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PARTE SEXTA V [PARTE 4ª V] [SOBRE EL BREVE DE REDUCCIÓN Y EL DESGOBIERNO DE LA ORDEN EN TIEMPOS DE LOS PADRES PIETRASANTA, CHERUBINI Y RIDOLFI]

J.M.J.

Pax Christi

A 2 de noviembre de 1675

Muy Revdo. Padre en Cristo,

P. Fray Egidio de Marigliano

Estaba pensando en algo en que pudiera entretenerme, para mi provecho y fruto espiritual, por ser la fiesta del Glorioso San Carlos Borromeo, mi Protector especial, de quien tomé su Nombre en la Orden, por ser el Patrón de mi Patria, que vendió sus tierras por cuarenta mil escudos de oro, y distribuyó su precio total a los Pobres, como se lee en su vida, y en la lectura del Breviario Romano, en esta fiesta del Santo.

Después de un tiempo de reflexión, quería coger la pluma, para escribir algo que han sucedido hace pocos días, pero me han venido a la memoria unas cosas que me contó el V. P. José de la Madre de Dios, nuestro Fundador, sobre las virtudes de San Carlos Borromeo, a quien él conoció, y se encontró en la Beatificación del Santo, hecha por en el Pontificado del Papa Paulo V. Así que me he comprometido a escribir un hecho.

Aunque el V.P. José estaba lejano de algunos Padres que sufrían en Mesina, se cree, con seguridad, por las señales y palabras escritas por él mismo, que después estuvo allí presente para consolarlos y ayudarlos, no sólo con palabras de vida, sino también sosteniéndoles con lo necesario, como se verá en esta Relación que me entregó el P. Cosme [Chiara] de Jesús María, antiguo General de nuestra Orden, que fue testigo principal en todo este relato, que me entregó el día 25 de enero de 1675, con ocasión de pasar por Nápoles, camino de Roma, para ganar el Jubileo del año Santo, permaneciendo en la Casa de la Duchesca hasta el mes de julio del mismo año, y volviendo a Palermo, donde ahora tiene la Residencia. Esta fue, precisamente, una ocasión, como la que esperábamos, para conocer las virtudes del V. P. José, Fundador.

Daremos comienzo a esta Historia mostrando primeramente qué individuos ponían al frente del gobierno de las Casas de las Escuelas Pías, para desastre de nuestra Pobre Orden, como sucedió cuando gobernaban el P. Silvestre Pietrasanta de la Compañía de Jesús, Visitador apostólico, el P. Esteban [Cherubini] de los Ángeles, Procurador General y Superior General, y el P. Juan Antonio [Ridolfi] de la Virgen María, boloñés, Secretario.

Éstos tres individuos, pues, nombraron Superior de la Casa de las Escuelas Pías de Mesina a un tal P. Carlos de San Francisco, en el siglo llamado Carlos Pitrù, de Mesina, donde antes habían estado de Superiores los mejores individuos de la Orden, tanto en letras como en espíritu, el P. Pedro [Casani] de la Natividad de la Virgen, el P. Melchor [Alacchi] de Todos los Santos, el P. Onofre [Conti] del Smo. Sacramento, que aún vive, el P. Juan Bautista [Costantini] de Santa Tecla, hombre dignísimo en la observancia, el P. Pedro Francisco [Salazar Maldonado] de la Madre de Dios, fundador en el Reino de Sicilia, el P. Juan Domingo [Franchi] de la Cruz, muerto en Polonia en opinión de gran santidad, el P. Vicente [Berro] de la Concepción, modelo de observancia, y otros hombres excelentes, enviados al gobierno de aquella Casas por nuestro V. P. José de la Madre de Dios, nuestro Fundador, para dar el ejemplo que se debía dar en aquella Ciudad, e implantar en ella, no sólo las letras humanas, sino también las virtudes espirituales, en las que se ejercita nuestro Instituto.

Después de que éste P. Carlos tomó el gobierno, el año 1645, con grandísimo aplauso, por ser ciudadano de Mesina, y nacido en medio de cierto regalo, como era muy conocido por los Padres observantes, parecía que no se fiaban mucho de su espíritu; primero, porque era joven y aún le hervía la sangre; y después, por no tener ninguna experiencia, pues nunca había salido de su patria, para ejercitarse en las costumbres de la Orden.

Continuó su gobierno hasta el mes de agosto del año 1646, y después prevaricó, como ahora se verá.

Cuando salió el Breve del Papa Inocencio X sobre la Reducción de la Orden a Congregación sometida a los Ordinarios de los Lugares, que fue el mes de marzo de 1646, éste P. Carlos, con su Compañero, y un tal P. Alberto [Sansoni] de San Plácido, también él de Mesina, enseguida se hicieron con el Breve, para dejar el hábito de la Orden y hacerse Curas Seculares; pero no pusieron enseguida su plan en ejecución, porque tenían intenciones más ambiciosas. Más aún, se descubrió que el P. Alberto trataba de vender nuestra Casa para hacerse con Patrimonio, y repartir después el dinero entre ellos, como paisanos que eran. Así que las cosas fueron a peor. Cada uno hacía, a su aire, lo que quería, dañando al Instituto y a las Escuelas, para convertirse en Cabeza infecta, seguido por otros miembros paisanos suyos, con escándalo de los demás de la Casa.

Cuando descubrieron esto los Padres que no eran de Mesina, y, aunque eran de la misma Isla, estaban: el P. Hilarión [Preterari], el P. Mateo [d´Aquino] de Bova, y el P. Cosme [Chiara] de Jesús María, recién ordenado Sacerdote, y otros jóvenes palermitanos, que comenzaron a ingeniárselas, para no someterse al Arzobispo de Mesina, como mandaba el Breve, y recurrieron al Juez de la Monarquía, para que los protegiera, y fuera él quien tomara posesión, como efectivamente hizo con gran asistencia al acto.

Por no pareció bien hacer entonces la instancia al Juez de la Monarquía, para llegar a la elección del nuevo Superior, porque faltaba el P. Horacio [Grossi], que era el más viejo y observante, que había ido a Palermo para sus asuntos, y también quería escribir a Roma al V. P. Fundador, para que les enviara algún Padre que los gobernara.

Por esto que hemos dicho, los Padres andaban cautelosos, observando las andanzas de aquéllos, para evitar lo que pudiera suceder.

Había también otro Clérigo Profeso, de Mesina, llamado H. Carlos de Nuestro Señor, en el siglo, Carlos Marino, Gentilhombre de la primera Nobleza, que recibió el hábito el año 1639. Éste era hijo único de su madre, no solamente muy rica, sino Noble, que ya le había elegido mujer, porque aquel matrimonio lo planeaba la madre, sin contar con su voluntad, porque él quería hacerse Religioso de las Escuelas Pías, donde había estudiado; por eso no aceptó el matrimonio y se hizo Religioso. La joven, al verse engañada, cayó en tal melancolía, que murió de puro dolor, con gran disgusto de sus parientes y dolor de su madre, que había preparado aquel matrimonio, para tener descendencia en su familia, y hacerlo a él heredero de sus riquezas.

Cuando Carlos Marino vio aquellos ejemplos, sobre todo que el Superior y otros se habían acogido al Breve, se fue sin decir nada al P. Rector de los Padres jesuitas, y le preguntó si podía, con conciencia tranquila, dejar el hábito de la Orden y hacerse secular, e incluso casarse, aunque era Clérigo Profeso, “dado que el Papa ha destruido la Orden, y la ha reducido a Congregación de Curas Seculares, como la de San Felipe Neri, erigida en Roma en Santa María in Vallicella”; pues ellos, como Curas Seculares podían ir a sus Casas cuando les apetecía. Quería le aconsejara lo que podía hacer, pues también deseaba dar gusto a su madre; tanto más, cuanto que veía lamentables las cosas de las Escuelas Pías; se vivía con poco orden, y cada uno hacía lo que quería; y que, por eso, ya no estaba animado que continuar en ella.

El P. Rector lo consoló con aquella fina Retórica que anidaba en su corazón -inclinándose por los deseos del tentado joven- y le dijo que volviera, que quería consultar el Caso con otros Teólogos; y, si fuera necesario, escribiría incluso a Roma, donde el P. Pietrasanta estaba completamente informado del estado de las Es cuelas Pías. Pero, mientras tanto, que no hablara de esto con nadie, para que no se divulgara, ni se enteraran los Padres de las Escuelas Pías, y evitar un disgusto; sobre todo, estando ellos, como estaban, bajo la protección de la Monarquía. Que volviera a los dos días, y le daría la respuesta; pero que estuviera atento, y no contara nada a su Compañero. Y después lo despidió, acompañándolo hasta la puerta, diciéndole en voz alta -para que el Compañero lo pudiera oír-, que hablaría con su Señora Madre, cuando fuera a confesarse con él; que volviera, que le daría una respuesta que le gustaría.

A los dos días volvió Carlos Marino adonde el P. Rector, y le respondió que había ordenado estudiar el Caso a Teólogos de la Compañía, y eran del parecer que podía dejar el hábito, dado que el Papa había cambiado el estado de la Orden, y la había reducido a Congregación secular como la de San Felipe Neri, donde sus Religiosos se pueden ir cuando quieran. En cuanto poder casarse, creen que también lo puede hacer; pero, para mayor cautela, a sus Padres les parece bien escribir a Roma, a un Padre de grandísima santidad de vida, quien lo consultará con el primer Teólogo de la Compañía, que le dirá la verdad; y según ésta, podría actuar después, y tomar una determinación; “porque las Escuelas Pías ya no existen, ni tienen esperanza de resucitar”; además de otras palabras melosas, pero llenas de veneno, que aumentaron más la tentación de Carlos. Tanto, que determinó dejar el hábito cuanto antes, sin el Breve, y vestir de secular, como hizo a los dos días, yéndose a su casa. Y no pasaba día en que no fuera a hablar con el P. Rector de los Padres jesuitas, para que escribiera a Roma, pues quería casarse.

El P. Rector escribió al P. Pedro Caravita, hombre, verdaderamente, de grandísima caridad, pidiéndole, bajo absoluto secreto, que viera el voto que habían emitido los Teólogos de la Compañía de Jesús de Mesina, sobre si un clérigo profeso de las Escuelas Pías podía casarse, estando vigente el Breve del Papa Inocencio X, que los había liberado de los votos y reducido a curas seculares.

Recibida la carta, el P. Pedro Caravita se la enseñó al P. D. Torcuato de Cupis, Examinador Apostólico, tanto de Obispos como de Sinodales. Éste, sin leer el Breve, ni el de la Reducción a Congregación, ni los que cogían los particulares para hacerse Curas, que no les dispensaba más que de la pobreza, y decían que ejercitaran el Instituto. Así que, una vez leído el voto llegado de Mesina, no sólo lo aprobó, sino que añadió tres cosas más, perjudiciales para los Pobres Padres. Se lo dio al P. Caravita, que se lo mandó al P. Rector de Mesina.

Recibida la respuesta de Roma, el P. Rector mandó llamar a Carlos Marino, y le enseñó la respuesta. Le dijo que podía casarse a su gusto, porque no existía ninguna dificultad, como había afirmado el primer Teólogo de la Compañía, que era incluso Ministro del Papa, “y había añadido aún otras cosas”.

Seguro con esta respuesta, Carlos Marino se casó, y tuvo cuatro hijos hasta el año 1654.

Las noticias de este caso llegaron a Roma, pero no se hizo ningún comentario, no fuera que con este ejemplo se solicitara alguna declaración de la Sede Apostólica, sobre todo porque en ente asunto se veía la mano del P. D. Torcuato de Cupis, hombre acreditado, no sólo ante todos los Cardenales, sino también ante el Papa Inocencio X, que aún vivía.

Al P. Juan Carlos [Caputi], sin embargo, le pareció bien comunicarlo al P. Vicente [Berro] de la Concepción, como su mejor confidente, para que mandara estudiarlo, y poderse servirse de los Breves en las ocasiones que pudieran surgir.

Los dos determinaron hablar secretamente al P. Lezana, carmelita, al P. Diana, al P. D. Tomás del Bene, y al P. Pascualigo, los cuatro teatinos, y examinadores de Obispos y de Sinodales, igual que lo era el P. Torcuato de Cupis, el jesuita.

Mandaron copiar los Breves, sobre todo el que aprovechaban los que querían salirse de la Orden, y se los llevaron, secretamente, a estos teólogos, a los que contaron el Caso, para oír sus pareceres, la ridiculez del voto emitido por los Padres jesuitas de Mesina, y la aprobación del P. Torcuato de Cupis, que era Compañero suyo en el examen.

Cuando aquellos doctos Padres vieron los Breves, se rieron de la resolución tomada por los Padres jesuitas, dado que los Breves hablaban muy claramente. El 1º, no daba ninguna autorización; se la daba solamente a los Curas Seculares, sometidos a los Ordinarios de los Lugares, “dummodo habeant unde se alere, possint[Notas 1]”. Estos cinco Padres concluyeron, pues, que el caso era complicado -y sobre él podía actuar el Santo Oficio-; por eso, era mejor dejarlo correr, para no inflamar ningún fuego peligroso; que, con el tiempo se podría aclarar. Sobre esta consulta no se volvió a hablar hasta el año1654, como se dice a continuación.

El P. Carlos [Pitrù] gozaba de libertad, como Superior hacía lo que quería, y todo iba cada vez peor; cada cual llevaba el agua a su molino, porque a todos les gustaba la libertad; pero a costa de grandísimo dolor de los observantes.

Un día del mes de mayo de 1646, después de la comida, mientras todos los Padres y Hermanos estaban en la Recreación habitual, Carlos Pitrù, vencido por el demonio meridiano, fingió que leía un escrito enviado por no sé quién, que le anunciaba que su hermano estaba para morir, y si quería encontrarlo vivo, fuera pronto a encomendarle al alma, porque se encontraba en un peligro tan grande, que quizá aquella misma noche podía pasar a la otra vida, tal como habían dictaminado los médicos.

Suspiraba con palabras fingidas, y dijo a los Padres que hicieran oración por su hermano, que estaba a punto de morir; y que debía ir a verlo; que quizá aquella tarde permanecería allí, pues, como estaba fuera de la ciudad de Mesina, no le sería fácil volver, les encomendaba la casa, y que a la mañana siguiente, a buena hora, volvería. Llamó a su fiel Compañero, que también tenía ya el Breve, y se marcharon.

En cuanto se fueron, el P. Mateo [d´Aquino], de Bova, llamó a un Compañero, se puso detrás sin dejarse ver, y observaron que el P. Pitrù y su Compañero entraron en casa de una mujer; y, percatándose, a escondidas, de lo que hacía, vio a Pitrù vestido de secular, asomado a la ventana, con un gabán de escarlata; que estaba hablando con su Compañero, vestido igualmente de secular, detrás de los cuales había dos mujeres.

El P. Mateo quería avergonzarlos, y gritar por el camino, pero el Compañero le suplicó que no lo hiciera; que era mejor volver por la tarde, y por la noche les obligarían a volver también a casa, sin dar causar bochorno a nuestro hábito, y sin que se rieran nuestros enemigos; los Padres también lo verían mal, y todos se opondrían.

El P. Mateo se tranquilizó con esto. Salieron, y, a pesar de todo, comenzó a gritar por la calle, y a decir mil despropósitos contra los que le habían hecho Superior, y contra los frutos que había producido el Breve que había salido. Decía que él quería hacer sabedor de todo al Vicario General, para que los castigara como merecían.

Tanto consiguió el Compañero con sus buena palabras, que logró conducirlo a Casa, donde el P. Mateo contó el hecho a los Padres Sacerdotes, para que vieran lo que se podía hacer, “de lo contrario, estoy dispuesto a ir donde el Vicario General”.

Quería apagar este fuego todo lo que podía, para que no lo supiera nadie, a excepción del P. Cosme [Chiara] de Jesús María; pues, aunque era joven, y pocos meses antes había dicho la primera Misa, daba la clase de Retórica, y ponía muchos castigos a los alumnos, le pidió, por amor de Dios, que se tranquilizara, que por la tarde se hablaría de ello, encontrarían un remedio; que, como estos dos tenían el Breve para salirse, su pensamiento era que lo hicieran sin ruido ni escándalo de los alumnos; y si no lo hacían por las buenas, acudirían al Juez de la Monarquía, para que lo hicieran por la fuerza.

Este término medio les pareció bien a los Padres, con lo que se aconsejó al P. Mateo que se serenara, pues él ya estaba decidido a acudir al Vicario General, aunque le habían dicho que el Superior de ellos era el Juez de la Monarquía; pero, antes de de acudir tan pronto a un castigo público vergonzoso, era mejor remediarlo, tomando ellos mismos la decisión de marcharse al mundo.

El P. Mateo se calmó, aunque con grandísima dificultad; como tenía miedo de que todos los Padres se le pusieran en contra, prefirió aceptar su voluntad.

Por la mañana, al terminar la oración mental, fue el Sacristán a abrir la Iglesia, y llamó al P. Cosme [Chiara] de Jesús María, para que fuera a decir la primera Misa. Mientras el P. Cosme se estaba preparando, entró en la Sacristía Carlos Pitrù, y su Compañero, todo sofocado; se sentó, y comenzó a decir al P. Cosme y al Sacristán que estaba cansado de haber permanecido toda la noche vigilando al moribundo, y luego había venido corriendo, a poner orden en la Casa; y aún tenía que volver por la tarde, pues creían que se moriría.

El P. Cosme se puso en pie y le dijo que se retirara a la Celda, no se dejara ver de nadie, ni fuera a la cocina, sino se cerrara en la celda, mientras él decía la Misa; y que lo mismo hiciera su Compañero; porque los Padres sabían bien dónde habían estado durante la noche; y si no hubiera sido por él, los habían metido en prisión. Pero, sobre todo, “¡no se dejen ver!”.

Se retiraron los dos a la celda sin que nadie los viera, pero estaban desconcertados; no sabían qué camino tomar, pues tenían algunos de la Casa que les eran contrarios, y fácilmente les echarían en cara lo que habían hecho; y, si se imaginaba algo el Juez de la Monarquía estarían perdidos, porque los había exhortado a la observancia de sus Constituciones, y que ejercitaran su Instituto con toda perfección.

Todos los Padres se habían retirado a sus ocupaciones, y nadie los vio entrar en sus celdas. Pero empezaron a comentar entre ellos lo que había dicho el P. Cosme, y lo estaban esperando con ganas, para que dijera su intención, y decidir lo que debían hacer, sobre todo por el remordimiento de conciencia de lo que habían hecho.

Terminada la misa, el P. Cosme se fue a la celda del P. Pitrù, y les echó en cara lo que habían hecho (lo que no pudieron negar, pues les daba todo tipo de señales de dónde habían estado, y que los habían visto algunas personas; aunque nunca quiso decir quiénes habían sido), y que algunas Señoras querían acusarlos directamente al brazo eclesiástico, para que los castigara; pero él había logrado que no lo hicieran; primero, para no manchar la reputación del hábito de las personas, y después, por la jurisdicción entre la corte Arzobispal y la Monarquía; pues era ésta la que se había hecho cargo del gobierno de la Casa, y podría dar algún escarmiento, ante tanto desprestigio de nuestro hábito; “y sabe Dios lo que habría ocurrido, siendo una cosa tan grave”. Su parecer era que, como tenían el Breve para irse a sus casas, lo hicieran, y, sin que nadie los viera; se fueran en santa paz, Pitrù le dejara a él las llaves y todo lo que había en casa, y se fueran cuando los Padres estuvieran ya en clase; que, sin que nadie los viera, podían salir por la puerta de la Iglesia, permaneciendo algún día sin dejarse ver por los nuestros; y lo demás se lo dejaran a él, que arreglaría en cuanto pudiera, salvando su reputación y la de nuestro hábito; porque, de lo contario, se producirían muchos males, y tendrían disgustos que no eran fáciles de remediar. Mientras tanto, podían arreglar sus cosas con buena opinión, e irse con un pretexto honroso, porque tenían el Breve del Papa, y podían hacer lo que les pareciera, tanto más, cuanto que Pitrù tenía enfermo a su hermano, a quien podía ayudar, pues era una persona que vivía con holgura, y pero a él lo necesitaba.

En un primer momento se quedó en suspense, pero, cuando vio que era la pura verdad, decidió darle las llaves y quince doblones de aquella moneda -que en la napolitana equivalían a quince carlines- excusándose de que no tenía más dinero, porque aquel día el H. Vito [Aversa], el limosnero, los había llevado y andaba gastándolos para las necesidades de la Casa y de los Padres; que había hecho muchos gastos, y no quedaba más.

Al P. Cosme le parecía mil años el tiempo para que se fueran, y solamente le dijo: -“Dios proveerá a la Casa en sus necesidades”.

Hicieron sus bultos, con ropa y lo que podía pillar, y, finalmente, se despidieron y se fueron.

Entregó al P. Cosme la llave de su celda; pero, mientras bajaba la escalera, lo vio el P. Mateo, y al momento comenzó a gritar: -“¡Traidor! ¡Y se ha atrevido a venir a Casa! ¡Ahora te mostraré lo que sabes hacer! Y, refunfuñando, se metió en la celda, para coger el manteo, las sandalias y el sombrero. Mientras tanto, Pitrù y si Compañero se fueron por el camino más corto, acompañados por el P. Cosme, hasta la puerta de la Iglesia.

El P. Mateo llamó a un Compañero y se fue rápidamente al Palacio Arzobispal, rezongando por el camino que quería que los castigara el Vicario General.

Bajó el P. Cosme, para contener al P. Mateo, pero vio que ya había salido. Llamó a un Compañero, y se fue con él al Palacio, donde encontró al P. Mateo, que paseaba solo en la sala, reflexionando consigo mismo lo que debía decir al Vicario General.

Cuando vio al P. Cosme, se le acercó y le dijo que estaba de acuerdo con el Superior, y quería echarle una mano; por eso quería decírselo todo al Vicario General, “para que castigue a los culpables, que avergüenzan a la Orden”.

Se acercó a él el P. Cosme, y le dijo que también él había ido por la misma razón, y le ayudaría ante el Vicario, para que los castigara como era justo; pero que procurara no hablarle cuando saliera a acompañar a algún Caballero, sino, sólo le suplicara que le diera audiencia secreta en Cámara, que luego él mismo le aprobaría todo lo que le dijera, pues era necesario castigarlos como merecían, ya que estaban haciendo que se perdiera el buen nombre que los Padres tenían en la Ciudad. Pero que, mientras tanto, convenía que sus Compañeros volvieran a Casa, porque llegaba la hora de comenzar las clases, y no faltaran cuatro al mismo tiempo; que él los acompañaría. Así los despidió a los dos, y quedaron ellos solos, reflexionando sobre lo que debían decir.

Salió el Vicario, a quien acompañaba, efectivamente, un Caballero, a quien despidió enseguida, e inmediatamente se le presentó el P. Mateo. El Vicario le preguntó qué quería; y el P. Cosme, desde atrás, le hizo una señal con la mano, indicándole que estaba mal de la cabeza.

El mismo Vicario se dio cuenta de ello, y preguntó al P. Cosme qué sucedía. Le respondió que hiciera el favor de escucharlos en la Cámara, porque era conveniente que nadie los oyera.

El Vicario los llevó a la Cámara, y el P. Cosme, que iba detrás del P. Mateo, le hizo de nuevo señas, con la mano en la frente, indicándole que había enloquecido.

Entrando en la estancia, el Vicario le preguntó qué le pasaba. Le dijo: -“Revmo. Señor, Nuestro P. Superior [ha huido] con otro”.

El Vicario le cortó enseguida la palabra, diciéndole que no quería escucharle, “porque ustedes dependen de la Monarquía; yo no quiero meter las manos donde no me toca”. Mandó llamar a algunos testigos, para que escucharan sus protestas, es decir, que el Padre Mateo había recurrido a él, y no había querido escucharlo, por el respeto que tenía al Tribunal de la Monarquía; que, si quería justicia, recurriera a aquel Juez, que se la administraría con toda puntualidad.

El P. Mateo se quedó avergonzado, y se fue, con el propósito de ir al Juez de la Monarquía, para que castigara a los delincuentes.

Por el camino el P. Cosme le dijo que, por favor, no hablara, pues, si el Juez de la Monarquía se enteraba de que había ido al Vicario, lo echaría al fondo de la fosa, y ordenaría matarlo, por haber vejado la jurisdicción; que el Juez tiene autorización para hacerlo; que ya había visto y oído lo que había dicho el Vicario, que incluso había llamado a Testigos, para no ser inculpado, ni incurrir en la indignación del Tribunal, pues rápidamente hubiera perdido el cargo de Vicario, y recibido el rechazo del Reino de Sicilia. –“Así que piense qué será de usted, que ha cometido un abuso tan grande. Sólo siento haber estado en su compañía, y tengo dudas de si soy yo quien debo dar Relación de lo que ha sucedido”.

Esto le produjo tanto miedo, que le pidió, por amor de Dios, no lo hiciera, que haría lo que le decía, y no hablaría más de ello.

“-Hagan, pues, lo que les parezca”.

Con esto, el P. Cosme estuvo seguro de que Pitrù y su Compañero saldrían, y dejarían el hábito, si querían servirse del Breve, pues esa era la intención con la que se habían ido.

Cuando volvió a Casa el P. Cosme, ya habían terminado las clases, y habían tenido la Misa de los alumnos; pero el cocinero no había recibido aún ninguna orden de nadie, ni dinero para preparar la comida, ni siquiera había encendido el fuego, porque estaba esperando al P. Superior, y no sabía nada de lo que había sucedido. Tampoco los Padres de la Casa se habían imaginado que el asunto iba a llegar tan adelante, y por eso estaban esperando que sonara la señal de ir a la mesa.

Comenzó a correrse la voz de que Pitrù y si Compañero habían huido; y tampoco veían al P. Mateo, que, por el miedo, se había encerrado en la celda, pues era a él a quien correspondía actuar, por ser más viejo que los otros; pero no quiso de ninguna manera responder, aunque lo llamaron muchas veces.

Era ya tarde, y no se veía la forma de resolverlo. Se juntaron todos, para ver si convenía informar de ello al Juez de la Monarquía, y que nombrara a un Superior, porque así no podían seguir.

El P. Cosme respondió que le parecía mejor no hablar de ello, hasta que llegara de Palermo el P. Horacio [Grossi], hombre de espíritu, de caridad y de prudencia; y, en cuanto al gobierno de los Padres, se nombrara a un Ecónomo, por votos secretos; “así las cosas marcharán con buen orden y contento”.

El mismo P. Cosme se ofreció a hacerlo. Dijo que, mientras tanto, en lo referente a la provisión de las cosas de la Casa, le dejaran actuar a él, que encontraría la forma de lograrla, buscando la mejor ayuda que supiera; porque, en parte, con las limosnas que conseguía el H. Vito, el limosnero, y en parte, con las limosnas de las misas que llegaban, se juntarían todas en una Caja; aunque no hubiera otra cosa, y mientras se ponía la Casa en orden, se pediría un crédito a algún comerciante, que poco a poco se iría pagando; que era mejor hacer las cosas entre ellos, que llamar al Juez y tener que enseñarle nuestras miserias, pues, siendo un hombre tan escrupuloso, se haría mal concepto de nosotros, y, si se enteraba de que el Superior estaba infecto, ¿qué no podría pensar de los miembros? -“En cuanto a la provisión de esta mañana, no se preocupen, porque Pitrù ha dejado algo con qué poder vivir, y proveernos de lo que haga falta”.

A todos pareció bien la respuesta, y se conformaron; pero era necesario que consintiera también en ello el P. Mateo, para que después no diera en algún alboroto, “y en vez de lograr la paz, aparezca alguna inquietud, que no se pueda remediar”.

El P. Cosme replicó que, en cuanto al P. Mateo, hablaría con él, para que aceptara lo que querían los demás. Llamó al P. Mateo; éste, muy humillado, vino como un corderito, contra su costumbre, y dijo que hicieran lo que quisieran, que no quería saber más, ni tenía ganas de cuidarse de la Casa, porque estaba desprovista de todo, y no sabía mantenerla. –“Ya que el P. Cosme piensa hacerlo, yo me conformo con hacer lo que quieran”.

Tras esta decisión, el P. Cosme llamó al H. Vito de la Natividad, Limosnero, y fueron a buscar lo necesario; así que todos quedaron contentos en bien poco tiempo.

Tocaron al examen, y el P. Mateo no quería dar la bendición; pero luego aceptó, viendo que todos se lo pedían.

Cuando estaban a la mesa, sonó la campanilla de la puerta, y fue el H. Vito a ver quién era; pensaban que sería algún Pobre que pedía limosna.

Abrió la puerta y vio a un hombre alto, vestido de seda, pelo blanco, con pocos cabellos, barba afeitada, y cara ancha, alegre, pero modesto, y le dijo amablemente que quería decir una palabra “a ese Padre que se cuida de proveer a los Padres de las cosas necesarias de Casa”.

El H. Vito le respondió que el que la proveía era el Superior, aquella mañana había salido, y no sabía si volvería a comer; y que en su lugar había quedado un Padre llamado P. Mateo; que si quería algo lo llamaría, porque estaban comiendo.

Le respondió que prefería a aquel Padre Joven, que hacía poco había dicho la misa; que quería hablarle de un asunto importante, y no podía esperar. Mientras tanto andaba viendo y observando todo lo que podía sobre la vivienda.

El H. Vito volvió al Refectorio, y llamó al P. Cosme, diciéndole que un Gentilhombre quería hablar con él, para una cosa importante. Le replicó si deseaba al Superior, y le respondió que no, “al Padre Joven que se cuida de la Casa, y hace pocos meses que ha dicho la Misa”.

El P. Cosme se excusaba, diciendo que no conocía a aquel tal; que era mejor que fuera el P. Mateo, “que ocupa el lugar del Superior y es el más viejo”. Entonces el P. Mateo dijo: -“Que vaya él, que lo desea”.

Bajó el P. Cosme con el H. Vito, y encontró a aquel hombre, paseando por el pequeño recinto del Patio, y observando el edificio. Cuando vio al P. Cosme, se adelantó hacia él con gran alegría, y le preguntó cuántos eran, cómo estaban, si dábamos las clases a los Pobrecitos, y qué necesidades teníamos, “porque yo soy muy devoto de esta Orden”.

Le respondió que eran quince, que daban las clases con todo el esmero posible, y tenían mucha necesidad, que la Casa estaba desprovista de todo, y sólo tenían esperanza en Dios, que les proveía, tanto más cuanto que la Orden había pasado por muchos sufrimientos y persecuciones.

Echó la mano al alforja, sacó una bolsa y le dijo: -“Tome este dinero, atiendan a la Casa, ejercitan el Instituto como se debe, y no teman, que Dios les ayudará; pero es necesario que sean observantes de vuestra Regla, y hagan oración, que Dios nunca abandona al que le sirve con fidelidad”.

El P. Cosme cogió el dinero, se lo agradeció, y lo acompañó hasta la puerta; se giró para ver qué camino cogía, pero ya no lo volvió a ver. Todos, maravillados, subieron al Refectorio, y el P. Cosme dijo en pública mesa: “Mis queridos Padres, estén contentos, el Señor ha provisto a nuestras necesidades, me ha dado esta moneda, y no ha querido decir quién era; sólo ha querido saber cuántos éramos, y si ejercitábamos el Instituto de las Escuelas como es debido, por amor de Dios; que observáramos nuestras Constituciones, atendiéramos a la Oración, que Dios no nos faltaría, sobre todo a quien le sirva con la perfección debida. Esto me ha dicho. Después huyó delante de mí y no lo he visto más. Sí que andaba observando la situación de la casa- Quiso saber si ejercitábamos las Escuelas, y cuántos alumnos venían a las Escuelas. Conté el dinero y eran unos seis escudos de plata en moneda siciliana”.

Continuó la comida alegremente, y parecía que todos estaban alegres, con una alegría interior, sin saber la razón.

Al acabar la comida, fueron a la acostumbrada recreación, donde siempre se cuestionaba sobre esto. Decían que, con seguridad, este hombre que había dado el encargo al H. Vito, como el que todos los días andaba por Mesina pidiendo limosna. Salió el Hermano, y lo recorrió todo, hasta los bajeles del puerto, y nunca fue posible obtener noticias de él. Los Padres querían saber el físico de aquel hombre, para que, si se encontraban con él, lo pudieran reconocer, saludarlo y agradecérselo.

El P. Carlos se lo fue describió así: -“Era de estatura muy alta, cara ancha y sonriente, nariz proporcionada, mejillas sonrosadas, y, a un lado de la frente, tenía dos pecas cerúleas; era cano, con barba no completamente rasada, y el pelo, aunque era blanco, tiraba a pelirrojo. Tenía las manos largas, y parecían más rojizas que blancas; el habla era lenta, pero sonora; su modestia grande, parecía muy alegre, pero no miraba fijamente a la cara”.

El P. Hilarión [Preterari], que lo estaba escuchando, dijo que estas facciones eran como las de nuestro P. Fundador, pues él había estado en Roma y lo conocía. Los demás se rieron de esta salida, que consideraron más una simpleza, que una broma.

El H. Vico replicó que, con seguridad, no era de Mesina; más le parecía un Religioso que un secular; y, por cuanto pudo deducir por el habla, tenía pronunciación española. –“Pienso que pueda ser algún mercader extranjero, que ha vuelto enseguida al bajel, o está en casa de algún mercader, o en algún albergue, porque yo sé dónde van todos, he buscado por todas partes, pero nunca he obtenido noticia de él”.

Todos ejercitaban el Instituto con alegría, y daban buen ejemplo; por eso no faltaban las limosnas. A pesar de todo, cuando llegó aquella otra ayuda, que nunca esperaban, les sirvió de gran alivio, para hacer las provisiones de cuanto necesitaba la Casa, y nadie podía pensar en ella.

Al H. Vito, que conocía las andanzas de Carlos Pitrù, no le entregaba todo el dinero, sino que parte lo tenía en depósito, en casa de dos conocidos suyos, para dárselo después al nuevo Superior, que esperaban llegara de Roma, tal como el P. Cosme había escrito al P. Fundador y General, y se dirá a continuación.

Sospechando el P. Cosme que el H. Vito tenía algo de dinero, le decía continuamente que ayudara a la Casa, y si tenía algo de dinero, se lo dijera.

El H. Vito lo negó; dijo que no tenía nada; pero lo decía de una manera que le aumentaba más la sospecha. Pensaba hablar él mismo a los dos conocidos del H. Vito, pero, temiendo que se lo negaran, pensó hablar de ello con Capellán del Juez de la Monarquía, muy amigo suyo, porque había estado en nuestras Escuelas; pero, temiendo también que se lo contara a su Patrón, el Juez, prefería ir en compañía del Cura, para que lo esperara fuera, mientras le hablaba. Y sucedió que un día, mientras iban juntos, le dijo le hiciera el favor de esperarlo un poco, mientras decía una palabra a un mercader, y el Cura se quedó con su Compañero.

Entró dentro el P. Cosme y, llamando aparte al mercader, fingió que el Juez de la Monarquía había enviado aposta a aquel Cura, para hablar con él, y el Capellán le dijo que quería saber cuánto dinero tenía de aquel H. Vito, y si tenía cosas suyas, “porque el Juez de la Monarquía -que es nuestro Superior- se ha enterado de que lo tiene, y ha enviado a su Capellán aposta, para saber la verdad; por eso yo, para no avergonzarlo, le pido, por las buenas y con todo secreto, que me diga cuánto dinero tiene, que ninguno se enterará”.

El pobre comerciante, sólo con oír nombrar al Juez de la Monarquía, le dijo con toda claridad que era verdad, que tenía algún dinero, pero no sabía la cantidad, y que Hermano lo estaba reservando, para dárselo al nuevo Superior, porque veía que el Superior anterior, que se había hecho Cura, dejaba que las cosas fueran cada vez peor. –“Me ha pedido que lo tenga yo, para poder proveer a la Casa, pues él sabe cuánto bien le deseo. Tengo también un hábito nuevo suyo, porque no sabe cómo van a terminar sus cosas; él se encuentra viejo, desnudo y enfermo, y, a veces le obligan a hacer todos los trabajos que hace, pero no le dan para comprar lo que necesita”.

Contó el dinero, y eran unos sesenta escudos, que entregó al P. Cosme, sin querer que le hiciera un recibo. –“Pero cuando vuelva el H. Vico, dígale que ha recibido orden del Juez, para que le entregue el dinero a usted, y el hábito lo enviaré la Casa”.

El P. Cosme cogió el dinero, lo guardó, dio las gracias al comerciante, y fue a hablar al Capellán, que le esperaba con su Compañero. Cuando llegó, le dijo que perdonara si lo había hecho esperar tanto, pero tenía que hablar con otro; que luego saldrían a pasear.

A poca distancia del comerciante, estaba otro artesano, donde con frecuencia iba también el H. Vito. Lo llamó aparte el P. Cosme, y, de la misma manera que se lo había dicho al comerciante anterior, preguntó a éste cuánto dinero del H. Vito tenía en depósito; que, para no avergonzarlo, prefería que no hablara con él el Capellán del Juez de la Monarquía, que había venido para tratar aquel asunto.

Le respondió que él no tenía nada.-“Lo tiene mi mujer, que se confiesa con uno de sus Padres, y es muy devota de su hábito. Y el H. Vito, como está cerca, y es antiguo conocido, le ha dejado no sé cuánto dinero, que dice sirve para las necesidades de la Casa. Espere o vuelva, que le entregará el dinero, pero no quiere que lo sepa el Capellán”.

Subió arriba aquel buen hombre, habló con la mujer, que le entregó cuarenta escudos. Se los dio al P. Cosme, y le dijo que no había recibido ninguna otra cosa, que también se lo hubiera restituido en el acto.

El P. Cosme le respondió que no temiera, que nadie sabría nada; y que, cuando fuera el H. Vito, le dijera que el dinero se lo había entregado a él y al Capellán del Juez de la Monarquía; que no hablaría de nada de aquello.

Cuando terminó de negociar, se fue con el Capellán al Puerto, donde estuvieron al fresco, viendo los bajeles que entraban y salían; siempre había, de toda Europa, pues era Puerto Real, y entonces había también un gran trafico de mercantes de todas las Naciones.

El P. Cosme volvió muy contento a Casa, con cien escudos en la bolsa; y, sin decir nada a nadie, descansó tranquilo.

Por la tarde, el comerciante le devolvió el hábito del H. Vito, que llevó a la Celda hasta la mañana siguiente, cuando le descubrió todo al Pobre Hermano. Pues le había dicho que, hasta la mañana siguiente, no saliera de Casa, sin antes de hablar con él; que debían ir juntos a hacer algunos negocios de la Casa.

“Aquella misma tarde se lo conté todo al P. Mateo, pues hacía las veces del Superior. Y se decidió gastar al día siguiente, todo el dinero, haciendo el abastecimiento para la Casa, sin decir nada a los demás, para que no se manifestaran contrarios; que llamara al H. Vito por Compañero, por ser más práctico en estos negocios, y conocido por todos los comerciantes; y después, un vez gastado el dinero, ya les podía decir que así lo había ordenado el Juez de la Monarquía, para que quedaran tranquilos.

A primera hora de la mañana, el H. Vito fue a encontrarse con el P. Cosme, y le preguntó si quería algo, que tenía que ir a la Cuestación de dinero.

Le respondió que le dejara tiempo para decir Misa, que después irían juntos al Puerto a comprar un poco de vino; que se había enterado de la llegada una barca cargada de Castel Vetratio, y él conocía bien al Patrono, era entendido en el precio del vino, y así no lo engañarían; que fuera, mientras tanto a servir la mesa, y después saldrían.

Acabada la Misa, fueron al Puerto. El H. Vito encontró a uno de Trapani, paisano y conocido suyo, que había llevado una barca cargada de vino de Siracusa, y comenzó a negociar con él, diciéndole que pensaba comprarle dos o tres barriles de vino.

Subieron a la barca y cataron una cuba, que al H. Vito le pareció era de buen vino; y le preguntó cuánto valía el barril, pues no tenían tanto dinero como para comprar toda la cuba.

El P. Cosme añadió que, si les ponía buen precio, compraría dos cubas, “para no venir todos los días a comprar vino”; que ya tenía preparado el dinero, y no quería pedir préstamo.

Se pusieron de acuerdo en el precio, escogieron dos cubas de las mejores, le pagó el dinero, y envió el vino a Casa, acompañado por otros dos que buscó aposta, en el Puerto.

El H. V. se quedó admirado de dónde había adquirido tanto dinero el P. Cosme. Éste le dijo que se lo había dado secretamente el Capellán del Juez de la Monarquía, para abastecer la Casa.

Compraron una buna cantidad de leña a buen precio, hizo la provisión de aceite para varios meses, de varias cántaras de queso de distintas clases, y de otras cosas, hasta llegar a cien escudos.

Lo llevaron todo a Casa, y todos quedaron maravillados de dónde había conseguido el P. Cosme tanto dinero, cuando antes no tenían ni leña para cocinar, pues sólo se encendía el fuego cuando el cocinero se ingeniaba a ir a buscarlo cada día, por amor de Dios. Ahora, al verse aliviado de un fastidio tan grande, estaba muy alegre.

Cuando el P. Cosme volvía a Casa con el H. Vito, le dijo:

-“Sepa, querido Hermano, que ayer D. José, Capellán del Juez de la Monarquía, se enteró de que un comerciante tenía en depósito sesenta escudos que usted le había dado, y otro vecino nuestro, otros cuarenta, y me dijo que fuéramos juntos a buscarlos, para abastecer la Casa; éste es el dinero que se ha gastado esta mañana. Yo sé muy bien que lo tenía allí hasta que viniera el nuevo Superior, para que hacer alguna provisión, y que estaba bien hecho; pero hasta que el Superior Mayor nos lo envíe, hay que tener paciencia, y aceptar las cosas de la mano de Dios; lo que sí es cierto es que nadie sabe nada, ni se han escandalizado de nada, porque han comprendido que tenía este dinero aposta, para las necesidades de la Casa”.

El pobre Hermano se quedó tan avergonzado, que no sabía qué decir, pues se trataba nada menos que del Juez de la Monarquía, un Tribunal tan riguroso que todo el mundo le teme. Él se desahogaba, diciendo:-“Todo es debido a aquella buena pieza de Carlos Pitrù, que me llevaba el dinero de las limosnas y yo no sabía qué hacía con ello, cuando estábamos viviendo con una miseria tan grade, y había llegado a tal punto la disolución, que cada uno hacía lo que quería. Y si algún Padre le pedía algo, le decía ´arrégleselas como pueda, que yo se lo permito. Así que las cosas iban cada día peor; ya no había Comunidad, y cada uno llevaba el agua a su molino, como mejor le parecía. Unos decían que la Orden se había terminado, que cada cual se podía ir a su casa (como han hecho estos traidores); pero, considerando que Dios nunca permitiría tal cosa, me las iba ingeniando para que, si venía el nuevo Superior, hubiera algo de lo que echar mano; y por eso no entregué todo el dinero de las limosnas a la Casa, pues, por sus andanzas, me di cuenta de que Pitrù iba a topar con algún gran escollo, en el que se rompería la cabeza, como después ha sucedido, con tanto vituperio para él”.

El P. Cosme le iba consolando, diciéndole que no se desanimara, que cumpliera con su obligación como debía; que siendo ya viejo en la Orden, se aplicara diligentemente a la cuestación, mientras tuviera salud, que él le ayudaría en todo, y nadie sabría nada de los sucedido. Y que el hábito que tenía en Casa del comerciante, ya se lo había traído, y lo podía coger cuando quisiera.

Quedó tan satisfecho el Hermano, que saltaba de alegría; y comenzó a cumplir su oficio con tanto fervor, que lograba que nunca faltara nada a la Casa, gracias a su habilidad.

Una vez que la Casa estaba abastecida, faltaba lo mejor, el Superior; porque el P. Mateo daba con ciertas estupideces insoportables, y no se dejaba querer de nadie; sobre todo porque algunos se habían hecho tan liberales, que no querían someterse tan fácilmente al camino recto de la observancia, al no haber Cabeza con autoridad para frenarlos.

El P. Cosme se decidió (aunque era joven en años y en el sacerdocio, pero práctico en la Orden, por haber recibido el hábito de manos del P. Melchor [Alacchi] en la fundación de Palermo, que tuvo lugar el año 1636, y se había orientado bajo Superiores observantes, que le habían dado aquella cordura, tanto en las virtudes, como en el gobierno de la Casa) a escribir al P. José de la Madre de Dios, Fundador de la Orden, dándole cuenta del estado en que se encontraba la Casa de Mesina, y en particular que se encontraba sin Superior; que hiciera el favor de enviare algún Padre de madura edad, para que pudiera regirla y gobernarla, dado que los que allí estaban no eran aptos, y de Palermo no tenían esperanza de que fuera ninguno; incluso en el caso de permaneciera allí el P. Clemente [Settimii] de San Carlos, Provincial, que también se tambaleaba; pues decían que tenía el Breve, y todos el día estaba hablando con Señores y Caballeros, a los que enseñaba Matemáticas; así que casi nadie quería obedecerle. Por eso le suplicaba que enviara esta ayuda, “para que la Casa de Mesina se mantenga, y pueda dar cierta ayuda al Instituto”.

El P. Fundador le respondió que sentía mucho no poder ayudar a aquella a Casa con un individuo, como le pedía, porque él no tenía autoridad, debido el Breve que había hecho el Papa Inocencio X, que le había privado del Generalato; pero que si ellos se esforzaban, ejercitando bien el Instituto, “como se debe”, y observaban las Constituciones, si estaban unidos e iban de acuerdo, si hacían la oración mental y observaban el silencio en sus lugares y tiempos, Dios les ayudaría a sacar provecho en el espíritu, y ayuda al prójimo, “a quien está destinado el Instituto”; que él les ayudaría con la oración; y esperaba que la Divina Providencia enviaría cuanto antes, como él creía.-“En cuanto al P. Clemente de San Carlos, que Dios le ayude”. Y a él le exhortaba a ser fuerte i vigilar la observancia; sobre todo, que vayan todos vestidos uniformemente, porque algunos iban calzados, y otros se habían puesto manteos largos, y parecían curas seculares.

Recibida la carta, el P. Cosme consideró muy bien las palabras, y eran casi igual que lo que le había dicho aquel Gentilhombre, que le dio seis escudos, cuando estaban en aquella extrema necesidad, como antes se ha dicho, y así, dio como seguro que había sido el P. Fundador el que se había aparecido y se los había dado, y le había hecho la misma exhortación que se ha dicho.

En cuanto al P. Clemente de San Carlos, que era Provincial en el Reino de Sicilia cuando salió el Breve, se cumplió aquella palabra del V. P. José: -“Que Dios los ayude”.

Porque, cuando llegó el Breve a Palermo, que decía no estaban sometidos al Ordinario, se acogieron a la Jurisdicción de la Monarquía, que les ordenó que siguiera el Provincial, pero que no cambiara ni innovara nada, sin orden expresa suya. Sin embargo, el P. Clemente, Provincial, que vivía amargado, alentado por intereses y promesas que le hizo un Caballero de Siracusa, -a quien él enseñaba Matemáticas-, es decir, que le haría rico y le asignaría un buen Patrimonio, se sirvió del Breve, dejó el Provincialato, se hizo Cura, y se fue a Siracusa a enseñar a aquel Príncipe. Le parecía haber alcanzado el Cielo con su dedo, pero todo se esclareció luego por sí mismo; porque, al cabo de algunos meses, fue a Mesina a ver a nuestros Padres y le dijo muchas veces que se había arrepentido de dejar el hábito, que ojalá no lo hubiera hecho, porque aquel Príncipe, no sólo no le había cumplido su palabra, sino que lo había maltratado de mala manera, haciéndole trabajar noche y día; hasta tal punto, que temía, diciendo: ´Poco va a durar su vida´. Y así sucedió, pues, pocos días después, le se acrecentó la melancolía, murió míseramente, y se lo comunicaron a los Padres de Mesina.

Las respuestas que dieron los Padres de Mesina a D. Clemente, Matemático, antiguo Provincial en el Reino de Sicilia, fueron: Que Dios lo castigaba porque había arruinado a aquella Provincia; que le había hecho perder el título de Provincial, porque, mientras él siguiera vivo, siempre ocuparía aquel cargo, sostenido por la Monarquía, hasta que Dios proveyera a la Orden de alguna ayuda; que se lamentara de sí mismo, y no del Príncipe, a quien él había engañado. Y añadían más; que, por su mal ejemplo, siendo Cabeza, algunos le habían imitado, dejando el hábito, y todos habían terminado mal; y que no se maravillaban de esto, porque ya el Padre había escrito:

-“En cuanto al P. Clemente, Dios le ayude”.

Cuando esto oyó, dio un suspiro; parecía querer llorar, porque recordaba que el P. Fundador, de una nulidad que rea, le había hecho estudiar, y había conseguido de él un hombre esforzado, sobre todo en Matemáticas, pues fue uno de aquellos que se las explicaba a los Príncipes hermanos del Duque de Toscana. Pero fue tanta su soberbia, que lo redujo a este triste final.

Aquí se puede decir que comenzó la ruina de la Orden, porque él fue uno de los principales que inició, junto con Mario [Sozzi] de San Francisco, la ruina total de la Pobre Orden, como más claramente ha escrito el P. Gabriel [Bianchi] de la Anunciación, genovés.

Hemos visto el final de este pobre desgraciado, que dio una patada a su Madre, cuando se encontraba en medio de tantas tribulaciones y sufrimientos.

***

Prometí arriba concluir el suceso de Carlos Marino, aquel Clérigo, digo, que, tras el consejo del P. Rector de la Compañía de Jesús, de Mesina, dejó el hábito, aunque sin acogerse al Breve, y se casó, siendo Clérigo Profeso; pero Dios permitió que se descubriera el hecho, sin ir a intentarlo, para que el Consultor quedara más confuso.

Ocurrió de esta manera. El mes de junio del año 1654, vino a las Escuelas Pías de San Pantaleón de Roma el P. D. Torcuato de Cupis, de la Compañía de Jesús, antes citado. Encontró en la Portería al P. Juan Carlos [Caputi], que estaba recibiendo a un alumno a las escuelas; le mandaba leer, para ver a qué clase debía enviarlo, cuando llegó el P. Torcuato; le dijo que había venido aposta, a recomendar a un niño, por ser hijo de una viuda, antigua penitente suya. Lo recomendaba con todo afecto “a la Caridad de sus Padres, para que le enseñen las letras y las buenas costumbres, como hacen con los otros, y lo pongan bajo la dirección de algún maestro que tenga con él un cuidado especial, hasta que esté preparado para poder pasar a las Escuelas del Colegio Romano; siendo Pobre, bien nacido y de buena inteligencia, quiero ayudarle, para que no coja el mal camino”.

El P. Juan Carlos le respondió que lo atendería con gusto, “sobre todo por venir de sus manos”; tendría con él un cuidado especial, y lo acompañaría por la mañana y por la tarde hasta la propia Casa.

Mientras tanto, el P. Juan Carlos pidió al P. Torcuato si hacía el favor de aclararle una duda, sobre un caso que pudiera suceder, o que había sucedido, porque encontraba en él una dificultad grandísima. “Como Su Paternidad es uno de los mejores teólogos de la Compañía, Lector de tantos Casos de Conciencia, y ahora examinador de Obispos y de Sinodales, sin contar el voto que tenía en muchas Sagradas Congregaciones, no le será difícil el caso, habiendo estado tantos años en esta Profesión”. En pocas palabras el P. Juan Carlos le propuso: -“Si la Santa Sede redujera una Orden a simple Congregación de Curas Seculares, ¿un Clérigo Profeso, con cuatro años de votos solemnes, puede dejar el hábito de la Orden y hacerse seglar para poder casarse?” Le respondió: -“Como la Orden abría cambiado de estado, se entiende que los votos quedan dispensados. Este caso ha sucedido en Mesina a uno de sus Clérigos el año 1646; lo estudiaron nuestros Padres de aquel Colegio, enviaron los votos al P. Pedro Caravita, que los consultó conmigo, y yo los aprobé, con otras razones más eficaces. Se puso en práctica, y luego no supe más de él”.

El P. Juan Carlos le replicó que éste era el mismo caso por el que le preguntaba, porque, habiéndolo discutido después con otros teólogos, éstos defendían lo contrario. La razón era que habían leído uno de los Breves sobre aquellos que salen de nuestra Orden; y luego, confrontándolo con el Breve de la Reducción, dan por seguro que de ninguna manera puede dejar el hábito. Si V. P. quiere ver la vedad, le enseñaré el Breve original que tengo en la habitación, que pidió el P. Esteban [Cherubini] de los Ángeles para dejar nuestro hábito, aunque luego no lo puso en ejecución, viendo las dificultades que de ello derivaban. Este Breve fue encontrado dentro de unas muchas escrituras que dejó después de su muerte, junto con otras escrituras del P. Silvestre Pietrasanta, pues gobernaron juntos a toda la Orden. “Si tiene a bien esperar, ahora mismo se lo enseñaré”.

Le respondió que con mucho gusto lo vería, que prefería esperar.

Subió el P. Juan Carlos, cogió el Breve –que, como he dicho, había solicitado el P. Esteban de los Ángeles- y se lo dio a leer al P. Torcuato. Cuando lo vio y meditó, se enfadó mucho, y quería saber qué teólogos lo habían visto; que él no reconocía la fuerza del Breve; sólo había visto el voto emitido por los Padres jesuitas de Mesina, y, confiaba en su parecer; que había encontrado otros pareceres de otros Doctores, y en particular del P. Lezana, que había emitido el mismo voto, en un caso semejante.

El P. Juan Carlos le dijo que el P. Lezana era de parecer contrario, precisamente por haber leído los dos Breves; además, tenían la misma opinión cuatro Padres teatinos, aunque no quiso nunca decir quiénes eran, porque le habían dicho que no querían que el P. Torcuato supiera que ellos lo afirmaban, para no llegar a ningún enfrentamiento, y verse obligados a publicar dicho caso, haciéndole perder el crédito.

Ante esta respuesta, el P. Torcuato se quedó muy extrañado. Le dijo, para disculparse, que, como sus Padres de Mesina habían actuado sólo con la información que les había dado de viva voz, sin conocer la esencia de aquel Breve, él se ofrecía a hacer un escrito con voto contrario, y aclarar mejor el Caso, porque lo había hecho por inadvertencia; que hiciera el favor de enviarle los dos Breves al Colegio Romano, que escribiría cuanto antes sobre el caso, para remediar el daño que podría derivarse de ello, en contra de otro, por la resolución este ejemplo.

El P. Juan Carlos le dijo que el año 1647, bajo el mismo Pontificado del Papa Inocencio X, fue expedido otro Breve, declarando que, a los que tuvieran el Breve y no lo pusieran en ejecución, les daba sólo dos meses para que salieran de la Orden; de lo contrario, anulaba el favor de los Breves que habían solicitado. “Y este Breve fue publicado y fijado en las puertas y en los lugares acostumbrados, por manos de Camilo Fundati, Cursor Apostólico, cosa que no se hizo con el Breve de la Reducción; al contrario, algunos Doctores y Teólogos de primera fila dan como seguro que el primer Breve fue subrepticio, por no haberlo publicado, ni tampoco se cumplieron todas las solemnidades. Que lo mismo sucedió cuando un Doctor de Génova, a petición de algunos de nuestros Padres, hizo un escrito, para dar a entender y confirmar que lo que había escrito en algunas cartas suyas el P. Silvestre Pietrasanta -que fue Visitador Apostólico-, es decir, que los Padres de las Escuelas Pías eran desobedientes a la Sede apostólica, no pudo después seguir adelante, por muchas razones, muy respetables. Así que se ve muy bien que no es tan fácil este caso, como piensan los Padres teólogos del Colegio Romano de la Compañía de Jesús. En cuanto a las escrituras, procuraré ponerlas todas juntas, e iré adonde su Paternidad a recibir este favor; pero, como ya se ha solucionado el caso, porque Carlos Marino no sólo se casó, sino que ha tenido cuatro hijos, y esto crea mayor dificultad para explicarlo; habiéndolo tratado con algunos teólogos de primera fila, defienden que esta caso lo tendría que examinar el Santo Oficio, e incluso castigar a los culpables.

Ante esta otra respuesta el P. Torcuato no sabía qué hacer; sólo repitió que le llevara cuanto antes las escrituras; las estudiaría, y tendría mucho campo para escribir; pero, decía, “este asunto es mejor que no llegue a los oídos de nadie, pues quizá otros sean de parecer contrario; y, sobre todo porque la Compañía de Jesús tiene enemigos; con lo que estropearía todo y el escrito sería perjudicial”.

Desde dentro, por la celosía del ventanal de la Portería, que da a la Plaza de San Pantaleón, no sé qué Padre observó que el P. Juan Carlos había tenido una larga conversación con un jesuita, y había conseguido que leyera un Breve. Este Padre tuvo sospechas, y se lo comunicó a otro, de forma que, en poco tiempo, lo llegó a saber toda la casa. Como había algunos que no miraban con buenos ojos al P. Juan Carlos, porque, en materia de observancia, les hablaba claro; éstos murmuraban, porque trataba con un jesuita, “para acabarnos de arruinar, por su celo indiscreto”.

El P. Castilla, Superior, lo llamó al P. Juan Carlos, y le preguntó qué había negociado durante tanto tiempo con el P. Torcuato de Cupis, “porque estos Padres han comenzado a sospechar de algún nuevo incidente; temen haya intentado someternos de nuevo a algún otro jesuita”. Porque sabían cuánto daño había hacho el P. Silvestre Pietrasanta a la Pobre Orden.

El P. Juan Carlos contó al P. Superior lo que le había pasado; quedó sofocado todo este fuego, y no se habló más de ello.

Por la tarde, el P. Juan Carlos [Caputi] se retiró con el P. Vicente [Berro] de la Concepción, su confidente, y le contó lo que había pasado; y si estaba bien llevar las escrituras al P. Torcuato, pues tenía sospecha, dadas las premuras que mostraba de llevárselas pronto. Se había dado cuenta de que, cuando le habló de la nulidad del primer Breve -por no haber sido publicado- y de que el segundo, no sólo había sido publicado, sino que contradecía al primero, al oír esta afirmación, se sintió disgustado, y por esto mismo tenía tanta premura.

El P. Vicente se quedó admirado de esta observación, y le disgustó mucho que se la hubiera comunicado al P. Torcuato, y le dijo que era mejor consultarlo todo con el P. D. Tomás del Bene, para no cometer algún error; que, sabiendo su parecer, estaríamos seguros, porque nos daría un óptimo y sano consejo, como había hecho en otras cosas; le parecía que, antes aún, se debía comunicar a Monseñor Bernardino Panicola, Obispo de Ravello y Scala, muy amigo nuestro, porque podríamos guiarnos según su parecer. Al P. Juan Carlos le pareció bien este consejo. A la mañana siguiente fueron, en efecto, adonde Monseñor Panicola y le dijeron lo que pasaba. Él les respondió que de ninguna manera permitiéramos ver ninguna escritura a ningún jesuita, pues, para disimular su dislate, era fácil que, bajo mano, buscaran alguna declaración, lo que se podría convertir en un fuego que nunca se podría sofocar; sobre todo, porque se razona el motivo de echar por tierra un Breve de un Papa que aún vive, sin haber querido moderarlo a instancia del Rey y la Reina de Polonia. Por todo esto, debían decir una palabra al P. D. Tomás del Bene, oír su parecer, y después, volver donde él con la respuesta”.

Los dos Padres fueron derechos a San Andrea della Valle, donde encontraron al P. D. Tomás que paseaba por el claustro. Enseguida salió a su encuentro, y comenzaron a conversar sobre lo que había sucedido con el P. Torcuato, jesuita.

Les respondió que no entregaran sus armas a los enemigos, y se guardaran muy bien de manifestar sus secretos, porque pronto se servirían de ellos, más para mal que para otra cosa, “que no andan escasos de hombres preclaros, que, para hacerse importantes, ponen sobre papel, e imprimen, todo lo que cae en sus manos. El P. Pasqualigo está ordenando un nuevo libro que quiere publicar, y es fácil que toque esta materia; y si el P. Lezana no estuviera en peligro de muerte, él mismo escribiría y aclararía el caso, “pues está al tanto de que el P. Torcuato ha hecho uso de un argumento suyo”.

El P. D. Tomás aconsejó hacer alguna diligencia para tener en mano, de alguna manera, el dictamen llegado de Mesina, más la nota añadida por el Padre de Cupis, de donde se podría deducir en qué habían apoyado su afirmación; pero, como era cosa imposible poderlo conseguir, concluyó que no se hiciera nada, y se dejara correr, hasta que Dios enviara su ayuda, que no podía fallar, como ya se sabía, como se esperaba, habiendo dicho el P. José de la Madre de Dios, antes de morir, que estuvieran unidos y ejercitaran el Instituto con toda perfección, y no temieran, que Dios los ayudaría; lo que también se ve en muchas cartas suyas escritas desde diversas Casas. Les decía también que ejercitaran el Instituto con diligencia, que esperaba muy pronto la ayuda de Dios. -“Así que estén alegres, que esperamos ver a la Orden en su estado primitivo”.

Después de esta consulta, y la de Monseñor Panicola, ya no se hizo más, aunque el P. Torcuato, cuando encontraba al P. Juan Carlos donde el Cardenal Ginetti, adonde iba con frecuencia, para examinar a Confesores y otros Beneficios que confería el Cardenal, como Vicario del Papa, siempre le decía que seguía esperándolo con las escrituras. El P. Juan Carlos iba rehuyéndole todo lo que podía; pero un día, mientras estaba hablando con el Cardenal Ginetti, Vicario, que le mandaba examinar a un Padre para la Confesión, llegó el P. Torcuato, y le dijo, que no había ido a atenderlo, porque un Padre de la Casa le había sustraído las escrituras, y, casualmente, se le había encendido fuego con la lumbre, y se le habían quemado; y no sabía cómo hacer para conseguir otras, dado que aquéllas eran las originales, como había visto por aquel Breve.

El P. Torcuato le respondió: -“Paciencia, ya no se puede remediar el accidente”. Con esta excusa se calmó todo, y no se volvió a hablar más de ello.

El año 1648, después de la muerte del V. P. José de la Madre de Dios fue a Mesina el Obispo de Malta para gestionar algunos asuntos suyos. Había oído la fama de Santidad y Milagros de este Siervo de Dios, antiguo amigo suyo, y fue a visitar a los Padres de las Escuelas Pías. Mandó llamar al P. Superior, que era el P. Cosme [Chiara] de Jesús María, palermitano, elegido por el Juez de la Monarquía, y le dijo que quería saber algo sobre la muerte del Padre; sobre lo que había sucedido después de su muerte, pues, cuando él vivía, ya lo tenía por Santo; incluso había procurado hacerle un retrato cuando estuvo en Roma el año 1640, y nunca lo pudo conseguir.

Monseñor Obispo, comenzó a contarle que, como, cuando aún vivía el P. Fundador, él se alojaba en una casa de la Plaza de San Pantaleón, al lado del Pasquino, delante del Palacio de Monseñor De Rosis, Obispo de Teano, todas las mañanas iba a la Iglesia de San Pantaleón, y luego se retiraba a conversar con el P. José en su Celda, o en la Sacristía, y le contaba las tribulaciones que sufría con el Gran Maestre de la Orden de los Caballeros de Malta, y el P. José le daba no sólo óptimos consejos, sino un gran consuelo interior, porque lo había conocido desde cuando era simple Cura en Roma, y siempre lo había visto fuertemente cimentado en las virtudes. Esta era la razón que movía, a satisfacer este deseo de tener un Retrato de su semblante natural.

Y que le pidió muchas veces al mismo Padre se dejara retratar, porque quería un Retrato suyo, para su memoria, dada la antigua amistad que habían tenido juntos y siempre, pero siempre le había respondido: -“No está bien que se vea nunca la imagen de una nulidad de hombre, de un Asno, como yo. Me basta un Crucifijo, para poderlo contemplar en los sufrimientos que tuvo por nosotros”; que, considerando aquellos padecimientos, de ellos sacaba fruto para sí mismo y para el gobierno de su Iglesia.

Que era mejor hacer un Retrato de la Madre de Dios con el Misterio de su bendito hijo muerto, en sus brazos, llorando, al verlo muerto de aquella guisa, en medio de tan atroces y duros tormentos. Estos Retratos sí que debía procurarlos, para sacar fruto, y no los de hombres que nunca han padecido por amor de Dios, ni hecho nunca ningún bien, sino ofensas al Sumo Bien.

Que, como muchas veces se había confesado con él, y había encontrado tanta dulzura en sus palabras, cada vez tenía más ganas de tener un Retrato suyo, para llevarlo con él a Malta. Y que, a las pocas semanas, habló con un Pintor francés, hombre de valía, para que fuera a la Sacristía de San Pantaleón, donde podría hablar con un viejo, que era el Fundador de las Escuelas Pías; que le observara bien, y le hiciera un Retrato al natural, que se lo pagaría bien.

Acordaron la hora para la mañana siguiente; entonces vendría y lo diseñaría sobre un folio de Papel Real.

Que él dijo la Misa, y después se sentó en la Sacristía en compañía del P. José. Mientras tanto, el Pintor se puso detrás de la portezuela de la puerta que iba a la Iglesia, desde donde podía verlo perfectamente. Echó mano del carboncillo, pero, el P. José echó la mano a la mejilla, volvió la espalda hacia la puerta, y ya no quiso girarse, para poder verlo. Así que, impaciente, el Pintor se marchó, sin más. Después volvió donde el Prelado, y lo dijo que no se podía hacer una cosa bien hecha, si no le veía bien la cara; que viera cómo hacerlo, que él lo retrataría al natural. Pensaron si, invitándolo a Comer a su Casa, se podía hacer algo para poder retratarlo, que sería más fácil.

El Pintor dijo que se podía acomodar la mesa en el cuarto donde dormía el Obispo, y, como en frente había otra puerta, cuya contrapuerta se podía abrir un poco, se le podría ver muy bien mientras comía, porque le bastaba con que estuviera quieto un cuarto de hora, para hacerle el primer contorno, porque el otro no le preocupaba, pues ya había observado la postura, aunque era muy difícil; y, en cuanto a los ojos iría a observarlos cuando estuviera en la Sacristía, donde encontraría el modo de hablarle, porque la mayor parte de la tarde estaba sentado y confesaba.

El Obispo determinó, finalmente, pedir al Padre que fuera a comer con él, y avisaría al Pintor que fuera a hacer allí el Retrato, si el P. José aceptaba ir.

Y que, una mañana, fue a decir la Misa y encontró que el Padre había salido entonces a decir la Misa al Altar Mayor del Pesebre, y Monseñor la oyó con gran satisfacción, antes de decirla él mismo, porque la decía con devoción, pero no de forma afectada; sin pasar de media hora, para no aburrir al oyente; y si querían meditar el misterio, lo hicieran a solas con Dios en su habitación.

Terminada la Misa, el P. José dio las gracias, y Monseñor fue a reconciliarse con él; luego dijo su Misa, y después se fue a conversar con el P. Fundador. Le dijo que ya había tenido audiencia con el Papa, y había obtenido licencia para volver a su Iglesia de Malta; pero, antes de partir, quería pedirle un favor, que no quería le negara, tratándose de una cosa que podía hacer sin ninguna dificultad, porque sólo dependía de su amabilidad y voluntad.

Le respondió que en todo aquello en que pudieran servirle, lo haría.

Le dijo que él iba a partir cuanto antes, “y Dios sabe si nos volveremos a ver; quiero que una mañana nos recreemos juntos, y venga a comer conmigo, con lo que me haría un favor especial”.

Le respondió que no acostumbraba a ir a comer fuera de casa; pero, a pesar de todo, para cumplir su mandato, aceptaba la invitación que le hacía, si no era un día que lo prohibiera la Regla. Y acordaron hacerlo al día siguiente.

Monseñor Obispo avisó enseguida al Pintor que viniera el jueves por la mañana a hacer el Retrato, porque así lo habían convenido.

El Pintor preparó la tela, los colores y los demás instrumentos, lo envió todo por un joven, y él se presentó a buena hora en San Pantaleón. Observó al Padre cuando salía para decir la Misa -que él quiso oír- y toda la mañana lo siguió observando por la Sacristía, hasta que llegó Monseñor Obispo. Fingiendo que le servía, le retiró la silla, y se quedó de pie detrás, hasta que comenzó a hablar con el Padre; y fue entonces cuando al Pintor le quedaron impresas sus facciones.

Cuando Monseñor lo condujo a su Palacio en compañía del P. Castilla, a quien el Padre había llevado como Compañero, el Pintor, fingiendo que era camarero de Monseñor, le ayudó a quitarse el ropón, cogió la palangana y una jarra, y le echó agua en las manos, para observarlo mejor. Se colocó en la mesa, y el Pintor se retiró a la estancia; mientras comían, hizo su Retrato, con tanta perfección, que parecía era el mismo Padre Fundador. El Prelado quedó muy satisfecho y le dio lo que pidió.

Monseñor Obispo pidió al P. Cosme si tenían algún Retrato del P. José, para ver si se parecía al suyo. Le respondió que no tenía más que uno en papel, que había sido mandado a Roma, pero que en Palermo tenían dos, uno enviado de Roma, y otro mandado hacer cuando aquellos Padre le hicieron el funeral.

Monseñor Obispo llamó a uno de sus sirvientes, y le dijo que fuera a Casa a coger aquel Retrato que había traído de Malta, para enseñárselo a los Padres.

Cuando el P. Cosme vio el Retrato, afirmó que era el mismo que en el año 1646 les había sacado de una grandísima necesidad, dándoles seis escudos, uno que les había exhortado a que observaran las Regla, ejercitaran el Instituto con toda perfección, observaran el silencio en sus lugares y tiempos, hicieran oración mental, fueran uniformes en el vestido, y estuvieran todos unidos, que Dios es proveería, hasta que les enviara su ayuda, tal como en realidad sucedió, “porque la Casa está bien surtida de las cosas necesarias, y nunca faltan bienhechores que acuden con sus limosnas.

Monseñor Obispo de Malta quedó muy satisfecho con este discurso, por lo que le dijo que le regalaba aquel Retrato, pues quedaba en buenas manos. “Pues, cuando Dios me llame a la otra vida, al hacerme el expolio, sabe Dios en qué manos caerá”. Que lo tuvieran como cosa querida, pidieran a Dios por él y lo encomendaran a la intercesión de este Siervo suyo.

Y luego les contó que, mientras [el Pintor] daba la clase en Palermo, le dieron algunos cabellos del siervo de Dios, cuando aún vivía, que él conservaba, por su devoción, como Reliquias de Santos. Tenía un hijo en nuestras Escuelas, de unos doce años de edad, y sucedió que, un día, jugando sobre una barandilla de su casa, cayó al patio sobre losas de mármol, se destrozó la cabeza, y se hizo pedazos el brazo derecho.

La madre, que lo amaba tiernamente y no tenía otro, empezó a curarlo. Le puso un emplasto, pero con poca esperanza de vida. Llamó al Padre Cosme para que lo consolara. Fue enseguida a verlo, y lo encontró que no podía hablar; sacó del talego una bolsita, donde tenía dichos cabellos, cogió uno, y dijo a la madre que, cuando viniera el cirujano a medicar al hijo, cortara el cabello, la mitad la pusiera en la herida de la cabeza, y la otra, en el brazo; que tuviera fe, porque el cabello era de un Siervo de Dios, que aún vivía; que otros cabellos de él habían curado a uno al que se le había entreverado los intestinos, y vomitaba suciedad por la boca, y pensaban que aquella noche moriría; pero al tocar el vientre con aquellos cabellos, los intestinos volvieron a su lugar , y el moribundo curó en un instante.

La señora cogió con devoción aquel cabello, y lo echó a dormir. El P. Cosme se fue. Ella no esperó ya al cirujano que iba a curarlo, sino que soltó las heridas con mucha fe, cortó el cabello en dos, y puso la mitad en cada parte, como le había dicho el Padre. Por la mañana el Padre Cosme volvió a visitar al hijo, y vio que estaba jugando en la cama; la madre le contó que, sin esperar al médico, había puesto cada mitad en cada herida, y durante la noche había descansado perfectamente, -“Dice que el brazo no le duele, al contrario, lo mueve; y como se puede ver, está jugando”.

A las 24 horas fue el cirujano para quitar el emplasto, y lo encontró completamente sano. Preguntó a la madre que quién se lo había quitado, y le respondió que se lo había soltado ella, para poner un trozo de cabello de un Siervo de Dios, “que aún vive; me lo dio su Maestro. Esta noche ha descansado, y esta mañana dijo que no le dolía nada, al contrario, comenzó a jugar sobre la cama, como si estuviera sano, lo que, verdaderamente, es algo milagroso”.

Cuando el cirujano oyó esto, desató las vendas y lo encontró curado; sólo en la cabeza le quedaba una pequeña contusión, que en pocos días se curó del todo, y el niño volvió a la escuela con admiración de todos, que habían visto desde dónde cayó, y sobre losas de mármol.

Monseñor Obispo quedó muy consolado ante esta descripción, porque también él tenía cabellos del Venerable Padre; se los había dado el H. Eleuterio [Stiso] de la Madre de Dios, que entonces le servía como Compañero[Notas 2].

El Obispo quiso saber cuál era otro hecho que había sucedido por medio de los cabellos del Siervo de Dios; que se lo contara a la madre del hijo caído desde la barandilla.

El año 1644, durante las turbulencias de la Orden, fue enviado a Nursia al P. Juan Bautista [Costantini] de Santa Tecla, al ser removido de Procurador General por el P. Mario [Sozzi] de San Francisco, en cuyo lugar puso al P. Esteban [Cherubini] de los Ángeles. Y el P. Juan Bautista fue enviado a gobernar aquella Casa de Nursia, a fin de que el P. José, Fundador, no tuviera a nadie cerca de él, que le pudiera ayudar en los negocios, como antes le había quitado al P. Santiago [Bandoni] de Santa María Magdalena, de Lucca, su Secretario.

Durante este tiempo fue a Nursia un tal Juan Benedetti, de Triponso, del Condado de Nursia; y, como era conocido de los Padres, fue caballo a nuestra Casa a desmontar del caballo, pues por el camino se le había revuelto el estómago, y echaba suciedad por la boca. Lo llevaron enseguida a la enfermería, llamaron a los médicos, y éstos les dijeron que el mal era irremediable y se preparara para ir al Paraíso; que le aconsejaran confesarse y recibir la Extremaunción, “porque no puede durar ni esta noche, se muere”. El P. Superior, con su acostumbrada caridad, dio orden de que lo asistiera una hora cada uno, y después se fuera llamando a cada uno, por orden, para que todos le hicieran la recomendación del alma, como se acostumbra a hacer entre nosotros.

Hacia las dos de la noche llamaron a un Clérigo, de nombre Agustín [Divizia] de San Carlos, genovés, que comenzó a hacerle la recomendación del Alma. El moribundo, de la mejor manera que pudo, le preguntó si tenía alguna Reliquia de Santo.

Le respondió que tenía algunos cabellos de nuestro Padre General y Fundador, “que aún vive”; que se los había aplicado a algunos enfermos y habían sanado; “el Padre se llama José de la Madre de Dios, a quien yo tengo por Santo”.

Juan pidió al P. Agustín que se los prestara, que tenía fe en que le iban a sanar. Le dio una bolsita donde estaban los cabellos, la cogió, la besó, y él mismo puso la bolsa sobre el vientre, diciendo estas palabras: -“Padre José de la Madre de Dios, obtenedme la gracia de poder ir a morir a mi Casa”.

Al instante sintió que el vientre se calmó, hizo un ruido, y quedó tan sano como si nunca hubiera tenido ningún mal. Por la mañana partió, a toda cosa, aunque los Padres no querían; montó a caballo y salió para Triponso, su Patria donde lo contó, y dijo que quería ir a Roma a visitar al P. José de la Madre de Dios, su Intercesor.

Monseñor Obispo de Malta quedó muy satisfecho, y se despidió porque era tarde, pero con la esperanza de volver otra vez, y conversar más detenidamente.

Hemos visto muchas cosas en esta Relación. No pensaba contar sobre papel este repertorio de fragmentos hechos en Roma, con ocasión de comenzar a anotar algunas cosas, sin pensar nunca para qué podían servir. Otras, como he dicho, me las contó el P. Cosme [Chiara] de Jesús María, cuando estuvo aquí en Nápoles. Con ocasión de que él quería escribir la Vida del Venerable P. José, hablábamos juntos de muchas cosas que él no sabía, y de algunas que no sabía yo.

Espero acepte V.P. Revma. este trabajo, hecho en pocos días, sin pensar mucho en lo que debía escribir, que he terminado hoy, 12 de noviembre, día del glorioso San Martín, Papa y Mártir. Que sea él nuestro intercesor, y nos conduzca a la gloria de los Santos.

Mientras tanto, le pido me encomiende en sus oraciones, pues se me va la cabeza, y me parce voy a caerme.

En las Escuelas Pías de la Duchesca, a 12 de noviembre de 1675.

De V. P. Revma.

Humildísimo y devotísimo Servidor,

Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara.

Notas

  1. “Mientras tengan de qué vivir”.
  2. Este caso del Pintor del retrato del Santo Fundador, ya lo había contado antes. Cuando lo relata de nuevo, no es fácil distinguir el pasado -cuando el P. Fundador vivía aún- del presente del P. Caputi y del Sr. Obispo de Malta. Ver n. 120.