre un concepto de gran Siervo de Dios; que lo había visto muy claro, sobre todo en la Caridad con el Prójimo. –“Y Dios ha permitido en él tantos sufrimientos, para purificarlo en esta vida y glorificarlo en tierra después de muerto. Procuremos ayudar a su tiempo a su Orden, porque verdaderamente se lo merece. Y Dios perdone al que fue causa de tanto disturbio, pues cada día llegaban memoriales contra él; y, cuando muchas veces conseguía que hablara, siempre me daba la misma respuesta, es decir, que de quien se ponía en contra suya no sabía nada; y todos los memoriales que caían en sus manos los mandaba romper, porque los veía muy apasionados.

Todo esto me lo contó a mí el mismo Monseñor Ingoli, cuando me traía las Relaciones de los progresos que hacían nuestros Padres en Germania y Polonia, a favor de la Conversión de los herejes a nuestra santa fe, relaciones que hoy se encuentran en el Archivo de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide. Más aún, dicho Prelado me añadió una vez que si el Papa Inocencio X moría antes que él, de aquel pergamino, en el que estaba escrita la supresión de la Orden, conseguiría hacer tapones de frascos, por los muchos capítulos de nulidad.

Nadie se podría imaginar los esfuerzos que hacía el P. Mario cuando venía algún personaje a visitar al P. General, pues siempre tenía a la puerta a un confidente suyo que le llevaba alguna embajada de que venía tal Prelado a visitarlo; y enseguida le daba la misma respuesta, o que el Padre se encontraba ocupado o que era viejo y no podía negociar.

Eso le sucedió un día al Condestable Colonna, que envió por delante de él a un Palafrenero suyo con una embajada de que venía el Condestable a visitar al P. General. Mientras daba este aviso al Portero, llegó [el H.] Antonio, ´el de la Harina´ y, al preguntarle qué quería, le dijo que el Padre era viejo y no daba ya Audiencia a nadie. Mientras tanto, llegó el Príncipe, se bajó de la carroza, y, al oír esta respuesta, subió a verlo, diciendo que no era viejo como pensaban, que bien sabía él las intrigas que se traían.

Enseguida se lo musitaron al P. Mario, el cual estaba dudando si ir adonde el P. General, para cortarle la conversación, pero el P. Juan Antonio [Ridolfi], boloñés, que era más listo y político que él, le dijo que de ninguna manera fuera allí, porque el Condestable estaba cerrado con el viejo en la Celda, como solía hacer con frecuencia, y en el Oratorio estaban sus Gentileshombres, que, de seguro, le causarían alguna afrenta, pues “con estos Señores no se puede andar con bromas”, y que Antonio ´el de la Harina´ había hecho mal en darle aquella respuesta; por eso no se atrevió ya a ir, sino que, rumiando, como era su costumbre, le respondió: -“Que haga lo que quiera, que nunca podrá conseguir nada, porque tenemos buenos valedores”.

Era tanto el odio que el P. Mario tenía al P. General, q ue siempre ponía a alguno a vigilar quién de los nuestros iba a verlo; y, cuando sabía que alguno iba, lo llamaba, y le preguntaba de qué había tratado con el Viejo; y que no estaba bien ir a molestarlo. Con estas palabras maliciosas andaba hurgando siempre algo que había premeditado.

Por el contrario, enviaba a alguno de sus secuaces para probarlo y descubrir su intención; pero nunca pudieron sacar de su boca más que buenos consejos, y que hicieran oración, encomendando a Dios el buen gobierno de la Orden. Las cosas que después contaban al P. Mario eran otros tantos dardos envenenados que le causaban grandísima pena.

El que descubrió esto fue el H. Juan Bautista [Viglioni] de San Andrés, alias el Moro. Éste, cuando no tenía nada que hacer, siempre iba adonde el P. General, y hablaba con él horas enteras, sin contar nada a nadie.

Una tarde, lo mandó llamar el P. Mario, y le preguntó qué negocios trataba con el Viejo, que bien sabía tenía quien lo servía; pero le bastaba el P. Castilla y el P. Pedro, que con ellos podía charlar lo que quisiera, que “quien va allí sin licencia va contra la voluntad de los superiores mayores”.

El Hermano le respondió al P. Mario que él no quería acusar ni despreciar a nadie, que iba por su cuenta adonde el Padre, porque le enseñaba cómo debía adquirir el Espíritu, y lo enderezaba por la vía de la perfección; nadie le podía prohibir que fuera, y, si se lo pedían los Superiores Mayores, les contaría lo que le enseñaba el P. General, “y lo que usted enseña a sus favoritos; pues no se avergüenza de poner espías, para ver quién va a visitar a nuestro Padre; desista de hacer esto, de lo contrario, si encuentro alguno espiando, le sacudiré en la Cabeza, y luego se van a enterar los Superiores Mayores. Estos Señores Cardenales me han preguntado muchas veces sobre su comportamiento con el P. General, y siempre los he excusado, porque a veces está preocupado por los problemas, pero ahora que veo que esto es odio enraizado, estoy obligado en conciencia a decirles la verdad. Añádase aún que, quienes charlan con usted son la escoria, los Relajados de la Orden; y, para desahogar sus venganzas se sirve de este tipo de hombres, depende de su consejo, y no de los Asistentes que le ha designado la Sede Apostólica. Estos cómplices suyos se vengan con usted, mediante las mortificaciones que ha recibido del P. General, no por odio, como hace usted, sino para que se enmiende de sus acciones, para la salvación de su alma. Nosotros ahora estamos solos; y si le digo esto, lo hago por caridad” (Ver la continuación en la Pare XI, que comienza con: ´Estaba atento…´).

Notas

  1. Moneda de plata, entre los siglos XVI y XIX.