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J.M.J. PARTE SEXTA I [PARTE 4ª I]
[01-50]
[En el documento original, a partir de aquí el texto es todo a una columna]
1.- Por ser este día la festividad del Glorioso Patriarca San José, Protector, no sólo de nuestro Venerable P. José de la Madre de Dios, nuestro Fundador, sino también Protector de nuestra Orden, se trata en esta Cuarta Parte, tanto de las cosas sucedidas a nuestros Padres, como de las virtudes de nuestro mismo Venerable Padre, para ver cuán tiernamente amaba a sus hijos y los compadecía, como veremos en la última desolación que sufrió antes de su muerte, por el caso horrendo sucedido en nuestro Convento de Savona el año 1648, el 6 de julio[Notas 1], a las cuatro de la noche, donde murieron bajo las ruinas de la Ciudad por la desgracia de la que hablaremos en esta relación.
2.- Por el Breve del Papa Inocencio X, publicado el día 16 de marzo de 1646, sobre la reducción de la Orden a simple Congregación de Curas seculares, como los Padres de San Felipe Neri, se originaron muchos disturbios en la Casa de Génova, que estaba compuesta de muchos individuos cualificados y estimados por la República de Génova y por la Ciudad. Entre ellos estaba un Padre llamado Juan [Grugnière], francés, que confesaba a una parte de la nobleza, hombre de gran crédito; otros dos Padres cuyo nombre no recuerdo, un Padre llamado Juan [Natali] de la Virgen de las Nieves, músico excelente, y dos Hermanos.
Éstos comenzaron a pensar que, como el Papa nos había reducido al estado de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, sería mejor hacer una Congregación como la del Oratorio, y dejar el hábito de las Escuelas Pías; y así estaríamos bajo el Oratorio, como manda el nuevo Breve del Papa. Habiéndolo tratado todos los Padres juntos, algunos aceptaron, pero otros no quisieron consentir, diciendo que no estaba bien dejar el hábito de las Escuelas Pías en tiempo de sufrimiento, que tuvieran paciencia y esperaran el tiempo de los consuelos, que esto no se debía hacer de un modo precipitado, y era conveniente informar de ello al P. Fundador, para oír su parecer.
3.- El más fervoroso en este asunto fue el P. Juan de la Virgen de las Nieves, músico, que había sido maltratado por el P. Mario [Sozzi] y por el P. Esteban [Cherubini], sacándolo de la Casa de Narni. Para dar otra clase, a la que su profesión y Carácter no se adaptaba, el P. Esteban lo envió a Génova. Éste sembró tanto apasionamiento, que, finalmente, pensaron poner en práctica su pensamiento; él dejó el hábito y se llamó D. Pompeyo Natali.
Seis dejaron el hábito, abrieron la nueva Congregación de San Felipe Neri en una Iglesia, y continuaron con grandísimo fervor haciendo música y sermones. Entre otros estaba un Padre que se llamaba P. Pedro Domingo [Pierdominici], de Nursia; tenía un talento especial para sermonear, y con tanta gracia, que causaba maravilla. Éste fue Novicio el año 1638, cuando yo estaba en el Noviciado de Roma en Monte Cavallo, bajo la dirección del P. Juan Esteban Spinola, Maestro de Novicios.
4. Consiguieron tanta concurrencia a la Iglesia de la nueva Congregación, favorecidos por el Cardenal Durazzo, Arzobispo de Génova, y de los penitentes del P. Juan, francés, que nuestros Pobres Padres que quedaron en nuestra Casa, fueron despreciados y humillados.
Estaba en aquel tiempo en Génova el P. Juan Crisóstomo [Peri] de Santa Catalina de Siena, genovés, que era muy celoso y gran siervo de Dios; éste comenzó a animar a los otros a que hicieran bien el Instituto, que Dios los ayudaría; y que no se asustaran con esta nueva persecución -pues así se podía llamar porque había hecho perder la ilusión a los Padres que habían quedado-. Y comenzaron a pensar qué podían hacer para recobrar el crédito y humillar el orgullo de los que habían abandonado a su Madre.
5.- El P. Luis [Carcavensi] de Santa Catalina de Siena, de Carcare, se ofreció a predicar, no sólo en la Iglesia, sino en las plazas, y donde hiciera falta. Que le dejaron hacer, que haría su cometido, pero que los demás atendieran a las Escuelas, a las Confesiones; porque aquellos Padres que habían abandonado la Casa y la Orden, y habían fundado una nueva Congregación de San Felipe, no se mantendrían mucho tiempo unidos, porque cada uno querría pronto ser cabecilla y superior, y fácilmente se separarían; que ya sabía la inestabilidad de todos aquellos individuos, sobre todo del P. Juan, francés, y de D. Pompeyo Natali, el músico, que a veces, debido a su melancolía, daba en alguna estampida.
Fue informado de esto el P. Fundador, que solamente dijo: -“Dejemos obrar a Dios y a la Santísima Virgen, nuestra Madre, que si hacemos el Instituto como se debe, ellos se fijarán en nosotros, en quienes he puesto todas nuestras esperanzas”.
Estaba en aquel tiempo en Roma el P. Gabriel [Bianchi] de la Anunciación, de la Ciudad de Génova, Secretario de nuestro Venerable Padre, que intentaba emplear cierta violencia contra aquellos Padres; pero el Fundador no quiso que se hablara de ello, y se dejara todo en manos de la Divina Voluntad. A pesar de todo, el P. Gabriel no dejó en su empeño, ayudando con cartas[Notas 2] y exhortaciones a mantenerse firmes, “que Dios nos ayudará”.
6.- El P. Luis comenzó a predicar. Primero, en la Iglesia, donde iban algunos Senadores a escucharlo. Gustaba tanto, que le pedían fuera con frecuencia a predicar, porque aquel era el auténtico modo de hacer fruto en las Almas. Uno de aquéllos fue el Sr. Francisco Brignoli, hombre de gran espíritu, que, a pesar de ser Senador, dejaba casi siempre de ir al Senado, para ir a oír al nuevo Predicador. Después quiso imitarlo; dejó las vestiduras senatoriales, se quiso hacer sacerdote, y comenzó él mismo a predicar. Con tanto fervor y espíritu lo hacía, que luego iban juntos, con gran espíritu, a predicar por las plazas; tan bien, que todos quedaban entusiasmados. El P. Luis hacía, a veces, cuatro sermones al día por las plazas, con admirable fruto. Y aunque hablaba con grandísima libertad contra los vicios, sin embargo, era más querido por todos. El Sr. Francisco Brignoli, el Año Santo, mientras yo estuve en Roma, iba continuamente a decir la Misa a nuestra Iglesia –donde yo hacía de sacristán-; la decía con tanta devoción, que admiraba a los que lo oían. Y nunca se saciaba de hablar bien del P. Luis, de quien había recibido el espíritu y la devoción.
7.- Una mañana, mientras estaba dando gracias después de decir la Misa, llegaron dos Padres jesuitas, y le pidieron fuera a honrarlos, diciendo la Misa en su Iglesia, y honrara también la fiesta de San Francisco Javier, que caía al día siguiente; porque habían ido muchas veces a su Casa a invitarlo, y nunca habían tenido la suerte de encontrarlo. Brignoli se excusó, diciéndoles que había ido a Roma para hacer la devociones que tenía; que nunca estaba en casa más que para dormir y comer, y que iría a servirles en la fiesta, a la mañana siguiente; pero no quería ceremoniales, sino prefería la sencillez, como hacían los Padres de las Escuelas Pías, que lo admitían con toda familiaridad, como si fuera de los suyos.
8.- A la mañana siguiente fue a decir la Misa a la Casa Profesa de la Compañía de Jesús; y tanto supieron catequizarlo con su fina retórica, que raras veces se dejaba ya ver en San Pantaleón, lo que a mí me causó una grandísima pena, pues había trabado amistad con él, y había procurado que conociera a Francisco María Maia Materdonna, que, de poeta satírico que era, se había hecho hombre de tanto espíritu, que compuso un grueso volumen, publicado en Roma, y titulado “Terror de Senadores”. Partiendo de este libro, Brignoli hablaba frecuentemente con él, para manifestarle sus ideas; y le dio muchos ejemplares de este libro, con satisfacción mutua.
Cuando hizo todas sus devociones, Brignoli se volvió a Génova, y a los pocos meses tomó el hábito de la Compañía de Jesús, con grandísimo aplauso y concurrencia, pero con poco contento suyo. Un día, en efecto, tocó a la República de Venecia sobre el modo de gobernar, y fue acusado al Embajador de Venecia, quien se querelló con el P. General de los jesuitas de que, en el púlpito, el P. Brignoli había acusado a su República, y de que no eran éstas las promesas hechas a la Señoría, que le había permitido volver a su Estado, a pesar de tantas dificultades; y le ordenaba desdecirse de lo que había dicho sobre la comparación del Gobierno y de la República de Venecia con la de Génova.
9.- Fue necesario que el P. Brignoli se desdijera, lo que le causó un gran disgusto, pues cayó en tanta melancolía, que murió al cabo de un año.
El Cardenal Durazzo se enteró del gran fruto que hacía nuestro P. Luis con su forma de predicar, y mandó varias veces a escucharlo; luego lo llamó, y le encargó predicar a todos los monasterios de monjas, de lo que quedó muy satisfecho; y luego, que predicara dos veces en la Catedral, lo que hizo con grandísimo aplauso general. Aunque él se había excusado de no ser individuo para el púlpito, sin embargo tuvo que obedecer al Cardenal, pues ahora estaba sometido a él como Ordinario, según mandaba el Breve del Papa Inocencio.
10.- Fue tan grande la fama que adquirió el P. Luis con su forma de predicar, que aquella nueva Congregación de San Felipe Neri, en Génova, se quedó en casi nada, pues los que se habían salido de las Escuelas Pías, comenzaron a abandonarla a porfía, ya que todos quería ser superiores. Se fue el P. Juan, el francés, y el P. Juan de la Virgen de las Nieves, el que luego se llamó D. Pompeyo Natali; éste se fue a Roma, pidió a nuestros Padres que lo admitieran en Casa, que quería dar la clase de música en hábito de Cura secular, contentándose sólo con la comida y el vestido. Los Padres consideraron que la clase de Música era de gran provecho para los alumnos, y entonces no había nadie que la diera, más que el Sr. D. Pedro Cessis, que estaba en nuestra Casa, y hacía este favor enseñando sólo a algunos niños; y lo admitieron, porque D. Pedro había sido discípulo de D. Pompeyo, y lo apreciaba mucho.
11.- D. Pompeyo comenzó a actuar de forma arrogante; pretendía que los alumnos de D. Pedro fueran con él. Empezó también a titubear, y, viendo los Padres su inconstancia, le dijeron si quería ir a Poli, donde no había más que un Sacerdote; estaría con comodidad, y podría enseñar a aquellos niños, porque los Padres de Roma no querían que diera la clase de Música formal, para la que era suficiente D. Pedro, que hacía aquel favor y, además, daba a los Padres siete escudos al mes. D. Pompeyo se fue a Poli, donde estuvo algunos días, pero volvió de nuevo a San Pantaleón. Los Padres le dijeron que se las arreglara, que ellos no podían hacer aquel gasto; que la Casa estaba cargada de deudas, y no querían una boca más. Entonces él abrió una escuela de Música en Roma, donde aún vive míseramente.
12.- Con el ejemplo de éstos, y viendo que algunos Padres de Génova habían dejado el hábito, los Padres descalzos de Santa Teresa comenzaron a decir a la Nobleza y al pueblo de Savona que ellos habían fundado en aquella Ciudad, pero no tenían Convento, sino sólo hospicio; que la Orden de las Escuelas Pías estaba reducida a Congregación, y poco a poco se iba destruyendo; que les dieran a ellos su Convento, con el que se arreglarían bien, sin molestar a nadie, y, con lo que tenían ellos, les bastaría.
Con estos consejos de los Padres, los Señores de la Ciudad y otros Bienhechores comenzaron a decir que las Escuelas Pías estaban destruidas, y los pocos que quedaban procuraban arreglárselas como cada uno podía, y no se sabía adónde iría a parar el asunto. Estaban ansiosos, esperando que saliera otro Breve, para que cada uno pudiera irse a su casa.
Tantas cosas dijeron los Padres descalzos, que nuestros Padres perdían muchas limosnas, no sabían qué hacer, estaban perdiendo el Crédito, y tampoco podían exigir el dinero que les correspondía del legado de una tal Señora María Bardolla, que era bastante cantidad, y también en él había puesto sus ojos los Padres descalzos, que querían el patrimonio.
13.- Cuando nuestros Padres descubrieron la emboscada, escribieron al P. Fundador. Éste me mandó a mí que ordenara una inhibición al Auditor de la Cámara, para que nadie innovara nada. Él lo hizo, y se la intimó a los Padres descalzos, para que no continuaran las obras que ya habían comenzado, cerca de nuestra Casa. Ellos las pararon por un tiempo, pero continuaron esperando, bajo cuerda, la ocasión oportuna.
Nuestros Padres acudieron a Monseñor Francisco María Spinola, Obispo de Savona, que estaba muy disgustado con la Ciudad, porque se había opuesto a que hiciera la visita al hospicio, para ver cómo iban los ingresos. La Ciudad apeló a Roma, adonde fue llamado el Obispo, quien obtuvo un Decreto favorable de licitud para visitarlo. Pero cuando volvió a Savona le negaron el ingreso en la Ciudad, y se retiró a un lugar de la Diócesis, llamado Arbizola, a unas dos millas lejos de la Ciudad.
14.- Nuestros Padres fueron allí, e informaron Obispo de que carecían de lo necesario, no sabían qué hacer para poder subsistir, y recurrían a él como Superior, para que les ayudara y defendiera, en medio aquellas necesidades y aquellos apuros.
El piadoso Prelado los acogió, los animó y les dijo que se mantuvieran firmes, y no tuvieran miedo; que él les ayudaría y defendería cuanto pudiera, en todas las cosas. Les ordenó que se cuidaran del Seminario, y mandó se les asignara una provisión de ochenta escudos, y que, de los cuatro monasterios de monjas, que confesaban los Padres descalzos de Santa Teresa, dos fueran asignados a los Padres de las Escuelas Pías; uno al P. Pedro Pablo Berro, de Savona, y el otro al P. Bartolomé [Bresciani], de Mallare, como individuos más viejos y prácticos en las Confesiones; que también a ellos se les asignara una provisión conveniente, para que no pasaran tanta en la Ciudad, fueran a desempeñar su Instituto con fervor, pues él siempre les ayudaría en todo momento; y que, cuando tuvieran dificultades, acudieran a él, que los atendería.
15.- Los Padres volvieron a Savona con esta buena disposición de Monseñor Obispo, y comenzaron con grandísimo fervor a dirigir el Seminario y a las Confesiones de los dos monasterios, lo que molestó mucho a algunos pocos adictos de los Padres, sobre todo porque había quitado dos monasterios a los Padres descalzos, que, como nuevos en la cuidad, les tenían grandísima devoción. Otras personas piadosas animaban a los Padres de las Escuelas Pías a que siguieran y tiraran adelante, pues se veía claramente que Dios les ayudaba.
Nuestro Padres dieron grandísima alegría, tanto con las Escuelas, como con las Confesiones y otras devociones que iban introduciendo, para captarse a simpatía privada y pública, porque veían que el Obispo los ayudaba, y no quería devolverles a ellos lo que antes les había asignado.
16.- El 26 de julio de 1648 fue desde Carcare a Savona el P. Ciriaco [Beretta], de Lucca, Superior del Convento de Carcare, para hacer algunos encargos de la Casa, y pasó todo el día en el Convento de Savona. Por la noche cenó, y luego fue a pedir permiso, para ir por la mañana, aún de noche y con el fresco, a dormir en el Borgo, en Casa de Juan el hortelano, que solía llevar las hortalizas a Carcare, porque las puertas de la Ciudad se abrían tarde, por el miedo que tienen los genoveses, ya que es una zona marítima, y quieren saber quién entra y quién sale; y durante la noche tiene las llaves de la Ciudad el Gobernador, que suele ser un Caballero principal genovés.
Cuando se despidió el P. Ciriaco, ellos se fueron al mirador, al fresco, donde tenían la recreación, y miraban al Torreón del Castillo, que estaba a menos de un tiro de piedra de nuestra Casa. Toda aquella noche no hablaron más que del castigo que Dios tenía reservado a la Ciudad de Savona, por lo pecados que en ella se cometían. Continuamente se fijaban en el Torreón, porque estaba muy bien defendido por la soldadesca, y cada noche se quedaba una Compañía de corsos. Tenía diez piezas de gruesos cañones, cuatrocientas bolas, mechas de artificio, y mil veinte barriles de pólvora, pues, como bastión Real, estaba más fortificado, ante cualquier ataque de los franceses.
17.- Había sucedido que, en un Castillo llamado Colombara, donde los españoles habían desembarcado muchos centenares de barriles de pólvora llegados de España, para enviarlos a las fortalezas de Milán, una (ilegible por roto) gran tormenta de rayos. Uno cayó en el Castillo de Colombara, prendió fuego a la pólvora, y causó grandísimos daños. El Castillo saltó por los aires, matando a cuantos estaban dentro, y destrozando muchas de las villas de alrededor, que, por estar a sólo cuatro millas de Génova, aquellas zonas estaban muy pobladas.
Por este accidente, la Ciudad de Savona solicitó al Senado de Génova que hiciera el favor de ordenar que se llevara aquella pólvora del Bastión Real, para que no sucediera alguna desgracia semejante a este, pues al ser la munición tan grande, podía arruinar a la Ciudad entera, “lo que Dios no quiere”.
Al Senado le pareció justa la petición de los de Savona, y dio orden de retirar la munición, y que sólo quedara lo necesario para una necesidad urgente.
18.-Comunicaron la orden del Senado al Coronel del Fortín; pero éste, al verla, respondió que, como la Armada de Francia debía retornar de Nápoles, donde había habido revueltas, cuando aquélla pasara, ordenaría retirar la pólvora y llevarla a otro lugar más distante, para que, si ocurría algún accidente, no hiciera daño a nadie.
No fue posible cambiar la idea del Coronel, de retirar aquella pólvora, a pesar de haberlo ordenado el Gobernador de la Ciudad. Al guardián del Castillo, y a otros oficiales de la República, también les parecían razonables las razones del Coronel.
Cuando terminó la recreación de nuestros Padres, el Superior dio la bendición, y se fueron a descansar. El P. Jacinto Ferro, de Savona, dijo al P. José [Varazio] de San Joaquín: -“Adiós, hasta mañana”. Le respondió- “Dios quiera que nos veamos”. Como tenían el presentimiento de que no se volverían a ver, todos se iban mustios y tristes a reposar, retirándose a disgusto.
19.- El P. Jacinto Ferro había llegado desde Palermo a recoger a algunos sobrinos suyos para llevarlos a Palermo, donde su hermano tenía una gran mercería, y pensaba vivir en aquella Ciudad. Por eso había enviado a su hermano, el P. Joaquín, para que los acompañara. Llevaba apenas unos días en la villa de su hermano, había pasado algunas pocas noches en nuestra Casa, y ya estaba dispuesto a embarcarse de retorno a Palermo con sus sobrinos.
Pero la noche del 17 de julio de 1648, viernes, a las cuatro de la noche, comenzó a tronar, y a sentirse en el aire relámpagos y rayos; tal era la situación, que parecía estar ardiendo todo el Mundo. El primero que se levantó de la cama fue el P. Agustín [Divizia] de San Carlos, que en aquel tiempo era Clérigo; llamó a un compañero llamado Antonio, de Savona, y se fueron al Campanario, donde comenzaron a tocar las campanas y a encomendarse a Dios. Los rayos y relámpagos seguían tan intensos, que se echaron a llorar, pensando que entonces mismo iban a morir. Y, aunque su oficio no era ir a tocar las Campanas, porque no eran sacristanes, Dios se lo inspiró y fueron a hacerlo.
20.- Ante el estruendo de los truenos, de los rayos y de las Campanas, se despertó el P. José de San Joaquín, se levantó de la cama todo asustado, abrió la ventana de su celda, y, al ver que aquellos terribles rayos y relámpagos no cesaban, puso sus libros en la ventana para no ver los relámpagos. Pero, viéndose solo, aterrado, y con grandísimo temor, se encomendó a Dios, a San José y a San Felipe Neri, sus abogados, se hizo el valiente, y fue adonde los dos que estaban tocando las Campanas, para estar, al menos, en compañía de ellos, y sentirse más seguro.
Al llegar a una galería donde había una ventana que daba al Campanario, temblando y lleno de espanto, sin apenas poder pronunciar ni una palabra, comenzó, como podía, a gritar: -“¡Deo gratias, Deo gratias! ¡Hermano Antonio, Hermano Antonio!” Y aquéllos dos no respondían, en parte por el miedo y en parte por el sonido de las campanas. Él los miraba, veía el resplandor de los relámpagos, pero no tenía valor para ir donde ellos, porque tenía que bajar una escalera muy empinada, y tomó la determinación de volverse a su celda a hacer oración.
21.- Se fue a la galería grande, para ver si las barcas que solían ir a Génova a llevar hortalizas habían vuelto al Puerto, dado el mal tiempo que se había salido a las dos de la noche, y vio que no habían salido; más aún, en aquel momento se abatieron sobre él un relámpago y un rayo. Se desplomó, asustado, y, a gatas, lo mejor que pudo, se retiró a la celda; que, si tenía que morir, quería hacerlo en su celda, encomendándose a Dios y a sus Santos. Cuando volvió a su celda, de la mejor manera que pudo, cogió su Crucifijo, y, de rodillas junto a la cama, con el Crucifijo entre las manos, se echó a llorar, pronunciando con grandísima devoción aquellas sacratísimas palabras del Evangelio de San Juan: “Et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis”. “Sancte Joseph ora pro me; Sancte Philippe Neri intercede pro me” No dejaba de proferir estas palabras con grandísima devoción; y, haciendo actos internos de contrición, se encomendaba con frecuencia a sus dos Santos Abogados, a la Santísima Virgen, y a su Ángel de la Guarda, haciendo dichos actos de contrición.
22.- En esto, cayó un rayo sobre el Fortín Real donde estaba la pólvora, prendió fuego a los cañones y a las bolas artificiales. El primero en derrumbarse fue nuestro Convento, que estaba el más cercano. Cayo todo el Convento y todo el Borgo próximo; arruinó muchos palacios de la Ciudad; desencajó las puertas de la Fortaleza Real, aunque eran de hierro, y murieron más de mil personas, entre ellas seis Padres nuestros, cuyos nombres son: 1º Pedro Pablo [Berro]; 2º Bartolomé [Rembaldo]; 3º Juan María [Arascario]; 4º José Rocca, de Savona; 5º Octavio [Barberini], de Génova; 6º Jacinto Ferro, que había llegado de Palermo a recoger a sus sobrinos, como ya se ha dicho, y que luego fueron encontrados muertos bajo las ruinas.
23.- Al P. José [Varazio] de San Joaquín, mientras estaba arrodillado encomendándose a Dios, a San José y a San Felipe Neri, le cayó la celda encima, y quedó bajo las ruinas; pero enseguida vio a San José y San Felipe quitándole los escombros de encima. Sólo le quedó un pie bajo un trozo de muro; pero, pidiendo la Ayuda de de sus Santos devotos, poco a poco fue sacándolo debajo de los muros desplomados. Cojeando, iba saliendo, lo mejor que podía, fuera de los muros derrumbados, cuando, cerca de él, encontró el Breviario y el Catecismo. Fue entonces recobró la esperanza de que sus Santos devotos lo salvarían de la muerte. Un poco adormecido como estaba, vio nuevos relámpagos y rayos, invocó de nuevo a San José y a San Felipe, y, poco a poco, con el pie que estaba sano se fue acercando a las ruinas, y logró salir fuera; arrastrándose aún, y a tientas, se vio en la calle, donde no se oían más que llantos, y gritos de misericordia.
24.- Siguió haciéndose valiente, y decidió encaminarse hasta el Obispado, adonde todo el mundo, sin mirarse uno a otro. Quién llamaba a la madre, y otro al hijo; todos desconcertados y alocados. Por aquellas calles sólo se oían gritos de: “¡Misericordia, Señor, de nuestros pecados!”.
El pobre José, todo machacado de los golpes, aturdido y con el pie destrozado, desanimado de poder llegar al Obispado, logró darse cuenta de que estaba cerca de la Iglesia de los Padres descalzos de Santa Teresa, adonde también corrían todos los de los alrededores. Se arrastró dentro, lo mejor que pudo, se metió en un Confesionario, y allí se sentó, desde no oía más que llantos, alaridos y gritos; una lloraba a los hijos, otros a la madre, algunos a los padres. Él se iba recuperando y animando, y daba gracias a Dios y a sus Santos devotos, que lo habían salvado de aquella muerte, y seguía sin parar encomendándose a ellos.
25.- Al amanecer del día 18 de julio, el P. José intentaba ponerse de pie, pero no podía andar. Cuando lo reconocieron algunos de nuestros bienhechores, le preguntaron qué había hecho para librarse de la muerte, cómo había podido llegar allí, y qué sabía de los demás Padres, porque, al pasar, habían visto todo el Convento derruido, y en particular la fachada de la Iglesia, derrumbada desde los cimientos.
El P. José, todo desconcertado, respondió que no sabía nada de los otros, pero reconocía estar vivo por un gran milagro de San José y de las Felipe Neri, que lo habían sacado de de las ruinas, y él los había visto muy bien cómo iban retirando los trozos de muralla, que le habían caído encima, para que no muriera; pero que el pie le había quedado tan amoratado, estropeado y maltrecho, que no se podía mover para caminar, ni sabía adónde ir para descansar, y saber algo de los demás Padres, si estaban vivos o muertos; que estaba tan desconcertado por los golpes de los muros que habían caído sobre él, y por el dolor, que apenas sabía si estaba en la Iglesia.
26.- Llamaron a un sobrino del P. Jacinto Ferro, y le dijeron que había allí, en la misma Iglesia, un Padre de las Escuelas Pías, completamente deshecho, y no podía moverse de dentro del Confesionario. Corrió enseguida el joven para saber si estaba vivo su tío el P. Jacinto, y vio que era P. José, al que preguntó si tenía noticias del P. Jacinto y de los otros Padres. El P. José le respondió que no sabía nada, que no lo había visto desde cuando fueron adormir; que hiciera el favor de ir a llamar a los hermanos del P. Jacinto, porque no podía caminar, ni sabía cómo hacer, para que lo acompañara al hospital, a reponerse y curase, pues no podía aguantar el dolor.
Se apoyó en ellos lo mejor que pudo, y lo llevaron a la Casa de un hermano del P. Jacinto Ferro, donde con grandísima caridad, tanto el marido como su mujer lo metieron en la cama, y, le preguntaron si sabía algo del P. Jacinto, su hermano, si estaba vivo o muerto.
27.- Sólo sabía responderles que no sabía nada de nadie. Llamaron a los médicos; éstos le hicieron una sangría, lo ungieron todo entero con óleo sagrado, y, bien arropado, les dijeron que lo dejaran descansar, que esperaban se recuperara.
Como había oído este horrible caso, el P. Ciriaco [Beretta], Superior de Carcare, que dormía en el Borgo, en casa del hortelano, intentó entrar en la Ciudad lo antes que pudo, para ver si los Padres habían sufrido alguna desgracia. Fue al Convento y lo encontró todo destruido y arrasado, desde los cimientos; sólo se veía el Campanario. Llorando a sus hermanos, que habían muerto bajo las ruinas, oyó que desde el Campanario lo llamaban el P. Agustín [Divizia] de San Carlos y el H. Antonio, los que habían tocado las Campanas, que, temblando y desorientados por el miedo y el polvo, estaban pidiendo ayuda, para poder bajar, pues no podían, ya que se habían destrozado todas las escaleras; y, si se arrojaban sobre las ruinas, se ponían en manifiesto peligro de muerte.
28.-El P. Ciriaco, llorando, les respondió que no temieran, que tuvieran paciencia mientras buscaba una escalera, y para bajarlos con comodidad; que haría todo lo que pudiera. Se habían derrumbado todos los bajos del Campanario, y sólo quedaba un trozo de atrio, lo único en que se podían mantener en pie.
Llevaron la escalera, la apoyaron sobre las ruinas y el Campanario, y el P. Agustín de San Carlos pudo bajar, aunque todo aturdido, y lo sentaron en la calle, todo polvoriento, y temblado de miedo. Pero para ayudar al H. Antonio fue necesario que subieran dos, porque había sufrido el golpe de una piedra su pie. Como no lo podían ayudar tan fácilmente, y ni bajarlo abajo, y, entre los dos, lograron llevarlo al hospital para curarlo. Le sacaron sangre, y a los pocos días estaban sano del todo.
El P. Agustín me ha dicho muchas, muchas veces, que él tenía algunos cabellos del P. Fundador, en los que confiaba mucho, por haber visto grandes milagros con ellos; en particular, por haber sanado a Juan Benedicto, de Triponso, de Nursia, que, cuando iba a nuestra Casa de Nursia como bienhechor, tuvo un accidente.
29.- Se le convulsionaron los intestinos -lo que se llama el mal del miserere- de tal manera, que vomitaba la suciedad por la boca. El P. Juan Bautista [Costantini] de Santa Tecla, que entonces era Superior de la Casa de Nursia, llamó a los médicos, quienes lo dieron por desahuciado, diciéndole que se confesara y recibiera la Extrema Unción, aunque no podía comulgar a causa del vómito, y se preparara a bien morir, porque para aquella enfermedad no había ningún remedio; que sólo la mano de Dios podía curarlo. El P. Juan Bautista, Superior, mandó que todos los Padres y Hermanos, por orden, asistieran a Juan Benedicto, hasta que pasara a la otra vida, y le hicieran aquella Caridad gustosos, porque siempre había sido bienhechor nuestro.
Los Padres comenzaron a turnarse, estado con él una hora cada uno. Cuando llegó el momento de que le tocata al P. Agustín, como a Clérigo que era entonces, empezó a hablarle de muchas cosas espirituales. El moribundo enfermo, inspirado por Dios, como piadosamente se cree, pidió al P. Agustín que, si tenía alguna reliquia de algún Santo, hiciera el favor aplicarla a su vientre, que tenía fe de que le pudiera curar.
El P. Agustín le respondió que tenía algunos cabellos de nuestro Fundador, que habían hecho muchos milagros, pero, como aún vivía, no quería dejarlos para hacer otra prueba.
El enfermo le replicó que tuviera la bondad de dárselos en la mano, que tenía mucha fe en que, por los méritos del P. José de la Madre de Dios, iba a curar.
El P. Agustín sacó de su bolsita los cabellos del P. Fundador, que guardaba con grandísima veneración, y se los dio al Joven, que los cogió con grandísima devoción; los besó y se los aplicó al vientre del enfermo, diciendo, lo mejor que pudo, el Avemaría con el P. Agustín; en enfermo se sintió como si hubiera recibido un fuerte golpe, los intestinos volvieron a su sitio como cuando estaba sano, y se vio completamente liberado.
Al día siguiente muy de mañana, Juan [Benedicto] quiso marchar a toda costa, aunque los Padres no querían; les decía que quería ir a Triponso, su Patria, y luego a Roma, a dar gracias a su Bienhechor.
31.- De este suceso hicieron una certificación pública, firmada por el P. Agustín [Divizia] que aún vive, el P. Ricardo [Antoni] de San Felipe Neri. De Lucca, el H. Pablo [Bonaita] de San José, de Bisignano, y otros que vivían en aquel tiempo en la Casa de Nursia. Esta certificación la he conservado yo en Roma más de quince años, y, cuando salí se la dejé, con otras escrituras, al P. José [Fedele] de la Visitación, General; además, el mismo Juan Benedetti se lo a muchas personas, y las noticias llegaron hasta Germania, de donde me escribió el P. Pedro Pablo [Berro] de la Madre de Dios, Superior de las Escuelas Pías de Nikolsburg, en Bohemia, que se había enterado de este acontecimiento, le dijera si era verdad, y le enviara una certificación auténtica, sin decírselo a nadie, porque convenía tener en cuenta que aún vivía nuestro P. Fundador. Esto fue el año 1647.
Por eso pedí al P. Benedicto [Quarantotto] de Jesús María, de Nursia, que escribiera a su padre, para que mandara hacer una certificación a Juan Benedetti, de Triponso, acerca de dicho suceso, tal como hizo. Cuando llegó la certificación la envié a Germania. Además, el P. Agustín me enseñó otra certificación, escrita de propia mano por Juan, aunque no era auténtica, y creo que aún la conserva.
32.-He querido extenderme en este suceso, para comprobar la fe y divinización que el P. Agustín tenía en los méritos del P. Fundador, aun estando vivo. Precisamente por eso, el P. Agustín aprecia tanto estos cabellos del Venerable Padre, como si fueran Reliquias de Santos. Esto me lo ha contado muchas veces él mismo.
Otro Hermano operario, llamado H. Juan Bautista, de Grotta Secca, en Piemonte, fue encontrado lejos de las ruinas de nuestro Convento, como a un tiro de mosquetón, en la arena de la playa, lanzado hasta allí por la vehemencia de la explosión; estaba todo empolvado, lleno de miedo, tembloroso y ciego, no veía, y completamente asustado. Primero se le tuvo en el hospital, donde no hacía más que temblar, y sólo decía, de vez en cuando: -“Huyamos - ¿Dónde estamos?” Y cuando se dormía se despertaba enseguida y decía que quería huir. A los cinco días recuperó la vista. Pero siempre estaba con aquellos miedos y temblequeo, que le duró casi un mes. Cuando llegaron los demás Padres, se levantó y se encontraba bien
33.- Aquella noche estaba en el Convento de los Padres de las Escuelas Pías un fraile de los Reformados de San Francisco, que antes había sido de los nuestros, pero en tiempo del Breve del Papa Inocencio X, al no poder ya hacer la profesión, se hizo Reformado.
Este fraile había ido a Savona para ver a sus padres, y porque tenía cariño a nuestro hábito, con el que había crecido; por no ir a casa de seglares, buscó hospedaje en nuestros Padres durante aquella noche, quienes se lo ofrecieron gustosos.
Lo colocaron en la enfermería, donde no estaba más que él, quien, cerrándose dentro, se echó a dormir. Nadie, excepto los Padres, sabía que aquel Religioso estaba allí. Habían caído todas las paredes y el solar, y el pobre fraile se encontraba en la cama, todo asustado; cubierto de cascotes y piedras, no sabía qué hacer, porque no podía huir, al haber caído las cuatro paredes, y del solar de arriba sólo había quedado el pavimento donde dormía.
34.- El P. Ciriaco andaba rebuscando con palas y otros instrumentos, junto con dos Hermanos que había ido de Carcare, cuando se enteraron de la desgracia, porque querían ver si se encontraba algún Padre. Vio aquel solar con la cama, donde encontró al fraile, cubierto de tierra, cascotes y piedras; levantó las mantas, y se dio cuenta de que estaba vivo, pero todo asustado y tembloroso. Lo ayudó a levantarse y a bajar la escalera a hombros, sin lesión ninguna. Y lleno de miedo, se fue adonde sus parientes a recuperarse.
Hemos visto hasta ahora cosas muy maravillosas, pero diremos otro caso no menos maravilloso y de grandísima consideración, para ver cuánto importa caminar en este siglo con grandísima sencillez y santidad de vida.
35.- Tenían los Padres un Monaguillo del que se servían en la celebración de la misa y otros encargos de la casa; era sencillísimo y metía las manos por todas partes, por lo que de sobrenombre lo llamaban Cotorra; cuando terminaba las tareas lo hacían estudiar, y dormía en Casa. Estando el P. Ciriaco, junto con otro Hermano, intentando encontrar los cuerpos de los muertos bajo las ruinas, oían una voz subterránea, pero no sabían de dónde venía. Comenzaron a escavar, y, observando atentamente, primero oyeron bien un lamento débil. –“Hay que cavar aquí”, dijo el P. Ciriaco[Notas 3]; y, echando mano a la laya y a las palas, vieron los pies del pobre Clérigo, que estaba con la cabeza alzada bajo las ruinas, aturdido, y, animándolo, le dijeron que no temiera, que estuviera contento que le iban a ayudar; y cogiéndole de los pies, lo sacaron fuera, todo deshecho por los golpes de las piedras. Lo pusieron sobre una camilla, lo llevaron medio muerto al hospital, pero de tal manera, que podía hablar
36.- Una vez que se recuperó, comenzaron a preguntarle. Dijo que había pedido ayuda a la Santísima Virgen de la Misericordia[Notas 4], para que lo librara, y sentía que lo agaraban por los pies, sin saber quién. Hicieron un atestado de que habían tardado quince horas en sacarlo debajo de las ruinas, milagrosamente liberado, y a los pocos días estaba sano. Solo quedó contusionado en una pierna, que luego, por accidente, se le rompió en otra ocasión. Así que llevaron al hospital a los cuatro, esto es, al P. Agustín de San Carlos, al H. Antonio, los que tocaban las Campanas, al H. Juan Bautista, el que quedó ciego por la pólvora, y el Clérigo Cotorra, los cuatro que, gracias a Dios, se libraron milagrosamente.
37.- Cuando el P. Ciriaco supo que al P. José de San Joaquín lo habían llevado a Casa del hermano del P. Jacinto Ferro, fue a ver cómo estaba, para consolarlo. Cuando lo encontró de aquella manera, empezó a preguntarle sobre el accidente, y cómo se podía hacer para sacar las Reliquias de la Iglesia, porque, aunque se había caído desde los Relicarios hasta abajo, y desde el Sagrario hasta el altar, todos los cuadros de la Iglesia estaban enteros, como también las credencias de la Sacristía, que, a pesar de haber caído todas las muros, se habían salvado todas las cosas sagradas, sin haber sufrido nada; que el P. Ciriaco ya había pensado muy bien que sería bueno guardarlas, para que la Ciudad no se lo llevara todo, y se lo diera a los Padres descalzos de Santa Teresa, pero, mientras la Ciudad estuviera desorganizada, no pensaría en estas cosas.
Determinaron entre ellos que el P. Ciriaco, de muy buenas maneras, se llevara las tres Cajas con las tres Reliquias de Santos y otras Reliquias, el Copón, porque el mismo P. Ciriaco ya había consumido todas las formas, Cálices, Misales, planetas y toda la ropa blanca. Lo metiera todo en cajas, sin que se enteraran los seglares, las juntarán todas, y las enviara a Carcare, dando un recibo al P. José, en nombre de la Casa de Savona.
38.-Tomada esta decisión, el P. Ciriaco no perdió tiempo, llamó a dos Hermanos que había llegado de Carcare, que la misma noche se habían enterado de la ruina del Polvorín, corrieron enseguida a ver si el P. Ciriaco, su Superior, había sufrido alguna desgracia, y llegaron volando a ver qué había sucedido. Por eso se encontraron tan pronto en Savona; tanto más, cuanto que el estruendo que hizo se oyó por todas partes, hasta en Génova, que se encuentras a treinta millas de mar. El P. Ciriaco fue con los dos Hermanos, pusieron en tres Cajitas las tres Reliquias de Santos, y otras Reliquias, en una Caja; después, en otra Caja las Planetas, misales, Cálices, Copón; y en otras dos Cajas metieron la ropa blanca. Hicieron el Inventario de todo lo que pudo recoger, y se lo llevó al P. José [Varazio], quien le hizo el recibo, y lo envió todo a Carcare, con el caballo que había llevado el P. Ciriaco, y con los dos que habían traído los dos Hermanos llegados de Carcare, en depósito, hasta que se determinara lo que se podía hacer.
39.- Los Padres Descalzos vieron que nuestro Padres se llevaban algunas cosas, y, pensando que dejarían finalmente la fundación de la Casa de Savona, estaban contentos por tener el campo abierto, y poder hacer su nuevo Convento en el lugar de los Padres de las Escuelas Pías y con el mismo dinero suyo de la herencia de la Sra. María Bardolla, cuyo dinero llegaba sólo a mil cincuenta escudos. Pero, a pesar de que estaban apropiándose de todo en nombre de la Ciudad, les resulto en vano, como veremos más adelante. [Notas 5]
Al cabo de dos días de descanso, el P. José de San Joaquín, el P. Ciriaco [Beretta] le pidió que fuera a Carcare, y estuviera allí en cama, descansando, porque estaba molestando mucho a la Casa del hermano del P. Jacinto Ferro, muerto bajo las ruinas; y en aquella Casa no hacían más que llorar la desgracia sucedida a aquel Padre; y que no había dormido en la Casa de los Padres más que tres noches. El P. José accedió al deseo del p: Ciriaco, y se fue a Carcare, donde estuvo en cama veinte días, siempre asustado y lleno de miedo.
40.- La misma mañana del día 18 de julio, el Gobernador de Savona, mandó dos chalupas a Génova, para dar parte al Senado des desgraciado caso sucedido en la Ciudad de Savona, a causa de la pólvora que no había querido retirar el Coronel del Bastión Real, y que aún no sabían el número de muertos; que mandaran ayuda pare retirar los cuerpos, y abastecimiento para que pudieran sobrevivir los Pobres, que sufrían, porque casi todas las vituallas se habían perdido. La misma Ciudad envió también a un Gentilhombre a dar parte a la República, para que enviara las ayudas necesarias para los míseros que había quedado destrozados y heridos por las Ruinas. La noticia del desgraciado caso sucedido en Savona se extendió rápido por Génova, y en particular, de cómo habían muerto bajo las ruinas de su mismo Convento todos los Padres de las Escuelas Pías.
El Senado reunión enseguida el Consejo, y determinaron enviar una Galera a Savona, preparada con médicos y cirujanos, y otras ayudas de avituallamiento, para ayuda de los Pobres.
41.- Terminado el Consejo del Senado, algunos Senadores fueron a oír Misa a nuestra Iglesia del Santo Ángel de la Guarda. Llamaron al P. Luis [Carcavensi], y le contaron que en Savona habían muerto todos los Padres de las Escuelas Pías bajo las ruinas del Convento de Savona, y casi toda la Ciudad estaba en ruinas; que a la mañana siguiente iba a salir una Galera para Savona, por si quería ir algún Padre allá a ver los intereses; que le haría un embarque, y le daría cualquier ayuda que necesitara del Senado, que quería mucho al P. Luis.
El P. Luis se quedó atónito. Llamó a los Padres, tuvieron una Congregación para ver el expediente que se debía hacer, y, presentado el Caso a los Padres de la Casa de Génova, determinaron que fuera allí uno práctico en las Cosas de Savona, para defender los intereses de aquella Ciudad, desenterrar a los muertos que estaban bajo las ruinas, y darles digna sepultura.
El P. Gabriel [Bianchi] de la Anunciación, que había llegado de Roma, se ofreció a ir, pues había sido Superior de la Casa de Savona, había tenido que tratar lo de la herencia dejada por la Sra. María Bardolla, y conocía muy bien los intereses de la Casa de Savona; lo aceptaron, y le dieron un Acompañante, y las cosas necesarias.
42.- Por la mañana del día 20 de julio se embarcó en la Galera, y llegaron a Savona a buena hora. Enseguida fue a ver las ruinas, donde se encontró con el P. Ciriaco. Consolándose mutuamente, empezaron a buscar los cuerpos de los seis Padres muertos, que pudieron rescatar, y darles sepultura; parte, en la Iglesia de San Pedro, y otra parte, en una fosa hecha aposta en la zona marítima. Lloraron a los hermanos, y les hicieron los sufragios lo mejor que pudieron.
Después de observar las cosas, el P. Gabriel comenzó a ver los intereses de la herencia de la Sra. Bardolla, para enterarse de cómo estaba el dinero que había depositado, y cuánto quedaba, y asegurarlo, a fin de que no acabara mal, pues había oído que la Ciudad estaba opuesta a ello.
43.- Comenzó el P. Gabriel a tratarlo con los oficiales del Monte de Piedad, para ver cuánto era el dinero que había depositado en aquel Banco, un dinero que habían depositado los Padres para la Compra de un Palacio cercano al Convento.
Le respondieron que eran siete mil liras, pero que estaba secuestrado por la Ciudad, “porque las Escuelas Pías estaban destruidas por el Breve del Papa Inocencio X, y no querían que este dinero cayera en manos de ninguno de los Padres, que podían cogerlo y sacarlo de la Ciudad, con lo que la Ciudad se vería privada de ello; que querían dárselo a los Padres descalzos de Santa Teresa, llamados por la Ciudad, y como Pobres y nuevos, tenían necesidad, y querían ayudarlos”.
44.- Todo esto se lo dijo al P. Gabriel un Funcionario del Monte de Piedad. El P. Gabriel, disimulando que no sabía nada, me escribió a mí a Roma, para que el Auditor de la Cámara ordenara una Inhibición, que incluyera la Excomunión, y citara el Breve, donde se ve que la Orden no había sido destruida en absoluto, sino sólo reducida a Congregación; y se diga, además, que la ejecución del Breve corresponde a su Tribunal Se pasó por la Dataría, y fue registrada. En ella constaban la excomunión y otras penas reservadas solamente al Papa. La Inhibición fue inmediatamente expedida con todas las Cláusulas necesarias, y enviada a los Padres de Génova, para que, secretamente, la enviaran a Savona, y la intimaran a quien hiciera falta, para que no acabara con alguna pretensión en el Senado, donde sería necesario después hacer otra reclamación, porque el Senado fácilmente se podría adherir a la Ciudad, dando un disgusto al Obispo, actuando contra su jurisdicción, pues veía que el Obispo se inclinaba por los Padres de las Escuelas Pías.
45.- La Inhibición fue encomendada al Tribunal del Obispo de Savona; pero, antes de presentársela al Vicario General, procuraron que la viera el Obispo, dijera su parecer, y consultara cómo se podía hacer, para no cometer error.
Monseñor Obispo, con prudencia, comenzó a pensar que esto sería encender algún fuego con la República, sin provecho de los Padres, y con peligro de perder el dinero. Dijo que se sobreseyera, que mejor era comenzar de nuevo a hacer las Escuelas con aquellos pocos Padres que habían quedado; que bastaba con que viniera otro a Savona, y así se acabaría toda duda, el dinero estaría seguro, y la Ciudad no podría argüir que si había algún forastero podría sacarlo fuera, sin poder recuperarlo.
Considerando que el consejo era bueno, concluyeron que fuera de Génova el P. Jerónimo [Hideralt ¿?] de Santa Catalina, donde estaba de Comunidad, pues era de Savona, y práctico también en estas materias, y lo podría agilizar todo con astucia, para que, poco a poco, y sin ruido, se fuera haciendo con habilidad.
Mientras tanto, Monseñor Francisco María Spinola, ordenó alquilar una Casa de un Canónigo, para que pudieran estar los Padres y comenzaran las escuelas, dándoles la provisión del Seminario.
46.- Al cabo de veinte días, llamaron al P. José de San Joaquín para que volviera de Carcare, pues ya se había rehabilitado del pie, aunque no del miedo. En cuanto llegó a Savona, comenzaron a impartir dos clases. La 1ª, del P. José, y la otra, del P. Agustín de San Carlos, que entonces era Clérigo. El P. Jerónimo de Santa Catalina se cuidaba de la Casa; el H. Antonio y Juan Bautista, más un Clérigo sacado de las ruinas, llevaban los asuntos de la Casa. La Ciudad incoó un pleito, pues no quería al P. Jerónimo de Santa Catalina, porque no había sido de la Comunidad; y “como la Orden había sido destruida”, no querían que la Ciudad aumentara con otros Religiosos Pobres, porque no se podían mantener. El P. José de San Joaquín agregó al P. Jerónimo a la Comunidad, mediante documento público, quedó de Superior el P. Jerónimo, y así pasó esta borrasca.
Todo este problema lo creó Francisco Rocca, instigado por los Padres descalzos de Santa Teresa, porque, como se dijo que el P. José Rocca había muerto bajo las ruinas, y tenía otro hijo que se había hecho Religioso descalzo de Santa Teresa, andaban buscando ayuda como podían, pues no tenían más que la provisión del Seminario y alguna limosna de algún particular, ya que la Nobleza no era amiga de nuestros Padres, por estar favorecidos por el Obispo, que los ayudaba lo que podía; y les disgustaba que no hubiera otros individuos que pudieran atender a las confesiones de los dos Monasterios, como hacían nuestros Padres antes de la desgracia.
47.- A Roma llegó la noticia de la desgracia ocurrida, pues yo mismo fui inmediatamente a recoger las cartas de correo. Pero, como me ya me había enterado del caso por muchos genoveses, no dije nada al P. Fundador, sino le di las cartas en las manos, y me excusó, diciéndole que le mandaría al P. Vicente [Berro] de la Concepción le leyera las cartas llegadas de Génova, porque yo tenía que ir a hacer otros asuntos; pero lo que quería era no encontrarme presente en el disgusto del Padre, pues sabía cuánto lo había de a sentir.
Llegó el P. Vicente; y, como no sabía nada, abrió las cartas, y comenzó a leer, descubriendo aquel lamentable caso. Ambos comenzaron a llorar de tal manera, que fue imposible continuar, a causa del llanto; tanto más, cuanto que el P. Vicente, no sólo era de Savona, sino que el P. Pedro Pablo [Berro], muerto bajo las ruinas, era hermano suyo. Imagine cada uno lo que aquello pudo suponer para él.
48.- Llegó entonces el P. Castilla, y, al ver llorar al P. Fundador y al P. Castilla, preguntó la razón del aquel llanto. El P. Fundador le respondió. –“¿Cómo quiere que no llore, cuando han muerto, sepultados bajo las ruinas, seis hijos de Savona, tan verdaderamente dignos de ser lamentados?” El P. Castilla cogió las cartas y, cuando leyó la noticia, se puso a llorar, también él, en tercer lugar. A continuación, el P. Fundador hizo una reflexión sobre la muerte y la conformidad con la Voluntad de Dios, exhortando a todos a estar vigilantes, porque no se sabe cuándo, dónde ni cómo hay que morir. Dijo que tenía noticia de que en Savona habían muerto más de mil personas bajo las ruinas de la Ciudad; entre otros, “seis hermanos nuestros Sacerdotes”, y pidió que cada uno hiciera los sufragios acostumbrados, y pidiera a Dios por los que habían quedado vivos, que aún no había cesado la ira de Dios sobre aquella Ciudad, en continua amenaza de otras ruinas.
49.- Con tanto sentimiento y fervor decía esto, que hizo llorar a todos a lágrima viva; tanto que, allí mismo, intentó consolarlos con otras muchas palabras amorosas; que Dios era Dios de misericordia y de piedad, que cada uno de nosotros hiciera lo que debía, que Dios nos ayudaría. “Tengamos siempre presente la meditación de la muerte; que el ejemplo de éstos pobrecitos que han muerto de esta manera, nos sirva de ayuda para prepararnos. Yo, que ya soy viejo, lo debo hacer con más diligencia, dado que me quedan pocos años de vida; pero vosotros, vosotros, hijos míos, pedid al Señor que me dé fuerza y luz para saber conformarme con la Voluntad Divina. Y ahora, hagamos los sufragios con toda devoción por estos pobrecitos muertos; que otro tanto nos harán a nosotros mismos nuestros hermanos, cuando Dios nos llame al Paraíso”.
Después de este tierno discurso, nos bendijo a todos, consolándonos, y nos despidió. Tan fijo en la mente le quedó este cruel Caso, que, en cualquier ocasión que tenía, siempre decía en las Conferencias que nos preparáramos para la muerte, “que no nos coja de improviso”; y nadie pensaba que el primero en morir a morir iba a ser P. Fundador.
50.- Los truenos, las galernas, los relámpagos y los rayos seguían aún; y de tal manera que, cuando se veía algún relámpago, el P. José de San Joaquín se asustaba, se despertaba, y decía a los Compañeros: -“Huyamos, ¿qué esperamos? Ahora vamos a morir”. A los que, cansados por las fatigas, querían dormir, los cogía por los pies y los sacaba, diciendo: -“Huyamos, va a caer la Casa, y se nos desploma encima”. Todo asustado comenzaba a temblar; se ponía de rodillas; no dejaba dormir a nadie, y asustaba a todos. Así que, para consolar al P. José, le decían que no tuviera miedo, que ya había pasado, que se tranquilizara, y lograr así que reposara.
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51.- Mientras duró aquel flagelo, el Santísimo Sacramento estuvo expuesto durante más de catorce meses, en la Catedral y en la Capilla de la Madonna de la Columna, donde se hacía oración Continua. Cuando se observaba cómo se perturbaba el aire y se veían nubes misteriosas, como caballos desenfrenados, hombres armados con espadas en las manos, que aterraban a todos los que iban a observarlos, enseguida salían los Párrocos y otros Religiosos, vestidos con roquete y estola, y el Ritual en la manso, subían a los torreones de la Ciudad, y sobre los Campanarios, desde donde recitaban oraciones contra las tempestades, alzando al Cielo los Agnus Dei de Cera bendita. Y si veían que en un instante se derretían y se diluían en humo, pensaban en cosa milagrosa, en virtud del Agnus Dei, que todos llevaban encina.
Cuando veía estos espectros, también el P. José de San Joaquín enseguida comenzaba a temblar, y a decir a los Compañeros: - “Huyamos, salvémonos, que, si no, moriremos”. Y tanto más se aterrorizaba, cuanto más se oían los clamores del Pueblo, que gritaba en la noche: -“¡Ayuda, misericordia, morimos!”. Y él huía como podía.
52.- La mañana del día de San Agustín, 28 de agosto de 1648, a las quince horas, oscureció totalmente; parecía que era de noche. Fue tal el espanto, que la gente corrió a las Iglesias a salvarse; pedían misericordia, se confesaban en público, y decían públicamente sus pecados, buscando la absolución de los Sacerdotes. Fue tal el pánico, que en las Misas que se decían en las Iglesias, los que ya habían consagrado, sin más, consumían el Smo. Sacramento, y los que no habían consagrado, no terminaban las misas, por miedo de que se les cayera la Iglesia encima. No se oía más que clamores, llantos, gritos y chillidos, de los que corrían, asustador por ciertas voces extraordinarias que se oían en el aire. Esto duró cerca de dos horas.
53.- Después, vino una tempestad tan enorme, que cayeron siete rayos, todos muy cerca de donde estaban ocultos algunos centenares de barriles de pólvora. Fue una gran misericordia de Dios que no se incendiara, pues hubiera acabado de arruinar la Ciudad. Cayó después tanta agua, acompañada de vendaval, que derribó muchas casas y árboles, murieron muchos en la Campiña, y se perdieron casi todos los animales. Aquello parecía el juicio universal. El P. José tenía más miedo aún, pues veía confirmarse su aprehensión de que huyeran todos, o, si no, morirían. Seguía tan asustado y tembloroso, que el miedo y el espanto le duró no sólo mientras estuvo en Savona, que fueron veintiséis meses, sino durante doce años, como hoy cuenta él mismo, estando, como estamos, a 28 de marzo de 1673.
Se fue de Savona sin despedirse, porque los demás no querían que se marchara. Se dirigió a Livorno, y de Livorno a Pisa, donde estuvo algunos días con nuestros Padres, siempre temblando y asustado; tanto que la noche se desvelaba, y gritaba, diciendo: -“¡Padre Agustín, Hermanos, salvaos donde estéis, huyamos, que viene la tempestad!”.
54.- Los astrólogos andaban averiguando de dónde podían provenir aquellos fenómenos, pero sus especulaciones resultaban inútiles. El pueblo se lamentaba de la Nobleza, que había expulsado a su Pastor a causa de los pleitos, y estaba fuera de su grey. Más aún, la noche que sucedieron las ruinas, querían revolverse contra la Nobleza y matar a los contrarios a su Obispo, para luego cogerlo y volverlo a Savona; pero, como llegó la desgracia, no se pudo seguir adelante.
Otros decía que la causa eran los pecados públicos de usura que se cometían, que no había escrúpulo con las cosas nefandas e ilícitas, y Dios las castigaba de aquella manera, para que se enmendaran de sus enormes pecados. Otros, que era una promesa extraordinaria de Dios por sus fechorías; otros, finalmente, que eran efectos del eclipse de hacía nueve años, cuyo influjo aún duraba. Pero lo que verdaderamente se cree es que era castigo de Dios por el maltrato recibido por el Obispo, persona muy piadosa, y no sólo algunos lo habían expulsado de la Ciudad, sino que le habían obligado a gastar en pleitos todo lo que tenía, por el mero capricho de unos pocos amigos suyos.
55.- Pero el buen Prelado se no se olvidaba de ayudarles espiritualmente, y recordarlos como Padre, pues iba a un Convento de los Padres de San Francisco, cerca de la Ciudad, convocaba su Capítulo, y a los que lo querían, les daba sus pastos necesarios, como Pastor, y los exhortaba a que se arrepintieran de sus faltas y se convirtieran a Dios. Acudía también allí casi todo el Pueblo a pedir la bendición, y, para que no tuvieran envidia, les daba buenos consejos, y los despedía enseguida, impartiéndoles su bendición.
56.- Mientras tanto, nuestros Padres comenzaron, poco a poco, a retirar las ruinas; y, una vez acomodada la Capilla de San Felipe lo mejor que pudieron, empezaron a decir la Misa, y a reconstruir las celdas donde poder vivir. Esto molestaba mucho a los Padres descalzos de Santa Teresa, que pensaban hacerse dueños de todo; en particular, de las siete mil liras que estaban en depósito en el Monte de Piedad, pues la Ciudad ya había ordenado que no se dieran a los Padres de las Escuelas Pías, “porque están extinguidos por la Bula del Papa Inocencio X”.
El P. Jerónimo comenzó a negociar con los directores del Monte de Piedad, para que le dieran el dinero, pues quería iniciar los cimientos de las obras, hacer el Convento nuevo y la Iglesia, para lo que les mostraba el plano que ya había mandado hacer a los mejores Arquitectos de la República de Génova.
La Ciudad se opuso a que se diera el dinero a los Padres de las Escuelas Pías, porque estaban “extinguidos por el Papa”.
57.- Entre tanto, se intimó una inhibición contra los Padres descalzos, que pretendían construir cerca de nuestro Convento, para después incorporar el edificio a nuestra Casa y ocuparlo todo. El P. Jerónimo dio parte al Senado, para que éste obligara a restituir el dinero; pero, dada la oposición de la Ciudad, se entabló un durísimo pleito. El Senado, viendo a utilidad de nuestros Padres de Génova, ordenó que se restituyera el dinero “a los Padres de las Escuelas Pías”, pues querían emplearlo en hacer el edificio, con lo cual todo quedaba en la misma Ciudad, ahora mejorada.
Devolvieron el dinero, y comenzaron las obras del Convento y de la Iglesia, que se incorporó al Palacio antiguo, destruido. Y, aunque querían por él una buena cantidad, lo consiguieron a buen precio. En pocos años se terminó todo el Convento y al Iglesia, con todas comodidades de oficinas, escuelas y huerto, tal como está.
Toda esta información me la ha dado el P. José [Varazio] de San Joaquín, quien, como testigo de vista, lo sabe todo.
58.- El otro disgusto que observamos en nuestro Venerable Padre fue cuando, un domingo antes de enfermar, dio una Conferencia a nuestros Padres, como de ordinario, en la que dijo estas precisas palabras: -“Hijos, hagamos oración por la Santa Iglesia que tiene necesidad de unas necesidades grandísimas, sobre todo para que los Católicos no sean vencidos por los herejes; y como en esta misma hora tiene una gran necesidad, digamos un Paternoster y una Avemaría por esta extrema necesidad”. Todos los Padres se arrodillaron e hicieron oración, aunque nadie sabía de qué se trataba.
De allí a pocos días fui a recoger las cartas del Correo de Venecia, y encontré las de nuestros Padres de Moravia. Se las llevé al P. General, quien me las mandó leer. En ellas llegaba la noticia de que los suecos habían ocupado Praga, habían hecho prisionero al Cardenal de Harrach, a otros Obispos y a muchos Príncipes y Señores, y habían impuesto muchas condiciones, muchas trabas para liberarlos. Pero fue poco el tiempo que mantuvieron la Ciudad, porque el Emperador mandó el socorro, y fueron expulsados, y a los pocos días la dejaron, sin haber podido ocupar Praga la vieja.
59.- Cuando el P. Fundador oyó que Praga la nueva había sido ocupada por los herejes, dio un gran suspiro, y dijo: -“Dios quiere castigarnos, pero, como es Padre para nuestro bien, hágase su voluntad, que del mal saca Gloria para él”. De lo que deduje que había recibido un disgusto interno. Después nos dimos cuenta de que, al decir que hiciéramos oración por la Santa Iglesia -que entonces estaba en extrema necesidad- para que la ayudara el Emperador, en aquel mismo momento Praga la nueva estaba siendo recuperada, junto con el Cardenal Harrach, Arzobispo, y otros Señores.
Por otra parte, que nuestro Padre era contrario a los herejes, se demuestra porque siempre quería se pidiera por su conversión, y en favor de los Católicos, como se ve en muchas cartas que escribe al P. Melchor [Alacchi] de Todos los Santos, donde siempre le dice: -“El Señor dé la victoria a los Católicos”. Más aún, quiso que dos veces al día, al empezar la comida y la cena, se dijera un Avemaría por la Conversión de los herejes y a favor de los católicos, como hacemos aún.
60.- También se vio esto cuando el P. Fundador estaba para morir, y no podía expectorar. El Sr. Tomás Cochetti, noble inglés, le ofrecía un remedio para conseguirlo, pero cuando supo que era un invento de Enrique VIII, hereje, no sólo no quiso tomarlo, sino mandó se tirara hasta la escudilla, como se ha escrito en otra ocasión.
Hemos visto las dos últimos contrariedades del Venerable Padre Fundador, sobrellevadas en los momentos anteriores a su muerte, pero tuvo otra, interna, no menor que aquéllas; ésta fue el haber perdido a tres Religiosos de Ancona, con ocasión del Breve de Inocencio X, de los cuales esperaba muchísimo, pues eran jóvenes de grandísima inteligencia y de gran santidad de vida.
61.- El año 1636, mientras el P. Pedro [Mussesti] de la Anunciación –del que hemos hablado en la 3ª Parte- daba clase en Ancona, cuatro de sus alumnos, viendo sus extraordinarias virtudes, pidieron ser admitidos al hábito. Además de su santidad de vida, eran Nobles de la Ciudad de Ancona. Éstos fueron los Padres Carlos Mazzei, Carlos José Pelago, y Francisco y Juan Gabrieli, hermanos carnales. Eran jóvenes, e insistieron al Maestro que escribiera al P. Fundador, para que aceptara admitirlos en nuestra Orden, porque tenían una vocación auténtica.
El P. Pedro escribió al P. Fundador dándole una información detallada de sus costumbres, inteligencia y nobleza. Le decía que éstos atraerían a otros individuos no inferiores a ellos, aunque eran de tierna edad.
El Padre le respondió que los fuera conociendo, y les diera buenas esperanzas, hasta ver si la vocación era verdadera. Al final, tanto lo importunaron, que ordenó se les diera el hábito, y fueran enviados con buena Compañía al Noviciado de Roma.
62.- Se encontraba de paso en Ancona el P. Pedro [Maldis] de San José, de Bolonia, que había llegado de Cesena, camino de Roma. Éste dio el hábito a los cuatro, que se llamaron desde entonces: Carlos de San Antonio de Padua, Carlos José de San Felipe Neri, Francisco de la Concepción, y Juan de San Mateo.
Fueron a Roma cuando era Maestro de Novicios el P. Pedro [Casani] de la Natividad de la Virgen, a quien después, al irse a Germania, le sucedió el P. Juan Esteban Spinola.
Los cuatro eran Clérigos, aunque de poca edad, de mucho juicio. Crecieron tanto en el espíritu, que eran de continuo dechado y ejemplo para los demás. Habían aprendido las costumbres y prácticas de sus Maestros de Novicios de tal manera que, siendo yo de 36 años de edad[Notas 6], me avergonzaba cuando veía su modestia y su virtud, porque era Novicio como ellos En toda la Comunidad, entre estudiantes Profesos y Novicios, éramos cincuenta y seis, y éstos cuatro, el ejemplo de todos. Hasta tal punto que, cuando alguno alzaba, aunque no fuera más que los ojos, enseguida el P. Juan Esteban nos decía:
-“Mirad la modestia del Hermano Juanito”, -que así lo llamábamos, por ser el más pequeño de todos-. Había algunos llegados de Sicilia, que aún no estaban adoctrinados con aquella modestia de los demás, a los que P. Maestro decía también enseguida: -“Fijaos cómo lo hace el Hermano Juanito”.
63.- Este H. Juanito enfermó gravemente. Cuando el P. Fundador se enteró, dio orden de que lo llevaran a la Enfermería de San Pantaleón, para ser atendido. Llamaron al H. Pablo [Ciardi] de San Juan Bautista, enfermero genovés, hombre de grandísima caridad, y le ordenó que tuviera un cuidado particular de aquel hijito y lo tutelara, para que no le faltara nada, como si fuera hijo propio suyo.
Era tanta la Caridad del buen Viejo, que lo visitaba con frecuencia, le llevaba refrigerios, y, cuando estaba sudado, mandaba que le llevaran camisas blancas de tela -cuando en aquel tiempo se usaban camisas de lana- y otra ropa de tela negra, para que se mantuviera fresco y no sufriera; y mandaba hacer oraciones particulares por su salud.
Restablecido, el H. Juanito volvió al Noviciado, y lo pusieron a estudiar con otros, cuyo Maestro era el P. Camilo [Scassellati] de San Jerónimo, que les enseñaba bellas letras y Retórica, con tanta vigilancia y esfuerzo, que a veces el P. Juan Esteban lo reñía, diciéndole que no se esforzara tanto, porque lo que no se hacía en una semana, se podía hacer en un mes. Y es que el P. Fundador le había recomendado que lo sacara pronto adelante, por la gran necesidad que tenía de Maestros para atender a las Casas.
64.- Adelantó tanto el H. Juanito, que superaba a todos en el estudio, tanto en prosa como en verso. Como dejaba atrás a todos sus condiscípulos, comenzaron a tenerle envidia, y a la mínima minucia avisaban al P. Juan Esteban.
El P. Maestro había dado orden de que nadie hiciera ninguna composición en lengua vulgar, que todos se acostumbraran a la lengua latina.
El último día del Carnaval del año 1638, nos mandó a todos los estudiantes y novicios ir a Santa María la Mayor caminando, para ganar la indulgencia, pues estaba expuesto el Smo. Sacramento. Al volver a Casa, como aún no era la hora de comer, nos dijo que fuéramos al estudio, e hiciéramos alguna redacción, para no estar perdiendo el tiempo, que era la cosa más bonita que se puede hacer en esta vida. Colocados cada uno en su sitio, comenzaron a redactar.
65.- Al cabo de un cuarto de hora, entró el P. Juan Esteban al estudio y se acercó adonde el H. Juan, para ver lo que escribía.
Cuando el Padre Maestro vio que iba adonde él, dobló el folio, y se lo guardó en el pecho. El Padre le dijo que quería verlo; pero, para que no lo castigara, no se lo quería dar, pues había hecho una égloga en lengua vulgar, acerca de una colmena de abejas, que por casualidad se había metido en un aseo común viejo del Noviciado de Monte Cavallo, y él aludía a que las abejas se iban a adueñar de nuestra Casa del Noviciado, como luego sucedió, el 20 de marzo de 1638, cuando los Barberini se adueñaron de nuestro Noviciado, para colocar allí a las monjas Barberinas, llegadas de Florencia, que fueron nuestra ruina, como se ha dicho.
El P. Juan Esteban dijo al H. Juan: -“¿Por qué me esconde lo que hace? ¿No sabe que pronto hay que hacer un escrutinio, que tiene que hacer la Profesión, y actúa de esta manera?”
El H. Juan le respondió: -“El que tiene que pensar en la Profesión soy yo”. El P. Juan Esteban se lo tomó a broma, y con prudencia, para no disgustar a la Comunidad, y aquel día no le dijo nada.
66.- Al sonar la señal del examen de conciencia, fuimos todos al Oratorio, como de costumbre. El P. Juan Esteban le contó el incidente al P. Camilo. Éste llamó enseguida al Hermano Juan, y, haciéndole ver el error, le dijo que fuera rápido adonde el Padre, le enseñara la composición; y se excusara de que no se la había enseñado, porque había trasgredido su orden, escribiendo una égloga en lengua vulgar acerca de las abejas que estaban en aquel lugar común; y que el resto ya lo haría él.
El H. Juan tenía miedo, pero, a pesar de todo, fue adonde el Padre, y, arrodillado, le entregó el papel, diciéndole que le perdonara, que antes no se lo había dado por miedo a que lo castigara.
El Padre lo acogió, le trató cariñosamente, se lo puso en el pecho, y le dijo que no era nada, que siguiera alegre y no cayera más en semejantes faltas, y que, por una vez, todo quedaba en silencio. El P. Camilo se dio cuenta de que era un niño, que aún no estaba en su sano juicio, y tenía miedo.
Al terminar la comida, fuimos al Recreo, y el Padre nos dio permiso para poder hablar, por ser el último día del Carnaval. Los estudiantes comenzaron a charlar entre ellos sobre la falta que había cometido el H. Juanito; que era un soberbio y quería sobresalir entre todos; que se hacía el Santo con sus éxtasis en la oración, “y después no sabe obedecer”.
67.- Leyeron su redacción el P. Juan Francisco, el P. Camilo, del P. José [Bartolomei] de San Francisco, piamontés, Ayudante del Maestro de Novicios, y el P. Simón [Bondi] de San Bartolomé, de Fanano, y vieron que era, verdaderamente, una composición extraña y misteriosa. Le mandaron a que la leyera, para oírla con su énfasis natural, y todos se quedaron estupefactos, viendo la gracia con que la leía. Fue tan valorada, que se la llevaron al P. Fundador para que la viera, y éste ordenó leerla en la Recreación de los Padres de San Pantaleón, que también quedaron admirados del gran ingenio e inventiva con que la había escrito.
Al cabo de algunos días, se convocó la Congregación para hacer el escrutinio de los que debían hacer la Profesión, que eran los cuatro Clérigos de Ancona, es decir, los HH. Carlos [Mazzei] de San Antonio de Padua, Carlos José [Pelago] de San Felipe Neri, Francisco [Gabrieli] de la Concepción y Juan [Gabrieli] de San Mateo.
Después de una palabras del P. Maestro sobre que se iba a hacer el escrutinio de los cuatro Novicios de Ancona, les añadió que emitieran su voto como Dios les diera a entender, y según su conciencia; y que nadie actuara con pasión, porque, de lo contrario, Dios los castigaría; que se fijaran sólo en el servicio de Dios y de la Orden.
68.- Entraron en aquel momento a dar también su voto todos los Profesos, e incluso los Hermanos operarios. A partir de aquella experiencia se cambió aquel método, de forma que a los escrutinios fueran sólo los Sacerdotes, y los que estaban ordenados “in Sacris”.
Comenzados los escrutinios, fueron escrutados los tres primeros, y todos pasaron felizmente, sin tener ningún voto en contra. Pero, cuando llegó el cuarto, que era el H. Juan, al contar los sufragios se encontró que no había sido admitido. Se hizo varias veces el recuento, y se seguía observando que le faltaban votos y que eran los de los estudiantes, pero el H. Juan quedó excluido de la Profesión.
Cuando se fueron todos, el P. Juan Esteban llamó al H. Juan, le dijo lo que pasaba, y él respondió: -“Si ellos no me quieren a mí por envidia, yo tampoco los quiero a ellos”.
Finalmente se decidió que, si quería irse al siglo, después ya no lo admitirían en su Compañía. Por eso, al P. Juan Esteban le dijo al H. Juan de San Antonio [Prosperi], de Lucca, que le comprara un vestido de seda, para que fuera en todo como los demás, y se fuera con toda tranquilidad.
69.-.El P. Camilo y el P. Simón pidieron inmediatamente la bendición al P. Juan Esteban, y le dijeron que querían ir adonde el P. Fundador, para que diera una solución, y no perder un individuos tan extraordinario. Al P. Juan Esteban también le disgustaba despedirlo, pero pensaba que quizá era cosa de Dios, en sus justos juicios.
Cuando llegaron el P. Camilo de San Jerónimo y el P. Simón de San Bartolomé, le contaron el caso al P. General, para que procurara poner un remedio, y no se perdiera un individuo de tanto talento y expectativa, porque aquello no había sido otra cosa que simple pasión y envidia de los estudiantes, sus competidores, porque él se interesaba más que ellos en el estudio; y si se tratara una imperfección, se le podría alargar el Noviciado, para que reforzara el espíritu, haciendo unos ejercicios espirituales.
70.- El Padre respondió con estas precisas palabras:
-“´Tenendum est pro Religione´. No sabemos lo que Dios quiere de este hijito; es necesario conformarse con la voluntad de Dios. A pesar de todo, decid al P. Juan Esteban, que lo mantenga, y no lo mande fuera hasta que yo vaya al Noviciado, que será mañana por la mañana; así exploraremos su voluntad, y oiremos lo que piensa el P. Juan Esteban, dado que es sano y de buena intención, y procuraremos comportarnos como Dios nos inspire”.
Al volver los Padres al Noviciado, dijeron al P. Juan Esteban lo que había ordenado el P. Fundador, y le pidieron con insistencia que se conformara, lo aceptara, e hiciera otro año de Noviciado, porque era un pecado perder a un individuo de aquella manera. Que se le privara del estudio, se le pusiera con los Novicios a trabajar la lana, e hiciera los ejercicios espirituales.
El P. Juan Esteban respondió que se remitía a lo que decía el P. General, que a él le disgustaba más que a ningún otro.
El P. Camilo llamó enseguida al H. Juan, y le pidió que no se fuera, que ya había hablado al P. General; que vendría a la mañana siguiente para arreglar este asusto, que aceptara hacer un año más de Noviciado, y, pasado algún mes, si se portaba bien procuraría que hiciera la Profesión.
71.- Francisco [Gabrieli] de la Concepción, hermano del H. Juan, lloraba de tal manera al ver a su hermano excluido de la Profesión, y que se volvía al siglo, que no podía tranquilizarse; le quedó tan grabada esta mortificación, que no se podía consolar. El P. Camilo reiteró de nuevo al H. Juan que, si quería la salud de su hermano, era necesario aceptar la decisión de hacer otro año de Noviciado; pero que, cuando viniera el P. General al Noviciado, le podía pedir que le hiciera ese favor, porque se quería enmendar. A la mañana siguiente, llegó el P. General al Noviciado, reunió de nuevo a la Congregación, aunque sólo con los Padres Sacerdotes, y lo primero que pidió fue oír el parecer del P. Maestro de Novicios, y el de los demás Sacerdotes, que determinaron se explorara la voluntad del H. Juan; y, si aceptaba hacer otro año de Noviciado, se le podía admitir.
72.- Mandó tocar la Campanita de la Comunidad, y todos acudieron a la sala de Recreación, donde estaba sentado el P. Fundador. Cuando todos estuvimos reunidos, nos mandó sentar; y llamando al H. Juan en medio, le mandó arrodillarse, y le preguntó si quería irse al siglo, o quería perseverar en la Orden, en la que, desde su tierna infancia, se había ofrecido a la Santísima Virgen; que se acordara de que, cuando estaba enfermo en la Casa de San Pantaleón, él se levantaba por la noche para llevarle la muda, y lo había querido como a un hijito propio; que mirara bien lo que iba a hacer, y no defraudara lo que una vez había prometido a Dios, no fuera que le sucediera lo que les sucedió a Ananías y a Zafira, que, por haber faltado a la promesa hecha fielmente a los pies de los Apóstoles, Dios los castigó, quitando la vida a ambos.
Esta exhortación causó tanto sentimiento y fervor, que hizo llorar devotísimamente a todos.
El H. Juan le respondió, llorando, que quería perseverar, y hacer dos años más de Noviciado, si no era suficiente uno, que le perdonaran todos de los escándalos que había dado, porque en el futuro quería enmendarse.
El P. General ordenó al P. Juan Esteban que le mandara hacer los ejercicios espirituales, y no lo dejara hablar nunca con los estudiantes ni con los Profesos, sino que lo mantuviera humilde, con sencillez, “para que recobre el espíritu de nuevo”. Dio a todos la bendición, y se volvió a San Pantaleón.
73.-El H. Juan entró en ejercicios espirituales, y realizó un buen cambio. Cuando los acabó, le dedicaron a hilar lana, porque en aquel tiempo el paño se hacía en el Noviciado. Él estaba encargado de dirigir a los Novicios en el ejercicio manual, se portaba bastante bien, y logró recuperar el estado primitivo.
Pero no por ello el H. Francisco, su hermano, dejó de llorar. Lloraba tanto que perdía la vista: pero lo que más le afligía, era poder quedarse ciego, porque lo enviarían fuera, como inhábil para la Orden. Así que dio en una melancolía que no comía ni dormía, pensando en la muerte.
Al P. Fundador lo informaron de todo, y ordenó lo mandaran adonde él, que quería verlo y consolarlo, como se hizo.
Al P. Jorge [Ciarnino] de San Francisco y a mí nos mandaron que lo lleváramos a San Pantaleón. Arrodillado delante del P. General, le observó los ojos, mandó llamar al H. Pablo [Ciardi], enfermero, y le ordenó que le aplicara un ungüento suyo, echara en él vino greco, y se le pasaría la secreción; que estuviera contento, y no se dejara tentar por el demonio, pues él le ayudaría siempre con oraciones.
74.- Volvió el H. Pablo con el ungüento; el Padre le preguntó si había puesto vino greco, y le respondió que se había olvidado; se lo ordenó de nuevo, nos dio la bendición, dijo al H. Francisco que ungiera los ojos con aquello, y no dudara, y nos mandó salir.
Aquello pareció un milagro, pues a la primera unción quedó tan curado, y nunca más sufrió tal enfermedad.
Después de unos días, precisamente el día 20 de marzo, se quitó el Estudio del Noviciado, porque nos lo habían arrebatado los Barberini. Lo llevaron al Palacio que está junto a la Madonna de la Victoria, pegado a la fontana de Porta Pia; pero, como el Palacio no tenía capacidad para los Novicios y estudiantes, se suprimió el Estudio, y el H. Juan pasó al Colegio Nazareno con el P. Camilo y otros cuatro estudiantes. Pero, suprimido el Estudio, comenzó la ruina de la Orden, pues dispersaron a los estudiantes por las otras Casas. El H. Juan hizo la Profesión, pero le vino una enfermedad y quiso irse a su Pueblo, y con ella, la tentación de salirse de la Orden “per vim et metum”. Volvió a Roma, y un día quiso lavarse en el río Tíber; se resbaló, se sumergió en el río, y, desgraciadamente, se ahogó, y luego fue encontrado muerto. Era el año 1652 En él se verificó la profecía hecha por el P. Fundador el año 1638, cuando le dijo que viera lo que hacía, y no malograra lo que una vez había prometido a Dios, no le sucediera lo que sucedió a Ananías y a Zafira, que fueron castigados con la muerte. Aquí que demostró claramente que se trataba de una profecía.
Cuando el P. Fundador oyó que el H. Juan de San Mateo había dejado el hábito, dio un suspiro, diciendo: -“Dios le ayude y lo ilumine, que termine bien. Mucho mejor le hubiera sido si se hubiera ido cuando era Novicio, al menos no estaba ligado con los votos. Dios perdone a quien no lo disuadió de que los hiciera”.
75.- Cuando salió el Breve del Papa Inocencio X acerca de la Reducción de la Orden a Congregación, el P. Carlos José [Pelago] de San Felipe Neri, de Ancona, que había llegado a ser uno de los mejores individuos que había en la Orden, que daba las Clase 1ª en San Pantaleón con tanto aplauso que todos la envidiaban, lo que para el era, verdaderamente, un honor: A sus alumnos les robaban las composiciones, y se las llevaban a los Padres jesuitas, que se quedaban pasmados.
Una mañana fue donde el P. Fundador, y le pidió permiso, porque quería volver a su Patria, y dar la Clase en Ancona, porque sus Padres le invitaban a ir a verlos.
El P. fundador le respondió que hiciera lo que Dios le inspirara, pero tuviera cuidado, no le sucediera lo que menos pensaba, porque una ocasión próxima le podría dar un disgusto. Y le citó la sentencia del evangelio de San Marcos: “Percute Pastorem et dispergentur oves gregis”. Le dio la bendición y se fue a Ancona. Cuando llegó se acogió al Breve y dejó nuestro hábito. Al poco tiempo, llamó el arcipreste de Ancona, pues era un individuo cualificado, y lo asoció a él; pero poco lo disfrutó, pues tuvo un vómito de sangre, y se fue a la otra vida.
76.- El P. Francisco [Gabrieli] de la Concepción, hermano carnal de Juan, el ahogado, también fue un individuo extraordinario; daba, con aplauso de todos, la Clase 1ª en la Casa de la Duchesca de Nápoles, y era muy floreciente. Cuando vio que las cosas cambiaban, y que algunos habían llamado al Vicario de Nápoles para que tomara posesión del Breve, se fue enseguida a Roma, y de Roma a Ancona, donde también él se acogió al Breve, y se hizo Cura. Se enfrentó con su hermano Juana y lo reprendió por no caminar como debía. Fue a Roma a hablar con el P. Castilla, arrepentido de haber dejado el hábito, y le pidió lo recibiera de nuevo; pero no fue posible, porque los Padres de Roma nunca quisieron admitir a nadie de los que habían abandonado la Orden. Pero, a pesar de todo, el P. Castilla le prometió ayuda, buscándole algún empleo honroso.
77.-Monseñor Crescenzio volvió a Roma desde la Nunciatura de Suiza, donde dejó a su Secretario para los asuntos relacionados con la Nunciatura. Y como no tenía Secretario a propósito para ir de Nuncio ante el Duque de Savoya, pidió al P. Castilla le procurara un Secretario, que fuera de costumbres impecables, porque donde tenía que ir quería llevar a personas ejemplares, conforme a sus buenísimas costumbres.
El P. Castilla le respondió que podría ser un Cura de Ancona, que había sido de los nuestros, y siempre se había portado bien, aunque había dejado el hábito por precipitación, pero luego había pedido volver entre nosotros. Que él lo hubiera recibido de buena gana, si los Padres de San Pantaleón no hubieran hecho un Decreto que ordenaba no recibir a nadie de los que habían dejado la Orden, en medio de las mayores necesidades, y cuando era más perseguida.
78.- Monseñor Alejandro Crescenzio quiso ver a D. Francisco, y llamó. Hablaron juntos un rato; vio la cosa con claridad, y aquella misma mañana fue a servirle. Monseñor Crescenzio quedó muy contento de la devoción de su nuevo Secretario, que tenían siempre con él la oración mental y no hacía nada sin su consejo, con lo que las cosas le resultaban bien, dada su inteligencia.
Monseñor Alejandro Crescenzio salió de Roma, y se fue a la Nunciatura de Turín; le pidió que fuera con él, y le resultó mejor de lo que pensaba, tanto en los negocios como en el Espíritu.
Cuando volvió de Turín fue nombrado Obispo de Bitonto en el Reino de Nápoles, donde vivió algunos años. Y allí mismo pasó la vida D. Francisco Gabrieli, que así se llamaba, con grandísimo dolor de su Patrón, quien me ha dicho a mí muchas veces: -“Ojalá todos los Curas tuvieran aquella santidad que él tenía”.
Me dijo esto con ocasión de ir a pedir a la Congregación de los Sagrados Ritos y el Papa Clemente IX, de feliz memoria, que lo nombraran Juez de la Causa de Beatificación de nuestro Venerable Padre Fundador. Lo tomó con muchísimo interés, me lo agradeció muchas, muchas veces, y nunca dejó de asistir a los indagaciones del Proceso con otros Prelados.
79.- Muerto el Papa Clemente y ascendido al Pontificado Clemente X, yo pensaba decirle que lo dejara, pensando que no podría ya asistir, por sus grandes ocupaciones en la asistencia al Papa[Notas 7], pero, antes de buscar a otro, le pregunté si quería seguir, “o buscamos a otro Prelado”
Me respondió que no cometiera el error de elegir otro, porque, cuando hubiera Congregación, a él le bastaba con avisar un día antes, y tendría el permiso del Papa, para dejarlo todo.
El olor de bondad de este Prelado se conoce en todo el mundo; solamente que, como vive aún, no puedo decir más que es un gran Siervo de Dios[Notas 8]; y quiera S.D.M. que todos los Prelados de la Santa Iglesia sean de la bondad de éste, que entonces se reformarían las costumbres de todo el Mundo.
La devoción que este Prelado tenía a nuestro V. P. Fundador no puedo expresarla con la pluma; muchas veces me dijo que lo tenía por santo, cuando aún vivía el Padre.
80.- El afecto y celo que este Prelado sentía y siente por nuestra Orden ha sido siempre grande. Cuando volvió de la Nunciatura a Roma, un día vio a dos de nuestros Padres calzados dentro de la Iglesia Profesa de la Compañía de Jesús, y se quedó escandalizado. Fue a San Pantaleón donde el P. Castilla, y se quejó de ello, diciéndole: -“Se puede decir que aún está vivo el Fundador, y ya quieren cambiar el Instituto yendo calzados; no está bien dar estos malos ejemplos en la Corte Romana”.
El Padre le respondió que, a partir de la publicación del Breve del Papa Inocencio, las cosas iban de otra manera, lo que no se podía remediar tan fácilmente, pero que con el tiempo se pondría remedio a todo.
81.- Llegó de fuera un Padre de otra Casa, cuando el P. Castilla estaba pronunciando una Conferencia Espiritual; le avisaron de que estaba calzado, y el Padre dijo que subiera. Cuando entró en el Oratorio, donde estaban todos los Padres y Hermanos en la Conferencia, le ordenó arrodillarse; le reprendió severamente porque iba calzado (ilegible, roto) quién le había dado el hábito. Avergonzado, le respondió que se lo había dado el P. Mario [Sozzi] de San Francisco. El Padre respondió que no podía ser otro el fruto de aquel que había destruido la Orden de aquella manera. Le llevaron un par de sandalias a la usanza, le mandó se las calzara en presencia de todos, y que no volviera a aparecer por San Pantaleón, si no iba descalzo como los demás; que había recibido el aviso de un Prelado principal de la Corte, lamentándose ante él, y se había quedado avergonzado; y tuviera muy en cuenta que, de no hacerlo así, se lo avisaría al Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, nuestro Superior. Aquel Padre quedó tan humillado, que durante muchos meses no volvió a aparecer por la Casa de San Pantaleón, avergonzándose de la humillación a la que le sometió el P. Castilla, sobre todo por haber vestido el hábito de manos del P. Mario, nombre odioso en toda la Orden por los daños que le había causado.
82.-El Papa Alejandro VII, para dar algún descanso y solaz a Monseñor Alejandro Crescenzio, por sus fatigas en tantas Nunciaturas, le cambió el Obispado de Ortona a Mare, por el de Bitonto, en el Reino. El buen Prelado comenzó a ejercer allí su cargo con tanta piedad, que cautivó al Pueblo; y de tal manera, que lo querían como a Padre, porque visitaba a los enfermos, daba limosna a los Pobres, y cuando salía el Smo. Sacramento él mismo iba detrás, y después que el enfermo había comulgado, lo consolaba, diciéndole que tuviera paciencia en la enfermedad, y lo recibiera todo de la mano de Dios en remisión de sus pecados; y que le dijera las necesidades que tenía, que, hasta donde llegaran sus fuerzas, le ayudaría.
Con este ejemplo, los de Bitonto se encariñaron tanto con la devoción del Smo. Sacramento, que, en cuanto oían sonar la Campanilla, corrían todos, a porfía, a acompañar al Prelado en una cosa de tanta piedad y devoción. Era tanto el afecto y la confianza que tenían a su Obispo, que en todas sus necesidades acudían a él, como a Padre y pastor de sus almas. Curó muchas viejas enemistades, y reformó pacientemente, y en pocos meses, no sólo al clero, sino a toda la Ciudad.
83.- Fue desterrado por (roto, ilegible) un desorden sobre Pretensión de jurisdicción (roto, ilegible) no cerca, cuando era Inquisidor Monseñor Piazza. Como algunos Caballeros no le querían, tuvo que salir de Nápoles y fue a Roma, para que no le sucediera algo peor.
Y como el Papa Alejandro VII había recibido noticias de la bondad y celo de Monseñor Alejandro Crescenzio, Obispo de Bitonto, lo eligió para que fuera a Nápoles, y desempeñara el oficio de Inquisidor, para lo cual le dio las instrucciones necesarias a cargo de tanta importancia en la Iglesia de Dios, y le encomendó que, con prudencia, lograra resarcir suavemente lo que había hecho Monseñor Piazza.
84.- En cuanto le llegó el aviso, empezó a poner todo en orden, secretamente, para su salida hacia Nápoles, sin decir muchas palabras. Cuando llegó el día de la salida, la Ciudad se enteró de que su Obispo partía para Nápoles, y cerraron las puertas de la Ciudad, para impedírselo, diciendo que no querían a otro Pastor más que él; que no admitían que se fuera; que suplicarían al Papa que lo dejara a él, y destinara para aquel oficio a otro individuo en la Ciudad en Nápoles. Durante tres días completos estuvieron cerradas las puertas, con una guardia puesta por la Ciudad, y no dejabab salir a nadie, más que a los que iban a trabajar a la Campiña.
El buen Pastor, con su dulce manera de hacer, comenzó a tranquilizarlos con buenas palabras. Les decía que no era mucho estar tres o cuatro meses fuera de su Obispado; que, en cuanto fuera nombrado el nuevo Inquisidor, él volvería a su Iglesia, a alimentar a sus Ovejas; y que dejaba en su lugar al Vicario y a un Canónigo, personas más ejemplares que él; que se conformaran dejándolo salir, y les daba palabra de volver cuanto antes.
Tan bien se lo supo explicar que, al final, llorando, lo acompañaron hasta su salida.
85.- Todo el Pueblo, lloroso, lo acompañó hasta fuera de la Ciudad. Él dio orden a su Maestro de Casa que diera todo lo que podía, como limosna a todos los pobres. Impartió su bendición a todo el Pueblo, que, a su pasar, se despidió de su Pastor.
Lo acompañaron hasta Nápoles (roto, ilegible) Canónigos del Capítulo, y dos Gentileshombres de la Ciudad, aunque él no quería que se molestaran, y se conformaba viendo el afecto que le tenían. No fue posible persuadirlos de que se volvieran, y quisieron acompañarlo a toda costa.
El Prelado, para corresponder a su cortesía, los invitaba siempre a su mesa, con aquella prodigalidad de Caballero que tenía de nacimiento.
86.- Cuando Monseñor Crescenzio llegó a Nápoles, fue recibido por toda aquella Nobleza, sobre todo por los Caballeros que habían sido contrarios a Monseñor Piazza, con tanta cortesía -viendo la humildad y modestia del nuevo Inquisidor- que lo amaban y respetaban como a Padre; con él no tenían miedo a las penas.
Tomó posesión de su oficio, se informó por sus Consultores, de la Santa Inquisición, de cómo debía hacer para tener los mejores teólogos que había en la Ciudad de Nápoles; tanto en doctrina, como en costumbres y bondad de vida. Entre otros que eligió, el más entrañable fue el Padre Fray Egidio de Marigliano, Profesor de Sagrada Teología, que había sido Profesor de sus frailes en el Convento de Santa María la Nueva, de los Padres Menores de la Observancia, de la Orden de San Francisco, hombre verdaderamente digno de aquel cargo. A él encomendaba el nuevo Inquisidor los negocios más importantes; nunca faltaba a las Congregaciones; trabajaba con Padres Maestros dominicos, y con otros Religiosos que había elegido como Consultores suyos, y administraba se cargo con satisfacción por ambas partes, y con tanta complacencia y caridad, que todos quedaban satisfechos de él.
87.- Pasado algún tiempo, fue nombrado aún, por el Papa Alejandro VII, Comisario General y Ecónomo de la Fábrica [de San Pedro] del Reino de Nápoles, porque veía que era querido y respetado por todos. Sin embargo, él intentaba deshacerse de esta carga. Decía era muy pesada para su fuerzas, que al Papa tenía otros con quienes proveer del (roto, ilegible) sujeto; que él deseaba ir a su residencia (roto, ilegible) sus Ovejitas balaban, y le solicitaban con urgencia; y él les había dado palabra de volver cuanto antes. Que el Tribunal del Santo Oficio ya estaba bien encaminado, y él no podía atender a dos Tribunales, y cuidarse de su Obispado.
El Papa Alejandro no quiso escuchar las justas instancias que le hizo el Obispo de Bitonto, pues veía que las cosas iban muy bien. Pero, para darle gusto y quitarle el escrúpulo que tenía de la residencia como Obispo, ordenó escribirle que estuviera tranquilo, que nombraría a otro individuo para el Obispado; y que no estuviera a disgusto sino gustoso.
88.- Como Obispo de Bitonto fue elegido el P. Maestro, Fray Tomás Acquaviva, de la Orden de Santo Domingo, Caballero napolitano, pagando una buena pensión a Monseñor Crescenzio, para que también él pudiera mantenerse. De esta manera fue aligerado de su cargo de Obispo de Bitonto este Inquisidor y Comisario General de la Fábrica de San Pedro en el Reino de Nápoles.
A pesar de tantas ocupaciones como tenía en Nápoles Monseñor Crescenzio, no por eso dejaba de hacer muchas obras de piedad, como ir a los hospitales, a las cárceles, a consolar a los pobrecitos, y a encomendar el alma de los que iban a ser ajusticiados, para ganar sus Almas a Dios.
89.-Con frecuencia iba a hablar con nuestros Padres de las Escuelas Pías de la Duchesca, con los que se entretenía familiarmente. Estaba tan enamorado del Instituto que, por humildad, se declaró discípulo del P. Vicente [Chiave] de San Francisco, a quien pidió le enseñara Ábaco, que le serviría para llevar las cuentas de la Fábrica; y luego, a boca llena, lo llamaba su Maestro. Ha sido el mismo Prelado quien me ha dicho que fue discípulo del P. Vicente en Nápoles, y que le había enseñado Ábaco.
Se había hecho tan amigo de este Padre que le contaba todas las cosas, y muchas veces hablaba con él sobre los asuntos de la Orden; lo hacía también con el P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, que se encontraba en Nápoles, y era Asistente General,. A éste le decía que, si fuera por él, pondría uniformes todas las cosas de la Orden, “como ordenan las Constituciones hechas por el P. José de la Madre de Dios, el Fundador”.
Como el P. Juan Lucas [di Rosa] de la Santísima Virgen había hecho algunas pilastras desproporcionadas en la Casa de la Duchesca, contra la pobreza de las Escuelas Pías, este Prelado le ordenó derribarlas, tan amigo era de la Pobreza y Amigo de la observancia Religiosa.
90.- Llegó por entonces a Nápoles el P. Cosme [Chiara] de Jesús María, General de las Escuelas Pías, a hacer la visita a nuestras Casas de la Duchesca y de Porta Reale, e hizo una cosa muy ingenua, pensando, quizá, que allí se hacía como se acostumbra a hacer en Palermo, donde para todo se requiere el consentimiento del Rey, del Patrimonio y de la Monarquía. Así que él fue a visitar D. Pedro Aragón, Virrey de Nápoles, y le pidió licencia para hacer la visita. Aquél le respondió que hiera el Memorial. Se lo llevó al Virrey, lo cogió, y se lo dio a su Secretario, para que ordenara una lectura en equipo[Notas 9] Éste no lo habló con nadie, más que con el P. Arcángel [Pérez] de la Madre de Dios, su Secretario. Pero se dio cuenta de ello el P. Ángel de Santo Domingo, su Primer Asistente, después de haber dado ya el memorial y cometido el error.
Cuando el P. Ángel vio este negocio, le dijo al P. Cosme que había hecho mal entregando un el Memorial, por eso perjudicaba mucho a la Inmunidad eclesiástica; ya que en Nápoles no hay costumbre de solicitar semejante licencia, pues nosotros tenemos nuestros Privilegios de Mendicantes, y “no está bien introducir una novedad con Perjuicio de las demás Órdenes[Notas 10]”.
91.- El P. Ángel fue enseguida a hablar con Monseñor Crescenzio, como Confidente y Amigo de la Orden y le pidió su parecer, a ver lo que se podía hacer, para corregir aquel error, y no introducir esta costumbre, tan perjudicial para la libertad eclesiástica, y para las demás Órdenes; porque este ejemplo era verdaderamente una imprudencia grande.
Cuando Monseñor Crescenzio oyó el caso, dijo al P. Ángel que aquella había sido una ingenuidad muy nociva a la libertad eclesiástica; y si llegaba a oídos del Papa, le castigaría severamente; que se guardara mucho de recibir la expedición, pues se ponía en peligro manifiesto de ser castigado, se pondrían en contra todas las Órdenes, no sólo las que había en Nápoles, sino las de todo el Reino, y se convertirían en fiscal ante la Sede Apostólica, al haber introducido por su cuenta una novedad, con tanto perjuicio para todos ellos.
92.- Monseñor Crescenzio pidió al P. Ángel que hiciera el favor de convencer al P. General para que no recibiera la expedición del memorial, y buscara una salida honrada, de forma que no pareciera que había tomado una Iniciativa tan desatinada e inconsciente contra todas las Órdenes; pues, así como ahora las teníamos a todas favorables, después las tendríamos desfavorables a todas, y con grandísimo daño para nuestra Orden, por haber hecho esto sin consultarle a él, que era el primero después de él, y no quería ser considerado cómplice de este delito, sin ser conocedor de nada, mientras estaba en Nápoles defendiendo un pleito grave para la Casa de Chieti, que tenía contra Valerio Vistignani, por un cierto interés grave de un Censo a favor de la Ciudad.
El buen Prelado se fue enseguida a hablar con el P. Cosme, el General, y le dijo que había cometido un error considerable; que no sólo no recibiera la expedición, sino que a la mañana siguiente se fuera para Roma, y no se preocupara en absoluto de hacer la visita, porque podría tener algún encuentro grave, y ser castigado gravemente, tratándose de Jurisdicción Eclesiástica, al introducir una costumbre allí donde no existía; que dejara el encargo al Superior -a quien había encomendado el memorial para la expedición- de decir que había sido llamado a Roma por asuntos importantes, y ya no quería hacer la visita; que de esta manera se podía subsanar todo.
Y cuando pasaran algunos días, podía hacer la visita el P. Ángel [Morelli], Asistente, y el P. Arcángel [Pérez] de la Madre de Dios, como Secretario y Procurador General de la Orden; todo lo cual produciría el mismo efecto que si la hubiera hecho él mismo. De lo contrario, no sólo tendría contrarias a todas las Órdenes, sino que también él mismo estaría obligado a dar parte a quien debía, por ser ministro de la Sede Apostólica en este Reino de Nápoles.
93.- El P. Cosme cogió tanto miedo que, al día siguiente por la noche, mandó preparar una litera y salió hacia Roma sin que nadie lo supiera, ni siquiera el P. Ángel, que estaba en la Casa de Porta Reale, el cual lo había tratado todo secretamente con Monseñor Crescenzio; sólo pudo saber que al P. General se había ido a Roma, llamado por la Sagrada Congregación, por una causa alzada contra él por el P. Nicolás María [Gavotti] del Smo. Rosario, como se dirá. Siguió aquel sano consejo de Monseñor Crescenzio, y le resultó bien.
El P. Ángel hizo la visita, con la ayuda del P. Simón [Bondi] de San Bartolomé, de Fanano, entonces Provincial del Reino de Nápoles, y del P. Arcángel [Pérez] de la Madre de Dios, como Secretario; y así, sin alboroto ni ningún otro problema, se hizo todo con paz y tranquilidad, e incluso con fruto para las dos Casas de Nápoles.
94.- Con la estima que Monseñor Crescenzio tenía, por la Pobreza y la caridad que hacía en Nápoles, se podrían escribir volúmenes enteros. El P. Vicente [Chiave] de San Francisco pudo comprobar muchas veces cómo él mismo se repasaba los calzones; y al mismo P. Vicente, que se maravillaba de tanta humildad, le respondía con lo que decía Santo Tomás de Villanueva, que todo lo que ahorraba, lo ahorraba para los Pobres, pues a él le bastaba con no pasar frío. El Prelado hacía lo mismo incluso con la ropa exterior, sin creer que por eso menoscababa su dignidad. Al contrario, contaba el P. Vicente de San Francisco que una ver lo vio tan andrajoso que hasta enseñaba las carnes; y todo era por hacer limosnas.
Un día fueron donde él dos Religiosos a pedirle limosna para reparar una Capilla de su Iglesia, que peligraba derrumbarse; como eran Pobres no sabían qué hacer para remediarlo, y necesitaban una gruesa limosna. Que, como habían acudido a muchas personas, y no habían podido conseguir nada, le pedían se moviera a piedad y les ayudara.
95.- El buen Prelado, movido a compasión, pensaba qué podía hacer para ayudar a una obra de tanta piedad, pues no tenía dinero, y ordenó que se vendieran la carroza y los caballos, para reparar la Iglesia, no fuera que se derrumbara; que él podía caminar a pie para hacer sus asuntos. Aunque aquellos Religiosos rehusaban la limosna, no fue posible, quiso que la recibieran. Esta buena acción no sólo se extendió por todo Nápoles, sino que la noticia llegó hasta Roma, donde su Maestro de Casa me lo contó mí, y después me lo confirmaron en Nápoles.
Un Consejero propuso a Monseñor Crescenzio, para beneficio de las obras de la Fábrica de San Pedro en Nápoles, que, como tenía que salir fuera para otros negocios, él le podría gestionar más fácilmente las actuaciones del Tribunal; que, con su autoridad, podría conseguir mayor utilidad para la Fábrica de San Pedro. Le pareció bien a Monseñor Crescenzio informar de ello a la Congregación de Cardenales de la Fábrica, para oír su opinión, porque los intereses de la Fábrica no se podían cobrar tan fácilmente, porque necesitaban de las credenciales Reales, y con esta nueva gestión la Fábrica podía avanzar mucho.
96.- Envió una relación de esto al Papa Clemente IX, quien, creyendo que esta nueva gestión sería beneficiosa para las obras del edificio, determinó que se hiciera un Breve ante este Ministro Real, para iniciara la operación.
Recibido el Breve, el Consejero quiso solicitar el consentimiento Regio, para hacer las cosas con más fundamento, y elevó una súplica a D. Pedro de Aragón, entonces Virrey de Nápoles, para tener el consentimiento, pensando el Ministro que, con esta nueva Comisión eclesiástica, quizá obtendría un gran peculio, pero la cosa resultó completamente al revés, porque el Rey quiso ver el principio de la fundación de la Fábrica, y de dónde provenía. Y, como encontró que el consentimiento se había dado “ad tempus”, y que el tiempo ya había caducado, no quiso darle el exequátur Regio. Más aún, pretendía que fuera elevada ante el Tribunal de la Fábrica del Reino de Nápoles, teniendo en cuenta las extorsiones que hacían los Comisarios, y fuera asignada a los Obispos Ordinarios del Reino de Nápoles; pero, embarazadas las cosas, y casi había suprimido el Tribunal, ya no se pudo actuar como antes.
97.- Estando así las cosas, Monseñor Crescenzio suplicó al Papa Clemente IX que le autorizara a ir a Roma para procurar arreglar las coas con serenidad y paz. Pero lo que el Papa, que estimaba mucho a este Prelado, lo que le dio fue la autorización de volver a su Patria, donde le dio un cargo honorable en la Corte, para poder descansar de tantas fatigas. El Papa Clemente dio una Prelatura a un sobrino de Monseñor Crescenzio y a él lo hizo su Camarero Secreto y Canónigo de San Pedro.
Por entonces había salido el Breve del Papa Clemente IX sobre la reintegración de la Orden de las Escuelas Pías, que había sido negociado por mí, del que me parecía bien informar a Monseñor Crescenzio, y le envié una copia impresa auténtica. Él me respondió con mucha cortesía, agradeciéndome el favor que le había hecho, que agradecía también a Dios el haber resucitado la Orden, fundada con tantos sudores por el P. José de la Madre de Dios; que era un día que siempre había esperado ver, antes de morir, y que esperaba celebrar conmigo, de viva voz, esta alegría y este negociado, cuando viniera a Roma, lo que esperaba sería cuanto antes.
98.- Cuando Monseñor llegó a Roma fui a visitarlo, y me acogió con toda familiaridad y cortesía. Quiso saber los procedimientos seguidos para tal Breve, y le conté todo lo sucedido.
Me respondió que aquello había sido un gran milagro, operado por intercesión del P. Fundador, tanto más cuanto que por aquel mismo tiempo habían sido destruidas tres Órdenes por el mismo Pontífice; en cambio nosotros, de muertos, habíamos resucitado. Recibió tanta alegría, que quedé confundido, viendo que un Prelado que, no estaba obligado a nada, se ocupaba de nosotros, y nos ofrecía su ayuda, siempre que podía ayudarnos, en cualquier cargo en que estuviera puesto.
El Papa le hizo Lugarteniente del Cardenal Ginetti, Vicario General del Papa, y ejercitó aquel oficio con tanta piedad y justicia, que era aclamado por toda la Corte.
99.- Muerto el Papa Clemente IX, fue elevado al Pontificado el Cardenal Altieri, con el nombre de Papa Clemente X, quien, al hacer la elección de los mejores Prelados de la Corte por su santidad de vida, nombró como su Maestro de Cámara a Monseñor Alejandro Crescenzio, y lo creó Patriarca de Alejandría, con gran aplauso y satisfacción de toda la Corte Romana, por haber elegido por Maestro de Cámara a un hombre incorrupto y lleno de virtudes.
No quiero dejar de decir aquí los favores que este Prelado ha hecho a nuestra Orden, siempre que ha podido ayudarnos. Un día fui a felicitarle por el nuevo oficio que había alcanzado, e invitarlo a la Congregación que se debía hacer, para recibir el juramento de los testigos que se debían examinar, y me dijo que antes tenía que pedir autorización al Papa, porque aquel día había audiencia de Embajadores; y me hizo esperar. Habló al Papa, y le dijo que Su Santidad le había delegado en la Causa de Beatificación del P. José de la Madre de Dios, Fundador de las Escuelas Pías; que si le permitía, cuando fuera intimado, asistir a la Congregación con los demás Prelados, pues siendo obra tan pía, y habiendo conocido al Padres desde que era pequeño, estaba muy obligado; y, como a veces a veces no podría asistir a la Antecámara, si me podía dar este permiso.
100.- Después me dijo que el Papa le había respondido que, cuando se reuniera la Congregación, asistiera, que ya le asistiría su sustituto, “porque al P. José lo hemos conocido, y merece ser servido, pues ha sido un gran Siervo de Dios”. Con esto, ya nunca faltó a la Congregación
Si alguno me dice que a qué viene escribir aquí las virtudes de Monseñor Crescenzio, le respondo que es tanto el afecto que tiene a nuestra Orden, que no se ha desdeñado ser servido por uno que había sido de los nuestros; y le resultó tan bueno que, después de muerto, dijo de él que había sido un fruto de las fatigas del P. José de la Madre de Dios, el Fundador.
[101-150]
101.- Hemos visto el resultado que tuvieron los cuatro de Ancona. El de los tres que dejaron la Orden, y el del único que quedó, que fue el P. Carlos [Delicto] de San Antonio de Padua, que siempre se mantuvo firme como una roca, con todo honor, y nunca quiso oír nada de abandonar al P. Fundador ni a la Orden, aunque no le faltaron tentaciones ni ocasiones de poderlo hacer. Una vez fue invitado por Monseñor Ubaldini, Canónigo de San Pedro, y el Sr. Juan Vittorio de Rossi –el que siempre hacía de escribano del Papa Alejandro VII- y le dijo que –como buen amigo pidiera al P. Carlos que, si quería entrar de Maestro en el Seminario de San Pedro, pudiendo continuar con su hábito de las Escuelas Pías, se vería provisto de todo lo necesario, y obtendría para ello la autorización del Papa.
Le respondió que él quería estar en la Casa de San Pantaleón, y no se preocupaba de otra cosa, que le agradecía el afecto, pero nunca había tenido aquel pensamiento.
Cuando fuimos por primera vez a besar los pies al Papa Alejandro VII, lo acogió con grandísima amabilidad, preguntándole si tenía necesidad de alguna cosa, que se la concedería; que fuera con frecuencia, que lo recibiría gustoso. Le entregó una composición con un epigrama en su honor, y le dijo que le encomendaba la Orden, que lo que hiciera por ella, se lo haría a él. Y con pocas palabras, según su costumbre, le pidió la bendición; y, besándole los pies, se fue. El Papa le respondió: -“En su momento nos acordaremos”.
102.- A este Padre lo conozco desde el año 1637, y siempre se ha mantenido de la misma manera. Siempre ha querido tener clase, y nunca ha pretendido ser Superior ni confesar, aunque los Superiores se lo han pedido; pero siempre les ha contestado que le dejen tranquilo dando clase, que nunca ha querido otra cosa. Y, por su modestia y bondad, siempre han respetado su buena intención. No es que él no haya sido capaz de ejercer cualquier oficio, sino siempre lo ha hecho por humildad, considerándose poca cosa o nada. Pero su obligación la cumple como nadie, y en las persecuciones de la Orden ha hecho lo posible para ayudarla.
Sobre este asunto me parece que no es necesario decir más, a no ser que, cuando había algún problema secreto, por el bien público, siempre lo llamaban a él, y nunca lo habló con nadie.
103.- Vayamos ahora a la enfermedad de nuestro Venerable Padre Fundador, cuando cayó enfermo, y cuál fue la causa.
Acudía con frecuencia a él Cosme Vannucci, limosnero del Papa, con el que había tenido especial amistad, porque frecuentemente venía a hablar con él sobre sus asuntos, y con frecuencia tenían conversaciones espirituales.
Llegó el día el 27 de julio de 1648, día de San Pantaleón, titular de nuestra Iglesia. Aquel día quiso comer con el Padre, y llevó con él a un Clérigo, sobrino suyo, que era Canónigo de la [Iglesia] de la Bocca della Verità. Este Cosme Vannucci era viejo también él, pues pasaba de los setenta y cinco años; pero era un individuo robusto y de buen comer, por ser tan corpulento, y siempre andaba caminando por Roma, visitando a todos los Pobres vergonzosos; tanto que cada día recorría toda Roma; así que digería, por decirlo así, hasta el acero.
104.-Era lo contrario de nuestro Venerable Padre, que había cumplido los 91 años, y no hacía nunca ejercicio; pero iba dos veces cada día a visitar las clases, cosa que nunca dejó de hacer hasta caer enfermo en cama; se había comprometido a pasear una hora por el Oratorio, y alguna vez iba a sentarse en la Sacristía. Este era todo su ejercicio. En cuanto a la comida, comía poquísima cantidad; tomaba algún caldito, pan, un poco de carne, el día que la comía, y un poco de queso fresco. El vino lo quería aguado, dos partes de agua y una de vino; y lo bebía con tanta parsimonia, que una botella de vino le duraba toda la semana. Así que la complexión del Padre era bien distinta de la de Cosme Vannucci, y también de su sobrino, el Clérigo, que tenía 18 años.
El Padre rehusó comer aquel día con Vannucci, diciendo que él era viejo, y no podía estar tanto tiempo en la mesa; y, además, era muy lento, y, por eso, desde hacía unos pocos años se había retirado a comer en su Celda, para no dar que hablar a la Comunidad de los Padres, porque algunos veían que él no comía, y se abstenían ellos, como había sucedido muchas veces.
105.- Cosme, presagiando lo que le iba a suceder, le pidió le hiciera un favor, que, por aquella vez, comieran juntos, “que Dios sabe si lo podremos hacer más”, y lo hicieran ya, que era la hora de la comida, él vivía en Casa Monti, tenía que visitar todo el Barrio del Borgo y del Trastevere; que no podía ir a Casa y después ir a hacer la visita de los pobres vergonzosos.
Finalmente, tanto le insistió -y, por otra parte, el Padre no sabía negar nada a nadie- que condescendió con él. Llamó al H. Agapito [Sciviglietto] de la Anunciación, siciliano, Compañero suyo, y le dijo que preparara la comida, y pidiera dos cubiertos en la Estantería, uno para el Sr. Cosme Vannucci y otro para su sobrino, el Canónico, que querían a toda costa comer con él en la mesa. Luego dijo al H. Francisco [Noberascio] del Santo Ángel de la Guarda, el cocinero, que pusiera en la mesa, para el Sr. Cosme y su sobrino, lo mismo que había preparado para los Padres, para que quedaran satisfechos, y para él, las cosas como de ordinario. También avisó al Refectorio de que dieran a los dos lo que les hiciera falta.
106.- Cosme había destinado para el P. Fundador la mitad de su parte, que recibía de Palacio, dos hogazas blancas Papales, y un cántaro de vino de la Bodega Secreta del Papa, para cada día, pero él se lo daba por caridad a una Señora llamada Julia Merendella, que, de muy rica, había caído en la suma Pobreza.
Fueron a la mesa, y, cuando Cosme Vannucci vio que el pan que comía el P. Fundador era pan ordinario, preguntó al H. Agapito por qué no le ponía pan Papal, más ligero, y lo podía digerir mejor. El H. Agapito le respondió en lengua siciliana “lu pani comuni si padiano meglio e lu cancu era di chiu daba digiustiuni”.
El Sr. Cosme no entendía lo que decía el H. Agapito, y comenzaron a discutir si el pan integral se digería mejor que el pan blanco, o no. El Padre, que veía cómo se acaloraban los dos viejos, pues uno no escuchaba al otro, se echó a reír, y decía al Sr. Cosme que el pan ordinario le gustaba más que el Papal; y así se apaciguaron.
107.- El Canónigo había traído algunos melocotones, y, después de mandar pelarlos, los echó dentro del vino, para comerlos en el primer plato; pero, al dárselos al Padre, éste los rehusó, diciéndole que la fruta no le gustaba mucho. Sin embargo, el Sr. Cosme le dijo que los comiera, que eran buenos, nuevos, que aún no se veían; que se los había regalado en Palacio Monseñor Virgilio Spada, Limosnero Mayor del Papa, que eran extraordinarios, que los comiera. Tanto le insistió, que los comió, como también una raja de melón. Ésta fue la causa de su enfermedad, al no haber podido digerirlos; o, quizá, por haberse excedido en la parsimonia acostumbrada. Por la noche no quiso comer nada, y se fue en ayunas a la cama, aunque el P. Vicente [Berro] de la Concepción le insistió en que tomara, al menos, algo para dormir. La noche la pasó en vigilia, sin poder dormir. El H. Agapito, que dormía en una celdita contigua a la estancia del Padre, se levantó para ver si necesitaba algo, y le respondió que se fuera a dormir, que él quería hacer un poco de oración.
108.- Al volver a la cama, el H. Agapito se quedó un poco escuchando al Padre, que hablaba con alguien, sobre muchas cosas de espíritu y de la Gloria del paraíso. Pensando que le había malogrado el sueño alguno que había entrado donde el Padre, se levantó, todo adormilado, y, al abrir la puerta, hizo algo de ruido. El Padre le preguntó qué andaba haciendo, que se fuera a dormir, que no descuidara el sueño, que luego caería enfermo.
Le contestó que le había oído hablar con otro, creía había entrado alguno a despertarlo, y quería ver quién era, para que nadie le molestara.
El Padre le respondió: -“¡A buenas horas! Vaya a dormir; es que, cuando no duermo, me encomiendo a Dios, ya que tengo este poco tiempo”.
El día 28 de julio por la mañana comió poquísimo, y por la noche descansó poco, diciendo que tenía el estómago descompuesto. No pensábamos fuera cosa de consideración; que quizá no quería que nadie le viera cuando comía, como hacía antes.
109.- El día 29 de julio le escribió una carta, desde Poli, el P. Juan Bautista [Morandi] de San Bartolomé; le pedía le hiciera la caridad de de buscarle una Muleta, porque se le había roto y no podía andar. El Padre llamó enseguida al P. Buenaventura [Catalucci] de Santa María Magdalena, Procurador, para que hiciera la caridad de buscar una Muleta para aquel Padre, porque la necesitaba. El P. Buenaventura simuló que no lo había oído, y respondió con otra cosa, como solía hacer, pues cuando no quería hacer algo, respondía otra cosa. El Padre se dio cuenta de que no respondía a su petición, y le replicó si había oído que buscara una Muleta para el P. Juan Bautista de San Bartolomé.
110.- Le respondió que había oído muy bien, pero no se la merecía, por los daños que había causado a la Orden; que se había fiado de él para cuidar los Libros del Registro de la Orden, sobre cuándo toman el hábito los Novicios, y él se había llevado un Folio en el que se decía había tomado el habito para Hermano operario; que quería hacer ver que, cuando lo recibió, no tenía 21 años; y lo que pretendía era ordenarse sacerdote; que con su ejemplo habían venido los pleitos de los demás pretendientes, y, de aquí el daño a la Orden. –“Y ahora tiene la cara de escribir a V. P. para que le busque una Muleta. La Casa de Poli está acomodada, que se la compre su Superior, que nosotros somos Pobres, y esta Casa no tiene dinero para gastarlo en las otras”.�El Padre le respondió solamente: -“P. Buenaventura, ´sit nomen Domini benedictum´, ´reddite bonum pro malum´, que esto es ser Pobre de la Madre de Dios, y observar la ley evangélica. Son cosas pasadas y ya ha recibido su castigo. Si queremos que Dios perdone nuestros pecados, es necesario perdonar al Prójimo. Mortifíquese, por amor de Dios, y vaya a buscarla cuanto antes”.
Con esta respuesta, el P. Buenaventura atendió al P. Juan Bautista, y le mandó la Muleta, con rápida comodidad. Cuando volvió a Casa, el Padre le preguntó enseguida si había hecho la Caridad al P. Juan Bautista. Al responder que ya la había mandado, ordenó al P. Vicente de la Concepción, su Secretario, que escribiera a Poli al P. Juan Bautista, preguntándole si había recibido la Muleta que le había enviado el P. Buenaventura; que procurara caminar bien; y si le hacía daño, la devolviera para descambiarla.
Donde se ve la Caridad del Padre, que, pesar de que este P. Juan Bautista había hecho un gran daño a la Orden, quiso que, a toda costa, fuera atendido en su necesidad.
111.- El día 30 de julio de 1648, el P. Juan Bautista [Viglioni] de San Andrés, genovés, fue de Frascati a Roma, donde se había ordenado sacerdote indebidamente. Él, con el Clérigo H. Lucas [Anfossi] de San Bernardo, eran los más contrarios al P. Esteban [Cherubini] de los Ángeles, por las razones que se han expuesto en la 2ª Parte.
Al llegar a Roma fue a pedir la bendición al P. Fundador, diciéndole que tenía pensado ir a Génova, y repatriarse, para dar alguna satisfacción a sus padres, pues hacía ya muchos años que no los habían visto; que no podía aguantar más en Frascati, porque ya no había un gobierno como el de antes, y todo iba cada vez peor.
112.- El Padre le respondió que no se fuera ni abandonara la Casa de Frascati, la que quería mucho por haberla fundado él mismo; que no se marchara de ninguna manera, pues no encontraría la satisfacción que pensaba, sobre todo si quería ir por mar, donde se oía hablar de muchos pillajes por parte de los Corsarios; que volviera a Frascati y siguiera allí tranquilo. Le recomendaba también la Casa, que el P. Adrián [Guerrieri], de Frascati, -a quien llamaban Carbonilla, nombre que le habían puesto por ser negro- había abandonado después de dejar el hábito
Dejó el hábito, se pudo a hacer escuela pública; y para molestar a los Padres de Frascati, les hacía muchos desprecios, por lo que aquellos Padres estaban inquietos y no tenían paz.
Pidió ser Canónigo en la Catedral de Frascati, pero duró poco, pues fue despedido del Capítulo, bajo pretexto de hacerlo Párroco de la Iglesia de San Roque, donde también duró poco; fue apartado, con grandísima humillación, por no ejercer el cargo como debía.
Cuando era de los nuestros, era Ecónomo y Procurador de la Casa; pero se lo había comido todo, yéndose sin dar cuentas, con lo que se ganó más guerra que otra cosa[Notas 11].
113.- Este P. Juan Bautista de San Andrés volvió de nuevo a Frascati, haciendo cado de los sentimientos del P. Fundador; pero estuvo allí sólo hasta el día 27 de agosto, cuando oyó la muerte del P. Fundador, y que todos eran invitados a ir las las exequias de nuestro Padre, lo que hicieron todas las Casas cercanas a Roma. Entre otros, fue también el P. Juan Bautista de San Andrés, llamado por sobrenombre el Moro.
En cuanto el Padre fue sepultado, se pudieron ver las maravillas de Dios, gracias a su intercesión; pero él decidió embarcarse para Génova, precisamente con un Patrón que iba a Savona. Éste dio la fianza, y decidió embarcarse en compañía de un Padre francés, que era Provincial de Langued´Oc, y que, como Provincial de la Orden del Carmen, había estado en Roma con un Compañero, al Capítulo General, y de otros pasajeros que iban a distintas partes.
Juan Bautista volvió a Frascati, cogió sus cosas, y se fue a Roma, desde donde se embarcó, muy contento, con sus Compañeros. Se hicieron a la vela con viento propicio. Llegados a Monte Argentario, fueron asaltados por dos bergantines berberiscos, que los hicieron esclavos a todos. Los llevaron a Túnez, y, entregados a D. Felipe de Austria, que había sido apresado por cristianos, fue conducido a España y entregado al Rey Felipe III. Éste ordenó bautizarlo[Notas 12], y, por ser hijo de Rey lo tuvo algún tiempo con él. Después, por las estratagemas de la sultana, su madre, le permitió que huyera, y volvió de nuevo a Túnez, donde le entregaron todos los esclavos de aquel secuestro. Pero el Príncipe, como católicos que eran, ordenó meterlos dentro del Penal, y a los sacerdotes no les maltrató mucho; más aún, les dio permiso para poder hablar con los demás cristianos, y ordenó que les devolvieran sus hábitos.
114.- Cuando llegó a Roma la noticia de que Juan Bautista había sido hecho esclavo y estaba en Túnez, los Padres de la Casa de San Pantaleón hicieron una Congregación, a ver qué se podía hacer para rescatarlo; y se lo mismo dijeron también a los Padres de Génova, para que buscaran las limosnas que pudieran. Ellos encomendaron este encargo al H. Pablo [Ciardi] de San Juan Bautista, genovés, para que fuera a pedir limosna a los Cardenales, Embajadores, y otras personas piadosas, a fin de conseguir el rescate. Él hizo muchas gestiones, obtuvo muchas promesas, pero sacó poco fruto, ya que este H. Pablo fue llamado a Génova para los negocios de su casa, y no fue posible poder continuar más con ello.
Me encargaron a mí que tratara del rescate con Monseñor Francisco Ingoli, Secretario de la Congregación de Propaganda Fide, e hiciera el favor de escribir a los Misioneros de la Cogne, que estaban en Túnez, y le recomendara; y, entre tanto, que buscara algún expediente para rescatarlo, pues ya se había gestionado algo para conseguirlo.
115.- Este Prelado era muy amigo de nuestro Venerable P. Fundador; con frecuencia iba a charlar con él sobre sus negocios, y por eso yo lo conocía. Era un gran Siervo de Dios, y tenía tanto crédito en la Congregación de Propaganda Fide, que bastaba propusiera una cosa en Congregación para que todos aceptaran su parecer. Era también Secretario de la Congregación de Ritos eclesiásticos, y, por orden de la Congregación había hecho el nuevo Ceremonial. Residía en el Palacio del Cardenal Barberini en San Lorenzo in Damaso, donde tenía su apartamento; y, como estaba tan cerca de San Pantaleón, iba allá con frecuencia a conversar con el P. Fundador.
Fui adonde Monseñor Ingoli, y comenzamos a hablar del caso. Le pedí lo recomendara a los misioneros, para que no fuera encadenado (que era lo que el mismo P. Juan Bautista temía, porque a veces los Oficiales lo amenazaban, indicando que querían ser recompensados; y él se andaba ingeniando para tener con ellos alguna atención, igual que otros cristianos).
116.- El buen Prelado me respondió que escribiría a algunos Religiosos franceses Misioneros en Túnez, en los que confiaba mucho el Príncipe D. Felipe, y, por medio de ellos hacía muchas Caridades a los Cristianos que estaban esclavos; y que, con esta ocasión, enviaría al P. Juan Bautista la facultad de poder administrar los Sacramentos a los Cristianos, y agregarlo a la Misión; y además, como italiano, podría hacer mucho bien a la fe Católica; y que sería informado de todo, en la primera ocasión que se presentara para el Reino de Túnez.
Hablamos también de la situación en que entonces se encontraba la Orden, y le dije viera si la podía ayudarla en algo, porque nuestras cosas iban a peor, ya que cada uno quería hacer sus gustos.
117.- A esto me respondió que tuviéramos paciencia, mientras durara el Pontificado del Papa Inocencio X, porque había estudiado el Breve, y que no servía para nada, pues no había sido publicado “ad valvas”. Sus precisas palabras fueron éstas: “Si yo sigo vivo, el Breve servirá para tapar botellas”. Parecía profeta, porque éste fue el punto del que se aprovechó el Abogado Pedro Pifferi, quien, gracias al Escrito enviado a la Congregación Particular de tres Prelados, hecha por el Papa Clemente, de feliz memoria, logró fuera reintegrada.
Llegó desde Túnez la relación de los Misioneros franceses, en la que se decía que el P. Juan Bautista de San Andrés, de las Escuelas Pías, estaba vivo y bien, que convivía con los Padres carmelitas de Langued´Oc, que colaboraban en la Mezquita, administrando las confesiones a los esclavos Cristianos, rezaban todos los días el Rosario con ellos, y los cuidaban en las cosas espirituales, para que no prevaricaran ni renegaran de la fe; y que con ello esperaban mucho fruto para las almas de aquellos Pobres Esclavos, manteniéndolos en su buena compañía y ejemplo. Monseñor Igoli recibió esta relación de los dos Misioneros franceses.
118.- El P. Pedro Francisco [Salazar Maldonado] vino a Roma desde Cagliari, Cerdeña, el año 1650 para ganar la indulgencia del Año Santo; trajo con él a un Clérigo, llamado H. Ignacio [Sini], de profesión ebanista, y estuvieron dos meses, haciendo sus devociones y otros asuntos para la Casa de Cagliari.
El P. Pedro Francisco me dio el encargo de que mandara hacer un retrato de medio cuerpo, al natural, de nuestro Venerable P. Fundador, con la aparición de la Madonna dei Monti, igual que al yo tenía en mi habitación, por devoción.
El Pintor llamado Juan Barberini, que servía en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, y que en aquel tiempo era el mejor Pintor de retratos que había en Roma, le hizo un bellísimo retrato. Lo hizo sobre un trípode, al natural, cuando ya estaba muerto, no habiéndolo podido hacer cuando estaba vivo, aunque lo intentó muchas veces, pues parecía que el Padre sabía que lo quería retratar. En efecto, lo había intentado cuatro veces:
La 1ª en la Sacristía, adonde lo llevé yo. Mandé al pintor meterse dentro un cuartito, poniendo al Padre sentado de frente en la ventana. Como el Padre se tapaba la cara con las manos, o se giraba a un lado y a otro, él, cuando se cansaba, se iba, con la esperanza de terminarlo a la mañana siguiente, en ocasión más propicia.
119.- La 2ª, a la mañana siguiente. Quisimos engañarlo mientras recitaba el Oficio, que solía hacerlo con ayuda mía. Hicimos un agujero en la estera que tenía delante de la puerta, para ver la mesita donde se sentaba. Preparado el Pintor, y cuando lo veía en su postura adecuada, me dijo que lo veía muy bien, y lo iba a pintar al natural. Entonces entré donde el Padre y le pregunté si quería decir el Oficio, y me dijo que cogiera el Breviario, y me mandó sentar. Comenzado el primer salmo, y cuando el Pintor quería comenzar a delinearlo, se levantó, y me dijo que el sol le molestaba en los ojos, que quería cambiar de lugar, y se sentó donde me sentaba yo. Con lo cual, el Pintor tampoco pudo hacer nada, y se fue de nuevo. Así que no se pudo retratar a gusto más que de muerto.
120.- El año 1644, cuando vino a Roma el Obispo de Malta, que era muy devoto de nuestro Padre. Contrató una Casa enfrente de la Iglesia de San Pantaleón, para poder hablar con él frecuentemente, sobre cosas espirituales, pues lo conocía desde hacía más de 40 años.
Este Prelado intentó también retratarlo muchas veces, con los mejores Pintores de Roma, pero nunca era posible. Al final se empeñó en tener un retrato de él, como fuera. Un día le dijo:
-“Padre General, quiero que me haga un favor, antes de que me vaya a Malta, y no quiero que me lo niegue”.
El Padre le respondió que, si fuera cosa que dependiera de él, lo haría con gusto, con tal que no le pidiera hacer una fundación en Malta, que ya se la había negado otras veces, por no tener individuos a propósito para satisfacerle. –“No –le dijo- sólo quiero que venga a comer una mañana conmigo, que Dios sabe si nos veremos más. Tengo que marchar pronto, y quiero este consuelo. Es cuanto le pido”. El Padre no solía ir a comer fuera de Casa, pero, como el Prelado le cogió por la palabra, condescendió a su deseo; señalado el día, quedaron de acuerdo en que iría.
Mientras tanto, el Obispo de Malta, mandó llamar al Pintor. Le mandó que se colocara detrás de una Puertecita, para tener la luz suficiente, y, mientras comían lo retrató en la misma postura; y el retrato resultó tan natural, que el Obispo quedó muy contento de él.
121.- Después, el año 1649 regaló este retrato a nuestra Casa de Mesina, diciéndole que, como le había costado tanto trabajo conseguirlo, no quería pasara a otras manos, y acabara en las de quien no lo conocía después de la muerte; que se lo regalaba a ellos, quienes lo conservarían como algo bueno y natural, y lo cuidarían, “pues ya he recibido la noticia de su muerte y de los milagros que Dios ha obrado por su intercesión, y siempre lo he tenido por Santo, por los muchos y sabios escritos que me ha dado; y, últimamente, cuando estuve en Roma, para algunos asuntos que tenía en mi Iglesia, iba siempre a consolarme con él , y, no solamente quedaba contento, sino aleccionado con sus dulces y amables palabras; y a él le debo grandísimos favores. Y el también, para consolarme, me contaba sus sufrimientos, diciéndome que supiera conformarme con la Voluntad de Dios, que esta era su finalidad”.
El P. Pedro Francisco no sólo quiso que le mandara hacer el cuadro, sino quiso también que le diera estampas, reproducidas en distintas planchas de cobre, con las que imprimí buena cantidad, como quería llevar con él a Cerdeña.
El P. Camilo [Scassellati] de San Jerónimo, Rector del Colegio Nazareno, había pronunciado la oración fúnebre del P. Fundador; yo tuve la idea de mandar imprimirla también, y por ser cosa importante, ordené hacer cincuenta ejemplares.
122.- Cuando murió el Bendito Padre Fundador, todos los que se encontraban presentes humedecieron muchas prendas en su sangre por devoción. Pero se cometió un error de no llenar una ampollita de su Sangre, para tenerla como recuerdo y devoción; y cuando recordábamos este error nos arrepentíamos de no haberlo hecho.
Pensaba para mí mismo si aquella cantidad de paños que habían tintado la podía lavar, mezclar sangre y agua juntas, y meterlo en vasijitas; coger platitos y vasijas y meter dentro la sangre con agua, que, puestas luego al sol, desaparecería el agua y quedaría la sangre. Y puse en ejecución la idea concebida. Reuní cincuenta vasijas de mayólica (ilegible por roto), diez platitos de mayólica adornados con distintas pinturas, y diez vasijas, también de mayólica y decoradas; lavé los paños con mucho cuidado, mezclé el agua con sangre, lo puse al sol dentro de los platitos y de las vasijas, y como estábamos en el signo de Leo, enseguida desapareció el agua, y quedó sólo el vestigio de sangre. Luego llené las vasijas, las sellé bien, y las guardé para devoción mía. A los platitos y a las vasijas, para indicar que la habían contenido, les puse mi sello en cera de España, como aún se puede ver, pues hay algunas en el Archivo de la Casa de la Duchesca, que di al P. Juan Lucas [di Rosa] de la Santísima Virgen, Provincial del Reino de Nápoles, cuando fue a Roma al Capítulo General del año 1659, y hace pocos días las he visto en el mismo Archivo, donde se conservan, como otras cosas de nuestro Venerable Padre.
123. De estas vasijas, di dos y un platito teñido de sangre, más cuatro sellos en cera de España sobre la orla de arriba, y uno en el fondo de la parte de abajo; se las di, digo, al P. Pedro Francisco, que lo recibió todo con gran devoción, y lo llevó consigo a Cerdeña. Embarcó en Roma y llegó a Nápoles, allí buscó una chalupa preparada, e hicieron un viaje felicísimo. Cuando estaban a casi dos millas de Cagliari, fueron asaltados por dos bergantines tunecinos. Al verse cogidos, dejaron la chalupa y huyeron, abandonándolo todo. El P. Pedro Francisco tenía allí más de mil escudos de Cosas de paño, de ropa blanca, libros y otras obsequios que había comprado en Roma, que le habían encargado algunas Señoras en Cagliari; y no hicieron poco con escapar; así que, cuando llegaron a Cagliari estaban más muertos que vivos.
124.- Los turcos se adueñaron de la chalupa y la llevaron a Túnez. Después de desembarcar las cosas en tierra, avisaron al Príncipe D. Felipe de Austria que habían vuelto algunos de sus Bergantines, y habían capturado una chalupa Cristiana, donde había muchas cosas de devociones, y, en particular, un cuadro y otras Reliquias, medallas y hábitos de Religiosos, que viera lo que se debía de hacer, antes de desembarcar las cosas.
D. Felipe ordenó que no tocaran nada, antes de bajar él al puerto, porque quería verlo todo, especialmente las Reliquias, para que no fueran profanadas por aquellos infieles. Cuando bajó al puerto, mandó desembarcar todo. Vio una caja, mandó abrirla, y encontró un Platito, y, después de leer la inscripción de abajo, que decía ´Sangre del P. José de la Madre de Dios, Fundador de las Escuelas Pías, muerto en Roma el 25 de agosto de 1648´, -cuya inscripción había hecho yo mismo- cogió el platito y se lo puso en el pecho; en cambio las medallas, los rosarios, las oraciones fúnebres y las estampas, ordenó llevarlas a Palacio.
125.- El ver el Cuadro, con el escudo de armas de nuestra Orden, quiso fijarse y observar si el hábito era semejante al de su esclavo, el P. Juan Bautista de San Andrés; y, cuando comprobó que era lo mismo, mandó ponerlo aparte, con un hábito y un manteo nuevos -que el P. Pedro Francisco había mandado hacer en Roma al H. José [dell´Orso] de la Purificación, el Sastre- y ordenó llevarlo todo a Palacio. Las demás cosas fueron vendidas a subasta, para que aquellos corsarios se repartieran el dinero. Llamó a Palacio al P. Provincial de los carmelitas, y al P. Juan Bautista [Viglioni] de las Escuelas Pías, les enseñó el Cuadro de nuestro Venerable P. Fundador, y le preguntó si lo conocía.
126.- El P. Provincial dijo: -“Cuando, hace dos años, estuve en Roma, este Padre estaba expuesto en la Iglesia, donde hizo muchos milagros, en medio de tal cantidad de gente, que se asfixiaban unos a otros. El P. Juan Bautista se arrodilló, y llorando besaba el Cuadro, al mismo tiempo que decía: -“Señor, este es nuestro P. Fundador, el que antes de salir de Roma, cuando aún vivía, me dijo que no dejara la Casa de Frascati ni fuera a Génova, porque no conseguiría todas las satisfacciones que pensaba. Por no haber cumplido su obediencia me veo aquí, esclavo. Tenga Vuestra Alteza Real la amabilidad de darme este Cuadro, que lo llevaré al Penal, y ante él rezaré el Rosario con los demás Cristianos, si así lo permite, y para que no caiga en manos de alguno que lo destroce por no saber quién es.
El Príncipe no sólo le concedió el cuadro, sino también el hábito y el manteo. Le dijo que se vistiera con aquellos hábitos y siguiera su ley, ya que, a pesar de las muchas súplicas que le había hecho el Bajá, no había querido renegar de la fe. Después, echó la mano al pecho con grandísima devoción, le enseñó el platito teñido de sangre, y le preguntó si lo conocía. Le respondió que era sangre de aquel mismo Padre, “y éstos, sellos de la Orden; y me parece que la mano que lo ha escrito es de un Padre nuestro que está en Roma, que fue Enfermero suyo en la última Enfermedad. Vea, pues, Alteza, cómo Dios consuela a los afligidos en esta mísera esclavitud”.
127.- El P. Provincial de los carmelitas le pidió, por amor de Dios, que le hiciera el favor de darle aquel plato, pues tenían grandísima fe en que, por la intercesión de aquel Siervo de Dios, obtendría del Señor la libertad; que le había dicho un misionero francés que estuviera alegre, que Dios le ayudaría. El Príncipe le concedió el plato, y le dijo también que estuviera contento, que él les ayudaría en su momento, no pudiendo hacerlo entonces, porque su Madre era la dueña de todo.
El P. Provincial cogió el plato con gran devoción, e hizo al P. José de la Madre de Dios el voto de que, si se veía libre de la esclavitud, con su Compañero, no se preocupaba de ir a su Pueblo, sino a decir la Misa en Roma, “donde está sepultado el cuerpo del P. José de la Madre de Dios, fundador de las Escuelas Pías, y de escribir su Vida en lengua francesa”.
128.- El Príncipe los despidió, pidiéndoles que pidieran a Dios por él, que también él estaba como esclavo bajo la potestad de la Madre, que podía hacer lo que quisiera.
Salieron los tres Religiosos, y se fueron alegremente al la Mezquita. Cuando aquellos Cristianos vieron el cuadro del P. Fundador, pidieron al P. Juan Bautista que lo colgara de la muro, lo mejor que pudiera, porque no tenía marco, para poder venerar a la Santísima Virgen y al Siervo de Dios, pues no habían visto nunca una Imagen, ni de Jesucristo, ni de la Santísima Virgen, ni de ningún Santo, y poder hacer sus devociones.
El P. Juan Bautista no quiso hacer esto tan pronto, temiendo que el guardia los acusara al Bajá, y recibieran algún castigo; pero les dijo que se esforzaran en hacer un marco, mientras ellos hablaban con el Bajá, para que les permitiera exponer el cuadro, poder decir el Rosario, y hacer sus devociones, como querían.
129.- Había allí en el Penal muchos Cristianos esclavos, de diversas naciones, italianos, españoles, franceses, polacos, alemanes, venecianos y húngaros, que, al ver tanta alegría como veían en la Cuadrilla de los Papista, que así llamaban a aquellos Sacerdotes, comenzaron, también ellos, a preguntar a qué se debía aquella alegría. Les respondieron que estuvieran tranquilos, que, en su momento, verían un cuadro donde estaba la Imagen de la Santísima Virgen con el Niño en brazos, y a un Siervo de Dios en adoración.
Mientras tanto, llegaron los Misioneros franceses y, al contarles el hecho, se decidieron a hablar con Guardián Bajá de la Mezquita, para que aceptara no impedir a los Cristianos que colgaran en el Penal un cuadro, regalado por el Príncipe D. Felipe de a los Papistas, para que, ente él, pudieran hacer sus devociones; que se lo permitiera, que sería obsequiado por el Embajador francés, como ya le había dicho él antes.
130.- El Bajá permitió que hicieran lo que quería el Príncipe, pero no gritaran mucho, para que no llegara a oídos del Sultán, que era muy enemigo de los cristianos. Con esta respuesta, hicieron el marco para el cuadro, le pusieron en la muro del Penal, se arrodillaron delante de él, e hicieron oración; luego, a una hora determinada, rezaron cada día el Rosario de la Santísima Virgen.
Al cabo de algunos días, el P. de los Carmelitas fue rescatado; y, en vez de ir a Langued´Oc, su patria, se fue a Roma a cumplir al P. Fundador el voto de que, si era rescatado, iría a Roma a decir la Misa en el altar de San Pantaleón, donde estaba sepultado el Cuerpo del Venerable P. José de la Madre de Dios, Fundador de las Escuelas Pías.
Después, una mañana, llegaron dos Frailes carmelitas a la Sacristía -donde yo hacía de sacristán mayor- y me dijeron que deseaban decir la misa en el altar mayor, uno después del otro. Mientras fue a decirla el P. Provincial, el Compañero se quedó en la sacristía. Le pregunté de qué País eran, y me respondió que los dos eran franceses, de la Provincia de Langued´Oc, y habían estado esclavos en Túnez con el P. Juan Bautista de San Andrés de las Escuelas Pías; y que el Padre que decía la Misa era el P. Provincial, y que habían sido rescatados por milagro de nuestro Padre Fundador, al que había hecho voto de que, si escapaba de la mano de los turcos iría aposta a Roma, a decir la Misa donde estaba sepultado el P. José, y que él traía una reliquia de dicho Padre, que le había regalado el Príncipe D. Felipe de Austria, pero, como este Padre no hablaba bien la lengua italiana, yo no entendía bien los que decía; y, para asegurarme mejor, esperé a que el P. Provincial terminara la misa, quien me contó lo que he dicho arriba; y, sacando del pecho el Platito que contenía sangre del P. Fundador, me preguntó si lo conocía.
131.- Lo reconocí y le dije que aquel plato se lo había regalado al P. Pedro Francisco [Salazar Maldonado] de la Madre de Dios, Superior y Fundador de la Casa de Cagliari, el Año Santo, cuando fue a Roma, que me dijo diera fe de ello, firmada por el P. Castilla, Superior, y por el P. Vicente [Berro] de la Concepción, Procurador. El P. Castilla quiso que aquella mañana se quedaran a comer con nosotros. Quisieron ver la Celda del V. P. Fundador, y cuando vieron el Cuadro al natural, hecho por el mismo Pintor, dijeron que era igual al que estaba el Penal de Túnez, donde estaban los esclavos Cristianos, donde rezaban cada día el Rosario con grandísima devoción.
Les pregunté sobre el P. Juan Bautista, el que con frecuencia hablaba con el Príncipe D. Felipe, y le había prometido que le daría la libertad cuanto antes, como sucedió.
132.- El P. Provincial me pidió muchas noticias de nuestro P. Fundador, para escribir su Vida en lengua francesa; yo le di dos oraciones fúnebres, una hacha por el P. Camilo de San Jerónimo, y otra, por el P. Jacinto de San Vicente, carmelita descalzo, que pronunció a los treinta días la muerte del Fundador, en la Iglesia de San Pantaleón, y fue publicada en Varsovia, como se dirá en su lugar.
Luego fui muchas veces a visitar a este P. Provincial a la Traspontina, donde residía, y me prometió escribirme y mandarme la Vida de nuestro Venerable Padre, publicada en lengua francesa; pero nunca pude tener más noticias, a pesar de hacer muchas diligencias.
133.- Al cabo de unos meses, llegó una la noticia de Palermo, diciendo que había llegado allí el P. Juan Bautista de San Andrés, porque había obtenido la libertad de la esclavitud, gracias a D. Felipe de Austria, e iba a salir para Génova, desde donde escribiría lo que le había ocurrido; que iba vestido con nuestro hábito, dado por el mismo D. Felipe, y que en la Mezquita había dejado el Cuadro de nuestro Venerable P. Fundador, y a aquellos esclavos Cristianos, que hacían muchas devociones ante la Imagen de la Santísima Virgen con su Santísimo Niño.
Al llegar el P. Juan Bautista a Génova, dio noticia de todo al P. Castilla, y que había sido liberado con la obligación de mandar decir no sé cuántas misas; que hiciera la Caridad de mandar decirlas, para que no le quedara el escrúpulo, y no faltara a la palabra dada al Príncipe D. Felipe, su liberador; y que lo hiciera de tal manera, que cayera en manos del Cardenal Trivulzio el pliego que traía de Túnez, enviado por D. Felipe de Austria; que eran cosas de gran importancia, y, por eso, que no hablara de ello a nadie, que se trataba de de cosas de confianza.
134.- El P. Castilla escribió enseguida a Germania y a Polonia, para que hicieran la caridad de celebrar aquella cantidad de Misas, pues en aquellas tierras no tenían intenciones; y así lo hicieron. Y a mí me entregó la plica, para que yo se la entregara al Cardenal Trivulzio; y que se la entregara a él mismo. Se la entregué, y le dije, como secreto, que había llegado de Túnez, traído por un Padre nuestro que había estado esclavo del Príncipe D. Felipe de Austria. Que había llegado a Génova y quería traerla él en persona, pero, había caído enfermo, y no había podido cumplir lo que había prometido a aquel Príncipe.
El Cardenal agradeció mucho la plica. Al abrirla, encontró muchas cartas que iban a España, a Felipe IV y a otros grandes de la Corte. El Cardenal me dijo que no dijera nada a nadie de que le había entregado aquella plica, pues se trataba de cosas de confianza. Sintió mucho que no hubiera podido ir a Roma el P. Juan Bautista, pues el Príncipe D. Felipe le encomendaba mucho su persona; y le dijera que, si necesitaba algo, le escribiera, para ayudarle en todo momento. Y, en cuanto a las respuestas, no faltaría ocasión, para que llegaran secretamente a las propias manos de D. Felipe.
135.- Este P. Juan Bautista murió, víctima de la peste, en Génova, el año 1656. Si hubiera sobrevivido, el Cardenal Trivulzio quería tenerlo en Roma, para poder realizar lo que había tenía planeado, en relación con sus negocios, como muchas veces me dijo a mí el mismo Cardenal, para que pidiera al Superior que lo dejara venir a Roma a cumplir con la palabra que había dado al Príncipe; que para eso le había dado la libertad. Pero, una vez que conoció su muerte, ya no se volvió a hablar de él. El Cardenal Trivulzio se fue luego a Milán, de donde pasó a la otra vida.
136.- Para no contar siempre cosas melancólicas y desgracias, me tomo la libertad de escribir una broma hecha por el P. Pedro Francisco de la Madre de Dios al Clérigo Ignacio [Sini], de Cagliari, Compañero suyo, cuando fueron a Roma el año 1650.
Al salir de Cagliari, el H. Ignacio llevaba muchos encargos de muchas Señoras de aquella Ciudad; que les trajera muchas galanterías de Roma y de Nápoles, para lo que le habían dado trescientos escudos, para comprarlas. Este joven era muy cándido y poco práctico en las cosas de Italia, pues nunca había salido de la Isla de Cerdeña, donde no veía los lujos que hay en las grandes ciudades, como Nápoles o Roma.
Cuando llegó a Nápoles con el P. Pedro Francisco, comenzó a recorrer los mercados, y todo lo que le parecía bonito, lo quería comprar. El P. Pedro Francisco le advertía que no estirara tanto la mano, no fuera que en Roma no tuviera con qué comprar, para aquellas Señoras que le habían dado el dinero; que había comprado muchas cosas, y ya se lo había gastado todo.
Cuando llegó a Roma, me lo pusieron a mí de Compañero, para ir a visitar las Cuatro Iglesias, porque el P. Pedro Francisco estaba algo indispuesto. Pasando un día por los Rosarieros, vio unos ejemplares de Rosarios de ámbar. Empezó a preguntar el precio, para comprar una cantidad con que poder satisfacer a aquellas Señoras que le habían dado el dinero; pero, viendo que los precios eran muy caros, echó cuentas, y no tenía dinero para comprar uno solo.
137.- Cuando volvió a la Casa de San Pantaleón, fue donde el P. Pedro Francisco y le pidió un adelanto de cincuenta escudos, diciéndole que después se los devolvería en Cagliari, porque quería comprar los rosarios a aquellas Señoras que le habían dado el dinero, para no faltar a la palabra de hacerles la caridad, por amor de Dios.
Cuando el P. Pedro Francisco oyó esta petición, empezó a apenarlo, diciéndole que hacía las cosas a capricho, sin hacer caso a sus consejos; que en Nápoles ya le había advertido que no gastara tanto; y ahora se encontraba sin dinero; y que aquellas Señores perderían la confianza en él, porque no podía darle ni un céntimo. Le hablaba en lengua española y siciliana, de forma que nosotros no sabíamos lo que se decían. Por eso, el P. Castilla, que oía todo, se reía, al ver con qué autoridad española regañaba al H. Ignacio. Éste estaba tan avergonzado, que no sólo no respondía, sino no se atrevía a levantar los ojos.
El H. Ignacio quedó tan sonrojado, y cayó en tal melancolía, que se fue a la cama, sin querer comer ni beber, ni hablar con nadie. Aunque fue a consolarlo el P. Castilla, con sus dulces palabras, no logró que hablara.
Llamaron al médico. Éste, al auscultarlo, dijo que estaba débil, que tenía como un letargo, que le dieran un sorbo de Jacinto, para alegrarle el corazón, y procuraran llevarle de comer cosas refrescantes, para que no le fallaran las fuerzas.
Cuando llegó el Enfermero, el H. Carlos [Archangelis de] de la Natividad, de Peruggia, le encomendaron a él que lo cuidara y consiguiera que comiera, dándole buenas palabras, porque aquello no era más que melancolía, causada por la falta de dinero, y por la riña que había recibido del P. Pedro Francisco.
El H. Carlos, enfermero, comenzó a decirle que estuviera alegre, que no estuviera triste, para que los Padres de la Casa no se escandalizaran de que no sabía soportar dos palabras; que lo de dinero correría de su cuenta, que tendría lo que quisiera, pues el P. Pedro Francisco había recibido una remesa de Cagliari; y recibiría pronto otras letras de cambio; que el P. Castilla ordenaría al P. Pedro Francisco le diera el dinero que necesitara.
139.-Al oír estas palabras, el H. Ignacio abrió los ojos, suspiró, y, poco a poco, empezó a hablar con él, contando su sufrimiento; esto le animó a tomar algo, que luego sería su remedio completo. Con esta conversación se tranquilizó y descansó. Dijo al Hermano que haría lo que le decía, que obedecería a cuanto le dijera. Puestos ya de acuerdo, el H. Carlos le dijo que estuviera contento, que enseguida volvía.
Salió fuera el H. Carlos, y encontró al P. Castilla, al P. Pedro Francisco y a mí, que estábamos fuera y lo habíamos oído todo. Dimos en reírnos, y el Hermano nos dijo que no nos dejáramos ver hasta que él hubiera comido, de lo contrario, caería de nuevo en depresión, y el peligro de dar en alguna extravagancia o locura; que procuráramos encontrar la forma de que, después de comer, se tranquilizara completamente.
El H. Carlos volvió, consiguió que comiera, y luego lo dejó descansar tranquilamente.
Entre tanto, dijo al P. Pedro Francisco que le diera dos doblones, y le dejara hacer a él, que conseguiría se la pasara totalmente la melancolía, y quedaría contento.
140.- Le dio los dos doblones, se fue a la Piazza Navona, y se compró cien falsos escudos franceses, que parecían oro; se los llevó al P. Pedro Francisco, los metió en una bolsa, y le dijo que, cuando se despertara el H. Ignacio fuera a verlo, le enseñara la bolsa, y después le dejara actuar a él, que le dijera solamente que había llegado la remesa de Cagliari, que estuviera contento, que no le faltaría dinero.
Se despertó el H. Ignacio, entró el P. Pedro Francisco, y le preguntó cómo se encontraba, y si había comido. Le respondió que estaba mejor, había comido y dormido; pero se lo decía con una modestia tan grande que no se atrevía a mirarlo a la cara; y, mientras tanto, tenía la bolsa en las manos. El H. Carlos le cogió la bolsa, y, extendiéndole los escudos sobre el lecho, dijo al P. Pedro Francisco que se los prestara al H. Ignacio, que luego se los devolvería en Cagliari, para que pudiera comprar Rosarios, y que le daría también el dinero gastado en otras cosas, para no quedar avergonzado y perder la confianza.
El P. Pedro Francisco le respondió que aquello era demasiado, que le bastaba la cuarta parte, porque era unos seiscientos escudos.
141.-Metió los escudos en la bolsa, y se los dio al H. Ignacio, diciéndole que los cogiera todos, y luego, cuando se levantara de la cama, comprara lo que necesitaba, y le devolviera al P. Pedro Francisco lo que le sobrara, que el P. Pedro Francisco estaba de acuerdo. Cogiendo la bolsa muy contento, el H. Ignacio se la puso debajo de la almohada, y comenzó a conversar con el P. Pedro Francisco. Le preguntaba qué noticias tenía de Cagliari; le contó muchas cosas, él se creyó lo que le decía, y, con esta inventiva, se quedó contentísimo, pero por la debilidad no podía levantarse de la cama.
Cuando el P. Pedro Francisco se fue, el H. Carlos le dijo que temía pudiera entrar alguien y le llevara la bolsa de debajo de la almohada; que era preferible contar el dinero, y luego guardarlo mejor, para que no le pudieran engañar, “no sea que el mismo P. Pedro Francisco se lo lleve”.
142.- Comenzaron a contar el dinero, y vieron que eran más de seiscientos escudos; tantos, que el H. Ignacio decía que nunca había visto tal cantidad de monedas; él le respondió que era en moneda francesa, y en Roma valía como los doblones de España, llamados Pistolas[Notas 13], con la efigie del Rey.
Se lo creía de tal manera, que estaba todo contento; parecía haber pasado de la muerte a la vida. Para que se lo creyera mejor, le metió la bolsa en la punta de la camisa, y nadie pudiera saber dónde los había puesto; y él, con una grandísima candidez, se dejó guiar, creyendo lo que le había dicho su Enfermero, todo contento y satisfecho. El Hermano nos contó lo que había pasado; que no lo tomaba en broma; y que le dijo que a la mañana siguiente fuéramos a visitarlo, y, mientras le hacía la cama, veríamos que era verdad y no broma, como creíamos nosotros.
143.- A la mañana siguiente fuimos a ver al H. Ignacio, y lo encontramos bromeando con el H. Carlos, el Enfermero, cuando le decía se levantara para hacerle la cama; pero él no quería, pensando le podía querer alguna de las monedas, pues alguna vez se lo había pedido, para comprar alguna cosa para la enfermería, y se lo había negado.
Cuando entró el P. Pedro Francisco, le dijo que obedeciera al enfermero, y se levantara, para hacerle la cama; y que no fuera tan testarudo como de costumbre. De esta forma, se levantó de la cama, se sentó, y se pudo ver el envoltorio que había atado a la camisa. El P. Pedro Francisco le preguntó qué tenía atado a la punta de la camisa, y le respondió, en lengua sarda, que era la bolsa con el dinero, para que nadie se lo cogiera. Y así lo despidió, con esta creencia e ingenuidad.
144.- Recuperadas las fuerzas, una mañana se levantó de la cama, fue a la Sacristía, y me pidió que fuéramos juntos a San Pedro. A la vuelta quiso pasar por los Rosarieros. Entró donde un comerciante, vio muchos rosarios de ámbar, y comenzó a hacer trato. Yo, temiendo que sacara la bolsa con los escudos falsos, le dije que aquéllos Rosarios no eran buenos, que aquél era un Moroso, y quería ganar el doble de lo que valían; que él lo llevaría a un comerciante, inquilino nuestro, que los traía de Polonia y los distribuía a otros; que obtendría mejor mercancía, y a mejor precio. De esta manera lo disuadí de la compra hasta que llegamos en Casa.
Se lo conté todo al P. Pedro Francisco, el cual, con palabras bonitas, le cogió la bolsa, y le contó que todo había sido una broma, que aquéllas no eran monedas válidas, sino escudos falsos, que los franceses emplean, como préstamos, en el juego; y que él le daría lo que le hiciera falta para comprar los Rosarios. Entonces, el Pobre H. Ignacio se quedó decepcionado, y comenzó de nuevo a sentir melancolía.
El P. Juan Francisco se lo llevó con él, y le dijo que comprara todo lo que necesitara, y así se quedó muy contento y alegre. Luego se fueron a Cagliari, con aquéllos que fueron asaltados por los turcos, pero que pudieron huir, evitando los cogieran como esclavos; aunque la chalupa quedó en manos de los corsarios turcos, que se llevaron toda la carga a Túnez, a D. Felipe de Austria, como hemos dicho antes.
145.- En todo lo dicho hasta ahora, hemos visto lo que Dios ha permitido, para su mayor gloria, y para glorificar a sus siervos. Lo hemos visto en el caso de la Cautividad del P. Juan Bautista [Viglioni] de San Andrés, que se puede decir también fue liberado milagrosamente, por intercesión de nuestro Venerable P. Fundador; lo mismo que el P. Provincial de los Padres carmelitas de Langued´Oc y su Compañero, como también hemos visto. Dios permitió, en efecto, que fuera apresada la chalupa donde iba el P. Pedro Francisco [Salazar Maldonado], y él se salvó gracias a una ampollita de sangre del Venerable Padre, que llevaba encima y nunca quiso abandonar, y le llevó libre a Cagliari, con su Compañero, el H. Ignacio [Sini]. Ninguno de la barca quedó cautivo de los turcos; sino sólo se perdió a chalupa con las cosas, entre las que estaba el Cuadro del Venerable Padre, el Platito, y los hábitos; todo lo cual, fue precisamente, el motivo de la liberación de los tres Religiosos. Y hasta los esclavos cristianos pudieron una Imagen, con la que poder venerar a la Santísima Virgen, y rezarle diariamente el Rosario, del que el Venerable Padre era tan devoto, que, antes de morir, manifestó al P. Vicente [Berro] de la Concepción dijera a todos nuestros Padres que fueran devotos del Santísimo Rosario, y lo rezaran siempre.
146.- Los días 30 y 31 de julio de 1648, el P. Fundador se encontraba algo débil, pues guardaba abstinencia, a causa de su inapetencia de comida. Pero no por ello dejaba de hacer sus acostumbradas devociones espirituales, como decir el Oficio, hacer sus oraciones mentales, celebrar la Misa y rezar el Rosario diariamente, lo que nunca dejaba, por ninguna ocupación que tuviera. Cuando decía la misa, como tenía debilitada la vista, había mandado hacer una lámpara recubierta de lata, sólo abierta en la parte que miraba al Misal, para tener luz, poder leer, y que el reflejo de la luz no le impidiera ver. De aquí vino que, a imitación suya, Monseñor D. Francisco Fiorentelli, Prelado de una de una y otra Signatura, que también tenía debilitada la vista por el estudio, cuando quería celebrar misa, iba a decirla a nuestro oratorio de San Pantaleón, por la devoción que tenía a nuestro Venerable Padre, porque le dejaba aquella linterna, y le decía cómo tenía que usarla, lo que le resultaba cómodo, pues, de otra manera, no se animaba a celebrar la Santa Misa.
147.- El 1 de agosto de 1648 por la noche, el Venerable Padre no pudo dormir como acostumbraba. Se levantó un poco tarde, dijo el Oficio, hizo su oración mental, y después quiso decir la Misa, que le ayudó el P. Vicente de la Concepción. Terminada la Misa, se acostó vestido en la cama, para tratar de reposar, y así estuvo hasta la hora de la comida. Como la mayor parte de los cuales había ido a la devoción de San Pedro in Vincola, y no sabían que se encontraba mal, al llegar y no verlo como de costumbre, fueron a pedirle la bendición. El H. Agapito [Sciviglietto], su Compañero les dijo que no lo molestaran, que quería descansar. Cuando el Padre oyó aquella conversación, llamó al H. Agapito, y le dijo que mandara entrar a los Padres que lo buscaban, que quería verlos. Cuando los vio les dijo que pidieran a Dios por él, que se sentía mal; y que por ser la fiesta de las Cadenas de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, sentía no tener fuerza para poder hacer aquellos actos; y quería meditar en sus penas; que pidieran y le recomendaran al Santo, para que le asistiera y ayudara a aceptar la Voluntad Divina.
148.- Estos consejos nos daban claros indicios de su muerte cercana. Pero, aunque todos sabían que era muy viejo, que estaba débil por haber perdido el sueño, y por eso decía aquellas cosas impensadas, nadie creía que era una Enfermedad mortal. El día 2 de agosto, el P. Fundador no pudo dormir; por la mañana quiso levantarse y oír la Misa de los alumnos, que aquella mañana se dijo en el Oratorio, donde quiso comulgar, pues no tenía ánimo para decir la misa, por el cansancio.
Hizo este acto con tanta devoción de espíritu, que todos los alumnos, que eran más de setecientos, se quedaron admirados. Terminada la misa, les dijo que dijeran una Avemaría por él, para que supiera conformarse con la Divina Voluntad, pero que la dijeran con Devoción.
149.- Los alumnos lo hicieron con grandísima devoción, porque lo querían, les parecía un Padre, no sólo a aquéllos a los que él mismo enseñaba, sino a los otros, a los que visitaba dos veces al día. Preguntaba a los Maestro cómo se portaban, si eran devotos en las oraciones que hacían en Casa, tanto por la mañana como por la tarde; si obedecían a sus mayores; a veces les daba estampas de Santos como premios, según los individuos; y si había alguno que no se portaba bien, lo amonestaba paternalmente, con tales palabras, que les hacía compungirse y llorar. Quería saber quién no tenía papel, pluma, tinta, ni libros, a quien se lo daba con toda satisfacción. Esto me sucedió a mí muchas veces, que tenía la clase que se llamaba ´séptima de dentro´, que, cuando lo veían los alumnos, todos se ponían contentos; y después, cuando se iba a ir de la clase, todos se arrodillaban y le pedían la bendición. Él los bendecía, y les decía que pidieran por él, como él hacía por ellos; que fueran buenos y obedientes.
Esto me ocurrió dos días antes de que cayera enfermo; y lo hizo con tanto amor, que parecía querer despedirse de sus queridas ovejitas. Pues, aunque tenía 92 años de edad, continuaba aún haciendo la visita a las clases, como si fuera Joven. Por eso los alumnos lo amaban tanto, como ya he dicho.
150.- Terminada la Misa, se retiró a la Celda, para dar gracias por haber recibido al Santísimo Sacramento, y ordenó al H. Agapito, su Compañero, que se saliera fuera, cerrara la puerta, y no le molestara durante una hora; y si iba alguno, no lo dejara entrar.
Pasada la hora, llamó al Hermano, para que éste avisara al P. Castilla que quería hablarle, y después cerrara la puerta, y no dejara entrar a nadie. Cuando llegó el P. Castilla, estuvieron un buen rato cerrados.
Le llevaron la comida, comió tranquilamente, fuimos, como de costumbre, a la recreación con él, es decir, el P. Vicente [Berro] de la Concepción, el P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, y Yo. Empezó a hablar de las grandezas de la Santísima Trinidad, del Paraíso, de la gloria de la Santísima Virgen, de los coros de los Ángeles y de los Santos, que gozan de la Gloria Eterna. Lo hacía con tanta mansedumbre y alegría, como si entonces mismo viera el Paraíso.
[151-200]
151.-Él veía que nosotros procurábamos no interrumpir la conversación, pero, cansado, dijo que quería acostarse y descansar.
Se echó en la cama, le entró un pequeño temblor, como si tuviera frío, y dijo al Hermano que lo tapara, y no le molestara, que no se sentía bien, y lo dejó descansar hasta las 20 horas.
Después volvió para ver si dormía o tenía necesidad de algo, a lo que respondió que pidiera a Dios por él, para que supiera conformarse a su Voluntad, y le ayudara a hacer los actos de virtud necesarios, porque se sentía mal. Que no dijera nada a nadie, hasta ver qué cariz tomaba el mal; que le pusiera paños “calientes, calientes”, a los pies, porque sentía frío. Le puso calor a los pies, y parecía mejorar un poco. Mandó llamar al P. Vicente, para que le ayudara a recitar las Vísperas; pero, viendo el P. Vicente que no tenía fuerzas como antes, le pidió se desvistiera, que iba a llamar al médico, para que lo auscultara, le diera algún remedio, y se repusiera, antes de que el mal se posesionara más de él.
Le respondió: -“El médico es Dios, del que depende todo; en sus manos está la muerte y la vida, en ellas debemos poner todas nuestras esperanzas. Esperemos a mañana, veamos cómo paso esta noche, y después haremos lo que haga falta”.
Al atardecer le llevaron la cena, que apenas probó, diciendo que tenía alterado el hígado, en el que sentía un grandísimo calor. Mandó traerle una piedra de alabastro, meterla en agua fría, y se la pusieran sobre el hígado, para refrescar. Con esto se tranquilizó, y dijo que nos fuéramos a descansar, que se sentía mejor.
La mañana del 3 de agosto fuimos enseguida a preguntar al H. Agapito cómo estaba el Padre, y nos respondió que toda la noche había estado hablando, no sabía con quién, pero siempre decía cosas de la Visión del Paraíso; y que, de vez en cuando, se agarraba a la cuerda, para poder sentarse en la cama; que él creía se debía llamar al médico, para recetarle las medicinas, que no siguiera adelante el mal, y encontrara un remedio para que pudiera dormir.
153.- Entró el P. Vicente de la Concepción, y preguntó al Padre cómo se encontraba, y si había descansado por la noche. Le respondió que no había dormido, sentía le flaqueaba la cabeza, estaba débil de fuerzas, y esperaba lo que Dios quisiera de él.
El P. Vicente me llamó enseguida, y fuimos juntos adonde el Sr. Pedro Prignani, el médico de cabecera de la Casa, para que viniera a visitarlo; pero que no se entretuviera, entrara donde el Padre, lo visitara, y aprovechara la ocasión de visitar a nuestros enfermos. Llegó el Sr. Pedro, lo auscultó, y le dijo que no tenía fiebre, que estaba débil por el sueño que había perdido, que procurara descansar; para lo cual, le haría un aderezo de amapola, o un sorbo de Jacinto; que intentara comer alguna cosa, y, al atardecer, se verían de nuevo.
154.- Él le respondió que haría lo que le mandaba, pero no creía que le ayudara, porque el mal lo sentía dentro de las vísceras, que de vez en cuando le producían algún pinchazo, y la alteración del hígado, que era lo que más le molestaba.
Por estas señales, el Sr. Pedro empezó a pensar que se debería combatir la debilidad y el sueño. Ordenó matar un buen capón, para hacerle un caldo, y luego un batido, como alimento.
Pero añadió que aquella cura no quería hacerla él sólo, sino que llamaran al Sr. Juan María Castellani, que lo había tratado muchos años y conocía su complexión, e intentarían curarlo juntos. Que procuráramos avisarle antes de que fuera a la visita del hospital del Espíritu Santo, para que se diera prisa, y llegara a las 20, que él vendría también a aquella hora, para encontrarse juntos, y tomar la decisión que les pareciera más necesaria. Y con esto, se despidió.
Se preparó enseguida el condimento mandado por el médico, y, de vez en cuando, tomaba un poco. Luego recibió alimento, y parecía que estaba mucho más aliviado. Hasta quiso recitar el Oficio, a pesar de que se le había dicho que no lo hiciera, porque la cabeza estaba débil, y no podía poner atención. Con todo, quiso recitarlo.
155.- Se avisó al Sr. Juan María Castellani, que prometió venir tan pronto como acabara la visita del Espíritu Santo, a la hora señalada, con hizo.
Cuando estuvieron los dos médicos, empezaron a cavilar juntos, con la ayuda del P. Castilla, del P. Vicente, y la mía.
Entrando los dos médicos donde el Padre, el Sr. Juan María Castellani, como antiguo médico de la Casa, comenzó a preguntar al Padre sobre su mal; después de escucharle, le auscultó, y le dijo que no era cosa de gran importancia, que debía recuperar las fuerzas, porque estaba muy débil; y esperaba que en dos días se levantara de la cama; que intentara descansar, y tomara con frecuencia el condimento prescrito.
El Padre se echó a reír, diciéndole: -“Sea lo que Dios quiera”.
Se despidieron, y, una vez fuera, dijeron que no era más que eso, pero que, a primera hora, volverían y, si fuera necesario, le darían alguna pequeña medicina.
Cuando los médicos se fueron, el P. Castilla le dijo que se animara, que no era nada, que así se lo había dicho el Sr. Juan María.
El Padre le respondió: -“Lo Dios quiera; los médicos no conocen el mal; el mal está dentro; me encuentro mal; haced, pues, oración, para que sepa conformarme con la Voluntad Divina, que mi médico es Dios bendito y la Santísima Virgen, nuestra Madre”.
156.- Al atardecer, comió tranquilamente, habló con toda naturalidad de cosas espirituales, como habitualmente, y por la noche descansó tres horas; después ya no pudo dormir, se entregó a la oración y, hasta la mañana, su Compañero le estuvo oyendo hablar con varias personas, cuya voz no podía distinguir; sólo sentía al Padre hacer actos de humildad, porque no era digno de estar en su presencia.
A las cuatro, sus Médicos lo visitaron de nuevo, y se les añadió un médico de Lucca, llamado Luis Berlenzani (ahora Profesor en la Sapienza de Roma). Después de observarlo, dijeron que había progresado, que estaba mejor, que estuviera alegre, pero que lo querían purgar, para mayor seguridad.
El Padre respondió: -“Espero que la Purga la haga Dios, de mis pecados”. A lo que Juan María respondió que fuera obediente, como había sido tantos años, que estaba obligado.
157.- Juan María continuó diciéndole que era necesario remitirse a lo que dijeran los médicos, que no era tiempo de mortificarse, como había hecho anteriormente, pues no quería obedecer a lo que él le había dicho, ya que no quería comer carne; que habían determinado, de común acuerdo, que la comiera tres veces a la semana, y dos días a queso y huevos. Y es que no quería quebrantar la Regla, a la que no estaba obligado, pues tenía ya la edad de 92 años; pero él quería aún seguir en la estrechez de su Regla. El médico le insistía en que se dejara guiar; de lo contrario, se lo ordenaría, como había hecho tantas veces.
158.- Le respondió que haría lo que le mandaba, pero no eran necesarios tantos medicamentos; que ellos no conocían su mal; que Dios estaba por encima de los médicos; que no estaba en edad de tomar medicinas, pues se sentía muy débil, y la medicina lo debilitaría más; pero que, a pesar de todo, se conformaba con su voluntad. Lo que sí quería era le ordenara un ungüento de sándalo, para que le refrescara el hígado -que era lo que más le molestaba- como otras veces le había ordenado, y le había proporcionado grandísimo alivio.
Llamaron al H. Pablo [Ciardi] de San Juan Bautista, enfermero y boticario nuestro, hombre experto, para que dijera su parecer, pues el Padre confiaba mucho en él, y dijo que le parecía bien hacerle aquel acostumbrado ungüento de sándalo; que se untara de vez en cuando, pues se refrescaría. Y, por ahora, no se intentara darle más medicina, sólo alimentarlo con buenos caldos y batidos, para aumentarle las fuerzas, a ver si cesaba el dolor; pero temía hubiera una fiebre oculta, pues no podía descansar.
Todos los médicos aceptaron la opinión del H. Pablo. Se despidieron, y así se hizo.
159.- Hizo el ungüento de sándalo, y se lo aplicó en el hígado, con lo que enseguida desapareció el ruido que tenía en el corazón, y parecía ponerse; le dieron alimento, y descansó un poco. Así que, cuando vinieron los médicos, lo encontraron mucho mejor, por lo que el Sr. Juan María pensó que sería bueno extraerle un poco de sangre a la mañana siguiente, lo que no aprobaron los otros dos médicos, ni el H. Pablo, el enfermero, diciéndole que estaba débil y, fácilmente, al sacarle sangre, se alteraría más el hígado, se le repetiría de nuevo la palpitación del corazón, y no le dejaría dormir, y este era el primer deseo del cuerpo, el reposo.
160.- Durante el día, fueron a visitarlo el P. Monseñor Firentillo, Monseñor de Totis, Monseñor Oreggio y Monseñor Biscia, y estuvieron con él un buen rato, hablando siempre de cosas espirituales. Estos cuatro Prelados lo tenían en gran fama de santidad, habiéndoles enseñado él mismo a leer, escribir y los principios de la Gramática, como había hecho también a Monseñor Consiloro, que llegó a ser uno de los principales Prelados de la Corte, y llegó a ser Secretario de la Sagrada Consulta, oficio de gran ajetreo y crédito, en el que murió. Estos Prelados le dijeron que esperaban que la enfermedad no era nada, y lo verían muy pronto fuera de la cama.
Él les respondió: -“Señores, les agradezco este buen deseo, pero soy viejo, estaré esperando a que Dios me llame. Lo que sí les digo, es que el tiempo es breve, pasa en un momento, y nosotros, que somos eclesiásticos debemos dar a los seglares el ejemplo que se debe, sobre todo, como administradores de justicia, es necesario mantenerse con la gravedad que se requiere, para con nuestra actuaciones se reforme la Cristiandad, y se vea apoyada por Cristo Nuestro Señor, del que debemos tomar ejemplo en todas nuestra acciones. Y, a pesar de que veamos que nuestras cosas sean adversas, sin embargo, debemos sacar de ello fruto y provecho, y hacer actos de humildad, porque, si no, Dios nos castiga como Padre que es, pues no nos las envía como algo superior a nuestras fuerzas”.
161.- Los Prelados estaban muy atentos, sobre todo uno que era algo desordenado en sus costumbres, a quien quería más que a los demás, por haberlo enderezado al bien desde cuanto tenía seis años, y haberlo seguido hasta que pasó a los estudios superiores. Este discurso, aunque breve, les dio materia para alargar la conversación, que aquellos Padres querían alargar, para pedirle algún consejo, y vivir más aleccionados.
Éste era Monseñor Firentillo, que era el más viejo, y andaba con muchas intrigas, por ser Auditor General del Cardenal Antonio Barberini, Camarlengo General de la Santa Iglesia, y había sido abogado del Rey de Francia, tenía muchos escrúpulos, y era muy perseguido, a causa de los disgustos que había entonces, entre el Papa Inocencio X y el Cardenal Antonio -y todos los Barberini- que había huido de Francia, como de todos es sabido, y se encontraba en un mar de enredos, sin saber a quién dar satisfacción en su cargo, pues el Cardenal le encomendaba muchos negocios que iban contra la voluntad del Pontífice, y a veces se los revocaba, con grandísimo disgusto, pues no podía menos de hacerlo.
162.- El Padre le respondió que hiciera por él lo que le aconsejara la conciencia, y administrara la justicia con toda sinceridad y paciencia, “porque Dios de todo saca bien; y cuando las cosas parecen disparatadas a nuestros ojos, él encuentra el remedio, sin que nos demos cuenta; en un momento sabe tomar cartas en el asunto, aun con gran confusión nuestra. Estas cosas entre el Papa y Barberini no pueden continuar de esta manera. Cumpla Usted con su deber, confíe en Dios y en la protección de la Santísima Virgen, y muy pronto verá los resultados. Nosotros haremos oraciones particulares, sabiendo cuánto le he querido por sus buenas cualidades, desde que era joven”.
163.- Cuando llegaron los médicos, los Prelados cortaron la conversación y se despidieron, con gran satisfacción. Sin saber que la enfermedad del Padre era mortal, habían estado hablando con tanto espíritu y franqueza, que prometieron volver otra vez, ignorando que la enfermedad era mortal.
Los médicos encontraron al Padre muy aliviado; le dijeron que no se fatigara tanto hablando, que tenía la cabeza cansada. Les respondió que aquellos Prelados que lo habían visitado eran Amigos suyos, a quienes conocía desde que eran niños, los había enseñado él mismo, y era necesario darles aquella satisfacción.
Al auscultarlo, los médicos dijeron que estaba francamente bien, pero querían esperar un poco más, para aplicarle otros remedios, y se viera libre del todo de aquellos dolores que de vez en cuando le andaban punzado, a lo que él les respondía: -“El mal está dentro, y ustedes no lo conocen, porque así lo permite Dios”.
164.-En cuanto a la conversación tenida entre el Padre José, Fundador, y Monseñor Firentillo, todo se cumplió como el Padre lo predijo, porque le había dicho que no durarían mucho los disgustos entre el Papa Inocencio X y los Señores Barberini, y, a los pocos meses de la muerte del bendito Padre, se comenzó a tratar el matrimonio entre el Príncipe de Palestrina y una niña de doce años del Príncipe Giustiniani y de la Sra. Dña. Lucrecia Panfili, hija de Dña. Olimpia, y del Príncipe Panfili, hermano del Papa, cuyo primer ministro, por parte de los Barberini, fue Monseñor Firentillo. Éste manejó de tal manera el asunto, que, felizmente, logró hacer las paces, y contrajeron el matrimonio, con mutua alegría de una y otra parte.
Monseñor Firentillo solicitó, entre otras cosas, un Breve del Papa, para que el Cardenal Antonio pudiera volver a Roma, absolviéndolo de cuanto afirmaba haber cometido, que fue cumplido en todo. Cuando el Breve llegó a París, a manos del Cardenal Antonio, éste se extrañó mucho. Mientras lo leía, le hicieron un retrato al natural, con el Breve en la mano, en actitud de leerlo, y fue enviado a Roma. Monseñor Firentillo mandó luego hacer copias de él; envió uno al Papa Inocencio, otro a Dña. Olimpia, que mandó colocar en su galería, y otro lo guardó para él. El original mandó ponerlo en el Palacio del Cardenal Antonio, para memoria del acto. Yo los he visto todos.
165.- Todo el mundo pudo observar que, apenas celebrado el matrimonio, apareció en la Plaza de Navona una gran enjambre de abejas, que revoloteaba continuamente alrededor del Palacio de Dña. Olimpia. Los inteligentes comenzaron a interpretar que era cosa misteriosa. A algunos de la Corte les parecía bien que aquel matrimonio no se podía hacer tan pronto, dada la poca edad de la doncella, que aún no había cumplido los doce años. Pero el Papa quiso que se casara, y él mismo decidió unirlos en matrimonio, en presencia de todos los Cardenales, en la Capilla Paulina de Monte Cavallo, donde dio orden de que se ataviara con los mejores adornos del Palacio Apostólico, y se celebrara una fiesta pública con toda suntuosidad.
166.- Para la solemnidad, sacaron de la Sacristía Secreta del Papa unos soberbios ornamentos regalados por el Rey de Portugal a la Santa Sede, es decir, el Dosel para el altar, la paneta, la tunicela, y el pluvial; todo de precio inestimable, con el fondo de raso rojo, y recamado de perlas orientales; lo que nunca se emplea, sino sólo se expone en la Sacristía del Papa, como cosa única. Toda esta pompa se empleó en la función, lo que tampoco se acostumbraba.
La Nueva Esposa apareció en la Capilla Paulina acompañada de la Sra. Dña. Olimpia Panfili, su Abuela, y de la Princesa Giustiniani, su Madre, vestida de tela de oro, acompañada de muchos Príncipes, Caballeros y Prelados de la Corte. Éstos, para hacer algo agradable a Dña. Olimpia, iban todos voluntarios, pues había educado ella misma a la esposa desde niña, y la había puesto su propio nombre, que, para diferenciarlo de Dña. Olimpia Panfili, la llamaban Dña. Olimpia Giustiniani. Ella en cambio, al ser tan pequeña, no sabía qué le estaba sucediendo. Hasta tal punto que, cuando el Papa le preguntó si quería aceptar por esposo al Príncipe de Palestrina, la abuela tuvo que susurrarle que dijera el sí. Así se realizó el esponsalicio de la Inocente Doncella, sin saber lo que tenía que hacer, porque tenía miedo del Esposo.
167.- Precisamente por eso, Dña. Olimpia llamó al P. Castilla, para que, con buenas palabras, le explicara cómo estaba obligada a vivir bajo la obediencia de su marido; de lo contrario, disgustaría al Papa, a Dña. Olimpia, su Abuela, el Padre y a la Madre, por no quererlos obedecer. Finalmente, a los tres días, el P. Castilla logró convencerla, para que comiera con su marido, pues nadie se había atrevido a decirle que lo aceptara, como así hizo.
A la mañana siguiente, el Papa tuvo el Concierto del Quirinal, declaró Cardenal a D. Carlos Barberini, Prefecto de Roma, y con esta promoción suprimió este título de Prefecto de Roma.
168.- El Cardenal Antonio [Barberini] llegó a Roma a ejercer su cargo, como lo había hecho antes el Cardenal Carlos Barberini, su Sobrino, y en lugar suyo, con gran satisfacción de la Corte Romana; pues este Cardenal era muy ejemplar y devoto, y había seguido los ejemplos del Cardenal Francisco Barberini, su tío, y de la Sra. Dña. Ana Colonna, su Madre, que siempre han sido espejo de la Corte Romana.
Todo esto me lo contó muchas, muchas veces, no sólo Monseñor Francisco Barberini, -pues él afirmaba que aquello había sido una Profecía del Padre Fundador, quien le había dicho que las cosas entre el Papa Inocencio y los señores Barberini no podían durar- sino también los cuatro Prelados, testigos presentes en ocasión de la sepultura y reconocimiento que se hizo del Cuerpo de nuestro Venerable Padre, como se puede ver en el Escrito pedido por Francisco Meula -Canciller y Notario, sustituto del Sr. D. José Palamolla, Secretario del Cardenal Vicario del Papa- a quien, cuando estaba en aquella función, Monseñor Firentillo le contó que tuviera gran esperanza de que sus asuntos se resolverían, porque el P. José le había dado muchas esperanzas; y él le había concedido siempre mucha autoridad, y le había tenido mucha devoción, por haberlo conocido desde que era niño.
He querido poner aquí este caso, para demostrar la estima que la Corte tenía a nuestro V. P. Fundador.
169.-El día 5 de agosto, el P. Fundador estuvo mucho mejor, según el parecer de los tres médicos, pero él seguía diciendo: -“El mal está dentro, y no lo conocen, porque no lo quiere Dios, y yo debo conformarme con su Divina Voluntad, al que pido saber sacar el fruto necesario para la salvación de mi alma”.
El día 6 de agosto tuvo lugar una Academia de los Santos Justo y Pastor, cuya fiesta fue introducida por el P. Fundador, para mostrar a los alumnos el ejemplo de estos Santos [niños], y aprendieran las buenas costumbres de su vida y martirio, a los que no también mandó construir una Capilla, con un bellísimo cuadro al natural, hecho por el famoso Pintor Pomo Arangio, que se encuentra en la Iglesia de San Pantaleón, pagado a expensas de la Sra. Dña. Constancia Barberini, cuñada del Papa Urbano VIII, de los cuales era muy devota. Con el ejemplo de ella, acudían muchas Damas a esta devoción, hacían una bellísima fiesta, y muchas aportaban limosnas, para celebrarla con toda solemnidad[Notas 14]. Y no contento con esto, el P. Fundador introdujo también que se hiciera esta fiesta en el oratorio de los alumnos, con bellísimos instrumentos de música, con una Academia con panegírico, poemas y epigramas, todo recitado por los alumnos mejores de nuestras Escuelas, sin contar con otras composiciones curiosas. La Academia se brindaba a algún Príncipe o Cardenal, y servía para animar a los alumnos a que estudiaran, como aún se acostumbra en nuestros tiempos, y con toda solemnidad.
171.- Aquel año explicaba la Clase 1ª el P. Francisco [Baldi] de la Anunciación, de Peruggia, y le correspondió a él dirigir la Academia de los Santos, que dedicó al Sr. Marqués Sacchetti, a su hermano el Abad, que uno tenía entonces ocho y el otro nueve años de edad, como los Santos cuando fueron martirizados. Estos dos Jóvenes eran hijos del Sr. Mateo Sacchetti, y sobrinos del Cardenal Sacchetti, Prefecto de la Signatura del Papa, hombre verdaderamente digno de tal cargo, y amigo del P. Francisco de la Anunciación, por ser pariente próximo del Cardenal Falconieri, a cuyos sobrinos había enseñado.
El Cardenal Sacchetti quiso honrar la Academia, asistiendo a ella con sus pequeñitos sobrinos, muchos Prelados y otros Caballeros invitados por el mismo, para animar a los dos niños a estudiar con más ganas.
Mientras todo se ponía en orden, esperando al Cardenal, el P. Fundador dijo al H. Agapito, su Compañero, que preparara un poco la estancia, para que, si el Cardenal Sacchetti, que era antiguo Amigo suyo, quería ir a visitarlo, encontrara las cosas ordenadas, y le preparara el asiento, para que después no se olvidara, por la prisa.
172.- Dispuesto todo según la orden que había dado el Padre, le dijo que le llevara el jubón, que quería ponérselo, para que él no le viera de aquella manera en la cama. El H. Agapito quiso que se cambiara también la camisa, y le invitó a hacerlo, porque le parecía tenía necesidad. El Padre, que nunca sabía negar nada a nadie, le dijo que le llevara con qué cambiarse, pero que cogiera jubón, y se lo pusiera tan alto, que no pudiera ver ninguna parte de su cuerpo.
El H. Agapito no oía lo que quería, y lo hacía todo al revés de cómo le decía, con lo que el Padre comenzó a gritarle que alzara más el jubón, y él se lo bajaba más, diciéndole que no oía lo que quería. Al oír estas palabras, entré Yo, y le pregunté qué necesitaba, y el Padre me respondió: -“¡Gracias a Dios!, porque el H. Agapito no me entiende; le digo que me ponga alto el jubón, porque me quiero cambiar, y no quiero que me vea ninguna parte del cuerpo, y él hace lo contrario de lo que le digo. Entonces yo le enseñé cómo lo debía hacer, y ambos quedaron satisfechos”.
Tanta era la modestia que tenía el Bendito Padre, que tampoco quería ser visto por su Compañero.
173.- Cuando llegó el Cardenal Sacchetti, el P. Francisco de la Anunciación avisó al Padre que iba el Cardenal. El Padre le dijo que le excusara, que estaba indispuesto, que por eso no iba a recibirlo, que era suficiente con que le atendieran el P. Castilla y los demás Padres; y que, si quería velo, buscara alguna excusa, para que no dejara el acompañamiento.
Todos los Padres salieron al encuentro del Cardenal, quien preguntó enseguida por el P. General. El P. Francisco le respondió que estaba algo indispuesto, y por eso se excusaba de no ir a servirle, como debía, pero que con afecto le besaba las sagradas vestiduras, y le reverenciaba humildemente.
-“Siento que esté enfermo este buen Viejo. Tengan en cuenta que su santidad es tan grande, que habiendo sido tan perseguido, nunca se le ha oído exponer por la Corte sus razones, por lo que todos estamos admirados de tanta virtud y humildad, aceptándolo todo de las manos de Dios. Dígale que si necesita algo, me lo ordene, y que pida a Dios por nosotros”.
El Cardenal no sabía que el Padre lo oía todo, porque tenían la conversación delante de su puerta, ya que su celda estaba pegada al Oratorio, donde se sentaría el Cardenal, para escuchar la Academia.
Entró el P. Francisco adonde el Padre, y le dio el encargo de parte del Cardenal. Le respondió que se lo agradecía, y pediría por Su Eminencia
Se tuvo la Academia, y se desarrolló con toda perfección, de forma que, tanto el Cardenal, como los demás Señores y Prelados, quedaron muy satisfechos, ofreciéndose a los Padres en lo que pudieran ayudarles, y lo haría con mucho gusto.
175.- El 7 de agosto, el Padre tuvo un acceso de calor en el hígado y la palpitación del corazón, por lo que durante la noche no pudo reposar. Cuando por la mañana llegaron los médicos lo encontraron muy agitado; lo auscultaron, y dijeron que no tenía fiebre, pero que era necesario punzarle la vena y sacarle un poco de sangre, lo que no aprobaron todos, que, para no contradecir el parecer del Sr. Juan María, dijeron que se esperara otro día, que se continuara aplicándole el ungüento de sándalo, y, como le había aliviado, se ungiera con más frecuencia; que se le diera un sorbo de Jacinto, y en el batido se echara una dosis de medicamentos, que serían de más sustancia y le aumentaría las fuerzas.
Parecía verdaderamente difícil extraerle sangre, por tener una edad tan avanzada de 92 años. Por eso, el P. Vicente de la Concepción me dijo que fuéramos de acuerdo con el Sr. Juan Santiago, antiguo médico de Gregorio XV, que estaba en Casa del Príncipe Giustiniani, y con el Sr. Fonseca, médico del Papa Inocencio X, y siguiéramos su consejo, sobre si se le debía extraer sangre.
Estos dos médicos fueron del mismo parecer, que no se le extrajera sangre, porque, si no tenía fiebre se la producirían, que no le dieran ningún medicamento, sino que le alimentaran con buenos caldos de pollo, y se le dieran líquidos, de lo contrario se pondría en peligro su vida, que aquella edad no admitía otros remedios.
176.- El P. Vicente explicó esto al Sr. Pedro Prignani y a Luis Berlenzani, médicos, para que disuadieran al Sr. Juan María de no sacarle sangre, que ese era el parecer de Juan Santiago y de Fonseca, médicos de cabecera, uno de los cuales se cuidaba del Papa en la actualidad; que procuraran no perturbarlo, pues era de la misma opinión de sacarle sangre.
Los dos médicos respondieron que ellos eran del mismo parecer, pero el Sr. Juan María, como médico de cabecera, tendría muchas razones y había hecho experiencias con el mismo Padre, cuando tuvo la erisipela , que también entonces tenía alteraciones en el hígado, y al extraerle la sangra se había curado. –“No se puede hacer otra cosa, más que esperar a otro día, hasta que llegue el Cuarto de Luna.
177.- El día 8 de agosto por la mañana, llegaron los médicos, y lo encontraron muy aliviado; pero de vez en cuando tenía accesos de dolor en el hígado; pero volvió a usas de nuevo la piedra mojada en agua fresca, y sentía grandísima ayuda, de donde el Sr. Juan María repitió de muevo la razón por la que creía conveniente sacarle sangre, a lo que los otros dos médicos respondieron que se esperara al cuarto de Luna, de lo contrario le podría venir cualquier complicación, que después no era tan fácil remediar. El P. Vicente le replicó que su edad no permitía extraerle sangre, que lo único era buscar otro remedio, con unciones exteriores.
El Sr. Juan María, muy enfadado, levantó en cólera, y le que sabía bien lo que hacía, y, como era él quien tenía que curarlo, no necesitaba tantas consultas, que bastaban los dos médicos compañeros suyos. Entonces se decidió esperar el Cuarto de Luna, para resolver después lo que se debía hacer; pero que se le alimentara con más frecuencia, se le diera por la mañana dos huevos frescos y una menestra de macarrones, un batido y vino aguado.
178.- El Padre repetía siempre las mismas palabras: -“El mal está dentro, y Dios permite que los médicos no lo conozcan, porque siento me queman las vísceras; y como quiero sufrir algo por amor de Dios, me voy consolando, al pensar en la Pasión de Cristo Señor nuestro, que sufrió tanto por mis pecados”. De vez en cuando se agarraba a la cuerda para sentarse en la cama; no quería ayuda para descansar, decía que aquel era su refrigerio.
La cuerda era gruesa, sujetada a una viga, colgaba delante de la cama, y en la extremidad estaba envuelta con un trapo de tela, como se puede ver aún; por la noche la usaba para no dormir, meditando cuando Cristo estuvo atado a la Columna. El H. Eleuterio [Sciviglietto] de la Madre de Dios, su Compañero de mucho tiempo, que dormía en un cuartito junto a él, lo observaba por la noche, y lo veía agarrado a aquella cuerda haciendo larga oración; a vedes le brotaba el llanto y mantenía un soliloquio, del que él quedaba admirado, porque a veces no dormía tres horas; luego volvía a agarrarse a la Cuerda y hacía oración. Esto me lo ha contado muchas, muchas veces el H. Eleuterio, que ha sido Compañero mío más de 20 años.
Lo vio muchas veces arrodillado y elevado sobre la tierra, que –en cuanto él podía adivinar- hablaba con la Virgen, presentándole las necesidades de la Orden, para que no la abandonara, porque era su Madre; y luego aparecía todo contento, sobre todo en el tiempo de sus persecuciones, y no hacía más que pedir por sus perseguidores “para que Dios los ilumine, y no ofendan a Su Divina Majestad, ni hagan daño a la Orden”; porque no se preocupaba de su persona, a no ser para que le diera fortaleza y constancia para saber aguantar por su amor.
179.- El día 10 de agosto, fiesta de San Lorenzo, muy de mañana mandó llamar al P. Castilla, Superior de la Casa y Confesor ordinario suyo, y le dijo que quería reconciliarse y después le llevara el Smo. Sacramento. Se confesó y, al terminar la oración, el P. Castilla dijo que el Padre quería comulgar, que bajaran todos a la Iglesia, a acompañar al Smo. Sacramento. Ordenó sonar la campanita de Comunidad, y dijo que no faltara nadie a aquella ceremonia, pues quería que todos estuvieran presentes.
180.- Una vez reunidos todos, bajaron por orden a la Iglesia con las antorchas en las manos. Mientras tanto, el P. Fundador quiso ponerse el hábito, con el roquete y la estola, y quería bajar de la cama para recibir al Santísimo arrodillado; lo pidió varias veces, pero no se lo permitió, ni el P. Vicente [Berro] de la Concepción, ni el H. Pablo [Ciardi] de San Juan Bautista, enfermero, que le asistían. Le daban muchas razones; que estaba débil, que no podía estar de rodillas, que era suficiente estar sentado en la cama, y que podía hacer igualmente sus actos de humildad acostumbrados; que, de lo contrario, se le podían avivar los dolores, ya que estaban sosegados. Se sometió a su parecer, y les dijo que hicieran como les pareciera.
Encaminados los Padres y Hermanos desde la Iglesia, el P. Castilla, como Superior, llevaba el Smo. Sacramento, para darle la comunión. Entraron todos en la habitación donde el Padre estaba enfermo, y detrás el P. Castilla con el Santísimo Sacramento, al que el Padre adoró con tres inclinaciones, lo mejor que pudo. Hizo un bellísimo discurso sobre la excelencia del Santísimo Sacramento, que duró un buen rato, y concluyó diciendo que todos nos debemos amar el uno al otro como hermanos; que él nis amaba tiernamente como Padre, y que amáramos al Prójimo por amor de Dios. Decía estas palabras con tal énfasis y gracia, que parecía estar sano y no que no tenía mal alguna, tanto, que todos los Padres lloraban amargamente ante sus palabras[Notas 15].
181.- Dijo el Confiteor, después hizo un acto de Contrición y otro de fe, y pidió perdón a todos; el P. Casilla le dijo que no se cansara más, y le dio la Comunión. Él se quedó todo absorto, e inclinando humildemente la cabeza, pidió la bendición. Después dijo que cerraran la puerta, para que nadie lo molestara, a no ser que antes llamara él mismo, y estuvo casi una hora dando gracias. A quien lo observaba desde fuera, le pareció que hablaba con otras personas, pero no se podía entender lo que decía.
Los médicos decían que se había curado del todo, porque lo encontraban muy animoso, parecía que ya no tenía ningún mal, y por eso le dijeron que estuviera tranquilo, que cuando recuperara las fuerzas, a los dos días se podría levantar, si no tenía nada.
182.- Él les respondió: -“Sea lo que Dios quiera; pero ellos no han conocido nunca el mal; sin embargo, estoy bien, estoy contento” (quería decir, porque estaba unido a su amado Señor, y no tenía más necesidad de medicamentos terrenos, porque había recibido los espirituales)
Todo el día 11 de agosto estuvo bien, y por la noche descansó tranquilamente; pero el día 12 sintió un poco frío y mandó que lo taparan. Vinieron los médicos y lo encontraron algo alterado, pero dijeron que no era nada; creían que, extrayéndole un poco de sangre, se vería bien del todo. Y así se mantuvo hasta el día 14.
Mientras tanto, no hacía más que ordenar que le sumergieran la piedra en agua fresca, para aplicarla al hígado, diciendo que sentía ardores, y, en cambio, con ella se iba refrescando y se sentía algo aliviado.
183.- El día 15 lo visitó el Sr. Julio César, Maestro de Cámara del Sr. Cardenal Ginetti, de parte del mismo Cardenal. Estuvieron juntos, hablando secretamente. Cuando ya se iba, le pidió la bendición, diciéndole que no se olvidara de pedir a Dios por él y por el Sr. Cardenal, añadiendo que cuanto éste le había prometido -ayudar a la Orden- continuaría haciéndolo con todo cariño, como lo había hecho en el pasado.
El Padre le respondió que reconocía muy bien que la Orden se mantenía en pie gracias a su piedad y protección; y que en sus manos la dejaba, si Dios decidía otra cosa de él. Le aseguraba además que, sin contar el gran mérito que había conseguido ya ante Dios y la Santísima Virgen, bajo cuya protección la Orden está fundada, le concedería aún muchas más gracias. Y con esto se despidió.
Después, me dijo que viéramos lo que el Padre necesitaba y fuéramos a pedírselo, que así se lo había dicho el Cardenal a su Maestro de Casa, que le diera lo que había ordenado en servicio del P. José, General de las Escuelas Pías.
184.- La mañana del día 15 de agosto, día de la Asunción de la Santísima Virgen, quiso reconciliarse; pero, para no molestar a la Comunidad, no comulgó corporalmente, sino lo hizo espiritualmente, mientras se decía la Misa de los alumnos; aunque tuvo que mandar al que decía la Misa que alzara la voz, para poder oírla bien; y ya que no podía asistir en persona, al menos pudiera oír unas palabras, que, al meditarla, podían consolarle el espíritu, y reavivar en él la Asunción de la Santísima Virgen al Paraíso.
Terminada la Misa, mandó le cerraran la puerta, y ordenó a su Compañero que, durante una hora, no lo molestaran, porque quería reposar un poco. Pero su reposo no fue otro que dar gracias al Señor, por haberlo recibido espiritualmente.
185.- Llegaron los médicos y lo encontraron muy aliviado. El Sr. Juan María Castellani comenzó de nuevo a defender la conveniencia de pincharle la vena, y sacarle un poco de sangre; y le preguntó a él si quería que a la mañana siguiente le sacara dos onzas de sangre, para liberarlo completamente.
Le respondió que él había obedecido siempre, que hiciera lo que le pareciera, pero creía que todo era inútil; que era Dios el que sabía muy bien lo que debía ser de él, y en sus manos estaba y en su presencia.
Determinaron que el día 16, muy de mañana, se le extrajera sangre. Después de esta decisión, ordenaron que de momento tomara almíbar acaramelado. A lo que respondió que no le parecía conveniente, que le irritaría más el hígado, al ser una cosa caliente.
186.- Después me llamó el P. Castilla, porque quería cantar la misa, y me tocaba hacer de Diácono. El H. Agapito había salido fuera para un asunto, y quedaba el Padre sólo, pues todos los Padres estaban en el Coro, y los demás dedicados a sus actividades, y empecé a pensar quién podría sustituirme, mientras se cantaba la Misa.
Había venido de Palermo un Clérigo, llamado Juan Domingo [Guadagni] de la Cruz, palermitano, con intención de de seguir a Polonia a encontrarse con el P. Juan Domingo de la Cruz [Frachi], de Roma, que estaba en la Ciudad de Podolin, entre Polonia y Hungría, el cual había conseguido hacer una fundación, gracias al Príncipe Lubomirski, y, junto con sus compañeros, había convertido a muchos herejes, por lo cual, su olor de santidad había llegado hasta Palermo. Por eso quiso ir a juntarse con dicho Padre, y también porque le había dado él el hábito de nuestra Orden, por lo cual, no sólo se había puesto su nombre, sino también el nombre de Religión. Por todo eso salió de Palermo para ir a Polonia.
187.-Cuando este Clérigo llegó a Roma, el Padre estaba bien, aún no había caído enfermo, y le preguntó por qué razón había salido de Palermo, sin haber escrito a aquellos Padres de San Pantaleón sobre su ida, puesto que sólo tenía obediencia para ir a Polonia, a encontrarse con el P. Juan Domingo; que debía haber llamado allí, diciendo que iba a estudiar, por el afecto que le tenía. Y luego le añadió: -“Hijo mío, no irá a Polonia; no está para hacer mucho bien, porque no hace oración. Encomiéndese al Señor, porque en Polonia quieren hombres de espíritu, modestos, de buen ejemplo y de humildad, virtudes de las que está muy escaso; y si no intenta adquirirlas en la oración no hará bien ni a usted, ni a la Orden. Así que antes de poner por obra esta idea suya, le exhorto a hacer ejercicios espirituales, para aprender en ellos la humildad, el fruto necesario para el verdadero Pobre de la Madre de Dios.
Mientras tanto, creo que debe escribir al P. Juan Domingo a Podolin, para ver qué opina de esto, diciéndole que ya ha llegado a Roma; de lo contrario, no lo recibirá, pues haría al P. Juan Domingo más daño que consuelo. Luego tendría que volver a Italia, y, siendo un viaje tan largo, encontraría muchas dificultades, sin tener avío de ninguna clase. Por otra parte, decir que el P. Juan Domingo le proporcionará los medios necesarios para poder ponerse en viaje, me parece algo impensable. Así pues, quédese aquí, y ayude al Instituto, donde cumplirá la obediencia, e irá pensando lo que se puede hacer para darle este gusto.
188.-De poco o nada sirvieron las muchas advertencias y exhortaciones del P. Fundador a este Clérigo; al contrario, cada vez se mostraba más disoluto e imperfecto; por lo que el P. tuvo que llamarlo varias veces, y aconsejarle cambiar de vida, de lo contrario acabaría mal, y le ocurriría alguna desgracia.
Este discurso con él lo tuvo bastantes veces; pero, como no veía el fruto necesario, se lo encomendó al P. Castilla, para que se lo advirtiera; y que, cuando le ordenara algún encargo, lo enviara con algún compañero, que le diera buenos consejos y le recordara la virtud, para que se rehabilitara.
El P. Castilla me señaló a mí de compañero, para que encontrara, con buenos modos, la forma de advertirle lo que había dicho el P. Fundador. Y así lo hice muchas veces, pero, como estaba muy relajado en el espíritu, y en la modestia, no sacaba ningún fruto. El Padre entonces, viendo que en buena parte no aprovechaba su consejo, ya no lo llamaba con tanta frecuencia como antes.
189.- Aquella mañana estaba él desocupado, y lo llamé para que estuviera con el P. Fundador, y, si necesitaba algo, lo atendiera, mientras se cantaba la Misa; que después volvería yo, para hacer lo que hiciera falta. El Joven se quedó con el Padre, y le preguntó si necesitaba algo. El Padre le dijo que le llevara agua fría de la fuente, que llenara una palangana y metiera en ella la piedra, para que se refrescara, porque quería aplicársela sobre el hígado, pues le producía un intensísimo calor, y se sentía desfallecer.
190.- Después de coger el agua, al meter la piedra dentro, ésta se le cayó de la mano, haciéndose tres pedazos, lo que el Padre sintió muchísimo, hasta decirle: -“Hermano, Dios le perdone, que me ha hecho un daño notable al romper esta Piedra, de la que hace ya más de 30 años me sirvo para refrescarme el hígado cuando me atacan estos síntomas de tanto calor. Pero paciencia, que Dios me quiere probar”.
Fue tanto el azoramiento del Clérigo, que avisó al P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, que estaba en el Coro, y le dijo que el Padre lo llamaba. El P. Ángel acudió enseguida, pero vio que el Padre estaba reposando un poco, y no quiso despertarlo. Luego, oyendo que lo llamaba, se acercó al lecho y le preguntó si necesitaba algo.
191.- Le respondió que cogiera un poco de agua, y procurara mojar en ella el trozo más grande de la piedra que había roto el H. Juan Domingo, para refrescarse un poco. El P. Ángel cogió la palangana, encontró dentro la piedra rota, preguntó al Padre si le había roto, y le respondió disculpando al Clérigo. Le dijo que, desgraciadamente, se le habían caído de la mano al pobre y desgraciado H. Juan Domingo, el que había venido de Sicilia; y que, asustado, se había ido sin decirle nada. Se refrescó un poco, y se echó a descansar con una gran tranquilidad.
Esta piedra era de alabastro negro, ovalada, fina, del tamaño de un folio de papel, que, metida en agua fresca, se mantenía fría un buen rato. Sus reliquias fueron después robadas por devoción, porque las había usado el bendito Padre, como sucedió con otras cosas; y, si no se hubiera cerrado la puerta, no hubiera quedado nada.
192.-El mes de septiembre, el Clérigo Juan Domingo [Guadagni] no prosiguió el viaje de Polonia, sino se volvió a Palermo, donde fue ordenado Sacerdote. Pero dio en tales excesos, que se salió de la Orden. Después, a causa de su vida licenciosa de costumbres corrompidas, tuvo que vérselas con una persona de respeto que consiguió meterlo en la cárcel, donde también vivía escandalosamente. Personas piadosas le echaron en cara que no vivía como Sacerdote, obrando de aquella manera, pero él respondía que ya le había predicho el P. Fundador de las Escuelas Pías cuando estuvo en Roma, que si no cambiaba de costumbres de vida, sufriría desgracias, como claramente se veía, pues era un desgraciado.
Después recibió un bando para salir de Palermo, y vino aquí a Nápoles buscando fortuna. Fue recibido como ayudante de Sacristán de un Monasterio de monjas, y, al no portarse bien, fue despedido. No sabiendo qué hacer, trató con el Príncipe de Monte Sarchio, General de los galeones de España, para que lo aceptara de Capellán de algún bajel, donde fue recibido, y luego anduvo de corso en los bajeles durante algunos años.
193.- Después, pasada la furia de la juventud, se rehízo y volvió a la Patria, donde dicen que vive aún, retirado y enmendado de sus malas costumbres.
Este caso me lo contó muchas veces el P. Francisco [Martini] de Jesús, palermitano, cuando era Asistente General en Roma, en sus seis años de Asistentado, bajo el Generalato del P. Cosme [Chiara] de Jesús María, y allí era estimado por todos los Padres de la Casa de Roma.
Este Padre trabajó mucho conmigo, dándome consejos para que prosiguiera adelante la Causa de Beatificación del bendito Padre, animándome, sobre todo, cuando se consiguió la Comisión de Clemente IX, de Santa Memoria. Cuando se obtuvo aquella gracia, no cabía en sí de alegría, como escribiré más extensamente, si Dios quiere, a su debido tiempo.
194.- Después, cuando me dieron el encargo de la Reintegración de la Orden, en tiempo del Papa Clemente IX, de santa memoria, fue para mí un ejemplo de tenacidad para conseguir lo que deseábamos. Pues, gracias al Señor y a la intercesión del Venerable Padre Fundador, a quien me encomendaba con frecuencia, se consiguió el mejor resultado que se podía desear, porque sólo pretendíamos suprimir algunas palabras del Breve del Papa Alejandro VII, que decían “Presbiteri seculares”, pero palabras que producían grandísimo trastorno y pleitos en toda la Orden.
Para conseguirlo, la bondad de Dios dio tanta luz a Monseñor Pedro Francisco de Rossi, Promotor de la Santa Fe, que, con su dirección, logré que el Papa Clemente IX le encomendara a él esta Causa, gracias a Monseñor de Vecchi, de feliz memoria, que entonces era Secretario de la Congregación de Obispos y Regulares, y a Monseñor Agostini, limosnero Secreto del Papa, que no sólo trabajaron sobre dichas palabras “Presbiteri Seculares”, del Breve del Papa Alejandro VII, sino que reintegraron la Orden a su estado primitivo, con todos los privilegios de los Mendicantes, tal como la había erigido el Papa Gregorio XV. De todo esto se podría escribir un volumen entero.
Y, por lo que yo puedo conocer, todo se ha conseguido, gracias a la intercesión de nuestro bendito Padre, tal como se lo prometió la Santísima Virgen, cuando se le apareció de noche, como se verá enseguida. Así que este Padre Francisco, cuando salió el Breve, no cabía en sí de tanta alegría.
195.- El 16 de agosto, habíamos vuelto, con el P. Vicente de la Concepción, de donde el Sr. Juan Santiago, médico que fue de Gregorio XV, que estaba en el Palacio del Príncipe Giustiniani, para intentar conseguir que el Sr. Juan María Castellani no extrajera sangre a nuestro Padre, y nos respondió, que no dejaría de hablarle, pues, si se la extraía, le causaría tal alteración que sería irremediable; que él creía que convenía que sólo se fuera manteniendo con alimento frecuente de cosas líquidas, sin darle otros medicamentos.
Al volver a Casa ya nos encontramos con que le había sacado sangre, y parecía que le había servido. Lo dejaron reposar, para observarlo en la primera salida que los médicos hicieran de Casa, para ver el efecto que le producía la extracción de sangre, pues el Sr. Juan María daba por seguro que lo había lo había curado completamente de la enfermedad. Pero el Padre dijo que se había puesto en sus manos para hacer la Voluntad de Dios, pero que ellos no conocían que su mal estaba dentro de la fiebre, pues se sentía arder, permitiéndolo así Su Divina Majestad.
196.- Después de descansar un poco, sintió un frío intenso, y procuró cubrirse, porque temblaba de tal manera como si fuera un joven de 25 años. Pasado el frío, le vino una fiebre tan alta que daba vueltas en la cama, sin encontrar un logar de refrigerio. Cuando vieron esto los Padres, enseguida mandaron llamar a los médicos, para que fueran cuanto antes a verlo, para buscar algún remedio con que poderlo refrigerar.
Llegó el primero el Sr. Juan María [Castellani], lo auscultó y encontró que tenía una fiebre altísima, y le dijo que no temiera, que había descubierto al enemigo, y estaba animado a echarlo fuera con los medicamentos que le iba a dar, que estuviera contento y no temiera, que, con la ayuda divina, sanaría.
Le respondió que estaba más contento que nunca, y se estaba preparando para ir a la otra vida, y sólo pedía a Dios le diera fuerza para poderlo contemplar y hacer los actos de verdadero Cristiano, porque en cuanto a los medicamentos, todo era en vano.
Los médicos eran del parecer de darle algún purgante, pero temerosos de debilitarlo, esperaron a otro día, hasta ver si se le pasaba la fiebre, porque se hacía continua.
197.- El día 17 de agosto parecía haber desaparecido la fiebre, pero no era claro, decían los médicos, porque tan pronto se bajaba como subía. El Padre decía que sentía arder; que le autorizaran enjuagar la boca con frecuencia, sin beber ni una gota; y le respondió que podía enjuagarla, pero que bebiera. A la mañana tomó alimento con cierto gusto, y luego me dijo que quería descansar un poco, que no lo molestara. Mientras yo estaba vigilante en el oratorio, para que no viniera nadie a despertarlo, llegó el P. José [Fedele] de la Visitación, actualmente General, con un niño de tres o cuatro años en el brazo, llamado Francisco Piantanidi, hijo de Félix Piantanidi, antiguo Notario de Tor di Nona, y de Victoria Gracchi, el cual me preguntó qué hacía el Padre. Le respondía que había comido y ahora estaba descansando, y me había dicho que nadie lo molestara, que por eso había salido fuera, para que no entrara nadie. Mientras estábamos hablando, el Padre me llamó, preguntándome quién era, y le respondí que era el P. José, que quería hablar con él.
198.- Respondió que entrara. Cuando estuvo dentro, le dijo: -“Padre, este niño es hijo de la Sra. Victoria Gracchi y del Sr. Félix Piantanidi, está enfermo del pie derecho, no lo puede posar bien, y camina con el pie torcido, es decir, la mitad de la parte superior del pie va debajo; tóquelo Su Paternidad un poco, y diga alguna oración sobre él, pues la madre tiene fe en ello, y sanará.
El Padre mandó acercar la tablita donde suelen comer los enfermos, y el P. Francisco se la puso en la cama, para que se sentara el Niño. Le preguntó cómo se llamaba, le puso la mano sobre el pie, dijo la oración “pro infirmo”, después le dio la bendición; el P. Francisco se fue, con el niño en el brazo, y se lo llevó a su Madre, que estaba esperando en la Iglesia. Dejó al niño en el suelo, y comenzó a caminar directamente con el pie, como si nunca hubiera tenido ningún mal. Cuando vieron esto la Madre, el P. José, el otro hijo mayor y la Señora que loa acompañaba, quedaron admirados de alegría, pues el niño caminaba que parecía iba saltanto. Me avisaron, bajé enseguida a la Iglesia, y me encontré con que todo era verdad, aunque entonces no se hizo caso de ello.
199.- Después que murió el bendito Padre, y vistas todas las maravillas que sucedieron en la Iglesia, como toda Roma pudo ver, la Señora Victoria Gracchi me dio la sandalia que antes llevaba el hijo, que estaba retorcida, y la mitad de la parte de arriba se veía claramente que pisaba en tierra.
La Señora Victoria fue examinada sobre este caso por Monseñor Patricio Donati, Obispo de Menorca, en el Proceso hecho ´via ordinaria´, no sólo de esta gracia, sino de otras cosas, como claramente se ve declarado en Roma los años 1449 y 1650, como se dirá pronto, en otra circunstancia.
200.- El día 18 de agosto, se veía claramente que al Padre le iban faltando sus fuerzas, y la fiebre ya no cesaba, sin, por el contrario, iba aumentando. Parecía que reposaba, y comenzó a decir para sí mismo: -“¿Dónde están los otros Padres, que no los veo?” El P. Vicente de la Concepción le respondió: -“Padre, están en las clases, y otros están en la Iglesia, y nosotros estamos aquí, por si necesita algo”. –“Yo no me refiero a éstos, sino a los que han muerto, pues falta uno”. Y no dijo más palabras. Pensando nosotros que la fiebre le hacía hablar, como si estuviera desvanecido, me dijo a mí que fuera a San Carlos de Catinari, y dijera al P. Constantino Palamolla, que, cuando pudiera, le hiciera el favor de ir adonde él, que le quería hablar de un asunto suyo particular, y contarle un escrúpulo que él tenía suyo, pero que lo hiciera cuanto antes pudiera.
Fui a San Carlos, hablé con el P. D. Constantino, y enseguida fue a San Pantaleón. Al entrar en la habitación del Padre, éste dijo que saliéramos todos fuera, que quería hablar con el P. Constantino. Le dijo el Padre que le agradecía le hubiera consolado plenamente, porque antes de morir quería verlo otra vez. El P. D. Constantino le respondió que estuviera contento; que el mal no era tan grave; que esperaba que el Señor le devolviera la salud, y gozaría del Señor algún año más.
[201-250]
201.-El Padre le replicó: -“Si Dios me hace esa gracia, por su infinita misericordia, gozaremos juntos en el Paraíso; mientras tanto, pida por mí, para que me dé fuerzas, pueda hacer los actos que debo, y agradecerle los beneficios recibidos, que de lo demás no me preocupo”. Al despedirse el P. D. Constancio, lo acompañamos con el P. Castilla y el P. Vicente hasta la portería. El P. Vicente preguntó qué le había sucedido al Padre, que deliraba, porque había preguntado dónde estaban los otros Padres, que faltaba uno, y él le había respondido que algunos estaban en las Clases, otros en la Iglesia, y otros en sus asuntos, y no le había respondido nada más, por lo que creía que deliraba, por la fiebre.
El P. D. Constantino respondió que no deliraba para nada, sino discurría sensatamente, y lo que le había dicho no se podía contar por ahora, pues le había hablado en confianza, pero en su momento lo sabríamos todo; y con esto se despidió.
202.-Cuando murió el Padre, el P. D. Constancio dijo que cuanto el P. Fundador le había dicho en una larga conversación, el día 18 del corriente mes de agosto, era que había tenido una visión del Paraíso, donde había visto a muchos de nuestros Padres; algunos estaban sentados, otros de pie, y otros caminaban; pero no había visto al P. Abad Glicerio, y quería saber de la explicación de este hecho; le había descrito el Paraíso de tal manera, que había visto a todos nuestros Padres, pero estaba muy preocupado por no haber visto a dicho Padre Abad, al que había conocido como el más perfecto de todos.
Y el P. D. Constancio le había respondido que el P. Abad tenía muchos grados de gloria más que los otros, pues estaba ya introducida la causa de Beatificación en la Sagrada Congregación de Ritos, y por eso no lo había visto. Y que ante esta respuesta el Padre quedó muy consolado. Luego se mostró tan contento y tranquilo que nunca más habló de este asunto, y al mismo P. D. Constancio le prohibió que dijera lo que le había confiado, y por eso no lo publicó entonces. Él daba por seguro que el P. Fundador estaba en la Gloria de los Santos, pues lo había conocido interiormente durante un espacio de más de cuarenta años.
203.-Este Don Constancio era nonagenario, y había sido Amigo y confidente de nuestro Venerable Padre, por ser Religioso de grandísima perfección; y por sus extraordinarias virtudes tenía mucho crédito en la Corte Romana. Había sido Examinador, no sólo sinodal para las Confesiones, sino también examinador de Obispos y de muchas Congregaciones, y se servían de su Consejo muchos Cardenales y Prelados.
204.- Éste, desde joven, se hizo Religioso de los Padres barnabitas, que en Roma se llamaban de San Carlos de Catenari; y, gracias a él, el Papa Urbano VIII hizo Secretario del Cardenal Vicario en las cosas espirituales, por la muerte del Sr. Odoardo Tibaldessi, al Sr. D. José Palamolla, su sobrino, que aún vive, y, por amor a su tío, es muy afecto a nosotros. Más aún, este Sr. D. José Palamolla, en nombre suyo, y como Notario principal del Cardenal Vicario, consiguió que Francisco Neula firmara, cuando se hizo el reconocimiento de nuestro Padre; y después fue destinado Notario de dos Procesos hechos “auctotitate ordinaria”,el primero “super non cultu” y el otro “super vita, moribus, miraculis et sanctitate”; el cual, por no poder asistir él mismo, puso de sustituto a dicho Notario Francisco Meula; y, después de los Procesos, le ordenó nos dirá las copias simples “gratis et amore”, sir cobrar ni siquiera un céntimo; sólo se pagaron los trabajos del copista. Esto me ha sucedido dos veces a mí mismo; que, por ser yo Procurador de la Causa de Beatificación le pedí este favor, y, como he dicho, me lo ha hecho dos veces, una, mediante Francisco Meula, el año 1659, la otra, mediante Inocencio Meula, su hijo, el año 1670. De estas copias, muna quedó en manos del P. José de la Visitación, General de nuestra Orden, y la otra, en las del P. Alejo [Armini] de la Concepción, Asistente General, porque va a escribir la Vida del P. Fundador. Así que las dos copias que yo mandé hacer, las dos quedaron en Roma, como se ha visto.
205.- El día 19 de agosto, a nuestro Padre le iban faltando las fuerzas, y, de vez en cuando, se le oía hablar solo, como si hablara con alguna persona; por lo que el P. Vicente le preguntó si necesitaba algo, si quería un poco de agua fresca para enjuagarse “a cañita”, como decía él: Le respondió que estaba ardiendo de sed, que cogiera un poco de agua de la fontana. Le trajo el agua; se la metía debajo de la lengua, y luego caía en la palangana, para que no se cayera ni una gota, y obedecer a los médicos, que le habían mandado que no la bebiera.
206.- En cuanto se enjuagó, el P. Vicente comenzó a decirle: -“¡Padre! Su Paternidad nos deja en medio de estos conflictos, y ahora se nos va al Paraíso. Pida, al menos, a Dios por nosotros y por la Orden, para que nos libre de tantos problemas en que nos encontramos; pues están llegando cartas de fuera, diciendo que los Ordinarios maltratan a nuestros Padres de mil maneras”. Le respondió: -“Yo no soy digno de ir al Paraíso, más espero que la Sangre de Jesucristo, derramada por mí, me haga digno. ¡Lo haré, lo haré, lo haré! Y en cuanto a vosotros y a la Orden, estad todos unidos, que la Santísima Virgen, nuestra Madre, me ha prometido esta noche que nos ayudará. ¡Sed devotos! Y escribid a todos de mi parte que sean devotos de la Virgen Santísima, nuestra Madre, y recen el Rosario, que Ella os ayudará en todo”.
207.- Después llegaron el P. Francisco [Castelli] de la Purificación, que estaba en el Noviciado del Borgo, su 2º Asistente, el P. Camilo [Scassellati] de San Jerónimo, Rector del Colegio Nazareno, el P. Castilla, el P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, y Yo. Y nos contó cómo la noche anterior se le había aparecido la Madonna dei Monti, que siempre había sido su Abogada, y le había prometido ayudar a sus hijos. –“Sed, pues devotos de ella, No temáis, que ella será nuestra Madre y Protectora. Pues lo que no consiguen los hombres lo obtiene ella de su unigénito Hijo. Y vosotros pedir por mí, para que el Señor me dé Espíritu y fuerza, para hacer los actos que debo, como fiel Cristiano, y sepa conformarme con la Voluntad Divina en remisión de mis pecados”.
208.- Volvió de nuevo el P. Constantino Palamolla, se cerró dentro con el Padre, estuvo un rato, y le contó la aparición de la Virgen. Le dijo que le había prometido ayudad a sus hijitos, que estuvieran contentos, pero que vivieran unidos y en Santa Caridad.
Este hecho se dijo públicamente, y en el 2º Proceso “via ordinaria” consta en los Testigos, que lo oyeron de su propia boca. De aquí surgió el motivo de que el H. Lucas [Bresciani] de San José, de Fiesole, Limosnero de la Casa de San Pantaleón, lo mandó pintar por primera vez en un cuadro, de rodillas, al natural, y con la aparición de la Virgen.
Por este ejemplar, el P. Miguel [Geisselbrunner] de Santa María, Superior de las Escuelas Pías de Nikolsburg, en Bohemia, de Germania, me pidió que mandara hacerle una Copia igual que aquél que está en San Pantaleón, con la aparición de la Virgen, del Pintor Juan Barberini, y se lo enviara a Germanis, si que me preocupara por los gastos. Mandé hacerle un cuadro de doce palmos, según el original, y lo envié hasta Ancona, y de Ancona a Venecia por mar, y desde allí a Germania por tierra, donde fue recibido con grandísima devoción. Aprovechando esta ocasión se hicieron muchas copias, que fueron enviadas a distintas partes. Yo mismo, por devoción personal, mandé hacer uno de medio cuerpo, con la aparición de la Virgen, y una inscripción con estas palabras que salen de la boca del Padre: -“Eia, Mater”. Y de la boca de la Virgen salen estas otras: -“Confide in me, fili”.
209.- Un cuadro igual a éste fue el que llevó el P. Pedro Francisco [Salazar Maldonado] de la Madre de Dios a Cerdeña, que después cayó en manos de los turcos, fue llevado a Túnez a D. Felipe de Austria, el cual lo regaló al P. Juan Bautista [Viglioni] de San Andrés, y lo puso dentro de la mezquita mientras estaba esclavo, como he dicho detalladamente.
Cuando oí esto al Padre la mañana del 20 de agosto, dije al Padre que me diera la bendición, que quería ir a ganar la indulgencia por él a la Madonna dei Monti, y pedirle por su salud, me dijo que fuera, sí, e hiciera mis devociones, que le parecía bien, que fuera devoto suyo, porque él había recibido de ella muchas gracias. Y, en cuanto a su salud: -“Encomendémonos a la Divina Voluntad, ante la que debemos estar siempre prontos y preparados a lo que quiera”.
210.- Mi Compañero fue el H. José [dell´Orso] de la Purificación, Sastre de la Casa de San Pantaleón. Cuando salimos de Casa me dijo que él quería ir descalzo y sin sandalias, para pedir a la Santísima Virgen la gracia de que impetre de su Hijito que restituya la salud a nuestro Padre, pues si muere en medio de estos disturbios, nos veríamos todos arruinados. Por eso mismo, yo me quité también las sandalias, y fuimos por el camino rezando el Rosario, aplicándolo a intención de nuestro bendito Padre. Llegamos a la Madonna dei Monti al amanecer, y, por el camino el H. José dio con el pie en una piedra, y se hizo un poco de daño en un dedo.
Cuando volvimos a Casa, encontramos al Padre que descansaba, y parecía estar algo aliviado. Cuando me oyó que hablaba con el P. Vicente, me preguntó si había estado en la Madonna dei Monti, y le respondí que sí, que había ido con el H. José, el Sastre, que habíamos ido descalzos, rezando el Rosario por el camino, y lo habíamos aplicado a su intención.
Cuando esto oyó, sintió una grandísima alegría, y bendiciéndonos, no dijo que fuéramos a descansar.
211.- Vino a visitar a nuestro Padre el Sr. Cosme Vannucci, limosnero del Papa Inocencio X, íntimo amigo suyo, como se ha dicho, con quien tuvo una larga conversación. Al despedirse, lo que hacía con gran ternura, prorrumpió en llanto, y le dijo:
-“Padre, usted se muere, y a mí me deja aquí. Hágame el favor de pedir al Señor por mí cuando esté en el Paraíso, para que vaya con usted; y no se olvide de ello, por la antigua Amistad que hemos tenido juntos durante tantos años; que también soy viejo, y quiero descansar e ir con usted.
El Padre le respondió: -“Si Dios, por su infinita misericordia me concede la gracia, lo haré, lo haré, lo haré más que con gusto”. Y así sucedió, como veremos muy pronto.
212.- Mientras el cuerpo del Padre estaba en el Catafalco en el Oratorio, vino Cosme Vannucci, lloró ante él, hizo oración, y me preguntó sobre la muerte que había tenido, y sobre las cosas que sus Devotos habían cogido por devoción. Me dijo que quería una lámpara grande de latón, que él había comprado para servicio del Padre; que deseaba tenerla como recuerdo y devoción a él, y siempre la tendría mucha devoción.
Le respondí que era verdad que habían cogido muchas cosas por devoción, pero que, en cuanto el P. Castilla se di cuenta, había puesto remedio, las había cerrado, y luego había anunciado la excomunión, para que nadie cogiera nada, ni lo más mínimo, o se la diera a otro. Le dije que hablara con el P. Castilla, que yo no podía dar nada sin su permiso. Cuando apareció el P. Castilla, le pedí que abriera la Celda del P. General, que por devoción, el Sr. Cosme quería besar el lecho donde había muerto. Entramos en la Celda, comenzó a llorar, besando el lecho donde había muerto, y se encomendaba a él, para que cumpliera lo que le había prometido. Vio la lámpara que estaba encima de la credencia, y pidió al P. Castilla si se la quería dar, pues la había comprado él para uso del Padre, y la deseaba tener como devoción personal, por haberla usado tantos años el P. General.
213.- El P. Castilla le respondió que, por ahora, no le podía dar la lámpara; que habían hecho el inventario y se la habían entregado al P. Juan Carlos [Caputi]; que después, reunidas todas las cosas, sería atendido gustosamente, como era justo, dada la Caridad que había tenido con el Padre, por lo que todos estaban agradecidos.
Cuando el Sr. Cosme oyó esto, levantó en cólera, diciendo que los Padre no eran dueños de incluir en el inventario lo que era de él.
Para tranquilizarlo, le dije al P. Castilla que, como quería la lámpara por devoción y recuerdo del P. General, le podían dar alguna cosa suya, hasta que se arreglaran las cosas; que después la podía coger; pero que, como me la habían entregado a mí, yo no se la podía dar de ninguna manara.
214.- Me respondió que recordara cuando se desbordó el río el año pasado, de cómo él nos avisó que estábamos en peligro de morir de hambre; como también de que, gracias a la prudencia del P. General, mandó proveernos de leña, “como bien saben, y ahora no quieren darme esta satisfacción, por mi devoción y para mi consuelo”.
El P. Castilla le habló con buenas palabras, diciéndole que, de momento, le daría un bonetito que solía llevar el Padre cuando estaba vivo; que lo cogiera, y luego tendría lo que deseaba.
El Sr. Cosme se conformó con este ofrecimiento, le dio un bonetito negro de lana, y así se fue todo contento y alegre, pero con la condición de darle la lámpara a su tiempo.
El Sr. Cosme quiso estar presente cuando el Padre fue sepultado, y, con grandísimo afecto quiso besarle el rostro, las manos y los pies, diciéndole, como si estuviera vivo, que le cumpliera la palabra que le había dado; y, llorando, se marchó.
Cuando el numeroso gentío veía a un viejo tan venerando, como era el Sr. Cosme, conocido en toda Roma, que hacía aquellos actos de tanta devoción, más se encendía en la devoción a nuestro Padre Fundador.
215.- A los ocho días, estando yo en la Sacristía, llegó un Gentilhombre y me dijo que había muerto Cosme Vannucci, y su cuerpo estaba expuesto en la Iglesia de San Jerónimo de la Caridad, en la Plaza Farnese; que él mismo lo había visto, y que ya comenzaban a hacerle los funerales. No me creía que fuera verdad la muerte del Sr. Cosme, porque no habíamos sabido nada de su Enfermedad. Enseguida llamé al P. Vicente y al P. Castilla, y les dije lo de la muerte del Sr. Cosme; ellos se extrañaron mucho, y no creían que era verdad su muerte.
Fui yo mismo a San Jerónimo de la Caridad y me encontré con que estaba expuesto, y le cantaban la misa. Cuando volvía a Casa, el P. Castilla le celebró la Misa, y todos nos acordamos de lo que le dijo el P. Fundador, que lo llevaría con él al Paraíso.
216.- Ahora se puede comprender cuánto se querían aquellos dos Siervos de Dios. Quiso ser sepultado en San Jerónimo de la Caridad, por haber sido limosnero, desde los tiempos del Papa Paulo V, hasta el año 1648, en el Pontificado de Inocencio X. Este buen limosnero fue llorado por todos los Pobres de Roma, y en particular por las Pobres Señoras vergonzosas, pues, a unas les daba vestidos, a otras, sandalias, a otras, calcetas, a otras, tela para hacerse camisas, a otras, dinero; y decía que muchas hubieran perdido la Misa, si él no las hubiera ayudado con la bolsa de San Pedro.
En cuanto a la frase que dijo el Sr. Cosme Vannucci de que nos había ayudado cuando se desbordó el río, el año 1647, sucedió de esta manera.
El día 10 de diciembre de dicho año, cayó tanta cantidad de agua del cielo, que aquello parecía el Diluvio universal. El día 9 de diciembre por la tarde, el P. Fundador mandó llamar al P. Castilla, el Superior, y le dijo que procurara ordenar que sacaran de la Cantina un Barril de vino y una cantidad de leña, para que, si se desbordaba el río, hubiera, al menos, el abastecimiento más necesario; que no perdiera tiempo y lo hiciera cuanto antes.
217.- El P. Castilla le respondió que lo haría a la mañana siguiente, porque ya era tarde, y los Hermanos habían venido cansados de la Cuestaciones. –“No, le dijo el Padre, hágalo ahora, que quizá no tenga tiempo de hacerlo; pues si se inunda la Cantina, no podrá hacer cosa buena, con peligro de no tener vino”.
El P. Castilla llamó enseguida a los Hermanos, y mandó subir arriba un barril de vino y una cantidad de leña, como había ordenado el P. Fundador.
Nada más sacar el vino y la leña, comenzó a llover de tal manera, durante toda la noche, que, cuando nos levantamos a la oración, se veía, desde la ventana de nuestro dormitorio, toda la Plaza de Navona anegada.
Terminada la oración mental, volvimos arriba, y se veían todos los palacios anegados, y la gente, que iba con barquitas a ver el daño que el agua había causado en las bodegas de los comerciantes, para salvar las cosas lo mejor que podían.
218.- Fue el Cantinero a ver la Cantina, y encontró los barriles nadando; que, al estar la clavija mayor sujeta a los cimientos de nuestra Casa, los respiraderos en la misma Cantina, y el agua brotaba desde abajo, y la inundó enseguida. Se colocó una tabla lo mejor que se pudo, que logró sujetar los barriles, para que no se estropeara el vino; porque se temían entrara la corriente de las cerrajerías de encima de la Cantina, de lado del Palacio del Marqués Torres, y lo llenara todo, sin poder remediarlo después.
Avisaron de esto al P. Fundador, que dijo fuéramos todos a la oración, “para que Dios nos provea de lo necesario, pues en la Casa no tenemos pan para esta mañana, y somos de Comunidad más de cincuenta personas”.
Terminada la oración, comenzaron a pensar qué debíamos hacer para proveerse de pan, y que los Padres pudieran comer. Cada uno decía su parecer, pero ninguno sabía encontrar el remedio.
219.- Veinte días antes, había mandado una limosna de cuatro escudos el Cardenal Lanti, para el Sr. Francisco Barenfabri, su maestro de Casa, y el P. Castilla me dijo que guardara yo aquellos cuatro escudos, y no dijera nada a nadie, para que, si teníamos alguna necesidad, pudiéramos arreglarnos; pero, al ser la Comunidad tan grande, no bastaban para un día. El P. Castilla no se acordaba de que yo tenía aquel dinero, y estaba muy triste y melancólico, hablando con el P. Fundador, para escuchar su consejo, sobre qué debía hacer, para remediar aquella extrema necesidad. Entré donde el Padre y le dije que yo tenía los cuatro escudos enviados por el Cardenal Lanti hacía unos días, que podíamos emplearlos, para proveernos de pan y de alguna otra cosa durante aquel día, hasta tanto que Dios nos enviara otra provisión.
220.- Cuando el P. Fundador oyó esto, dijo al P. Castilla:
-“Pues sí, Dios ha provisto, mientras vosotros os ahogáis en vaso de agua, y os lo pasáis ¡Ja, ja, ja! y cruzados de brazos. Procurad buscar pan antes de que las aguas crezcan más, que luego no se podrá salir de Casa”.
El P. Castilla mandó llamar a todos los Limosneros, y les preguntó quién se animaba a ir a comprar pan, que ya había encontrado dinero. Todos se encogían de hombros, sin saber qué hacer, porque había corrido la voz de que habían acaparado todo el pan de los hornos el Cardenal Panfili Astalli, Monseñor Lumellini, Tesorero General, y otros Prelados delegados, para poderlo distribuir entre los pobres más necesitados, que estaban asediados por las aguas, sobre todo los del Corso, Ripetta, Borgo y la Lungara; y otros, que andaban dispersos por las Campiñas cercanas.
221.- El H. Carlos [Latti] de San Vito, de Campi, respondió qué él estaba animado a buscar el pan, y yo me ofrecí a ir de Compañero. Como nuestra Iglesia hacía de paso, por no llegar allí las aguas crecidas, por ser el lugar más alto, todos los que venían del Pasquino y de Monte Giordano pasaban por nuestra Iglesia; y por eso me animé a ir con él. Cuando llegamos a San Andrea della Valle, el agua de la Alcantarilla mayor iba tan crecida que, al meterse el H. Carlos, el agua le llegaba hasta la rodilla. Entonces yo, asustado, le mandé volver atrás. Pasamos por el Palacio de Monseñor Grimaldi, y de allí al Palacio del Sr. Pedro della Valle, donde vivía el Embajador de Savoya; de allí, a Sudario, y, por la Caballeriza del Duque Cesarini, entramos en San Carlos de Catenari, donde el agua sólo nos mojaba los pies.
222.- Finalmente, llagamos a la Plaza de Branco, residencia del Cardenal Santa Croce, donde hay un horno riquísimo. Los dos hijos del hornero iban a nuestra escuela, por lo que el H. Carlos buscaba su favor. Al lado del horno había una guardia que no permitía dar pan a nadie, pues tenía orden de que, a medida que se cocía el pan, se metiera en carros, y se llevara a los diputados, para que lo distribuyeran entre los más necesitados.
El H. Carlos gritó tanto a los Guardias, que lo oyó el Marqués Valerio Santa Croce, bajo y ordenó a los guardias que nos dieran pan, que lo necesitábamos, y lo pagaríamos; que los Padres tenían más necesidad que los demás, pues no tenían ninguna surtido, al ser más Pobres que los demás Religiosos.
También el hornero era partidario de darnos el pan, pero los guardias decían que, si daban pan a cualquiera, irían rápidamente a Galera, pues así lo había ordenado Monseñor Bonvivi, Prefecto de Abastos; que se buscara otro razonamiento, y no pareciera que ellos habían consentido en darnos el pan. Entonces el hornero hizo la señal de que fuera por la otra puerta secreta del horno, y, en honor al Sr. Marqués, le daría el pan que quisiera.
El H. Carlos entró dentro, y llenó un par de sacos de pan; tanto que, a pesar de ser joven apuesto y robusto, con dificultad podía cargar con ellos. Regresamos por los mismos Palacios, y nadie nos molestó, aunque alguno sí nos pedía un pan.
223.- Cuando llegamos al Palacio del Sr. Pedro della Valle, donde está la Embajada de Savoya, se nos presentaron cuatro Palafreneros del Embajador; detuvieron al H. Carlos y le obligaron a dejar el pan; que fuera de nuevo a buscar más, que le darían el dinero, porque la familia del Embajador no tenía pan, ni lo encontraba; y se le enfrentaban.
Viendo que la violencia lo forzaba, subió donde el Embajador, y le informó de la ofensa que sus súbditos hacían a nuestro Hermano. Bajó enseguida un Gentilhombre, y dijo a los Palafreneros que dejaran marchar a los Padres, y no tocaran aquel pan, que si el Embajador se enteraba no se irían sin castigo; que se les proveyera de todo; que no tocaran a nadie, porque el Príncipe no quería que se tratara con insolencia a nadie, sobre todo a los Religiosos. Así pasamos la borrasca y, contentos, caminamos a Casa.
224.- Llevamos el pan para que lo viera el P. General, y yo le dije lo que nos había pasado. Él comentó que se extrañaba que el Embajador de Savoya tuviera este tipo de gente insolente, “porque es una persona piadosa”. Al poco tiempo, llegó Monseñor Lumellino a caballo, mandó que me llamaran, y me preguntó si teníamos necesidad de algo, y cuántos éramos, que nos ayudaría con un poco de pan.
Le dije que éramos más de cincuenta; que nos hiciera la caridad que le pareciera bien. Entregó una Hoja al primer Carro que pasaba, para que nos diera cien panecillos, y dijo que volvería a venir a la mañana siguiente. Llegó el Carro, y ya tenemos pan, y provisión de pan para dos días. El Padre ordenó que se distribuyera por Caridad, especialmente a Ventura Sarafellini y a los pobres vecinos, “ya que Dios nos ha surtido a nosotros abundantemente”. Y, aunque parecía que algunos eran renitentes a que se quitara la limosna a los Padres, y a que se diera pan fuera de Casa en esta necesidad, sin embargo se cumplió lo que había ordenado el P. Fundador, porque tenía puestas las esperanzas en la Divina Providencia.
225.- Al poco tiempo, vino un sirviente de Cosme Vannucci con dos portadores cargados de pan, legumbre y hortalizas. Estábamos admirados de la Providencia Divina. Y es que el Padre nos decía que confiáramos, que “Dios nos abastecerá en abundancia, si nosotros tenemos compasión del que no tiene”.
Se unió la corriente de agua que venía desde la Plaza Navona, a la que desembocaba en la Plaza de S. Apolinare, y ésta en la del Orso y la Ripetta, y todo se metía por las rejas de nuestra Cantina. Ésta se llenó de tal manera, que el agua brotaba por las rejas que había en el patio.
Podemos imaginarnos cómo estaban las Casas del Orso
-por donde se desbordaba el río- y las de la Ripetta. Era tanta la abundancia de agua, que arrastró a las barcas del vino que estaban en el río, hasta las escalinatas de San Jerónimo de Schiavoni; y por Roma no se veía más que barquitas, que iban llevando ayuda a los pobres asediados.
226.- Se veían camas desfilar por el río, y por donde vivían los Pobres Ciudadanos, arrastrar barriles llenos de vino, maderas de toda clase, hombres y mujeres, unos muertos y otros aterrorizados por las aguas. Parecía el Diluvio universal.
Ante todo esto, la curiosidad del P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo hizo que me invitara una mañana a la Trinità de Monti, el lugar más alto de la Ciudad, a ver sus cenagales, formando un mar, que descendía, en forma de canales de agua, y, desde la Croce di Monte Mario, se precipitaban hasta la Vigna di Madama, y luego se unían a las aguas del río, cosa digna de verse.
Volvíamos a Casa. Cuando llegamos a la Plaza de España, comenzó a llover tan impetuosamente, que no sabíamos qué hacer. Al final, decidimos salir por medio del agua, pasando por las orillitas. Al llegar al Corso, ya no podíamos seguir, para llagar a San Lorenzo in Lucina. Tuvimos que volver atrás, y pasar por la Fontana di Trevi -lugar más alto-. Desde allí subimos a Monte Cavallo, y bajamos a la Colonna Traiana; pasamos por el Palacio de San Marcos, y llegamos a la Plaza del Gesù. Estar allí ya nos parecía haber llegado al final.
227.- Atravesamos los Palazzi, y nos detuvimos un poco en el del Cardenal Lanti. Luego, como no llovía tanto, atravesamos por medio de la Sapienza. Y, cuando salíamos del portón, nos topamos con una enorme corriente de agua; parecía un río que, desde la Piazza Navona, se precipitaba entre las rejas de una Bodega de Santiago de los Españoles. La fuerza de esta agua echaba fuera, por las mismas rejas, gran cantidad de fruta, de la que la Bodega estaba llena; y producía una especie de girándulas y lucecitas, que ofrecían una bellísima vista.
Pudimos ver también cómo el agua arrastraba una Cuna, con una Criatura dentro, envuelta en una faja [Notas 16], que, cuando llegó al Puente Sant´Angelo, fue recatada de la cuna con un gancho. Aparentaba una niña de unos cuatro meses, y fue entregada a una Nodriza, para que la cuidara a expensas de la Cámara Apostólica. Dicen que nunca se supo quién era el Padre ni la Madre; se hablaba de que sería hija de alguna Campesina muerta bajo el agua, y de que Dios había preservado a aquella Inocente.
Los daños que causaron las aguas en la Campiña fueron grandes. Arrancó Casas, castros, árboles y maderos. Se veían, como he dicho, camas enteras, incluso con cuerpos muertos
Flotando; todo lo cual inspiraba compasión.
228.- Dentro de la Ciudad, las aguas arruinaron a muchos comerciantes de aceite; y de todo el aceite que había en las Bodegas, tampoco quedó ni una gota.
Ante esta situación, se puede considerar muchas cosas, que indican la santidad de nuestro P. Fundador.
La primera, que parece tenía el don de Profecía, pues había aconsejado al P. Castilla que almacenara leña y vino, y lo hiciera cuanto antes, pues quizá luego no hubiera tiempo, porque podía suceder que a la noche siguiente se inundara la Bodega. Y, gracias a este consejo, se salvó también el otro vino que había quedado en la Bodega. Nadie hubiera pensado taponar los barriles, ni instalarlos como él había advertido.
La 2ª, quiso que con el pan comprado se hiciera Caridad, y se ayudara a Ventura Sarafellini, y a otros Pobre vecinos. Y, por la gran confianza que tenía en la Providencia Divina, todo se hizo con abundancia.
También pensó en sacar del establo el borriquillo que servía para hacer la Cuestación, a fin de que, si llegaba la inundación del agua, él no sufriera; y lo subieron a la sala del piso de la recreación, donde estuvo tres días y tres noches, sin rebuznar nunca, como hacía de ordinario; pues, cuando estaba en el establo, tanto de noche como de día rebuznaba con frecuencia, muchas veces molestaba a los Padres, y les interrumpía el sueño; en cambio allí, nunca se movió ni gritó. El Padre recomendó al Limosnero que lo cuidara y no le hiciera sufrir, que había servido a la Casa más de veinte años. El Padre, como hemos visto, tenía también misericordia hasta del borriquillo de la casa; no sólo de los Padres y Hermanos.
230.- El día 20 de agosto, el P. Fundador quiso comulgar como Viático, y él mismo se lo pidió por favor al P. Castilla. Le dijo que quería reconciliarse, y que después le llevara el Smo. Sacramento, que lo quería recibir como Viático, para unirse mejor con Su Divina Majestad, le diera fuerza, y se preparara a lo que Dios quería de él, pues sentía se debilitaba cada vez más.
El P. Castilla le respondió: -“Padre, está bastante mejor, y no está en peligro, como para comulgar en forma de Viático”. A lo que él replicó: -“Ahora, ahora es el momento, cuando Dios me conserva todos los sentidos, y tengo aún fuerza para hacer algún acto de virtud. Deme este consuelo, para que pueda unirme con mi Bien”.
Se reconcilió, sonaron la campanita de Comunidad, para que fueran todos los Padres y Hermanos, y, reunidos todos en la Sacristía, entraron por orden en la Iglesia. El P. Castilla cogió el Santísimo Sacramento, y ordenó a los que llevaban las antorchas que no entraran en la celda del Padre, para no darle tanto calor, sino sólo los que llevaban las velas, que eran cuatro Clérigos con roquete, y entraron por orden en la estancia del Padre. Cuando vio el Santísimo Sacramento, lo adoró, diciendo: -“He aquí el autor de la Vida, el Creador de todas las cosas”. Había mandado que entraran todos, porque quería hablarles, pedirles perdón, y luego bendecirlos como Padre.
231.- El Padre comenzó una plática sobre las grandezas y excelencias del Smo. Sacramento, y sobre la inminencia de su muerte, ya cercana. Después hizo una exhortación a todos los Padres, para que fueran observantes de sus Constituciones; observaran los tres votos esenciales a los que voluntariamente se había ligado, y en particular el de la obediencia, que debían cumplir a ciegas, sin tener nunca en cuenta la persona a la que obedecían, sino a la persona que representan, que es Cristo nuestro Señor; que él mismo se sometió a ser injustamente conducido a tres Juicios inicuos de un depravado y loco -que ordenó vestirlo de blanco, lo abofeteó, lo escupió, y ordenó flagelarlo en la Columna- fue maltratado, coronado de espinas, mostrado desnudo ante todo el Pueblo, como escarnio, y con una caña en la mano, se burlaban de él, tratándolo de Rey de los Judíos; y, hasta el final, nunca abrió la boca para defenderse, exponiendo sus razones.
232.- Llegó el momento de ser condenado a muerte, y, como manso corderito, aceptó la sentencia y besó la Santa Cruz que le impusieron sobre sus santísimos hombros, llevando él mismo el patíbulo al Monte Calvario; y así, con golpes, patadas y salivazos, lo forzaron a caminar hacia el Monte Calvario, donde pronunciaron la sentencia de muerte en Cruz contra el inocente Cordero; nunca abrió la boca para decir sus razones a aquellos ministros crueles que tan ferozmente lo atormentaban, más que para obedecer a los jueces crueles, que, de común acuerdo, lo habían condenado; sí quiso el Padre permitirlo para la salvación del Género humano.
233-234 - -“Así que, hijitos míos queridísimos, no dejéis nunca de cumplir la obediencia de quien manda, poneos entre vosotros mismos de común acuerdo, y subid al monte con la Cruz de Cristo, enviada por Dios para nuestro provecho y perfección para la vida eterna.
Os he dado este ejemplo, en medio de tantos sufrimientos y persecuciones pasadas. Es verdad que entonces podía defenderme y hacer conocer la verdad a mis Superiores, dados por Dios, como muchas veces me aconsejaban mis dilectísimos hijitos; pero no me parecía tiempo oportuno para rehusar esta Cruz que Dios me enviaba. La he abrazado gustosamente, porque así me ha parecido conveniente, para mi provecho, y también para el de la Orden, remitiéndolo todo a la Voluntad Divina; y Dejémosle hacer a él, porque tendrá cuidado de vosotros, aunque yo os deje, pues en el tengo tanta fe que, si sois observantes y hacéis bien el Instituto, trabajando para que desaparezcan los pecados del Mundo -para lo que está fundado el Instituto- y embebiendo a los pobres niños los Dogmas de la Santa Fe, no dudéis, no dudéis, que Dios nunca os abandonará.
Sed además devotos de la Madre de Dios, nuestra Madre, bajo cuya protección tomé el hábito el día de su Anunciación -tal como me lo permitió la Sede Apostólica- y a la que me consagré a mí mismo, -y vosotros también- para que nos asista siempre con su protección, y en la cual he puesto todas mi esperanzas y las vuestras; que, por ser Madre piadosa, ella lo abrazó gustosa y lo ha protegido; por eso se ha visto dilatado con tantos [Religiosos], que has producido tanto fruto en la Santa Iglesia.
Sólo me queda deciros que os améis unos a otros con afecto de amor fraterno, y estéis todos unidos; no dejéis las oraciones cotidianas; observad lo que habéis prometido a la Santísima Virgen, nuestra Madre, y os prometo que Ella escuchará vuestras peticiones. Quisiera tener el espíritu de San Bernardo, para imprimir en vuestros corazones esta verdad.
Espero, con la ayuda Divina, que tengáis buena y recta intención, para poner en ejecución lo que os he dicho. Por los ejemplos del pasado podéis distinguir bien quién no tiene recta intención. Y, aunque Dios espera siempre la enmienda, al final da el premio de sus obras, buenas o malas, a cada uno, según las obras que haya hecho en esta vida.
Sólo os pido que pidáis por mí, como yo espero hacer por vosotros, para que me dé fuerzas, y pueda hacer los actos de verdadero Cristiano, pedir perdón de mis pecados, saber conformarme con la Voluntad Divina, y ofrecerme a mí mismo en holocausto, para que mi alma sea la víctima de su amor.
Os he dado muchas advertencias; lo que ahora quiero, como veo que lloráis conmigo, es que unir mis lágrimas a las vuestras, y formen un río de actos de contrición, que pida a Dios perdón de las ofensas que le hayamos hecho”.
235.- Alzó el Padre la mano y, llorando, dijo: “Os bendigo a todos, hijitos, de parte de este Dios que está aquí presente; pero no sólo a vosotros, que estáis aquí conmigo, sino a todos los ausentes, que están en otras Casas, también los bendigo en el Señor; que él os dé la bendición que dio Jacob a sus hijitos”.
Y alzando la mano, en profundísima reverencia al Smo. Sacramento, hizo tres veces el signo de la Cruz sobre todos, que lloraban.
Juntó las manos y dijo el Confiteor con grandísima devoción, mientras también a él le caían en abundancia lágrimas de sus ojos.
Terminado el Confiteor, pidió perdón a todos, si de alguna manera había ofendido a alguno -añadiendo que, si los había mortificado, lo había hecho como Padre- y les pidió perdón por todo.
Luego dijo tres veces “Domine non sum dignus”, y prorrumpió en estas palabras: -“¡Ven, Señor! ¡Oh, ven! fe y esperanza mía, Pan de los Ángeles, deseado tesoro de mi alma. Se calló, abrió la boca, y recibió el Smo. Sacramento, con grandísima devoción.
Después de comulgar, se quedó como absorto. El P. Castilla, lloroso, le dio la bendición con el Smo. Sacramento, le hizo una profundísima reverencia, y después indicó a todos que salieran, y nadie lo molestara, lo que cumplieron.
236.- Estuvo así una hora. Luego llamó al H. Agapito, su Compañero, y le dijo que llamara al P. Castilla. Mientras tanto, tasi todos los Padres estaban en el Oratorio, tristes, por haber perdido las esperanzas de la vida de nuestro Padre; uno decía una cosa, otro otra, al pensar que, con su muerte, la Orden se destruiría del todo, y todos pensaban en su porvenir.
Entró el P. Castilla, se cerraron juntos, estuvieron una hora hablando, pero nadie pudo saber nunca lo se contaron.
Llegaron los médicos, y dijeron que lo habían encontrado bastante mejorado; que procurara comer algo que le gustaba, que ellos así lo veían.
El Padre respondió que se abrasaba por dentro más nunca, que estaba en las manos de Dios, y se remitía a su Santísima Voluntad. “Ya he recibido el Viático; no hace falta que se molesten más, que estoy dispuesto a lo que quiera Su Divina Majestad”.
237.- Le dieron alimento, reposó un poco, y todo el día estuvo con una fiebre muy alta. A veces me decía que viera qué calor tenía, que parecía se refrescaba las manos cada vez que tocaba las mías. Yo, para consolarlo, iba con frecuencia a buscar agua fresca de la fontana, para que se enjuagara mediante el tubito, como decía él, pues con él y una jarrita le echaba el agua sobre la lengua, que dejaba caer dentro de una palangana, y así se refrescaba.
Un día vino a visitarlo D. Juan Bautista Pallotta, hermano del Cardenal Pallotta, hombre de gran espíritu, cuya vida, toda entera, la había pasado en el hospital del Espíritu Santo, en Sassia, cuidando a los enfermos. Conversó un largo rato con el Padre sobre muchas cosas espirituales y de la gloria del Paraíso, y, después de un prolongado razonamiento, se acercó al lecho, para besar la mano del padre, y pedirle la bendición, encomendarse a él, y encomendar al Cardenal Pallotta, su hermano. Con mucha habilidad, le quitó de la cabeza una birretita de tela blanca que el Padre tenía en la cabeza, le besó la mano, lo bendijo, y se fue, llevándose la birretita para su devoción. Lo acompañé hasta abajo, y me dijo que el Padre le había hablado de las jerarquías del Paraíso con tanto espíritu, que parecía había estado en él, y lo había visto entero.
238.- Volví arriba, vi que el Padre andaba palpando entre la cama; buscaba la birretita, que yo no me había dado cuenta que no la tenía. El H. Agapito trajo inmediatamente otro, y me lo dio; y le dije que se le había caído por tierra, y se tranquilizó.
Este Juan Bautista Pallotta estaba de huésped en la Casa de Jerónimo Scaglia, al que pagaba un tanto al mes. Por la tarde conversó con la suegra, con la mujer de Scaglia, y con otra hermana suya, cuyos nombre no recuerdo, pero están escritos en un libro que hice de las cosas notables, gracias y milagros sucedidos a la muerte del Venerable P. Fundador, que hace dos años dejé al P. José [Fedele] de la Visitación, General, cuando salí de Roma.
Este buen Cura contó a aquellas Señoras que había ido a visitar al P. José, Fundador de las Escuelas Pías, y le había dicho cosas tan hermosas sobre el Paraíso, que daba por seguro que, cuando este Padre muriera, haría milagros, y por devoción le había quitado la berreta de la cabeza, sin que él se diera cuenta, porque quería tenerla como Reliquia, para su devoción.
239.- Cuando la suegra de Jerónimo Scaglia oyó esto, le respondió que si este Siervo de Dios moría, se encomendaría a él, para que para le impetrara de Dios la salud, sanara de su enfermedad, ya que no había podido encontrar remedio humano en la tierra.
Esta Señora sufría dolores fríos en los brazos, y de tal manera, que la mujer de Scaglia, su hija, tenía que ayudar a vestirse y a comer. Los médicos le recomendaron que mandara hacer un par de mangas de escarlata forradas de piel de zorro, para mantener los brazos calientes; que así se sentiría mejor, además de para muchos otros remedios; pero ella empeoraba aún más.
La mañana del 26 de agosto de 1648, Juan Bautista Pallotta volvió a Casa y contó a aquellas señoras que ya había muerto el P. Fundador de las Escuelas Pías, y estaba expuesto en la Iglesia de San Pantaleón, donde había gran multitud de Pueblo; que hacía milagros, y no había podido entrar; y que por Roma corría también la voz de que hacía milagros, y todos iban a la Iglesia de San Pantaleón.
240.- Cuando la señora enferma lo oyó, es decir, la suegra de Jerónimo Scaglia, dijo a sus dos hijas que quería ir a San Pantaleón a pedir la gracia a aquel Padre, y, por sus méritos, obtener del Señor la salud, pues tenía fe segura y esperanza de que se la impetraría. Las hijas la disuadían de que fuera entonces, no fuera que, en medio de la multitud, se cayera, y luego no se pudiera levantar.
No fue posible persuadirla; pidió a su hija mayor, mujer de Santiago Scaglia, que metiera dos doblones en la bolsa, para dárselo de limosna a los Padres de San Pantaleón. Cuando llegó a San Pantaleón, junto con otra señora, se metió entre aquella multitud de gente, y, poco a poco, llegó hasta el catafalco, donde estaba expuesto el cuerpo del P. José. Hizo oración, y, bañando con lágrimas sus pies, se los besó, le pidió la salud, y al instante se sintió curada de los brazos, como si nunca hubiera tenido ninguna enfermedad. Le besó las manos, y, contenta, fue a hacer oración ante el Smo. Sacramento. Estaba viendo cómo poder hablar a algún Padre y darle una limosna[Notas 17], pero como todos andaban dispersos, no pudo encontrar a nadie. Inspirada por Dios, salió fuera de la puerta mayor de la Iglesia, y dijo a aquella Señora que la acompañaba, que fuera a la Plaza Navona o a la Plaza Madama, comprara dos doblones de flores de cualquier clase, y se las llevara; que lo hiciera pronto, que ella la esperaría fuera de la puerta de la Iglesia.
241.- La Señora fue, y compró una buena cantidad de flores, como jazmines, rosas, y otras, con las que llenó el mandil. Al volver, encontró a la Señora que la esperaba; ésta cogió las flores en su mandil, con una alegría tan grade que, poco a poco, entró de nuevo donde estaba el catafalco, lanzando tal cantidad de flores, que lo cubrió por entero. Después, sin más, se fue de la Iglesia sana y liberada, y alegremente se volvió a Casa, contando, a todo conocido se que encontraba, la gracia que había recibido por intercesión del P. José. Organizó tal confusión en la Iglesia, al echar aquellas flores sobre el Cuerpo, que todo el mudo se lanzó a cogerlas y llevárselas para su devoción, considerándose feliz el que había podido coger alguna, por haber tocado el Cuerpo del P. José.
242.- Se anduvo investigando quién era aquella Señora que lo había cubierto de flores, y nunca se pudo saber, porque nadie la conocía, y ya se había ido. Entre otras personas que estaban cerca del Cuerpo del Padre, estaban la Sra. Dña. María Spinola, Marquesa Raggi, genovesa, y la Sra. Violante Raimondi della Rovere, de Savona, Damas de grandísima piedad y santidad de vida, que eran Penitentes del P. Castilla, y no quisieron salir de la Iglesia, hasta que ocurrió un incidente, y los guardias tuvieron que cerrar las puertas, como se dirá en otro lugar.
Estas dos Señoras vieron lanzar las flores a una Señora de edad, pero se fue del Grupo con tanta prisa, que no se la volvió a ver. Las dos Señoras testificaron que no había sido cosa humana, sino milagrosa, porque era tanta cantidad de flores, que parecía increíble haber podido encontrarlas; tanto más, cuanto que aquella Dama que las echó desapareció invisible, y nunca se pudo tener noticia de que hubiera estado, a pesar de tantas averiguaciones como se hicieron.
243.- Pero después, creo que fue el año 1665, -no lo recuerdo bien, pero la fecha, el mes y el año, están escritos en el libro que quedó en Roma- casualmente fui a hablar con la mujer de Jerónimo Scaglia, porque intentaba encargar un magnífico Retrato de nuestro Venerable P. Fundador a un pintor excelente, para mandarlo a España. Esta Dama me contó lo sucedido a su madre, y que fue ella la que lanzó las flores sobre el Padre. Dios, que ha dicho en el Evangelio: “Nihil occultum quod non reveletur”, quiso revelarlo a los diecisiete años, lo que nunca se hubiera podido saber.
El efecto que causaron estas flores, las grandes maravillas y gracias, están escritas en un libro hecho por mí -que el año 1660 dejé en Chieti- sobre los milagros y gracias realizadas por el Padre. Este libro me ha llegado aquí hoy[Notas 18] desde Chieti, enviado por el P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, Rector de aquella Casa. En él se puede ver todo lo que pasó, con lo que espero poner a cada uno en su lugar.
244-245-246-247-248.- La noche del 22 de agosto, me tocó a mí estar en Compañía del Padre, para ayudarle y servirle en lo que necesitara, y comenzó a hablar conmigo de varias cosas del espíritu, como éstas: -“No dejen nunca la oración mental, porque de las primicias de la mañana, que se ofrecen a Dios, nacen todas las buenas acciones del día, y un Religioso sin oración es lo mismo que un soldado que va a la guerra sin armas ofensivas. Pero no basta sólo con ir a la oración; lo primero que se requiere es la humildad, que es el fundamento de la oración, conociendo nuestra nada; y estar en ella por voluntaria obediencia, como un jumento atado en el establo, esperando del Patrón un poco de paja. Es entonces cuando el Espíritu Santo inspira los buenos y óptimos pensamientos, para sacar fruto de la meditación.
Así es como hemos visto Hermanos limosneros con estas disposiciones, que han dado tanto fruto en el espíritu, y han sido tan modestos que, aun yéndose de sus ocupaciones, cuando debían atender la Casa, sacaban incluso más fruto de lo que yo pensaba, para atender a los Padres y hacer la Caridad a los pobrecitos.
Uno de éstos fue el H. Luis, hornero, que, sin saber leer ni escribir, en el momento de la muerte desafió a todos los demonios del infierno a venir a disputar con él sobre los Ángeles, y sobre la Trinidad, lo que maravillaba a todos los que estaban presentes; y todo lo había aprendido en la continua meditación y en la oración. Y yo tengo por seguro que ha ido al Cielo a gozar de la Gloria de los Santos en el Paraíso. Quiera Su Divina Majestad que vaya yo también a gozar en el lugar donde esté este Hermano, tan humilde. Con su simplicidad, sucedió una mañana, en el Noviciado de Monte Cavallo, que, antes de tocar a la oración, ya había amasado la pasta del pan y encendido el horno. Cuando sonó la llamada de la oración, lo dejó todo como estaba, y corrió al oratorio a la oración. Al pasar los Novicios por donde la cocina, donde estaba el horno, les pareció que se quemaba la cocina, pero oyeron dentro a algunos que hablaban, y por eso no dijeron nada al P. Pedro [Casani] de la Natividad de la Virgen, para que mandara a alguno a ver, no fuera que se quemara toda la Casa. Y, mientras se hacía la oración, el Hermano Luis no salió del Oratorio ni un momento; sólo lo hizo después de la oración.
Sin embargo, cuando volvió a la Cocina encontró el pan perfectamente cocido; estaba dentro del horno, sin saber quién había vigilado el pan, ni quién había limpiado el horno. Asombrado de ello, se lo contó todo al P. Pedro, Maestro de Novicios. Pero éste lo castigó, diciéndole que dijera su culpa en público Refectorio; y que era un soberbio y un necio, pues, por él, había estado a punto de incendiarse todo el Noviciado.
Cuando fueron al Refectorio, el H. Luis se arrodilló en el centro, y dijo su culpa de haber dejado el horno encendido, por haberse olvidado, habiendo ido ir a la oración, con el peligro grande de que el fuego se hubiera extendido a toda la Casa; que era un desmemoriado, por lo que le imponía la penitencia.
El P. Pedro preguntó si alguno de los Novicios, al pasar por donde la Cocina, había visto el fuego encendido. Algunos se levantaron y dijeron que habían visto toda la cocina llena de fuego, pero que oyeron que algunos hablaban dentro, y, por no romper el silencio, no habían dicho nada, y además pensaban que quienes hablaban en la Cocina habían ido a apagar el fuego. Preguntó al H. Luis si sabía quién había estado en la Cocina mientras se hacía la oración, y le respondió con gran simplicidad que el no sabía nada; que al ser llamado por la Campana, para ir a la oración, corrió a la oración, y le encomendó todo al Ángel de la Guarda, hasta que volviera -después de la lectura de la meditación- para purgar el horno, y preparar el pan; y se había olvidado. Pero que, al volver a la Cocina encontró el pan dentro del horno, y muy bien cocido; que no sabía quién había hecho aquella Caridad, pues él no había encargado el cuidado a nadie.
Cuando esto oyó el P. Pedro, lo castigó, diciéndole:
-´Hermanito, usted no hace más que daño a la Casa; es un soberbio, y no obedece a lo que le mandan. Vaya al P. General, para que le imponga la penitencia, que yo no me encargo más de usted, pues con su hipocresía escandaliza a todos estos hijitos, que están atónitos.
El P. Pedro decía esto para tenerlo humillado y mortificado. Pero, como el Hermano había progresado tanto en las virtudes, aceptó con grandísima humildad aquella mortificación, diciendo el Padre tenía razón, que no sabía más que hacer daño.
Después, el H. Luis bajó a San Pantaleón a pedir su mortificación por la transgresión cometida, y al interrogarle yo, me lo contó todo con su acostumbrada y santa simplicidad. Le hice una solemne reprensión, y lo mandé fuera, cargado de duras palabras; que se fuera en buena hora, que hiciera la disciplina en el Refectorio, que besara los pies a todos, pidiéndoles perdón por el escándalo que les había dado; que por su descuido y poca cabeza había puesto en peligro de incendio a la Casa. Todo lo cumplió rápidamente y con exacta puntualidad.
En cuanto a la obediencia y observancia puntual de las Constituciones, hemos tenido hombres de grandísimo espíritu, tanto en las letras como en la santidad. El 1º, el P. Abad [Landriani]; el 2º, el P. Viviano [Viviani]; el 3º, el P. Santiago [Graziani] de San Pablo; el 4º, el P. Pablo Ottonelli; el 5º, el P. Octavio [Zaccaria] [Bianchi] [De San Gabriel; el 6º, el P. Bartolomé [Bresciani] de San Francisco Egidio; el 7º, el P. Pedro [Casani] de la Natividad de la Virgen; y el [8º], el P. Pelegrín [Carrari] [de San Francisco], que, por su paciencia, se puede comparar con Job, sobre todo en su última enfermedad; y muchos otros Padres y Hermanos, que estoy seguro están en el Paraíso, pues vivieron entregados a la oración y a la observancia de las Constituciones, y eran grandísimos custodios del Instituto”.
250.- Me pareció que estaba cansado al hablar y le pregunté si quería un poco de agua fresca para enjuagarse y refrescar la boca.
Me respondió si le hacía la Caridad de coger un poco en la fontana fresca, que sentía cómo le ardía el paladar.
Enseguida bajé al Patio, cogí una jarra de agua y volví adonde el Padre. Como hacía un calor grande, bajé descalzo, y volví poco a poco para no molestarlo. Cuando vio que no hacía ningún ruido, me preguntó si llevaba las sandalias o las babuchas, y respondí que, por el calor, había ido descalzo. Entonces me dijo suavemente:-“Hijito, no haga nunca esto; póngase las sandalias, para no enfermar, pues la humedad del patio es perjudicial, sobre todo por la noche, y por la corriente de aire; y no está bien que alguien sufra por mí, pues, aunque soy vuestro Padre, siempre he pretendido ser servidor de todos”.
Cuando se enjuagó con la cañita, como he dicho arriba, me agradeció la Caridad que había tenido con él, y dijo que me pusiera a descansar un poco, que había sufrido por él muchas noches, ayudándole y haciendo la Caridad.
Me apoyé en la mesita, pero no dormía. Se tranquilizó un poco, y después comenzó a razonar como si hablara con una persona, pero nunca pude oír bien lo que decía, ni quién le respondía; se golpeaba el pecho y, de vez en cuando, hacía actos de humildad, diciendo que era poca cosa o por nada, y no merecía más que el infierno, a causa de sus pecados; y que, por su infinita misericordia e intercesión, esperaba el perdón. Esta conversación duró más de una hora.
Viendo que lo afligía mucho el ardor de la fiebre, me levanté y le pregunté si quería refrescarse con un poco de agua fresca.
Me respondió que si quería hacerle la Caridad, me lo agradecería, “pero no vaya descalzo, que puede tropezar con el pie en algo y hacerse daño, como lo hice yo la última vez que salí de Casa, cuando fui a visitar la Iglesia del Santísimo Salvador”.
[251-300]
251.- Quince días antes de enfermar, quiso ir a visitar, y ganar la indulgencia, en el Santísimo Salvador, entre la Plaza Madama y San Luis de los Franceses, donde se ganan todas las Indulgencias que se conceden en toda Roma. Fue a las 21 horas.
Por casualidad pasaba a su lado el P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, de Lucca, que bajaba al patio; lo llamó, y le dijo si quería ir con él a ganar las indulgencias al Salvador, porque al H. Agapito [Sciviglietto], su Compañero, lo habían mandado fuera a hacer no sé qué, y quería él ir poco a poco, porque no veía por el camino, para no tropezar contra alguna esquina.
El P. Ángel cogió enseguida el sombrero y el manteo, bajó y le dijo que podía llevar un bastoncito para apoyarse, y se pusiera los anteojos para poder ver mejor. Le respondió que nunca había usado bastón, y los anteojos no le servían. –“Vamos, que eso no importa”.
252.- Al salir de Casa, dijeron la oración acostumbrada del itinerario, encomendándose a su Ángel de la Guarda; se dirigieron por la calle de la Sapienza, sin querer pasar por la Plaza Navona, y llegaron a la Iglesia San Salvador. Entraron, y el Padre estuvo allí un rato arrodillado, haciendo muchas devociones, como si se quisiera despedir y fuera la última vez que la iba a visitar, igual que había hecho todos los años que había vivido en Roma.
Terminada su oración, hizo una profundísima reverencia a la Santa Imagen, y luego fue a besar la Columna de los Mártires, que tiene mucha devoción.
Al volver de la Iglesia, se encaminaron a Casa; y, cuando estuvieron cerca de Santiago de los Españoles, por la puerta del hospital tropezó contra una piedra, y se hizo daño en el dedo gordo del pie derecho, faltando poco para que arrancarse la uña, y le brotó un buena cantidad de sangre; tanto que el P. Ángel le tuvo que ligarle un paño, lo mejor que pudo, y muy dolorido, muy dolorido, pidió perdón al Padre por no habérselo advertido. Le decía que era culpa suya con tales palabras, que lloraba.
253.- Al oír esto el Padre Ángel, comenzó a consolarlo, diciéndole que no era nada, comparado con lo que se merecía, que así lo había permitido Dios por sus pecados, y que el H. Pablo [Ciardi] ya lo había curado.
Al llegar a Casa, enseguida se corrió la voz de que el Padre se había caído y se había hecho daño en el pie, y todos bajamos abajo para ver lo sucedido. Encontramos al Padre sentado en su silla, y le preguntamos por lo sucedido. Me respondió que ahora no se había caído, como la otra vez, sino que había tropezado contra una piedra, y se había hecho un poco daño; que no era cosa de importancia. Pero el P. Ángel temblaba como una gallina mojada, porque uno le decía una cosa y otro, otra. Entonces, el Padre se puso en su puesto, y les dijo que así lo había permitido Dios; que no era nada; que llamaran al H. Pablo, y con sus medicamentos lo remediaría todo; que fuéramos en buena hora a hacer nuestras actividades con los alumnos, y las hiciéramos bien.
Llamaron al H. Pablo de San Juan Bautista, boticario, quien, al ver la herida, dijo que no era cosa grave, que era mejor que estuviera en reposo, para que no se le infectara todo el pie.
254.- Él respondió que no quería meterse en cama sólo por aquello, y ya que Dios le había dado ocasión de mérito, lo que estaba bien era sacar provecho de ella, “como hizo San Carlos Borromeo, que, mientras iba a una procesión por Milán, para aplacar la ira Divina de la peste, tropezó contra un hierro, y se hizo tanto daño que, por el camino no dejaba de brotarle la sangre, pero no por eso dejó de continuar el viaje de su devoción; ni tampoco se lee en su vida que hubiera tenido ninguna infección. Así que, en comparación con aquello, esto no es nada”.
El Hermano le estuvo curando dos días, después le dio por sano, y no volvió a estar cojo, ni dejó nunca sus habituales ejercicios espirituales, ni de decir la misa.
Este fue el accidente debido al cual me exhortó a mí a ir a buscar agua, a que fuera al Patio en sandalias a coger agua, como he dicho antes. He querido extenderme, para demostrar la Caridad del Padre, cuando se encontraba tan mal.
Le llevé el agua, se enjuagó la boca, me mando echar el agua en la palangana, le di las manos para refrescárselas, y quedó muy contento con todo. Luego me dijo que procurara dormir un poco, que también él quería recuperar un poco de sueño, que le hacía mucha falta.
255.- Me apoyé de nuevo en la mesita y, fingiendo que dormía, me pareció que también él estaba tranquilo; pero sólo pasaron unos minutos, cuando dijo el Confiteor, hizo un acto de contrición, pidiendo perdón a Dios por sus pecados, y se encomendó a la Santísima Virgen, diciendo que la había servido muchos años, que le ayudara, como lo había hecho en tantas y tan graves necesidades suyas.
Recitó el Salmo: “Nunc dimittis servum tuum, Domnine, secumdum verbum tuum, in pace, quia viderunt oculi mei”. Terminado el salmo, se quedó un rato hablando, pero no le pude entender lo que decía; parece que hablaba con otra persona. Me adormecí, y pude dormir hasta el alba. También él me parece que durmió.
No quise molestarlo hasta que se levantó y fue el H. Agapito, que hizo ruido. Entonces me llamó, y me dijo que le diera un poco de agua fresca, que quería refrescarse. Después de refrescarse, le pregunté cómo se encontraba, y me respondió que se sentía bien, que sólo le atormentaba la calentura de la fiebre; que había descansado un poco, pero, en lo mejor del sueño, lo había despertado el H. Agapito.
256.- Parecía que estaba muy contento y alegre, sin saber la razón. Vinieron los Padres Vicente [Berro] de la Concepción y Ángel [Morelli] de Santo Domingo, le vieron muy alegre, y le preguntaron si tenía necesidad de algo. Les respondió que no tenía necesidad de nada; sólo, que hicieran oración por él, “para que sepa conformarme con la Voluntad Divina, de cuya mano depende todo”; y que llamaran al P. D. Constantino Palamolla, porque quería contarle una cosa.
Mientras tanto, llegaron: El P. Francisco [Castelli] de la Purificación, antiguo Asistente General, del Borgo, y el P. Camilo [Scassellati], Rector del Colegio Nazareno, quienes, al verle tan alegre y aliviado, comenzaron a hablar con él de varias cosas, pero él respondía siempre que hicieran oración por él.
Vino el P. D. Constantino Palamolla, y se cerraron juntos, sin saberse de qué hablaban; pero luego se supo todo por él mismo, porque llegó el P. Castilla, su Confesor, comenzó a preguntarle cómo se sentía, y le respondió que estaba bien y contento. Lo que al P. D. Constantino le dijo, fue que estuvieran alegres, porque el Padre estaba alegre, y bastante mejor de lo que había estado hacía dos días.
257.- El P. Francisco de la Purificación dijo: -“Padre, dígame algo, para que, si Dios lo llama al Paraíso, pida al Señor por la Orden, que ya sabe en qué situación la deja”.
El Padre respondió gustosamente: -“Lo que quiero decir es que estén unidos siempre; porque la Madonna dei Monti, nuestra Madre, me ha dicho esta noche que les ayudará; y, si Dios me concede la gracia de ir al Paraíso, tampoco yo me olvidaré de ustedes”.
Estas palabras las pronunció en presencia de los Padres. D. Constantino Palamolla; Francisco de la Purificación; Juan [García del Castillo], llamado P. Castilla; Vicente de la Concepción; Camilo de San Jerónimo; Ángel de Santo Domingo; Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara; y del H. Agapito [Sciviglietto] de la Anunciación.
Después lo declaró todo el P. D. Constantino Palamolla, es decir, le había dicho, largo y tendido, que tenía firme esperanza que sufrirían persecuciones; pero que la Madonna dei Monti se le había aparecido, y le había asegurado que ayudaría a todos sus Hijitos.
258.- El P. Vicente continuó diciendo que a él le había dicho: “Sean todos devotos de la Virgen”; y que a todos se lo escribiera así de su parte: “Que sean devotos de la Santísima Virgen, recen el Rosario, y, sobre todo, los Cinco Misterios Dolorosos de la Virgen”. Y que les ayudaría como se lo había prometido.
Todos quedaron admirados de la fe tan grande que tenía el P. Fundador, de que, si todos estaban unidos, y ejercitaban el Instituto como se debe, la Santísima Virgen les ayudaría. Esto ocurrió el día 21 de agosto de 1648.
Para comprobar también estas palabras, dichas de viva voz, acerca de la esperanza, conviene saber que encuentra una carta original de su propia mano en el Archivo de la Casa de Chieti, y que el P. Ángel copió de su propio original, junto con las otras setenta y ocho en total, que también copió. Luego me las mandó, porque se las pedí muchas veces, para unirlas a mi libro auténtico de las demás cartas recogidas. Llegaron a Nápoles el día 4 de mayo de 1672. Ésta que cito es la número 72 de la venida de Chieti, como se puede ver en el mismo libro auténtico, de mano del mismo P. Ángel de Santo Domingo, Rector de aquella Casa.
259.- La carta dice así:
“A los RR. PP. Y HH. de las Escuelas Pías.
Por Aquila, para Chieti:
Pax Christi.
Dado que esta tarde se ha publicado el Breve de Nuestro Señor, cuyo contenido pueden ver en el folio adjunto, se informa de él a Vuestras Reverencias, para que sepan cómo se encuentran las cosas de la Orden. Ante esto, no dejen de desempeñar alegremente el Instituto, y estén unidos, en paz, esperando que Dios lo remedie todo. Que es cuento me ocurre.
Roma, a 17 de marzo de 1646.
Servidor en el Señor,
José de la Madre de Dios”.
En esta carta se ve claramente que, dos años antes de morir, él tenía firme esperanza de que las cosas de la Orden no debían seguir de aquella manera. En cambio, estando unidos, el Señor les ayudaría, para que siguieran sacando adelante alegremente el Instituto, y no temieran –como después se comprobó, cuando la aparición de la Virgen Santísima, como el mismo Padre dijo claramente a los susodichos Padres, cuando les pidió que se mantuvieran en aquella esperanza.
260.- Esta voz se extendió por toda la Casa, y, por lo tanto, también fuera de Casa; pero no todos la creían, sobre todos los que tenían el estómago y el paladar dañado, porque decía que el Padre era muy viejo, y la fiebre se le subía a la cabeza; que era el deseo de los sufrimientos, que aún le quedaba, por las fatigas de haber fundado al Orden. Pero lo que amaban a su Madre creían en cada palabra que decía el Padre, porque sabían que tenía el Espíritu de Dios, y más se confirmaban en sus buenos propósitos, en querer morir antes de dejar el hábito y abandonar la Orden, que era lo que los otros pensaban hacer, pues querían ver antes del todo destruida a la Orden, para después irse de ella.
261.- Fue muy grande el número de personas que vinieron a verlo, no sólo los que lo conocían, sino también muchas personas piadosas, en particular Religiosos, y en especial el P. D. Tomás del Bene, teatino, antiguo amigo suyo, que vino con el P. Pascualino, su Compañero. La santidad de vida de estos dos Padres teatinos es conocida en todo el mundo. Con él se entretuvieron mucho tiempo, hablando siempre de cosas espirituales. Al final se despidieron, pidiéndole los bendijera, y pidiera por ellos en el Paraíso; que ellos harían lo mismo, así como todos los demás Padres teatinos de Sant´Andrea della Valle, “para que el Señor le ayude y le dé fortaleza en estos sufrimientos”, porque se encontraba atormentado de ardentísima fiebre.
El Padre les respondió: -“Pidan al Señor por mí, y me conceda fuerzas para poder hacer los actos de verdadero Cristiano, y sepa conformarme con la Divina Voluntad. Y que él mismo nos bendiga a todos, para poder seguir adelante en la Perfección Religiosa”.
Alzó la mano y los bendijo. A aquellos buenos Padres, de ternura, les brotaban las lágrimas de los ojos, porque perdían a uno, a quien tantos años habían conocido.
262.- No fue menor la visita que hicieron a nuestro P. Fundador el P. Fray Lucas Gundingo, de Hibernia, Menor de la Observancia de San Francisco, y que era conocido en toda Roma como gran Siervo de Dios, a quien por sobrenombre llamaban el P. Lucas de San Isidoro, porque había fundado un Convento de su Orden, para poner en él un Estudio Hibernense, desde los fundamentos, con grandísima maravilla de toda Roma, sin tener ni un céntimo. Con su ejemplo y santidad de vida, levantó un edificio, como se puede ver, y un Estudio para los frailes de su nación hibérnense, que son ejemplo del Cristianismo de Hibernia. Y como este Padre pertenecía a varias Congregaciones, no le faltaban nunca Cardenales, que iban a hablar con él, para pedirle sus pareceres y consejos. Este Padre ha publicado muchas obras, y a mí, por Caridad, me ha dado un buen número de ellas, con tanta amabilidad y cariño, como si hubiera sido a nuestro mismo Padre, por el afecto que tenía a nuestro Venerable Padre. Cuando aún vivía, siempre iba a visitarlo, y no se saciaba nunca de alabar las virtudes y la paciencia de nuestro Padre; sobre todo por los Sufrimientos vividos en el tiempo de la persecución que le hizo el P. Mario [Sozzi] de San Francisco. Y es que, como este Fraile era Asesor del Santo Oficio, nunca oyó que nuestro Padre se hubiera justificado allí, a pesar de haber sufrido tantos agravios. Decía que él conocía las virtudes y perfección de nuestro Padre; y la verdad es que muchas veces ha hablado de ellas conmigo largo y tendido.
263.-Por mucho que se diga de este Siervo de Dios Fray Lucas, siempre es decir poco. A su muerte, dio a toda Roma este un gran ejemplo, como públicamente se pudo ver. Por eso, es mejor que lo pase en silencio, que hable de él, pues son sus obras las que hablan, por todos los siglos. Si he puesto estas cuatro palabras, ha sido sólo para aclarar con quién tenía familiaridad nuestro Padre.
Cuando nuestro Padre vio a Fray Lucas, sintió tanta alegría que no cabía en sí. Comenzó a preguntarle por su enfermedad, que cómo se sentía, y cómo creía que se encontraba.
264.- El Padre le contó que, a pesar de las visitas de los médicos, Dios no les había permitido conocer su enfermedad; que se sentía muy aliviado, sobre todo ahora que le había visto a él. De aquí tomó pie para decir: -“¿Qué será gozar el Paraíso por una eternidad, si por un momento nos alegramos de ver a un Amigo en esta vida”. Y el P. Lucas aprovechó también la ocasión de reflexionar sobre la Gloria del Paraíso y de la eternidad. Disfrutaba mucho nuestro Padre al oírle aquellos sentimientos y así estuvieron un buen rato, conversando mutuamente de estos temas. Pero, cuando el P. Lucas oyó decir que el P. Cándido, Maestro del Sacro Palacio, venía a visitar a nuestro Padre, se despidió, y se encomendó a sus oraciones; pero no sin besarle la mano, a toda costa, pidiéndole le diera su bendición, y que se acordara de él cuando estuviera en el Paraíso.
Nuestro Padre le pidió que, tanto él como todos sus frailes hicieran oración por él, para que supiera conformarse con la Voluntad Divina; que no merecía el Paraíso, pero esperaba en la misericordia de Dios, y en la sangre de Jesucristo derramada por él, para gozar de la eternidad, de la que Fray Lucas le había hablado largamente, y que, gustoso, lo recordaría.
265.- Al salir el P. Lucas, se encontró, en nuestro Oratorio, con el P. Maestro del Sacro Palacio, D. Cándido -que ya esperaba junto a la puerta de la habitación de nuestro Venerable Padre-, y comenzaron a conversar y reflexionar sobre la paciencia y la santidad del Padre. El P. Lucas añadió que, de tanto como había hablado con el P. José, se había convencido que había llegado al estado de Inocencia, pues, en tantos años como lo había, nunca le había oído hablar con tanta simplicidad; como si fuera un Niño.
Advertido de esto, el P. Maestro Cándido entró donde el Padre con gran satisfacción. El Padre lo cogió de la mano, y le dijo: -“¿Qué favores son éstos de venir a verme, si no merezco tanto honor?”. Y le añadió que, si bien su amistad era tan antigua, nunca se hubiera imaginado que ¡el Maestro del Sacro Palacio del Papa! fuera a visitar a un pobre miserable como él.
El P. Maestro Cándido le respondió que la antigua amistad que habían tenido juntos durante más de cuarenta años era precisamente el motivo de ir a verlo, ahora que estaba enfermo; que era una obligación. Y los dos buenos viejos comenzaron a intercambiar un raudal de actos de humildad, despreciándose a porfía.
266.- Y después, siguieron a hablando de distintos acontecimientos del mundo. En particular del P. Rodolfo, antiguo General de los Padres dominicos, de su paciencia en los sufrimientos; de que, habiendo sido General de una Orden tan conspicua, había sido privado del cargo sin culpa suya, para dar gusto a algunos, y había aceptado aquella mortificación y sin defenderse, como recibida de la mano de Dios, con gran mérito suyo.
Toda esta conversación surgió de que nuestro Padre Fundador preguntó al P. Maestro Cándido cómo estaba el P. Rodolfo. A partir de aquí, el P. Cándido dijo que ojalá no le hubiera sucedido aquella persecución al P. Rodolfo; que las guerras civiles fueron las que destruyeron a la República Romana, y son las que inducen, no sólo a los disturbios en las Órdenes, sino a cosas licenciosas, con detrimento de los Religiosos; sobre todo cuando existen facciones, en que cada uno se apega a una vida laxa, de manera especial, aquellos que tiene pretensiones, sin tender al bien común, apegándose a las propias pasiones; con lo cual, se sobreponen a los que quieren el bien de la Orden, y los mejores son despreciados, por medio de favores, como le había sucedido al P. Rodolfo, quien, a pesar de tener a casi toda la Orden a su favor, por la prepotencia de la parte contraria del P. Mazzarini, había sido perseguido, con distintos pretextos, y perjuicio de toda la Orden. Pero él, con su modestia y paciencia lo había superado todo, “hasta que Dios provea, con su Santa gracia”.
267 – “Así ha sido también la persecución de Vuestra Paternidad. Ha sido perseguido, tanto Usted como toda la Orden y no ha querido defenderse nunca, ni decir la más mínima palabra, ni siquiera para defender a su Orden”.
Nuestro Padre le respondió que se merecía mucho menos por sus pecados, que todo había sido permisión Divina, “para que nos conozcamos a nosotros mismos, y que Dios sabe sacar bien de todo mal”. Que, sin embargo, él se había esforzado, como Instrumento, en hacer bien a los Pobrecitos, enseñándoles las cosas necesarias de la fe, y atrayéndolos mediante las letras; y tenía firma esperanza en que, por la inocencia de aquellos pobres niños -en la que el Señor se deleita- Dios ayudaría a la obra, y sería protegida siempre por Su Divina Majestad y por la Santísima Virgen, Protectora del Instituto, a la que siempre había recurrido en las tribulaciones pasadas, desde cuando fue fundada la primera Congregación, en tiempo de Clemente VIII y Paulo V, “de todo lo cual Vuestra Paternidad Reverendísima está bien informado”.
268.- Y continuaba: “-Recurriendo a las oraciones de los alumnos pequeñines e inocentes, Dios se ha servido de todo para su gloria y beneficio del Instituto. Más aún, en tiempos de Paulo V, cuando me vino una rigurosa y secreta Visita de Cardenales, tanto para las Escuelas, momo para mí y para todos los Padres, sin que pudiéramos saber la finalidad del Papa, se reconoció que había sido una instigación del demonio a algunos pocos cabecillas. Pero se acabó por reconocer la verdad evangélica, con lo cual el Instituto fue restablecido, y recobrados muchos individuos magníficos, de forma que el mismo Pontífice la reafirmó más a la Congregación, dándole forma, y queriendo que se llamara Paulina, en atención a su nombre.
Por eso yo no he hablado, porque estoy seguro de que, si nuestra obra es buena, el Señor la defenderá, estoy seguro. Y, si bien es cierto que ha habido muchos, débiles, que han dejado nuestro hábito a causa de muchas tentaciones, sin embargo, gracias a los que han perseverado no se ha abandonado ninguna Casa, porque Dios, por su misericordia, la ha mantenido milagrosamente a la Orden”.
269.- Fue largo este discurso, que todo traslucía gloria de Dios, quien –decía- “de todo sabe sacar bien; y, cuando las cosas parecen más disparatadas, entonces se afianza y reluce más que nunca”.
Después se ha visto claramente que es así lo ha pasado a, pues, a pesar de tantos sufrimientos y contradicciones tenidos en la Orden, al final, ésta quedó más establecida en tiempo de Alejandro VII; él fue quien le devolvió al General y a los Asistentes Provinciales; y, poco más tarde, fue milagrosamente Reintegrada por el Papa Clemente IX, en un momento en que él mismo había extinguido a tres Órdenes; y fue confirmada por Clemente X, con ocasión de otro disturbio después de la reintegración, así permitido por Dios, en beneficio de la Orden.
270.- Intervino después el P. Cándido, con reflexiones espirituales y de humildad, diciéndole que él había estado muchos años en su Orden, había tenido en ella muchos cargos, y nunca había sabido sacar de todo ello provecho para su Alma; y, siendo tan viejo y decrépito, tenía que soportar aún un peso tan grande, como es el de Maestro del Sacro palacio. -“Quisiera renunciar, porque, verdaderamente, me siento incapaz de poderlo aguantar más. Pues, aunque tengo a mis compañeros hábiles para ayudarme, sin embargo, siento algún escrúpulo de no poder hacer los trabajos que hacía antes. Me ayuda, en particular, el P. Maestro Raimundo Capozucchi, que trabaja con ganas, y me resulta muy diligente y estudioso. Con su ayuda espero seguir adelante un poco más, y después renunciar al oficio en mano del Papa; que éstas son tareas de jóvenes, y no de viejos decrépitos como soy yo. Me gustaría saber su parecer sobre esto”.
271.- El Padre Fundador le replicó que su parecer era que no renunciara; que era verdad que se trataba de fatigas superiores a sus fuerzas, pero, mientras tuviera compañeros hábiles que lo ayudaran, de los que se pudiera fiar, bastaba con tener los ojos puestos en algo, porque era un gran servicio a Dios, y, si lo dejaba, no sabía en qué manos podía caer; que, como Dios lo había elegido a él, debía seguir adelante; que él conocía muy bien al P. Capozucchi, desde cuando era niño, cuando venía con frecuencia adonde el P. Pedro de la Natividad de la Virgen -su Compañero, y su primer Asistente- y siempre le decía que el P. Capozucchi tendría un gran éxito, por ser de mucha inteligencia, y estar bien educado. Cuando Murió el P. Pedro [Casani], uno de nuestros Padres pidió al P. Capozucchi que quería imprimir un Breve, que había hecho a pluma. Fue adonde el P. Capozucchi a solicitar la licencia para poderlo grabar en cobre, y no sólo le dio la licencia, sino que le trató de Venerable, porque se acordaba de quién era el P. Pedro, lo que a mí me causó gran alegría. -“Porque, aunque este Padre es joven –seguía diciendo el P. Fundador- con su ayuda podrá hacer mucho, pues, además de ser de gran inteligencia, es de Noble familia Romana, y todos los suyos han sido de gran santidad de vida”.
272.- El P. Maestro Cándido quedó muy contento de este consejo del P. José, y le contestó que seguiría su parecer, pues veía que era la Voluntad de Divina, le pidió que le tuviera muy encomendado en su oraciones, y –“Arrivederci en el Paraíso, si Dios quiere”. –“Dios nos haga dignos, por su infinita misericordia” –respondió el Padre-. Y, abrazándose cariñosamente, se despidió, porque era tarde, y tenía que ir a pie a su residencia de Monte Cavallo.
Toda esta conversación tuvo lugar en presencia mía, que estaba asistiendo a nuestro agonizante Padre enfermo. Fue el día 21 de agosto.
No quiero dejar de decir los efectos de aquella conversación. Muerto el P. Fundador, se hizo una Oración fúnebre en su honor, que contiene casi el compendio de su Vida, hecho por el P. Camilo de San Jerónimo, Rector de Colegio Nazareno, con maravilloso sutileza y elocuencia. Tanta que, para que no se perdiera su memoria, los Padres pidieron que fuera imprimida. Este encargo me lo dio a mí el P. Camilo, porque conocía al P. Maestro Cándido y al P. Capozucchi, para que se la llevara a revisar y a solicitar la licencia para ser estampada.
273.- Fui a Monte Cavallo, y me dijeron que el P. Cándido había ido a la Virgen de los Ángeles, a Terme, al Convento de los Padres cartujos, y el P. Capozucchi no estaba en Casa. Continué hacia la Virgen de los Ángeles, por si lo encontraba en el camino y hablarle. Cuando llegué al Convento, pregunté al portero de los Padres cartujos si estaba allí el P. Cándido, Maestro del Sacro Palacio. Me respondió que estaba paseando solo por el claustro grande de dentro, donde se solía entretener hasta la tarde; que si quería hablar con él, me acompañaba.
Acepté la oferta del Religioso portero, entré en el Claustro, y vi al P. Cándido que paseaba lentamente, como si estuviera absorto; por eso, el portero y mi Compañero me dijeron que no les parecía bien que lo molestara, ni le hablara de negocios en aquel lugar; pues allí iba a hacer sus devociones, sin que nadie le molestara; que podíamos después, otra vez, ir a hablar con él en sus habitaciones.
274.- Me pareció bien el consejo, y fuimos a las habitaciones del Maestro P. Capozucchi, para ver si había vuelto, y él mismo nos abrió la puerta. Me preguntó qué deseaba, y le dije que un Padre nuestro había compuesto una Oración fúnebre por la muerte de nuestro P. Fundador, y queríamos estamparla; que se la traía para que hiciera el favor de revisarla cuando pudiera, y nos diera el permiso.
Me respondió que con mucho gusto la vería, y la leería con el P. Maestro y con los demás Compañeros; que fuera a los dos días a recogerla, que el P. Fundador merecía, no sólo aquel honor, sino otros mayores, pues sus virtudes eran bien conocidas en todo el mundo, -“Ya sabemos todo lo que ha sucedido, pero Dios ha permitido revelar sus virtudes, y castigar a quien lo había perseguido”.
Pasados los dos días, volví donde el P. Capozucchi, para ver la respuesta, si había revisado la Oración. Me respondió que aquella misma tarde se la había leído con grandísimo gusto al P. Cándido y a sus dos Compañeros. Que era bellísima y se podía publicar. Cogió la pluma y puso el Imprimatur.
Se la llevé al P. Camilo, para que la imprimiera, pero antes se la dio a revisar al P. Juan Bautista [Costantini] de Santa Tecla, romano, hombre eruditísimo, sobre todo en la Retórica y Poesía.
275.- Este Padre, con grandísima candidez, sin pensar en lo que podía suceder, añadió dos líneas en el frontispicio de la Oración, después que el P. Capozucchi había puesto el Imprimatur; decían de esta manera: “Qui in Ecclesia Sancti Pantaleonis in Ara máxima tumulatus jacet”.
Se la llevé a imprimir a Francisco Cavalli, y el mismo P. Camilo la llevó a San Pantaleón, para que se pidiera el Publicetur. Creo que fue el 1 de noviembre del año 1648.
Fui al día siguiente muy de mañana al P. Maestro Capozucchi, 3el que me había dado el Imprimatur, y, para desgracia mía, me encontré a la puerta a otro Padre Compañero suyo, que, con gran alegría me preguntó si estaba impresa la Oración fúnebre del P. José, “vuestro Fundador”.
276.- Le respondí que ya estaba impresa, y que iba a pedir el Publicetur. Me la pidió para verla, leyó el frontispicio, y vio las dos líneas añadidas por otra mano. Comenzó a gritar, y a mortificarme todo lo que quiso, porque había mandado añadir al original aquellas palabras, después de haber obtenido el Imprimatur: “Esto es engañar al Maestro del Sacro palacio y a sus Compañeros, y no sólo no merece el Publicetur, sino ser quemada. ¡No se vea nunca más!”.
Gritó tanto este bendito, que a sus voces acudió el P. Capozucchi, para ver qué pasaba. Cuando lo vio, preguntó a aquel Padre Compañero suyo que había sucedido. El Padre comenzó a exagerar, que le queríamos engañar, que habíamos añadido al original dos versos de otra mano, que cuando la leyeron juntos no estaban, y no era digna de ser publicada; que estas cosas no se deben ni se pueden permitir de ningún modo.
Yo me encomendaba por amor de Dios al P. Capozucchi, diciendo que no sabía nada, que se la había dado el autor para que ordenara imprimirla, y, ciertamente, aquello no era mano del mismo Autor; que se empleara un término medio, y se estampara de nuevo todo el frontispicio, que las demás mandaría quemarlas, o se las enviaría a ellos.
Al P. Capozucchi le pareció conveniente decir al P. Cándido una palabra sobre ello, para ver lo que se podía hacer, y quedar contentos nosotros y satisfecho a su Compañero.
Entró dentro, estuvo un poco, y salió con el P. Cándido. Éste me preguntó cómo había sucedido la cosa, y le respondí que no sabía cómo había sido; que, por amor de Dios, buscara un término medio, par que no fuera quemada; que se podía quemar el frontispicio, y estamparlo de nuevo. El P. Cándido cogió el original y los impresos, y, viendo que el Padre había dicho la verdad, que el error ya estaba cometido, Dios lo había permitido, y el P. José merecía algo distinto de aquello -que no era nada- ordenó al P. Capozucchi que pusiera el Publicetur como estaba, porque se daba cuenta de que se trataba de una simplicidad, y no de malicia. Y con esto terminó mi martirio.
278.- A la muerte del P. Turco, General de la Orden, fue elegido en su lugar el P. Fray Juan Bautista Marino, que era Secretario de la Congregación de los Índices. En este oficio le sucedió el P. Capozucchi, por haber estado tiempo bajo la disciplina del P. Cándido, que tenía mucha fama, tanto en la doctrina como en la santidad de vida.
Muerto el P. Cándido en fama de Santidad, como se vio por toda Roma, y pensando el Papa Inocencio X proveer aquel cargo de Maestro del Sacro Palacio con una persona digna de tal cargo, hizo una investigación a ver quién lo podía cumplir mejor, y le propusieron al P. Maestro Capozucchi para Secretario de la Congregación de los Índices, ya que siempre se había portado bien con los Cardenales en las Congregaciones, y por ser práctico en el oficio, habiendo sido tantos años Compañero del P. Cándido. La única dificultad consistía en que era joven, pero teniendo Compañeros ya acostumbrados, resultaría mejor de lo que se esperaba.
Era éste un hombre querido, no sólo por P. Marini, General, y por P. Comisario del santo Oficio, sino también por el Cardenal Colonna, pariente suyo, y por el Cardenal Ginetti, que había hablado muchas veces de él al Papa, para que, cuando hubiera Oposiciones de Dignidades y beneficios tuviera a un hombre de quien se pudiera fiar. Por eso el Papa Inocencio lo nombró Maestro del Sacro Palacio, con satisfacción, no sólo de su Orden, sino también de la Congregación del Santo Oficio; entraba siempre en las Congregaciones que se tienen delante del Papa, con el General y el Comisario; y entraba también en la Congregación de los Sagrados Ritos, en las cuales se portaba tan bien, que algunos envidiosos lo acusaban de demasiada energía y de ser demasiado celoso.
A la muerte de Inocencio X, le sucedió el Papa Alejandro VII, quien tenía en mucha estima a su Maestro del Sacro Palacio, porque se interesaba de las cosas relacionadas con la revisión de libros, y las que venían de fuera siempre se las contaba al Papa. Pero, como persona docta y curiosa en todas la materias, no le faltaron invenciones del demonio para distraerlo de su oficio y tranquilidad.
Un jesuita publicó en Francia un libro contra los dominicos, en el que los acusaba de muchas cosas enigmáticas, y en particular contra el P. Capozucchi, Maestro del Sacro Palacio, a quien llamaba Cucúrbita.
280.- Cayó este libro en manos del P. Capozucchi y se lo dio a leer al Papa, que lo sintió mucho, por acusar a una Orden de la que la Santa Sede Apostólica se servía en las cosas más importantes de la Iglesia, como de Comisario General de la Santísima Inquisición, de Maestro del Sacro Palacio, de Secretario de los Índices, y de otros oficios relativos a la fe.
El Papa dijo al P. Capozucchi que el libro no sólo era digno de ser prohibido, sino también de responder a las proposiciones y a la acusación que daba a otros.
Con esta respuesta del Papa, el P. Capozucchi, cogió la pluma, respondió al libro, y lo estampó con fecha de Leo. Cayó en manos del adversario y lo envió a Roma, para que se lo llevaran al Papa, y se enterara de que su Maestro del Sacro Palacio había publicado un libro sin que lo revisara nadie, y que merecía un castigo, por haber puesto fecha de Leo, y haberlo publicado en Roma.
No faltaron políticas maquiavélicas e invenciones diabólicas para hostilizar al P. Capozucchi sobre este hecho, diciendo que era un soberbio, y ni siquiera tenía respeto al Papa; que había publicado el libro sin mandarlo revisar; que como él revisa las cosas de los demás, así se deben revisar las cosas suyas; que era necesario castigarlo y privarle del oficio; que no faltaban en la Orden dominicos doctos que pudieran sustituirlo en su lugar.
281.- Finalmente, tanto supieron decir a los Parientes del Papa, le hablaron de tal forma, que el Papa llamó al P. Capozucchi, y le preguntó si aquel libro de respuesta al jesuita francés había sido estampado en Roma, y si, antes de publicarlo, había mandado revisarlo, y pedido licencia a alguno, porque se quejaban de que era muy apasionado, “y nadie debe hacer sus cosas por sí mismo”.
El P. Capozucchi respondió que el Maestro del Sacro Palacio no estaba sujeto a nadie, más que a Su Santidad; que esta era una facultad que le concedía el Breve del Papa Inocencio X; que el libro no estaba impreso en Roma, sino en Francia; que dependía sólo de la corrección de Su Santidad, y no de otros; y que había respondido conforme Su Santidad le había dicho, es decir, que el libro no sólo era digno de ser prohibido, sino también de darle una respuesta. -“He respondido con toda modestia, y no se lo he dicho a Su Santidad para no molestarlo”.
282.- El Papa lo despidió disgustado, y él se retiró a la Minerva, esperando una resolución, que fue ordenar al Vicegerente que lo castigara. Se dio orden de capturarlo, y encarcelarlo en el Convento del Popolo.
Cuando el P. Marino, su General, se enteró de esto, dijo a los enviados que él mismo lo llevaría al Convento del Popolo; que no hacía falta tantas gestiones ni mandatos. Y se lo entregaron a él, para que, sin más, lo llevara. Subieron a una Carroza el P. General y el P. Capozucchi, lo condujo al Popolo, y lo entregó al Prior, asegurándole que hablaría con el Papa.
Entre tanto, los contrarios a él procuraron que fuera elegido otro Maestro de Sacro Palacio, que fuera de los suyos. Con lo cual, fue elegido el P. Maestro Libelli, de Siena, y depuesto el P. Capozucchi. Los Señores Colonna, informados por el Caballero Capozucchi, sintieron mucho este castigo, tanto que el Cardenal Colonna se quejó ante Monseñor Octaviano Caraffa, Vicegerente, por haber sido tan voluntarioso en enviar al P. Capozucchi a la prisión del Popolo; que hubiera bastado con tenerlo en la Minerva, mientras se descubría la verdad; que por ser pariente suyo, estaba obligado a ayudarlo, y lo defendería lo todo lo que pudiera.
283.-El Vicegerente le pidió que se tranquilizara un poco, que, como era una orden especial del Papa, no podía hacer nada, pero, en la primera Audiencia se lo presentaría de tal manera que, aplacado, lo mandaría volver a la Minerva; que se tranquilizara un poco. Y en esto quedaron.
El P. Capozucchi, mientras tanto, mandó llamar al Sr. D. Carlo Orilia, abogado primario en lo Criminal de la Corte Romana, para que aceptara su Defensa; que si quería defender el agravio que le había hecho el Vicegerente, al no haber sido ni siquiera escuchado, ya le bastaba; que compareciera como abogado suyo, que él mismo haría las escrituras.
284.-Carlos Aurilia, como persona sagaz, le respondió que tuviera paciencia, que no era Causa de defender, por haber sido decidida por el Papa, y si comparecía para hacerle frente, la Causa se agravaría más; que hablaría con el Vicegerente, que, por ser napolitano, amigo y paisano suyo, la daría su parecer en lo que a él concernía. En esta entrevista determinaron también que el P. General fuera a la Audiencia del Papa, para que le concediera la gracia de entregárselo a él, porque igual que estaba en el Popolo, podía estar en la Minerva.
285.- El P. Capozucchi contó esto al hermano y al Cardenal Colonna, quienes le dijeron que de ninguna manera aceptara como Abogado a nadie; que con el Patrimonio que tenía, no sólo debía estar de P. Maestro, sino de Prelado del Sacro Palacio, “porque lleva el Capelo de Prelado en las cabalgatas públicas del Papa”. Habló de ello al P. Marino, General, quien le dijo que acudiera a la “Salve Regina” y a las procesiones, donde ocuparía el primer lugar junto a él; y, en cuanto al Obispado, que no lo aceptara nunca, que era señal de que las partes temían que volviera al cargo. De esta manera, continuaba en primer lugar, a la mano izquierda del General. Así lo vi yo muchas veces en las procesiones del Rosario, los primeros domingos de cada mes, cuando iba aposta a verlo, por ser amigo mío, como ya he dicho antes.
286.- Le dijeron muchas veces, veladamente, que Nuestro Señor, el Papa Alejandro VII le quería conceder el Obispado de Ancona, pues no estaba bien que un individuo como él, que había sido Maestro del Sacro Palacio, estuviera de fraile privado; y que tendría todas aquellas facilidades y prerrogativas que merecía su persona, pues era estimado por todos.
Pero él siempre respondió a Nuestro Señor que se había hecho fraile para morir en la Orden, y no para ser Obispo; que le gustaba estar en un rincón del Convento, donde no le faltaba nada, ni a él, ni a sus Compañeros. Y nunca quiso aceptar el Obispado, ni el de Ancona, ni otros mejores que le ofrecieron.
A la muerte del Papa Alejandro VII le sucedió en el Pontificado el Papa Clemente IX, y todos estaba esperando a ver si el P. Capozucchi hacía gestiones para ser reintegrado, porque el P. Libelli no gustaba a los impresores; había reformado muchas cosas, sobre todo en las instrucciones de los procesos que suelen cumplir los Ciegos, y todos se quejaban porque perdían sus ganancias.
Pero el P. Capozucchi nunca quiso responder, ni hacer gestión alguna.
287.- Este P. Libelli, el ahora Maestro del Sacro Palacio, era dado a meterse en los asuntos de otros. Es lo que le sucedió un día al P. Cosme [Chiara] de Jesús María, nuestro General, el año 1666, como vamos a ver.
El día de San Pedro de dicho año, el P. Camilo [Sacassellati] de San Jerónimo, anterior General, que estaba de Rector en el Colegio Nazareno, invitó al P. Cosme, General, a que fuera a ver la función del Papa a San Pedro. Le invitó a ir a comer aquella mañana al Colegio, porque estaba más cerca, y no tenía que pasar por el Puente Sant´Angelo, a una hora de tanto calor.
Esta invitación -sin saber nada el P. Camilo, Rector- la llevó un Padre que daba la Clase 1ª de Retórica en el Colegio Nazareno, llamado P. Juan Francisco [Bischetti] de Jesús María, de Corigliano, en el Reino de Nápoles, que era muy amigo del P. Libelli, porque le había dedicado algunas composiciones. Éste, con su Retórica, supo adornar tanto esta invitación, de parte del P. Camilo, Rector -que no sabía nada, porque estaba en cama, enfermo de podagra- que convenció al P. General a que fuera a San Pedro a ver la función, y quizá podría visitar al P. Camilo, Rector.
288.- Al volver al Colegio el P. Juan Francisco, dijo al P. Camilo que el P. General iría por la mañana a comer al Colegio con ocasión de la fiesta de San Pedro. –“Bienvenido sea”, respondió el P. Camilo, y ordenó al H. Francisco María de Santa María Magdalena, de Fanano, cocinero, que pusiera alguna cosa de más, que iba a venir a comer el P. General.
Terminada la función del Papa, el P. Juan Francisco dijo al P. Cosme, General, que el P. Camilo, Rector, lo estaba esperando, que no dejara de ir, que él ya le había dicho que había aceptado la invitación. Tanto le supo decir, que lo llevó con él al Colegio.
Mientras el P. General estaba hablando con el P. Camilo, Rector, que estaba en cama, entró el P. Juan Francisco de Jesús María, diciendo que venía a comer el P. Maestro del Sacro Palacio, y que, como estaba lejos, en Monte Caballo, y era una hora de mucho calor, quería descansar en el Colegio durante aquel día, “porque después debe ir a acompañar al Papa a Monte Cavallo, y en San Pedro no tiene preparadas sus habitaciones”.
289.- Tanto el P. General como el P. Rector quedaron muy desconcertados, porque era ya tarde, y no tenía provisión a propósito para un personaje como el P. Maestro del Sacro Palacio, tanto más, cuanto que el Colegio está lejos de los Mercados, y poder hacer allí, tan pronto, la provisión, estando el Rector en cama, y el Cocinero preocupado porque estaba el General. A pesar de todo, salió, y dijo al P. General que lo entretuviera, que procuraría prepararlo lo mejor que pudiera.
Al llegar al Colegio el P. Libelli, salió el P. General a recibirlo. Tras los saludos, el P. General le dijo que excusara al P. Rector, si no le hacía las atenciones que merecía, que estaba en cama; a pesar de todo, aceptara la buena voluntad, porque, si hubiera avisado antes que quería favorecerlo con la visita, lo habría atendido por su cuenta.
Al oír esto, el P. Libelli respondió. –“He venido porque me han invitado hace días”. El P. General quedó perplejo, y, cambiando la conversación, fueron a conversar en la Biblioteca, hasta que dieran la orden de comer.
290.- El P. Libelli comenzó a hablar de nuestro Instituto, que le parecía muy importante, porque enseñábamos a los Pobrecitos; pero una sola cosa le disgustaba, decía; que los Sacerdotes hagan el pordiosero y el pedante, yendo detrás de aquellos Baroncitos, acompañando a los alumnos a sus casas; que el General debía suprimir la costumbre de acompañar a los alumnos, y quitar tantas fatigas a los Maestros , que ya atienden a las Escuelas; y, en vez de descansar, después del trabajo de la clase, volvían de nuevo a la tarea de acompañar, diariamente, “haga calor o haga frío”.
Exageró tanto esto el P. Libelli, que le pareció bien a nuestro P. General responderle en pocas palabras: -“Padre Reverendísimo, ¿qué es lo específico del Instituto de Santo Domingo?”. El P. Libelli le respondió: -“El Coro, y explicar las ciencias a cualquiera que sea”. –“Pues el nuestro –replicó el P. General- consiste en trabajar en la escuela, enseñar el temor de Dios, y acompañar a los alumnos, en cuanto se pueda, para que no se desvíen. Si los educáramos bien y no los acompañáramos, muy pronto perderían lo que habían ganado en las virtudes; así lo ha instituido el Fundador, lo ha confirmado el Papa Alejandro VII el año 1669, y yo no puedo cambiar nada de lo que está en nuestras Constituciones”.
291.- Ante esta respuesta, el P. Libelli se molestó, porque creía que había sido burlado. El P. General se dio cuenta, y le dijo que todo había sido únicamente obra del P. Juan Francisco, que era quien le había invitado, sin contar con el P. Rector. Entonces el Maestro del Sacro Palacio comenzó ya a hablarle de buenas maneras y con buenas palabras; y así se fueron a la mesa, a comer, disimulando un poco cada uno. Después el P. Libelli descansó un poco, y se despidió para ir al Palacio de San Pedro, por si acaso lo llamaba el Papa. Pero se le veía molesto y poco contento.
292.- Cuando el P. Camilo, Rector, aclaró al P. General que no era cierto que hubiera invitado al P. Libelli, llamó al P. Juan Francisco y descubrió que había sido invento suyo, para atraerse su benevolencia; y le hizo confesar que había sido él quien le había dicho que acompañar a los alumnos le parecía superfluo, y poco digno a los sacerdotes hacer tal ministerio; y que, con estas invenciones suyas, había creado discordia entre el P. Maestro del Sacro Palacio, Libelli, y el P. Cosme, el General, que ya nunca más volvieron a encontrarse. Parece que el P. Libelli quedó ofendido, porque, al subir al Pontificado el Papa Clemente IX, fui yo con el P. Carlos [Delicto] de San Antonio de Padua a que me aprobaran algunas composiciones, hechas por el P. Carlos en honor del nuevo Pontífice, y no sólo no quiso aprobarlas, sino que nos trató con malas formas, diciendo, que en honor del Papa no se publican hojas volantes.
293.- Este P. Juan Francisco era de gran ingenio, y muy rápido escribiendo; tanto que en pocos días compuso un libro de Elogios, a partir de la Oración fúnebre hecha por el P. Camilo de San Jerónimo, donde contaba el nacimiento, la vida y virtudes de nuestro Venerable Padre José, Fundador, dedicado al Papa Alejandro VII, que se lo presentó el P. Libelli, su Maestro del Sacro Palacio, quien lo recibió gustoso y con gran aplauso. Pero como este Padre estaba acogido a la protección del P. Libelli, y, por su mal carácter, se hizo insoportable al P. Camilo y a los Padres del Colegio Nazareno, por su soberbia, fue sacado de Roma por el P. General, y enviado a Nápoles, donde daba una buena y cumplida clase de Retórica; y cada mes organizaba Academias, adonde acudían muchos virtuosos; pero como era una cabeza inestable, y hacía de las suyas, el P. Tomás [Simone] de San Agustín, entonces Provincial de la Provincia de Nápoles, ante las muchas quejas, lo envió a Campi, donde estuvo unos dos años, en los que, con grandísimo aplauso, impartió una florentísima clase.
294.- El Papa Clemente X hizo un Breve para aquietar a algunos que se querían salir de la Orden como Curas Seculares, y que, para conseguirlo habían enviado 17 Memoriales a la Penitenciaría Secreta, que ya había hecho un Decreto, por el que podían salirse.
Pero, como entonces era yo el Procurador, me opuse a él, y encargué esta Causa a tres Prelados, es decir, a Monseñor De Vecchi, Secretario de la Congregación de Obispos y Regulares, a Monseñor Rossi, Promotor de la fe, y a Monseñor Agostini, Limosnero mayor y Secreto del Papa, los cuales, después de una madura deliberación hicieron otro Decreto que decía que a aquellos que no habían hecho los votos solemnes, les daba cuatro meses de tiempo para salirse, si eran ultramontanos, y a los de Italia, dos meses.
Expedido aquel Breve, el P. Juan Francisco se quiso servir del privilegio y salir de la Orden; pero como no tenía Patrimonio, pasó, con otro Clérigo llamado H. Querubín [Piccoli], desde Turi, a la Orden de Padres Mínimos de San Francisco, y fue destinado a Maestro de Retórica, para enseñarla a los jóvenes de la Provincia de Lecce. Hizo allí la profesión solemne, pero se volvió tan insolente, que la emprendió contra los principales Padres de la Provincia, y tuvieron que castigarlo duramente (quizá pensaba que se iba a encontrar con Padres de las Escuelas Pías, que actúan con toda claridad y sencillez). Fue alejado del Estudio de Lecce, y enviado a otro Convento, bajo un Corrector riguroso, quien, como lo vio inobservante de su Regla, lo mandó a Tarento, donde, por su intemperancia en la comida, murió el año 1671.
Este es el final de estos Religiosos que no se portan bien y son inobservantes de su Instituto. Murió a la edad de unos 28 años, en la flor de su juventud[Notas 19].
Para zanjar la situación del P. Capizzucchi y del P. Libelli
-ambos Maestros del Sacro Palacio en tiempo del Papa Clemente X-, por la muerte de Monseñor Ariosto, Arzobispo de Avignon, el año 1673, el Papa nombró Arzobispo de aquella Ciudad [al P. Libelli], y puso, en su lugar de Maestro del Sacro Palacio, al P. Capizzucchi, con aplauso y gran alegría de todos
Así se verificó lo que he escrito arriba, hablando del P. Cándido, Maestro del Sagrado Palacio, del cual fue alumno el P. Capizzucchi.
295.- El día 23 de agosto de 1648, vio el Padre que cuanto más le faltaban las fuerzas, más Religiosos iban a visitarlo, y otros Prelados Amigos suyos, todos para recibir su bendición; y muchos otros personajes, porque los Cardenales mandaban a sus Maestros de Cámara. Así lo hicieron los Cardenales, de feliz memoria, Lanti, Ginetti, Pallotta, Franciotti, Cecchini, y Colonna; y también el Condestable Colonna: Todos ellos le pedían los encomendara a sus oraciones, y se acordara de ellos en el Paraíso. Y él, con su humildad habitual, les respondía que no era merecedor del Paraíso por sus pecados, pero si la misericordia de Dios le concedía esta gracia, lo haría con muy gustoso. Luego, postrados, le besaban la mano, y él les daba la bendición con grandísima sencillez, con la que se iban contentos y satisfechos.
296.- Sobre la enorme humildad del P. Fundador en estas materias, se podrían escribir libros enteros, pero él nunca quiso que se supieran estas cosas, sobre todo la Nobleza de su Casa. Contaba el P. Glicerio [Cerutti] de la Natividad, de Frascati, que un día, mientras hablaba con el Venerable Padre, el Padre tenía en las manos sus Privilegios de Doctorado, y otros escritos en pergamino, en los que había raspado su nombre y apellido familiar. Al ver el P. Glicerio que estaba estropeando aquellos documentos, le dijo que no le parecía bien que desaparecieran, sino que se debían conservar, para que se tuviera memoria de quién era, y porque serían también provechosos para la Orden, la cual, a su debido tiempo, podría servirse de ellos. El Padre le respondió que estas memorias era mejor tenerlas en el Paraíso, que mantenerlas escritas en aquellos papeluchos; que él no se preocupaba de aquellos recuerdos; lo que sí eran buenos aquellos pergaminos era para hacer disciplinas con que castigar a los alumnos. Y, sin más, continuó raspando lo que quedaba, los cortó en tiras, y después mandó al mismo P. Glicerio que las metiera en el agua de la fontana, donde las tuvo todo el día bajo una piedra, para que se mojaran bien, y no se viera nunca lo que estaba escrito.
297.- Por la tarde mandó que se las llevara a la Celda, y las convirtió en disciplinas, que dio a los maestros, para cuando castigaran a los alumnos, si cometían alguna falta notable; y les enseñaba cómo debían castigar; que dieran los azotes con ellas, que picaban y no desaparecía tan pronto; y cuando hacían el potro, les dieran con ellas, pero no superaran los cinco azotes, y que evitaran siempre dar azotes con las manos; esto lo prohibía expresamente.
Contaba también el P. Glicerio que no fue menor la humildad que demostró en tiempo del Papa Paulo V, cuando quería hacerlo Cardenal, pues esta voz se corrió por toda Roma, y lo sabían hasta los alumnos. Un día, cuando el Padre fue a visitar las clases, entró en la de Ábaco, y empezó a preguntar a un alumno mayor sobre las cosas de la Confesión; y, como no estaba bien instruido, le riñó. Este joven dijo a otro que le parecían mil años poder echárselo de encima; que le había dicho su Patrón, que el era Prelado de Palacio, que el Papa iba a hacer Cardenal cuanto antes al P. José, Prefecto de las Escuelas Pías; y que todo el día le aburrió con tantas exhortaciones y sermones.
- “Así nos lo quitaremos de encima”. Esto era lo que el alumno murmuraba del Padre; y así llenó toda la hora del Ábaco, donde la mayor parte eran ya hombres de toda índole.
298.- Oyó esto P. José, el Prefecto, mandó llamar al joven que había difundido aquella todo aquello, le ordenó ir al Cuartito, le mandó ponerse unos calzoncitos, hechos aposta para hacer el potro a los alumnos, cuando cometían algún exceso notable, le sometió a un solemnísimo potro, y le ordenó que nunca más hablara de aquel asunto, que lo echaría de la escuela. Y así se fue apagando aquel comentario, que, como decía el P. Glicerio, era verdadero. Pero el P. José pidió insistentemente al Cardenal y Príncipe Borghese que consiguiera del Papa que no le diera ninguna dignidad, pues no podría atender al Instituto; que seguro le resultaría mal. Y el Cardenal Borghese se las arregló con el Papa, para que hiciera Cardenal, en lugar del P. José, a Monseñor Pignatelli; como sucedió.
Todo lo que el Cardenal Toni trataba con el Papa sobre este asunto, -porque éste le tenía en gran consideración, pues era su Datario, y privado del Papa Paulo, quien no hacía nada sin consultar con él- todo lo contaba después el P. Glicerio de la Natividad.
299.- El mismo día 23 de agosto, hacia las 20 horas me dijo el P. Fundador que llamara al P. Castilla, que le quería hablar. Llamé al P. Castilla, que vino acompañado del P. Vicente de la Concepción y del P. Ángel de Santo Domingo. Se acercó al lecho, y le preguntó qué quería. Le dijo que cogiera las llaves de su armarito, y de la Caja donde estaba la ropa blanca que tenía para su uso, donde había cuatro pañitos, y los llevara a la Sacristía, y que las demás cosas se las entregaba a él, como a su Superior; que él era Pobre, no tenía nada propio, ni quería nada para sí; que todo lo que había en aquella habitación lo distribuyera como quisiera, que su hora había llegado, y no quería tener el escrúpulo de estar apegado a alguna cosa.
El P. Castilla cogió las llaves, y le dijo que ya lo tenía todo en sus manos, que quien estaba con él lo cuidaría, y nadie cogería nada. Mandó llamar al Sacristán provisional, que entonces era el P. Buenaventura [Catalucci] de Santamaría Magdalena, antiguo Asistente y Procurador de la Casa, porque el Sacristán estaba enfermo, y dijo que le dieran los pañitos, que podían servir para las misas; y que no tenía más que darle, que los cuidara, y luego se los entregara al Sacristán con las demás cosas.
300.- El P. Castilla abrió el armarito y encontró algunas cucharillas de madera, dos tazas, un cuchillo, un tenedor, algunas figuras en pergamino, y medallas de las que solía dar para devoción a los bienhechores, o de premios a los alumnos, una garrafa de aceite de cien años, y otras bagatelas de poca importancia; un cilicio, la cadenilla de hierro, la disciplina, y un hierro con puntas como las del rallador de queso, que tenía para ceñírselas. Esto fue lo que cogieron, pero después nunca se pudo encontrar. Mandó abrir la otra credencia, donde había muchas escrituras y cartas, de las que dijo las cuidaran bien, para que, a su debido tiempo, se pudieran poner en el Archivo las que servían, y las otras se quemaran. Mandó abrir la Cajita donde había otras escrituras relativas a la validez de los votos, hechas por muchos teólogos principales de la Corte, y por muchos Religiosos, y dijo que aquéllas se conservaran, porque un día podían servir, cuando Dios así lo dispusiera.
[301-350]
301.- El Padre siempre tuvo la pobreza en el corazón, como claramente se ve en una respuesta que hizo al P. Juan Bautista [Andolfi] del Carmen, Superior de las Escuelas Pías de la Ciudad de Chieti. Este Padre le escribió una carta de parte de las Sras. Claudia Faustina y Victoria Faustina, la primera de las cuales fue mujer del Sr. Francisco Vastavigna, nuestro fundador de aquella Ciudad. Ellas le mandaron escribir al Padre Fundador que viera todo lo que necesitaba, que querían darle lo que quisiera y tuviera necesidad. Lo hacían porque había salido el Breve de la destrucción de la Orden, y creían que no tendría las comodidades necesarias para su sostenimiento, porque, en Roma se decía que los Padres habían sido destruidos, y ya no tenían limosnas, como, en efecto, era verdad que al principio los pobres Limosneros eran maltratados por todos los [antiguos] Bienhechores.
302.- Hubo un Prelado que dijo al H. Lucas [Bresciani] de San José, florentino, que cómo tenía cara para pedirle limosna, siendo así que el Papa nos había destruido, y no podíamos ya seguir pidiendo como antes, y que la causa era por haber nosotros perseguido al P. José, el Fundador, el cual había fundado una Orden de tanta piedad, que algunos habían destruido por ambición, y la habían reducido a tal estado que habían perdido el Crédito en la Corte Romana. Que se fuera en paz, que ya no quería darle más limosna; que no volviera más, porque sabía lo que habían hecho al P. José. “que es espejo de todas las Órdenes, a quien conozco desde hace muchos años, y a al que ahora veo maltratado inicuamente maltratado por todos vosotros, que no merecéis limosna alguna, porque antes venía aquí otro Limosnero, y ya no lo he vuelto a ver, y ahora viene usted, como si no lo conociera”.
303.- El H. Lucas, que no se asuntaba tan fácilmente por malos tratos, le respondió de tal manera, que lo convenció con estas palabras: -“Monseñor, a mí me ha llamado desde Florencia el P. General, precisamente para ayudar a la Casa de San Pantaleón; nunca hemos maltratado a nuestro Padre en toda la Orden. Bien sabe V. S. Reverendísima quién ha sido el causante del daño de la Orden, a quien Dios ha castigado visiblemente, que los castigos con lepra y fuego de San Antonio; a otro, con otras desgracias, y tuvo que marcharse de Roma; y otros han dejado el hábito con poco contento y poca fama. Nosotros, pues, no tenemos culpa de las faltas y defectos de ellos, Y si V. S, Reverendísima ya no nos da más limosnas, no por eso moriremos de hambre; somos pobres, y Dios nos ayudará por otro camino, que tengo fe en las oraciones de nuestro Padre General; el Señor nos proveerá abundantemente. Discúlpeme si le he aburrido, no volveré más por aquí a molestarle, que Dios no quiere tener parte en vuestras Riquezas, para hacer bien a quien más necesidades tiene.
304.- Fueron tan eficaces estas palabras del H. Lucas, que el Prelado se sintió avergonzado, y respondió que recibiera algún escudo de limosna, y que fuera una vez al mes, que su Maestro de Casa le asignaría una cantidad de pan; y que dijera al P. General que pidiera a Dios por él en su oraciones, y cuando tuviera necesidad de algo, le daría cuanto necesitara. De esta forma, quedaron muy Amigos. Y mientras aquel Prelado vivió, siempre continuó haciéndoles la Caridad. Se llamaba Monseñor Lanucci, hombre de muchas letras, santidad de vida y espíritu.
Cuando el H. Lucas volvió a Casa, contó todo a nuestro Padre, quien le respondió que de estos desprecios tendría muchos, que los recibiera de la manos de Dios y tendría su mérito si sabía soportarlos con paciencia. –“Vuelva adonde Monseñor Lanucci y agradézcaselo de parte mía; y dígale que haré oración por él, para que el señor le dé salud y contento; y sepa sacar mérito de lo que Dios le mande”.
Volvió el H. Lucas donde Monseñor Lanucci, cumplió con lo mandado por el Padre, y le respondió que continuara sus oraciones por un asunto y un favor que estaba esperando del Papa.
305.- A la muerte de Monseñor Vai, Comendador del del Espíritu Santo, el Papa Inocencio X confirió aquella Dignidad a Monseñor Lanucci, y la mantuvo no sé cuántos años con grandísima satisfacción, no sólo de aquellos Padres que administraban la hacienda del Hospital del Espíritu Santo, sino de toda la Orden; y remedió muchas cosas de los interesas y riquezas de la Santa Casa, por lo que el demonio no dejó de inquietarlo y conseguir que cayera en desgracia del Papa, porque algunos funcionarios, al verse controlados, para que no dieran regalos a personajes, que no podían en conciencia das cosas del Espíritu Santo sin que él lo supiera, y prohibió al Maestro de Casa que enviara a Dña. Olimpia no sé qué regalos comestibles.
Como el Maestro de Casa no quiso obedecer, le dio obediencia para ir a Calabria, para que tuviera la esperanza de una Encomienda cuyos ingresos andaban mal. Éste no quiso obedecer y se retiró a San Pedro; y lo supo hacer tan bien, que el Papa puso a otro individuo en su lugar, y, del Gobierno la Madonna de Loreto, llamó a Carlos Dondini, y lo nombró Comendador del Espíritu Santo; y el pobre Monseñor Lanucci se quedó sin Cruz; se retiró a su Palacio, y con frecuencia mandaba llamar al H. Lucas, nuestro Limosnero, con el que desahogaba sus enfados, citándole muchos Testigo y Bulas Pontificias, para hacerle ver que le habían hecho injusticia, y no podían quitarlo; y que la Causa había sido porque había sido celoso de que no se malgastaran las cosas del Espíritu Santo, todas las cuales se habían adquirido con redención de pecados, y sólo tenían derecho a disfrutarlas los Pobres Enfermos, y los Proyectos, para lo que había sido fundado aquel Hospital y la Orden de Caballeros del Espíritu Santo.
306.- El H. Lucas, aunque no entendiera lo que citaban tanto en la Ley, como en las Bulas Pontificias, lo aprobaba todo, diciendo que le sobraban las razón, pero que lo recibiera todo de las manos de Dios, tal como le había dicho nuestro Venerable P. Fundador a él mismo antes de morir, que, si quería tener mérito recibiera todo lo que Dios le enviaba.
Con estas respuestas, Monseñor quedaba tranquilo y consolado, porque era tanta su pasión, que no sabía desahogarse más que con este Hermano, con el que tenía esta confianza. Al poco tiempo murió con grandísima fama de santidad, y en su enfermedad sus Cortesanos cerraron el paso, para que no pudiera entrar más el H. Lucas, parque sabía que era un confidente.
307.- Para demostrar esta Pobreza del Venerable Padre, no sólo con palabras, sino también con actos, pondré “per extensum”, la respuesta que dio al P. Juan Bautista del Carmen, Superior de las Escuelas Pías para Aquila y Chieti.
“Pax Christi.
En la carta de V. R. se contiene el deseo que todos en general tienen en esta Ciudad de poner en al Martirologio Romano a San Justino, tan pródigo en impetrar gracias a todos en general. Pero, como este asunto se debe tratar en la Sagrada Congregación de Ritos, se ha encargado al P. Ángel [Morelli], para que se informe de los medios que es necesario presentar para obtener la gracia; y de todo lo que vaya haciendo se le informará.
En cuanto a la caridad y al afecto de la Sra. Claudia y su hermana, debe saber que yo, como pobre y de edad avanzadísima, no deseo cosas superfluas; quiero morir pobre de las cosas terrenas. Me conformo con que esas Señoras pidan a Dios por mí, que yo cada mañana en la santa misa me acordaré de ellas. Salúdelas y reveréncielas de parte mía”.
Por último, salude de mi parte a Monseñor Ilmo. el Arzobispo, asegurándole que yo, en todas mis misas, me acuerdo de encomendarlo al Señor, para que le dé abundancia de caridad, y que lo transmita a todos sus súbditos, especialmente a los eclesiásticos. Salude igualmente a todos los de Casa. Es cuanto por ahora me ocurre.
Roma, a 24 de enero de 1647.
Servidor en el Señor,
José de la Madre de Dios”.
De esta carta se puede deducir claramente el cúmulo de virtudes que había adquirido, para prepararse a una buena muerte.
208.- En este día del 23 de agosto sucedieron muchas cosas, porque se veía que al Padre le iban faltando poco a poco las fuerzas, y el catarro le producía un grandísimo malestar que se le atravesaba en la garganta, en el paladar y le impedía hablar.
Llegó el Sr. Tomás Cocchetti, Caballero inglés, y le dio el medicamento de limón con azúcar, se le alivió el catarro, pero, después, cuando se enteró de que el remedio era de Enrique VIII, Rey de Inglaterra, no sólo no quiso tomarlo más, sino que mi mandó a mí que lo tirara por la ventana, por ser de aquel hereje, y no quería tomar aquel remedio de ninguna manera, como ya he escrito ampliamente en otro lugar, donde se puede ver, para no repetir lo mismo.
309.- Para ver lo obediente que era a la Santa Sede apostólica y a la fe, diré dos cosas muy notables, para ejemplo de nuestros posteriores, y lo sé a ciencia cierta.
El P. Fundador me llamó después de comer, y me dijo que llamara al P. Vicente de la Concepción, que quería encomendarle un asunto de grandísima importancia. Llegó el P. Vicente, y le dijo que llamara al P. José [Fedele] de la Visitación, y fueran juntos al Sr. Cardenal Cecchini, Datario, para que le pidiera a Nuestro Señor la indulgencia “In articulo mortis”, y la bendición Pontificia, porque no quería partir de esta vida, siendo el tiempo breve, sin ganar un tesoro tan grande.
El P. José llamó el P. Vicente al P. José, pero, como entonces estaba ocupado, esperó un rato. Entonces el P. Vicente volvió donde el Padre, le preguntó si ya había estado donde el Cardenal Cecchini. Le respondió que no había ido, por esperar al P. José, que había salido con el H. Felipe [Xuria] de San Francisco; creía que habían ido juntos.
310.- Le suplicó: -“Por amor de Dios, denme este consuelo, y no me priven de tanto bien, pues puede ser que el Cardenal salga de Casa para sus ocupaciones, que son grandes. Vayan con el P. Juan Carlos [Caputi], y vuelvan enseguida, que luego tiene que hacerme otra Caridad de grandísima importancia. Fuimos con el P. Vicente a Monte Cavallo al Palacio del Cardenal, y nos encontramos con que ya había salido; la Guardia nos dijo que había ido a una Congregación, y que habían estado dos de nuestros Padres, que también lo buscaban, y no lo habían encontrado, que volviéramos más tarde, y podríamos hablar con él lo que quisiéramos.
Vueltos a Casa, fuimos donde el Padre y le dijimos que no habíamos encontrado al Cardenal, que ya se había ido, y que había ido también el P. José, y no lo había encontrado, que volveríamos de nuevo por la tarde, como nos había dicho el que estaba de guardia en su Palacio.
311.- Respondió él: -“Alabado sea Dios. Si hubieran ido cuando se lo dije, lo habrían encontrado. Conformémonos con la Voluntad Divina, pero, ¡por favor! ¡por Caridad! No dejen de volver a tiempo, para poderle hablar, y me haga este favor, para morir contento”. Decía estas palabras con tanto deseo, que yo me puse a llorar de ternura, porque perdía en este mundo a mi Padre Espiritual, que me había reengendrado para el camino del Cielo, sabiendo cuán buenos y magníficos consejos me daba. Sin embargo, me consolaba, remitiéndome a la Voluntad de Dios, en cuyas manos está la vida y la muerte.
-“Id de parte mía a San Pedro, besad primero0 el pie de su estatua, ganad la Indulgencia para mí, y luego id a la Confesión y haced la profesión de fe como si fuera yo mismo, ya que no puedo ir más. Recorred los siete altares, y luego volved al sepulcro del Príncipe de los Apóstoles y decid tres veces el Credo, para que me confirmen en la santa Fe que ellos nos han enseñado, y me asistan en el momento de la muerte, como mis particulares Abogados, que será la última vez que gano estas indulgencias. Después, id a la Iglesia de Santa Marta y hacer lo mismo por mí. Tened paciencia al hacer esta misión por mí, y aceptad este calor. Y, a la vuelta, podéis ir adonde el Cardenal Cecchini, para que me obtenga de Nuestro Señor la Bendición Pontificia, que sé lo hará gustoso; y decidle de mi parte al Cardenal, que me dispense, por la molestia que le doy, con lo que me obligará a pedir a Dios por él, sabiendo cuánto lo he querido, porque siempre ha mostrado grandísimo cariño, no sólo a mi persona, sino también a toda la Orden”.
312.- Fuimos con el P. Vicente a San Pedro; primero dijimos la oración del itinerario, y por el camino, las letanías de los Santos, y el Rosario con la Corona del Señor, por él. Y llegados a San Pedro, dijimos primero el Confiteor, como nos había ordenado; hicimos todas las devociones puntualmente, y después nos fuimos al Palacio del Cardenal Cecchini, y allí esperamos vuelta.
En cuanto el Cardenal nos vio, preguntó qué queríamos, y le expusimos el encargo de nuestro Padre, de que le hiciera el favor de obtener de Nuestro Señor la Bendición apostólica.
313.- Respondió que ya había hablado de ella al Papa, porque había encontrado a otros dos Padres que le habían hecho el encargo, y el Papa se la había concedido, y le había preguntado si estaba en peligro de muerte; que quería saber su enfermedad, y que lo había tenido en grandísima consideración, sobre todo porque en sus sufrimientos nunca se había lamentado de nada; y que mandara decir que pidiera a Dios por él.
Añadió que había enviado a su Maestro de Cámara a visitar al P. General de su parte, y a darle la noticia de que Nuestro Señor le había concedido su Bendición, y que sentía no poder hacer este oficio personalmente, por las grandes ocupaciones en que se encontraba; que siempre lo había tenido en concepto de gran Siervo de Dios, habiéndole tratado por espacio de más de cuarenta años, hablando de diversas materias, cuando era Prelado y Vice-Protector de la Orden, sobre todo en la persecución que le hizo el P. Mario [Sozzi] de San Francisco, cuando nunca se lamentó de él; al contrario, lo andaba excusando “tanto conmigo como con el Cardenal Cesarini”, Protector, echando la culpa de todo al demonio, que le había atormentado a toda la Orden, reduciéndola a la situación en que se encontraba; al cual, como a sus Compañeros Dios los había castigado visiblemente, y él mismo los había visto a todos muertos. –“Hágame el favor de acordarse de mí cuando esté en el Paraíso, para que el Señor me ayude a hacer cosas que sean todas para su servicio, y para la salvación de mi alma”.
314.- Una vez que nos despidió, volvimos a San Pantaleón, y encontramos al Maestro de Cámara del Cardenal Cecchini que le había llevado la noticia de la Bendición Pontificia, de lo que quedó con tanta alegría que no cabía en sí.
El Padre le respondió que agradeciera a Su Eminencia la Cridad que le había hecho ante Nuestro Señor, y que si Dios, por su misericordia lo acogía en el Paraíso, se acordara de él y de toda su Casa; pero que se acordara proteger en toda ocasión al Instituto, como lo había hecho en el pasado, que de Dios recibiría, no sólo el mérito, sino cumplida retribución. Después besó la mano del Padre, recibió su bendición, y se despidió.
315.- Llegó también entonces el Sr. Julio César, Maestro de Cámara del Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, y lo visitó de nuevo, de parte del Cardenal, pidiéndole suplicara a Dios por él cuando estuviera en el paraíso, y que le dijera qué necesidades tenía, que no le faltaría nada, como ya había hecho, como ya había dado orden a su Maestro de Casa.
Le respondió que le agradecía mucho al Sr. Cardenal lo que le ofrecía, pero que no tenía necesidad de nada temporal, porque sus hijos le proveían más de lo que necesitaba; que ya estaba al final de sus días, y si la misericordia divina le permitía llegar a puerto seguro, pediría por la buena salud de Su Eminencia y de toda su Casa, no sólo por las obligaciones particulares que tenía, y por los muchos favores que le había hecho, sino porque reconocía que el Instituto de las Escuelas Pías se mantenía en pie gracias a él, sin hacer mención del hábito, ni de otras cosas; que Dios le había elegido a él como único Defensor de una obra tan pía que, si no hubiera sido por su Piedad, a estas horas no existiría ya la memoria de la observancia.
316.- Que le suplicaba quisiera protegerla hasta que llegara al puerto seguro, en medio de naufragio y de las tempestades en que se encontraba, que a su sombra se vería muy protegida, como lo había estado en el pasado; que, si no hubiera sido por él, en el momento en que iban a salir la nuevas Constituciones, si no las hubiera inmovilizado Su Eminencia, Dios sabe a qué puerto hubiera arribado la Pobre Orden; que sólo le suplicaba continuara su protección, para que no fueran puestas en práctica dichas nuevas Constituciones; que tendría gran mérito ante Dios, y haría un gran servicio hasta que cesara la tempestad; que era lo que esperaba de él la pobre Navecilla, combatida por tan procelosas olas de vientos contrarios; y eso que Dios le había apaciguado muchas olas contrarias, cortando la vida a muchos de aquellos que querían arrojarla contra algún escollo, para sumergirla del todo, lo que no pudieron ver consumado, gracias a los ocultos juicios de la Divina Clemencia.
317.- Que él mantuvo la fe de que, con su protección aquella pobre Navecilla llegaría a puerto seguro, y no naufragaría, aunque irrumpiera otra olas nuevas contraías batieran contra ella, de que, bajo su protección, estaría siempre segura ante cualquier tempestad.
Ahora le pido que, en todas las Congregaciones que se hacen sobre los Religiosos, en la que participa Su Eminencia, le encomiendo que proteja a esta pobre Navecilla, que no faltan buenas ocasiones para levantarla juntos, reunir las tablas, y hacer con ellas una barquita, para gloria de Dios y ayuda del prójimo, sobre todo de los Pobres niños chiquitines, para que aprendan los rudimentos de la fe y en los que Dios se complace, sobre todo por su sencillez. Que si Su Eminencia hace esta Caridad, tendrá muchos ángeles ante Dios, que le ayudarán con sus oraciones; y yo se lo prometo, con seguridad, de parte de ellos, como Instrumento de quien se ha servido hasta ahora, y ahora dejo a mis niñitos bajo la protección del Sr. Cardenal. Esto es lo que le pido con toda humildad a Su Eminencia, porque tengo fe en Dios de que, bajo su protección, aunque yo muera, y no la vea, él la sostiene.
318.- El Sr. Julio César le respondió que se lo diría todo al Cardenal, y que sabía muy bien cuánto había hecho en el pasado en servicio suyo y de la Orden,, y nunca dejaría de ayudarla. En cuanto a las nuevas Constituciones, ya no se hablará más de ellas, porque el Sr. Cardenal no quiere en absoluto publicarlas, ni darlas a conocer, y donde las ha puesto no las encontrará nadie; y que por este motivo se disgustó con el Cardenal Roma, que le pedía que se publicaran, y las pusiera en práctica, mediante la expedición de un Breve, procurado y fomentado por el P. Esteban Cherubini de los Ángeles, quien iba con frecuencia donde el Cardenal, de parte del Cardenal Roma, y nuestro Cardenal iba dando tiempo al tiempo, hasta que Dios le paró los pasos con la muerte del P. Silvestre Pietrasanta y del P. Esteban, y nunca jamás se habló de ellas, ni se hizo ninguna otra instancia; Y, por ello, el Cardenal Roma se convirtió casi en enemigo de nuestro Cardenal, a quien ya nunca le hablaba. Finalmente, muertos aquellos dos, se tranquilizo, y ya nunca más se haló de ellas Y ahora, cuando viene el Cardenal Roma a las Congregaciones, en Casa del Sr. Cardenal, le manifiesta más afecto que nunca, sin acordarse más de estas Constituciones.
319.-Más aún, hablando un día, juntos, de la muerte del P. Pietrasanta y del P. Esteban, reconoció la verdad de que era un castigo de Dios que hubieran muerto todos de jóvenes, sobre todo con aquella clase de muerte que habían tenido. –“Por eso, esté Vuestra Paternidad seguro de que las Constituciones no serán nunca publicadas”.
Quedó tan consolado con esta respuesta nuestro Padre, que, por la alegría, parecía estar ya sano y no enfermo y moribundo.
Finalmente, el Sr. Julio César se despidió, suplicando al Padre que pidiera al Señor por el Sr. Cardenal y por su Casa, y también por él -habiendo sido antiguo y buen amigo- “cuando esté en la vida eterna”.
Le respondió que, si la Divina Misericordia le concedía la gracia de recibirlo, lo haría más que contento.
El Sr. Julio César le besó la mano, y le pidió la bendición, que gustosamente se la dio; y se despidió diciéndole: -“¡Adiós, P. General! Arrivederci!”. Y él le respondió:-“¡En el Paraíso, si Dios quiere!
320.-Quedó tan contento después que se fue el Sr. Julio César, que ya no pedía enjuagarse. Era ya tarde, y vino el Sr. Juan María, el médico, lo visitó, y lo encontró muy alegre, aunque algo abatido y flaco, y ordenó que enseguida le dieran la Cena, y no dejaran entrar tanta gente a hablar tanto tiempo, porque le aceleraban la muerte con conversaciones tan largas como le tenían con él, faltándole tanto la fuerza; y temía que a la mañana muriera; que estuviera alguno siempre en guardia, y de vez en cuando le diera un poco de alimento, de lo que él quisiera.
Mientras estaba cenando, vino el Bracero de la Sra. Marquesa Raggi, quiso visitar al Padre de parte de la Sra. Marquesa, que se encomendaba a sus oraciones cuando estuviera en el paraíso, y le dejó un cesta de muchos dulces de Génova, tan buenos que podían ir a cualquier Cardenal.
321.- El Padre le respondió que agradecía a la Sra. Marquesa el afecto, y le suplicaba pidiera a Dios por él, para que le diera un tránsito feliz; que estuviera alegre y abrazara la Cruz, como Dios le mandaba y tendría muchísimo mérito, “y que no vea dificultad, porque Dios le dará su retribución; y si ahora el yugo le parece pesado, si se conforma con la Voluntad de Dios, no sólo se lo hará ligero, sino ganará muchísimo para el camino del Cielo; que se cuide de cumplir lo que ha comenzado, porque así se ganará el Paraíso; que diga a la Sra. Violante, su Compañera en Cristo, que también ella tenga paciencia y abrace la Cruz que Dios le tiene reservada; y, aunque la bebida le parezca amarga, que la beba alegremente por amor de Dios, que, a su tiempo, no sólo le será dulce, sino le servirá también de consuelo, y luego recibirá la retribución de Dios bendito, como en parábolas promete a sus discípulos.
322.- Eran éstas dos Señoras tan uniformes en el espíritu, que nunca dejaban de hacer sus cosas espirituales; la mañana se les hacía mil años, hasta que llegara el día para ir a la Iglesia de San Pantaleón, donde estaba su Confesor, que era el P. Juan [García del Castillo] de Jesús María, alias el P. Castilla, para escuchar sus consejos y la dulce manera como les orientaba el espíritu, que parecía no podían salir de allí.
Una se llamaba María Spinola, mujer del Marqués Raggi, ambos genoveses, y no se dedicaba más que a las cosas espirituales, ni se cuidaba de ir a festines o a visitas de otras Damas, sino sólo se conformaba con estar en nuestra Iglesia de San Pantaleón, desde la mañanita hasta que se cerraba la Iglesia, y siempre haciendo oración, oyendo misas, o, a veces, enseñaba a decir el “Pater Noster et Ave Maria” a algunas niñas, a quienes daba algunas cositas para que hicieran oración por ella, no bastándole la que hacía por sí misma.
323.- Por tanta espiritualidad, el marido la maltrataba y le decía que no se hubiera casado, sino mejor haberse ido de Monja, puesto que quería hacerse santa antes de morir. Ella le respondía que pedía a Dios por él y por sus cinco hijos, “para que el Señor les dé juicio, y sean buenos cristianos”; y que él estaba obligado a darles buen ejemplo y consejos para vivir según su nacimiento, “para que luego, cuando sean mayores no vivan con caprichos y sin brida”, como había hecho él. Estas eran las diferencias que tenía la Marquesa con su marido; y, a pesar de todo, él no la maltrataba; al contrario, alababa todas las comodidades que quería dar al Bracero, a dos sirvientes, más la Carroza; de tal manera, que, en más de quince años que yo la conocí en nuestra Iglesia, nunca la vi mandar a nadie; así que ellos tenían toda la paciencia oyendo misas, hasta que se cerraba la Iglesia. Por eso el Marqués, su marido, muchas veces se lamentó conmigo, diciendo: -“¿Es posible que, aun terminando las misas tan tarde, mi mujer llegue siempre después de mediodía? ¡Qué paciencia tengo que tener! Y, para no disgustarla, ni la hablo, porque siempre me echa en cara que la traje a Roma contra su voluntad. Cada día tiene que hacer sus devociones, pero, de esta forma, deja mi Casa abandonada; no quiere saber nada de ella; sólo hacer oración. Y ya ha adoctrinado en sus costumbres a un hijo, el más pequeño, que no quiere hacer más que lo que diga la Madre, y están todo el tiempo musitando rosarios de rodillas. Así que ustedes, Padres, me han hecho dos santos, distintos del temperamento de los otros cuatro hijos míos”.
324.- La Compañera de la Sr. Marquesa Raggi, María Spinola, de Génova, se llamaba Sra. Violante Raimondi della Rovere, de Savona, Señora muy rica y piadosa, verdaderamente, pero que había tenido muchas desgracias y persecuciones, lo que supuso para ella una Cruz tan pesada, que no sé cómo lo pudo soportar, si no hubiera sido por la ayuda especial divina.
Tuvo muchos hijos, dos de los cuales fueron Prelados de grandísima doctrina y santidad; y fue tanta su riqueza, que compraron no sólo un Clericato de Cámara, sino también muchos oficios vacantes[Notas 20]. Las dos murieron jóvenes, y dejaron muchos legados píos, en particular, que se hiera una Capilla de sus antepasados en San Pedro in Montorio, donde están enterrados. Lo recubrió de finísimos mármoles y las estatuas de los dos Prelados, todo hecho por los mejores escultores que había en Roma, lo que supuso un grandísimo gasto.
325.- El último hijo que le quedó se llama Marcelo, el más rudo y malformado, a quien le correspondió el Marquesado que tenía en el Reino de Nápoles; compró un estado de cuatro tierras al Estado Eclesiástico, que le costó muchos cientos de miles de escudos; así que esta Familia era deseada por muchas personas cualificadas; a pesar de que el joven fuera de aquella contextura.
Por aquel tiempo, se confesaban en nuestra Iglesia de San Pantaleón muchas Damas y Señoras de categoría; parte, con el P. Castilla, parte, con el P. Pedro Andrés [Domenici], parte, con el P. Pedro [Casani] de la Natividad de la Virgen, y parte, con el P. José de la Madre de Dios, nuestro Fundador. Entre ellas estaban: La Sra. Violante Raimondi, la Sra. Laura Gaetana, la Sra. Hortensia Biscia, la Sra. D. Olimpia Panfili, con sus dos hijas, la Sra. Marquesa Raggi, la Bonfiglioli, y muchas otras, que, por brevedad no cito, como las Señoras Massimi, Torres, y la Boncompagni, todas las cuales estaban siempre en nuestra Iglesia, pues vivían, verdaderamente, en espíritu y devoción.
326.- Un día la Sra. Dña. Olimpia Panfili pidió a la Sra. Hortensia Biscia que viera con destreza cómo enterarse de si la Señora Violante tenía intención de buscarle mujer al Marqués Marcelo, su hijo, que con mucho gustó le daría a una de sus hijas, porque tenía ganas de emparentar con él, no sólo por su riqueza, sino para que le educara con su espíritu y santidad de vida, que esta era también la voluntad del Cardenal Panfili, su cuñado.
La Sra. Hortensia emprendió esta empresa con muchas ganas, por ser también ella pariente de los Panfili.
Una mañana, mientras estas Señoras estaban en la Iglesia haciendo sus devociones, la Sra. Hortensia invitó a la Sra. Violante si aceptaba retirarse a la Capilla del Pesebre, que quería hablar con ella de un asunto importante, y que estarían allí hasta que se fueran la Señora Panfili.
327.- La Sra. Violante fue de buena gana a la Capilla del Pesebre, como le había dicho la Sra. Hortensia. La Sra. Hortensia comenzó a exagerar que la Sra. Olimpia y el Cardenal Panfili tenían ganas de emparentar con ella, que le ofrecían la hija mayor para esposa del Sr. Marqués, su hijo; que no perdiera la ocasión de emparentar con un Cardenal Papable, y que procurara darle la respuesta, para ver lo que se podía hacer.
La Sra. Violante, que era sincera de corazón, sin pensar en lo que podía suceder, le respondió libremente que no le parecía a propósito hacer tal Matrimonio, porque después los hijos de su hijo por parte de la Madre, al no tener la Nobleza que tiene la Casa de Raimondi y Riani, no podían ser Caballeros de Malta; que la excusara, si no le daba respuesta.
328.- A la Sra. Hortensia le pareció que la había tratado muy descortésmente, y a la mañana siguiente dio la respuesta a la Sra. Dña. Olimpia con las mismas palabras que le había dicho la Sra. Violante Raimondi.
Estaba entonces en Roma el Marqués Giustiniani, de Mesina, que era Caballero muy tranquilo, y de presencia. El Cardenal Panfili lo trató con él, y se realizó el matrimonio, a satisfacción de todos.
Por la otra parte, la Sra. Violante quiso emparentar con personas de igual Nobleza, e hizo el matrimonio con una sobrina del Cardenal Grimaldi, de Génova, con una opulenta dote. Y así, sin ningún problema, se realizaron estos dos matrimonios, sin que nunca se hablara más del otro. Fingiendo una y otra que no sabían nada, siguieron frecuentando nuestra Iglesia, hasta la muerte del Papa Urbano Octavo.
329.- Muerto el Papa Urbano, subió al Pontificado el Cardenal Panfili, con el nombre de Inocencio Décimo. Desde entonces, la Sra. Dña. Olimpia, como cuñada suya, tenía gran influencia en su gobierno, y enseguida buscó emparentarse con el Príncipe Ludovico, nepote del Papa Gregorio XV, como ocurrió con toda felicidad.
Entre tanto, no faltaron personas, quizá para atraerse la benevolencia de los Patronos, que acusaron al Marqués Marcelo Raimondi de haber asesinado un vasallo en el Estado Eclesiástico. Le incoaron un Proceso; pero como dicho Marqués estaba en su Marquesado, en el Reino de Nápoles, ordenaron secuestrarle no sólo sus tierras en el Estado Eclesiástico, sino, después le hicieron también el inventario de lo que tenía en Casa la Sra. Violante Raimondi, en Roma, y le entregaron las cosas, bajo la fianza del Sr. Nicolás Gavotti, que antes había sido yerno suyo.
Esta pobre la Señora quedó tan expoliada de toda su riqueza, y sin ayuda, porque nadie se atrevía a hablarla, para no caer en desgracia de Dña. Olimpia, que ordenaba hacer “ad mudum belli[Notas 21]”.
330.- Y para mayor desgracia suya, su Maestro de Casa le robó muchas vestiduras de Damasco, y adornos de los inventariados; las empeñó en nombre de dicha Señora, se guardó el dinero, y se refugió en iglesia. Con lo cual, quedó reducida a una pobre Señora, que venía a nuestra Iglesia a pie, con una Camarera y un hijo que la acompañaba. Y, como ya no podía dar otras limosnas, daba trozos de pan a los pobrecitos, por amor de Dios, para que hicieran oración por ella, y el Señor la ayudara, y le diera paciencia para poder soportar pacientemente aquella Cruz que le había anunciado la Sra. Marquesa Raggi, por parte del P. José de la Madre de Dios, a quien se encomendaba devotamente, para conseguir del Señor que supiera conformarse con la Voluntad Divina, y su alma pudiera sacar algún fruto espiritual para su alma, ya que había perdido todo lo que tenía.
331.- Una mañana el Clérigo de la Iglesia me avisó desde la Sacristía, que una peregrina me llamaba en la Iglesia, que bajara pronto, que era una cosa necesaria, y tenía prisa.
Pensando fuera alguna Pobrecilla que quería una limosna, respondí al Clérigo le dijera que tuviera paciencia, que no tenía nada que darle. Me respondió que no parecía se tratara de limosna, lo que quería era hablarle. Salí fuera y me dijo que hiciera una Caridad; si venía la Señora de Raggi le dijera que la Comunión de aquella mañana la aplicara por ella, pidiera al Señor le diera fortaleza y constancia para conformarse con la Divina voluntad, para sacar fruto de lo que le mandaba Dios en beneficio de su alma; y pidiera al P. José de la Madre de Dios que le ayudara a llevar la Cruz que él mismo le había anunciado; que ella iba a recorrer las Siete Iglesias, con su sirvienta, de aquella manera.
332.- No conocí enseguida quién era, porque llevaba un velo delante de los ojos, y una capucha deslucida y grande, pero se lo pregunté. Se descubrió la cara y vi que era la Sra. Violante Raimondi; iba descalza y son calcetas. Quedé admirado, viendo a una Señora tan importante y vieja, y le dije: -“Señora, ¿cómo es posible que haga las siete iglesias de esta manera, sola y a pie, en una edad tan avanzada, cuando basta con hacer otras penitencias adecuadas a su estado y edad?” Me respondió que todo lo hacía con el consentimiento del P. Castilla, su Padre Espiritual; que era poco para sus pecados; que pidiera a Dios por ella, y que a la vuelta vendría a comulgar. Y así partió, para hacer el viaje.
Cuando volvió de las siete iglesias, encontró a la Sra. Marquesa Reggi, hizo sus devociones habituales ordinarias, y estuvieron hasta que cerraron la Iglesia de San Pantaleón, donde habían estado arrodilladas sobre el sepulcro del Venerable Padre José de la Madre de Dios.
Pero no terminó aquí la persecución contra ella, porque al día siguiente se presentó el Juez, con el Notario, Testigos y esbirros, a comunicarle el cumplimiento de la sentencia en Casa; querían quitarle hasta la cama que tenía para dormir.
333.- Casualmente, tuve que pasar por su Palacio, y vi a los guardias a la puerta. Subí arriba, y pedí al Juez que no procediera a hacerlo, que así se lo ordenaba el Cardenal Imperial, Gobernador de Roma, que para eso me había mandado aposta.
El Juez obedeció, y yo me fui adonde el Cardenal; le conté lo que sucedía, que él estaba obligado a ayudar a aquella Señora, por ser Pariente suya; que entregaran todas aquellas cosas a una tercera persona, para no hacerle ningún daño considerable. El Cardenal, airado, mandó llamar a un Gentilhombre suyo, y le dijo fuera donde el Juez, para que lo dejara todo, hasta que todo se le entregara al Señor Nicolás Gavotti, yerno suyo, a quien él llamaría. Así se cumplió, y así pasó aquella borrasca.
Muerto el Papa Inocencio X, fue elevado al Pontificado Alejandro VII. Llamó a Roma al Marqués Marcelo Raimondi Riano, le hizo un Breve, y lo absolvió de cuanto había sido investigado, haciendo que le restituyeran cuanto le habían secuestrado. Después murió la Sra. Violante, el año 1655 en grandísimo olor de santidad.
He querido contar este hecho para mostrar que el Padre José, moribundo, anunció la Cruz que había de llevar esta Señora, espejo de las Damas genovesas, y que lo soportó todo con grandísima paciencia.
334.- El día 24 de agosto de 1648, vino a visitar al P. José, moribundo, el Sr. Pedro della Valle, y trajo con él a cuatro de sus hijos, es decir, Valerio, Erasmo, Francisco y Pablo, para que el P. José, antes de morir, les diera su bendición, porque los quería tiernamente, ya que él mismo loes había enseñado, desde las primeras letras y escribir, hasta la introducción a la Gramática; por eso los acogió con entrañable afecto, y los bendijo, diciéndoles que fueran obedientes a sus mayores, como se debe. El Sr. Pedro se arrodilló con sus hijos, y luego se fueron entre tiernas lágrimas, porque veía que se amontonaba la gente, para recibir su bendición.
335.- Este Señor Pedro della Valle era una persona muy retirada que apenas salía, y no hablaba con nadie, a no ser con el P. Carlos [Delicto] de San Antonio de Padua, Maestro de sus hijos. Venía a San Pantaleón, por ser persona muy estudiosa, y andaba componiendo los doctísimos libros de sus viajes de muchos años, porque casi había recorrido todo el mundo.
Vino un Comerciante de la Piazza di San Pantaleo, llamado Sebastián, de Previso, que era muy devoto de nuestro P. José; le llevó algunas tazas, y se las entregó al H. Pablo [Ciardi] de San Juan Bautista, enfermero, para que, cuando diera algo de comer o beber al Padre, las empleara, que quería tenerlas para su devoción, como habían hecho otras personas.
336.- Sucedió que, conforme le iba dando algo con que enjuagarse y beber, el que menos se pensaba se llevaba las tazas. Vino el Sr. Comerciante Sebastián para recoger las suyas, y el H. Pablo le dijo que se las habían robado, que tuviera paciencia, que no trajera otras, que ya le atendería. Mientras estaban hablando, el H. Pablo tenía en la mano una escudilla donde echaba un poco de pesto que daba de vez en cuando al Padre. Posó la escudilla, sobre el reclinatorio del Padre, cogió Sebastián, hábilmente, la escudilla, se fue por las escaletas, y se la llevó. El H. Pablo y el P. Vicente de la Concepción, siguieron tras él, para que devolviera la escudilla con el pesto -pues en Casa no había otra gallina cocida para alimentar al padre-, pero fue ya imposible conseguir que la restituyera.
Finalmente, acordaron echar el pesto en otra escudilla, y él se quedara con la que habían llevado al Padre; así la restituyó, y el H. Pablo volvió a darle el pesto. Este caso hizo que se tuviera más cuidado de las Cosas de la habitación. Mientras tanto, todo estaba alterado por el dolor que sentíamos, de que muy pronto íbamos a perder a nuestro Padre.
337.- El P. Nicolás María del Smo. Rosario, alias Gavotti, introdujo a un pintor napolitano, un hombre valiente, a quien había llamado para hacer un retrato de nuestro Padre. Cuando vio aquello, que todos los que entraban se arrodillaban y le pedían la bendición, que se la daba a todos, y que se iban consolados, el pintor se arrodilló también para recibirla; pero el Padre, no solo no se la daba, sino ni siquiera quiso mirarlo; él lo intentó varias veces, pero todo resultó inútil. Al final, se puso de pie. Llegaban otros, y enseguida los bendecía. El pintor se retiró, reflexionando que, si sólo él no había recibido la bendición era porque se encontraba en pecado mortal. Hizo un acto de contrición y de humildad, se arrodilló delante de Padre, que se volvió hacia él con mirada alegre, y lo bendijo. Después, el pintor declaró públicamente lo que le había pasado, que no le había bendecido porque estaba en pecado mortal, pero que, en cuanto hizo el acto de contrición, enseguida lo bendijo.
338.- Después, se puso detrás de la ventana de la celda del Padre, para que no lo viera, y en cambio él pudiera observarlo bien, y comenzó a retratarlo. Estuvo toda la mañana, y no pudo pintarlo al natural. Terminó el trabajo, pero no quiso enseñarlo, porque no le había salido como quería. Quedó confundido, dio un brochazo a la pintura, y se fue todo disgustado.
Todos los Padres estaban tristes, y todos pensaban en las cosas de la Orden, porque; que si él faltaba, no habría ya esperanza de arreglo. A pesar de todo se iban consolando por aquellas señales que se veían, que nunca faltaba aquella multitud de gente que le pedía la bendición, y, al verlo, veían en esperanza lo que Dios quería.
339.- Llegado el atardecer del día24, se veía que el Padre se iba apagando. Preguntó al P. Vicente qué hora era. Al decirle que eran las dos, él dijo que fueran todos a dormir, y comenzó a contar por los dedos, dos, tres, cuatro y cinco; pero nadie sabía lo que quería decir. El P. Castilla, el Superior, dio orden de que le asistieran dos Padres sacerdotes y un Hermano, le hablaran de algo espiritual, y se le hiciera la recomendación del alma.
Comenzó el P. Castilla y el P. Francisco [Baldi] de la Anunciación, durante la primera hora; después les tocó al P. José [Fedele] de la Visitación y al P. Nicolás María [Gavotti]; y así respectivamente fueron turnándose, hasta el momento de la recomendación del alma. El Padre estaba atento y respondía a todas las palabras; sólo dijo que se pronunciaran con voz un poco más alta, para poder oírlas mejor. Cuando leía la Pasión según San Juan, él estaba atento, con todos sus sentidos, a pesar del catarro, que le impedía pronunciar bien las palabras.
340.- Se dio la señal de que todos fueran a dormir, y que serían llamados por orden, para que cada uno pudiera estar una hora, pues parecía que podría llegar hasta la mañana del día 25 de agosto. Se fueron los Padres y Hermanos a descansar, pero se quedaron cuatro, para que, al terminar su hora los dos primeros, pudieran suplirles dos siguientes, y los que habían terminado pudieran avisar a los que tocaba.
341.- Al sonar las cuatro de la noche, el P. Vicente y el P. Ángel de Santo Domingo creyeron que entraba en agonía. Tocaron la Campanita de la Comunidad; bajaron todos los Padre y Hermanos, y se arrodillaron, mientras El P. Castilla continuaba haciéndole la recomendación del alma. El Padre, Moribundo, estaba como ausente, con los ojos abiertos, mirando al Cielo, como cuando estaba sano, y parecía estar en oración. Así estuvo, hasta que sonaron las cinco; después, alzando la mano, como si quisiera bendecir a todos, entró en agonía; los Padres recitaban las letanías de los Santos. En aquel momento le llegó el instante de su muerte, y, pronunciando claramente el santísimo nombre de ¡Jesús! y de ¡María! entregó el espíritu a su Creador, que para tan alta gloria lo había creado.
Eran las cinco y media de la noche, cuando empezaba el día de San Bartolomé Apóstol. El 25 de agosto de 1648.
Mientras el Padre agonizaba, todos los Padres y Hermanos lloraban, enternecidos, a su querido Padre, como era su deber. Pero, de repente, se sintieron inspirados, y todos recuperaron una alegría general, que les hizo abrazarse unos a otros. Una alegría, interna y externa, pues parecía no había muerto, sino resucitado; tan grande, que todos parecían ebrios de amor de Dios.
342.- El P. Castilla, Superior, dio orden de que se fueran a descansar, excepto aquellos que debían lavar y vestir el cuerpo, a usanza nuestra. El H. Pablo [Ciardi] de San Juan Bautista, Enfermero, y el H. Lucas [Bresciani] de San José, Limosnero, prepararon el agua caliente; el H. José [dell´Orso] de la Purificación, Sastre, y el H. Agapito [Sciviglietto] de la Anunciación, Compañero del difunto Padre, preparaban la camisa de lana y los demás vestidos, para ponérselos después de lavado.
Cuando llegaron los Hermanos con el agua y las cosas necesarias para lavarlo, y retiraron del Cuerpo la cubierta de algodón y la sábana, no vieron por el lecho excremento alguno, sino que el lecho olía a rosas frescas, como pudieron observar todos los presentes; y yo mismo puedo afirmar, bajo juramento, haber sentido muy bien aquel olor.
Todos nos quedamos admirados de ello, pues, durante toda la enfermedad, de 24 días, nunca se habían cambiado las sábanas, que, por el contrario, debían estar malolientes, debido al sudor y a las fricciones que le habían dado con aceite de sándalo, y se las habían repetido muchas veces. Sin embargo, no olían mal ni las sábanas ni las almohadas, sino, como he dicho, a frescas y blancas rosas.
343.- Colocaron dos escabeles, con dos tablas encima, para poder lavar el cuerpo con mayor comodidad, y he aquí que, al quitarle el jubón y la camisa de tela para lavarlo, parecía que estaba vivo; y es que, con la mano derecha, inmediatamente se cubrió las partes pudorosas del cuerpo. Cuando lavaron todo el cuerpo, quisieron lavar también el brazo derecho, pero enseguida se cubrió con la mano izquierda, y no fue posible alzársela de aquella parte, para poderlo vestir. Tuvieron que cubrirlo con las sábanas blancas, y, fue entonces cuando aflojó el brazo, y pudieron ponerle su camisa de lana, -es decir, de sarga teñida-, la sotana, el cordón, las sandalias ´a la Apostólica´ que solía llevar, y su Bonete.
Luego, dentro del Oratorio, fue colocado en el catafalco, para poder ponerle después los Vestidos Sacerdotales, cuando fuera de día, y exponerlo en la Iglesia aquella misma mañana.
344.- A la misma hora en que había expirado, se informó al P. Francisco [Castelli] de la Purificación, Superior del Noviciado del Borgo, y al P. Camilo [Scassellati] de San Jerónimo, Rector del Colegio Nazareno, de que el Padre había ido al Paraíso. Ellos, a primera hora de la mañana vinieron a verlo, y a hacer lo que debían, como a su Padre que era. Antes habían dejado orden, tanto al Noviciado como al Colegio, de que todos vinieran también a San Pantaleón, a una hora convenida, para poderle hacerla las exequias, como se debía.
345.- Cuando los Padres y Hermanos ya habían ido a descansar, algunos pensaron que, antes de ponerle las vestiduras sacerdotales, se debía sacar de la cara un molde de yeso, para obtener una mascarilla al natural.
Entonces mismo, el P. Benedicto [Quarantotto] de Jesús María, y yo, fuimos a buscar a un artesano de moldes, llamado Francisco, hombre verdaderamente experto en esta profesión, que se encontraba -yendo desde nuestra Casa-, al lado del Campanario del Reloj de la Chiesa Nuova, entre la calle Banchi y Monte Giordano. Vino enseguida con sus arneses, e hizo el molde sobre la cara, que le resultó bellísimo; sólo tenía un defecto; al no advertir que el Padre no tenía dientes, el yeso le estiró un poco el mentón, que le quedó algo fino, pero no cosa notable.
El año Santo de 1650, vino a Roma el bravo artesano del molde, y le mandé hacer una máscara de cera pintada, que hoy se conserva, dentro de una cajita de color nogal y dorada, con un cristal fino de Venecia, que me dio por Caridad la Dama de un vidriero -devota de Venerable Padre- que entonces tenía su almacén donde el Pasquino, y ahora lo tiene en la Plaza de la Iglesia de San Pantaleón. La máscara de esta cajita salió tan natural, que se diría la cabeza de un hombre vivo, con los ojos al natural -como él los tenía- hechos de finísimo cristal labrado en esmalte, como pueden testificar todos los Padres que han venido a Roma a dos Capítulos Generales, a parte de los Padres y Hermanos que han estado y están en Roma.
346.- Mandé al artesano que hiciera aún cuatro mascarillas más de cera, repletas de yeso. Dos de ellas fueron enviadas a Florencia, a petición del P. Pedro [Casani] de la Natividad; una se la regalé al Gran Duque de Toscana, que dicen ordenó ponerla en su Galería, y la otra, al Príncipe Leopoldo, ahora Cardenal Medici, por haber sido nuestro Protector en medio de aquellas turbulencias. La tercera, se la regalé al P. Juan Lucas [di Rosa] de la Santísima Virgen, cuando vino a Roma, al Capítulo General del año 1659; hoy se conserva en la Casa del la Duchesca, dentro de una cajita, en el Archivo. Ésta, por ser la primera, resultó con más perfección que las demás. La cuarta, la llevé conmigo a la Casa de Chieti, donde se conserva con el decoro debido.
347.- Por la mañana, vinieron el P. Francisco [Castelli] de la Purificación y el P. Camilo [Scassellati] de San Jerónimo. Hubo Congregación de los Padres Sacerdotes, acerca de lo que se debía hacer para exponerlo en la Iglesia. Porque, como era la fiesta de San Bartolomé Apóstol, parecía necesario que, al celebrarse ya la fiesta de San Luis de los Franceses, donde aquella misma mañana se iba a tener Capilla del Sacro Colegio de Cardenales, en la iglesia de la Nación Francesa, aquello causaría un serio disturbio para nuestra Iglesia de San Pantaleón, por ser paso a la de San Luis, dado que esta Iglesia no está lejos de la nuestra. La determinación fue que se trasladara el día 26, y, mientras tanto se tuviera el Cuerpo, privadamente, arriba, en el Oratorio, sin que se extendiera fuera de la Casa el rumor de que había muerto.
348.- Y también, que salieran tres Hermanos a dar la noticia a los Padres de Frascati, Poli y Moricone, para que vinieran a la mañana siguiente; porque esa mañana, a las 12, se debía tener la función de bajarlo a la Iglesia, con la mayor solemnidad posible, según las posibilidades nuestra Pobreza, pues tampoco teníamos velas para ofrecerle la consideración que se merecía; pero, milagrosamente, otros nos suministraron todo lo necesario.
El P. Francisco de la Anunciación se encargó de invitar a algunos Músicos, para cantar la Misa solemne de Difuntos Llamó a la mayor parte de los Músicos de la Capilla del Papa, que aceptaron gustosos la invitación, por haber sido, la mayor parte, alumnos de nuestras Escuelas. Ellos, con Caridad y afecto, prepararon la música, igual que si el Padre hubiera sido un Cardenal, o el Prelado mayor de la Corte Romana.
Se determinó también que el P. Castilla, como Superior, comunicara la muerte del P. General al Sr. Cardenal Ginetti, Vicario del Papa y Protector nuestro; pero no a otros, para no crear desorden, a causa de la multitud de gente que podía venir.
349.- El P. Castilla, para no abandonar su Confesionario, encomendó esta tarea al P. Vicente [Berro] de la Concepción, para asistir él al oficio con el Cardenal, como hizo, con su habitual modestia. Aprovechó después la ocasión, y le preguntó cómo se debía exponer en la Iglesia, si con los vestidos sacerdotales, o con el hábito ordinario, para diferenciarlo de los demás sacerdotes, pues, siendo Fundador, parecía mejor exponerlo en forma distinta de los otros.
El Cardenal le respondió, con mucha piedad, que sentía la muerte del P. José, pero que tenía esperanza de tener un Protector ante Dios, que pidiera por él y por su Casa, porque siempre le había tenido en gran concepto de Santidad “y ahora gozará del mérito de sus fatigas, y de la paciencia con que ha soportado todas las persecuciones, sin lamentarse nunca; al contrario, excusando a los que le perseguían, echando la culpa de todo a tentación del demonio, cuando se dejaban embaucar de sus engaños. En cuanto a exponerlo en la Iglesia, es bueno que se observe el Rito común, y se tome ejemplo del Papa y de los Cardenales, que, cuando mueren, los visten con las vestiduras sacerdotales, tanto más, cuanto que él ha fundado una Orden Religiosa de Clérigos Regulares que se diferencia completamente de los Monjes y Frailes”. Y, con este consejo el Cardenal lo despidió, porque tenía que ir a la Capilla, a San Luis de los Franceses.
350.- Mientras tanto, el H. Pablo de San Juan Bautista, boticario y enfermero, pensó en invitar al Sr. Juan María Castellani, médico, al Sr. Pedro Brignoni, anatómico, y al Sr. Cristóbal, quirúrgico, porque pensaba disecarlo para ver cuál era la razón de tanto ardor en las vísceras y el Corazón del Padre, porque el Sr. Juan María, no sólo era competente en la Medicina, sino también en la Cirugía y en la Autopsia, pues explicaba públicamente en la Sapienza de Roma, y era el principal profesor de anatomía, de cuyas materias había publicado muchas cosas.
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351.-El H. Pablo comunicó esta idea a algunos Padres, que la consideraron, verdaderamente, como una inspiración divina; y todos ellos, unánimes, convinieron en realizar este pensamiento. Lo trató con el Sr. Juan María Castellani, y le respondió que él también había pensado disecar al P. José durante la noche, no sólo para ver la razón de los ardores que le producía el hígado, sino para conservar todos los interiores y el Corazón, purificarlo todo con aromas, y que se pudiera conservar, para lo que Dios quisiera disponer. Por eso, dio al H. Pablo la orden de buscar dos pucheros de barro, capaces de contener los interiores, dos barreñitos de mayólica blanca, cuatro platos grandes, también de mayólica, dos esponjas grandes, y otras cosas; cuatro mandiles blancos para los cuatro doctores, y algunos trozos de tela para limpiarse las manos; que después pensaría en lo demás. Además, le dijo al H. Pedro que se diera prisa para preparar todo aquello; y que, antes de salir de la visita al Hospital del Espíritu Santo, pediría permiso para no volver aquel día, y determinaría la hora, para que otros ya invitados llegaran también a tiempo.
352.- Cuando el Sr. Juan María retornó del Espíritu Santo, habló con el P. Castilla de que habían convenido en disecar el cuerpo del P. José; que avisara de que no se dijera nada fuera; que él vendría enseguida, en cuanto sonaran las 18 horas; y que avisaran al Sr. Pedro Brignani, al Sr. Luis Berlinzani, médico, y al Sr. Cristóbal, cirujano, de que a las 18 horas se encontraran en San Pantaleón, para hacer las cosas a su debido tiempo; y que, después que vinieran ellos, se cerrara la puerta con llave, y la guardara el P. Castilla, sin dejársela a ninguno, ni dar audiencia a nadie; porque si llegara a saberse esta operación, vendrían todos los médicos y cirujanos de los Cardenales y Embajadores, y no podrían hacer la operación con tranquilidad; y, además, no había local para hacerla.
353.- “Y que no entren más de seis Padres, o, a lo más, ocho, y los demás, que tengan paciencia”. El P. Castilla con dificultad pudo hacer que se cumpliera, porque todos querían verlo, y él quería satisfacer a todos, para que no se quejaran. Se determinó que entraran el P. Castilla, el P. Francisco [Castelli] de la Purificación, el P. Camilo de San Jerónimo, el P. Francisco de la Anunciación [Baldi] de la Anunciación, el P. José [Toni] de la Purificación, el P. Vicente de la Concepción, el P. Ángel de Santo Domingo, el P. Juan Carlos de Santa Bárbara, el H. Pablo de San Juan Bautista, y el H. José [del´Orso] de la Purificación, sastre; éste estuvo mientras los Padres y Hermanos dormían, pues era hora de silencio y reposo. Y así se observó, hasta que terminó la hora del sueño.
Se determinó también que esta operación se hiciera en la Clase 2ª de Gramática, porque era una sala más amplia, capaz, a propósito, y menos dependiente de otras, para que no nos oyeran.
354.- Cuando llegó la hora establecida, llegaron los tres médicos, es decir, Juan María Castellani, Pedro Brignani y Luis Berlinzani; y el Cirujano, Cristóbal. Pusieron dos caballetes con tres tablas encima, en medio de la sala, para poder girar alrededor, colocaron los mandiles y las toallas delante, y llevaron el cuerpo del Padre -que estaba en el catafalco- los Padres Castilla, Francisco de la Purificación, Camilo de San Jerónimo y Vicente de la Concepción. Todos los demás querían hacerlo, pero, para evitar las diferencias, lo llevaron éstos, como más ancianos.
Mientras tanto, cada uno andaba buscando algún pañuelo, toalla, telas o trapos, como mejor podía, para empaparlos en la sangre, y que tocaran el cuerpo del Padre, a fin de guardarlos como devoción. Después, el cuerpo fue acompañado por los Padres y Hermanos que estaban presentes, con velas encendidas en la a mano, y, cantado el Salmo “Benedictus Dominus Deus Israel”, colocado en el lugar destinado, para comenzar la operación de disecarlo.
355.- Fue desvestido dentro del Catafalco, dejándole sólo el calzoncillo, y entregando la camisa de lana al P. Francisco de la Purificación, para que la guardara; y los otros vestidos, al H. José, el sastre, para que, terminada la operación, se le pudiera vestir de nuevo. Luego, pusieron el cuerpo sobre las tablas preparadas. El Sr. Juan María Castellani se puso de rodillas, hizo la señal de la Cruz, un poco de oración[Notas 22], y después echó mano de un bisturí en forma de podadera, seccionó de la cabeza la piel del cráneo, y le levantó el hueso del cráneo, diciendo estas palabras: -“Este trozo de hueso del cráneo me toca a mí, para mi devoción; pero será también vuestro, porque me obligo a llevarlo al Convento nuestro de Carcare, y colocarlo decorosamente en aquella Iglesia, como depósito de Reliquia, para que si Dios permite algo, aquel Convento reciba su parte”. A lo que los Padres asintieron, aunque tácitamente.
Y así lo cumplió después el Sr. Juan María; lo mandó a Carcare, donde hoy lo conservan nuestros Padres.
356.- Al quitarle el hueso de cráneo, salió fuera el encéfalo, que puso dentro de una jofaina de mayólica blanca, que entregó al H. Pablo de San Juan Bautista, con orden expreso de que no la tocara de como estaba, para que a su tiempo se pudiera preparar. Todos estaban atentos, y ninguno hablaba, más que el Sr. Juan María con los médicos, el cirujano y el H. Pablo, boticario Causó una gran devoción a los Padres el ver que el Sr. Juan María le había cogido el hueso del cráneo, porque quería tenerlo como Reliquia, y todos pensaban hacerse con alguna cosa de él -como se dirá pronto, para no interrumpir el hilo de esta historia-[Notas 23].
357.- Colocado el cuerpo distendido sobre las tablas, el Sr. Juan María mandó al Sr. Cristóbal, el cirujano, que hiciera un tajo desde el pecho hasta el vientre, y después otro sobre el vientre, en forma de cruz. Y comenzaron a sacar los interiores, con mucho cuidado, para poder ver si estaba deteriorada alguna parte; pero las encontraron todas blancas y limpias, y casi sin excrementos. Las pusieron dentro de dos recipientes de barro, para limpiarlas después, cuya tarea fue encomendada al H. Pablo, enfermero y boticario. Volvieron adonde el tajo del pecho, para abrirlo más, y ver el hígado y el bazo, éste grueso y replegado, como en un envoltorio. Esto era lo que le producía aquel fuerte calor, hasta no poder exhalar; y, a veces, era tanto el calor que no lo dejaba descansar, si no se le ponía una piedra de alabastro bien mojada en agua fresca, pues parecía se iba a morir.
358.- Hicieron un corte al bazo, de donde salió sangre. Los cuatro mojaron en ella sus pañuelos; con lo cual, todos los que estaban presentes hicieron los mismo. Cada uno hacía lo que podía par mojar más paños. Mientras, el H. José, el sastre, salió fuera para ir a buscar más paños, porque la cantidad de sangre era mucha. Cada uno mojaba su parte, con gran silencio y modestia, y santa disputa; pero respetando cada uno a su compañero, hasta tal punto, que parecía que todos tenían una misma voluntad. El Corazón fue colocado dentro de una vasija, y observaron que lo tenía más grande que de ordinario; el bazo y el hígado los pusieron en platos de mayólica blanca, extendidos, para poderlos girar más fácilmente, cuando tuvieran que prepararlos.
359.- Pero, ciertamente, se cometió un error notable; pues, por el ansia que todos tenían de empapar sus pañitos, no se tuvo en cuenta recoger la sangre en alguna vasija, para poder conservarlo después, y se podrían haber llenado ampollas, ya que era una sangre bellísima y brillante, como si hubiera salido de un hombre vivo. Esto causaba estupor, no sólo a los Padres, sino también a los Médicos y al Cirujano, que, como prácticos en estas materias, estaban admirados de cómo se podía conservar de aquella manera la sangre de un muerto, pues parecía un Rubí bien formado.
De aquí me vino a mí la idea de lavar algunos paños, mezclar aquella sangre con agua, y llenar muchas vasijas, platitos y escudillas de mayólica blanca, que sellé con mi sello, y luego distribuí a muchas casas y personas, como he escrito en otro sitio con más detalles. Y aún tengo una ampollita cuadrada, sellada con cera de España, para mi devoción y recuero de mi Padre tan querido.
360.- Cuando los Padres y Hermanos se despertaron, fueron al oratorio a ver el cuerpo de su Padre; y, al no encontrarlo allí, como no sabían lo que había sucedido, fueron a la puerta de la Clase 3ª, la forzaban, amenazaban romperla.
Salió el P. Camilo de San Jerónimo, que tenía la llave, y, con buenas palabras los tranquilizó, diciéndoles que tuvieran paciencia, que se había hecho la autopsia al cuerpo, y ya faltaba poco para terminar. Con esto los tranquilizó; pero se fueron a la galería abierta, correspondiente a las ventanas de la Clase 2ª, donde se hacía la operación; desde allí veían lo que se podía ver, y con esto se conformaron.
361.- Recogidos todos los interiores en las vasijas, cada parte separada de la otra, se los entregaron al H. Pablo, para que los limpiara y custodiara, hasta que estuvieran preparados los polvos aromáticos, que, a las cuatro horas, se debían meter dentro, como así se hizo. Luego se selló todo, fue reconocido por los mismos tres Médicos y el Cirujano, se pidió a l Sr. Francisco Meula, Notario y Canciller de la Sagrada Visita Apostólica que redactara un Instrumento, y las Reliquias fueron puestas dentro de dos cajas, con una inscripción de lo que contenían. Fueron sellados con más sellos, y entregados al P. Vicente [Berro] de la Concepción, Procurador de la Casa de San Pantaleón, el cual, después, mando hacer una caja de nogal bien trabajada, y poner cuatro cerraduras con cuatro llaves, una de las cuales tengo yo, hasta que fue nombrado General el P. Castilla, cuando ya dichas llaves fueron entregadas al P. General y a los Asistentes, y yo conservaba sólo la llave de la celda del Venerable Padre, donde fue colocada dicha Caja, y allí se conserva, con el mismo orden de antes.
362.- Terminada la operación arreglar los interiores del Venerable Padre, cogieron cal líquida y dieron una mano de ella dentro del cuerpo, como cuando se blanquea una muro, y luego se le llenó de tallos de mirto, fronda de laurel, extracto de cítricos, y otras hierbas odoríficas. Cosieron toda la piel del cuerpo, que quedó como si nunca lo hubieran tocado. Cuando terminaron, querían vestirlo igual que antes. Recogieron la camisa de lana que le habían quitado, y se la entregaron al P. Francisco [Castelli] de la Purificación, que debió de ponerla en una silla, pero no fue posible poderla ver más.
363.- Se enfadó tanto el P. Castilla que, como Superior, amenazó con la excomunión, si no era restituida; pero le aconsejaron que no lo hiciera, pues el que la había cogido no era súbdito suyo, ya se había ido, y estaba en la Casa de Borgo; que, si la tenía el P. Francisco, le aseguró que le obligaría a devolverla. Y así se tranquilizó. Por eso, tuvieron que decir al H. José de la Purificación, sastre, que cogiera otra Camisa de lana del Padre, para podérsela poner, ya que aquella no se pudo ya encontrar nunca, de lo cual se echó la culpa al mismo P. Francisco, que se la dio al P. Jorge [Ciarnino] de San Francisco, del Piemonte, que estaba en el Colegio Nazareno, y el P. Jorge, a su vez, se la dio al H. Santiago [Marchi?] de San Donato, que estaba de Comunidad en el Noviciado del Borgo, que se la llevó fuera. Para tranquilizar al P. Castilla le dieron sólo una manga, y la otra se la repartieron entre los Padres del Noviciado y los del Colegio Nazareno.
364.- Trajeron otra Camisa, se la pusieron, y encima le vistieron el hábito. Pero tampoco se encontró el cordón del Cíngulo, ni el bonete, ni las sandalias ´a la Apostólica´, para calzarlo, que también se las llevaron. Fue necesario ponerle otras cosas, que él mismo había usado antes, y se guardaban en el ropero. Los Padres se disgustaron muchísimo de que se hubieran atrevido incluso a quitarle las sandalias de los pies, y de que nunca se hubiera podido saber quién las llevó. Después, estas sandalias se encontraron en el año1669. Las tenía un Padre teatino, que estaba en San Andrea della Valle, cuyo nombre no recuerdo; de lo que sí me acuerdo es de que fue nombrado Obispado de Cremona, al renunciar al Obispado el Cardenal Vidoni.
365.- Estas sandalias estaban dentro de una caja, junto con un pañuelo teñido en sangre del Venerable Padre, un diente, un secador de pelo del mismo, y algunos trocitos de nervios, quitados de la cabeza, cuando le levantaron el cráneo y el cerebelo. Se los había dado, en depósito, el Sr. Cristóbal, el Cirujano, antes de morir, pues, que, como eran cosas del Siervo de Dios, no quería se perdieran. Cuando el P. Juan Carlos [Caputi] se enteró de ello, pidió a dicho Padre teatino, que le permitía ver la caja que le había dejado el Sr. Cristóbal, de feliz memoria, cuando se la dejó en depósito, que así me lo había dicho la mujer del mismo Cristóbal; que yo sólo quería ver lo que había en dicha caja; tanto más, cuanto que a él no le servía para nada, por no saber con certeza qué era ni de quién eran; que, cuando las reconociera, se podían autentificar, con certificación de muchos testigos.
Tanto le dijo el P. Juan Carlos, que el Padre teatino aceptó, lo llevó a la habitación, y abrió la caja, a condición de que sólo viera lo que era, pero sin tocar nada.
366.- Vio la caja, y allí se encontraban las sandalias, un diente envuelto en un papel, que decía se lo había extraído el Sr. Cristóbal muchos años antes de morir, una toalla, un pañuelo teñido en sangre, un papelucho donde había algunos trocitos de piel de nervios, y una oración fúnebre impresa, que era la que había hecho el P. Camilo [Scassellati] de San Jerónimo, Rector del Colegio Nazareno. Todas aquellas cosas estaban separadas, y cada una con su inscripción, hecha a mano por el mismo Sr. Cristóbal. El P. Juan Carlos las reconoció enseguida, lo mismo que el H. Eleuterio [Stiso] de la Madre de Dios, su Compañero, quien, como le parecía que el P. Juan Carlos hacía poco caso de aquellas cosas, le dijo que sería conveniente las reconocieran otras personas, mediante un Notario; que un día llamaría a Francisco María Simio, Notario del Vicario, y a otros tres Testigos, y luego se podrían distribuir todas por igual, excepto el diente, que lo deseaba el P. Juan Carlos.
Quedaron en hacer esto, pero pasaron más de seis meses, y nunca se habló de ello, pues el P. Juan Carlos estaba atareado en otros asuntos de mayor urgencia para las cosas públicas de la Orden.
367.- Un día, el P. Juan Carlos estaba hablando con los Padres D. Tomás del Bene y D. Francisco Biscia en el claustro de Sant´Andrea della Valle, cuando, casualmente, pasó por allí el P. Teatino, y dijo que tenía esperanza de que el Cardenal Vidoni renunciaba al Obispado de Cremona a favor suyo; y al P. Juan Carlos le dijo que cuándo quería la caja con la cosas, para que las autentificara el Notario. Le respondió que, si quería dársela en aquel momento, se la trajera mandarla reconocer. Y, efectivamente, lo llevó a su habitación y le entregó la caja con todas las cosas que había dentro.
Él la llevó a San Pantaleón y la guardó en su celda, sin decir nada a nadie, por miedo de que algún Superior Mayor se la pudiera quitar.
368.- Al cabo de tres meses, el Padre teatino fue consagrado Obispo de Cremona, e hizo sus visitas a todo el Colegio de Cardenales, Embajadores y Príncipes, pero, antes de partir, vino a San Pantaleón, preguntó por el P. Juan Carlos, y le respondieron que no estaba en casa. Entonces, quiso hablar al P. Cosme [Chiara] de Jesús María, General, y le dijo que había entregado una caja con diversas Reliquias de su Padre José, Fundador, al P. Juan Carlos, Procurador, para que hiciera la autentificación; que le había prometido una parte de las Reliquias, y tenía idea de llevarla a la Catedral de su Obispado; que hiciera el favor de decirle al P. Juan Carlos que, o él le esperaba, o que fuera a encontrarse con él[Notas 24], pues a los dos días quería salir para su residencia de Carmona.
369.- Cuando volvió el P. Juan Carlos a Casa, el General le dijo que había estado el nuevo Obispo de Cremona, y le buscaba, porque quería la parte de las Reliquias del P. Fundador, y que lo esperaba en S. Andrea della Valle, o que le esperara él, que iría a cogerla.
El P. Juan Carlos le respondió que había consultado con Monseñor de Rossi, Promotor de la Fe, y le había dicho que de ninguna manera le diera tales Reliquias auténticas, porque, habiéndose introducido la Causa de Beatificación en la congregación de Sagrados Ritos, si la Congregación se enteraba de que se andaban dispersando las Reliquias auténticas del P. José, podría surgir algún incidente, y se retrasaría la Causa; y que él mismo estaría dispuesto a cumplir con su oficio, como estaba obligado. Así que, si el Prelado se volvía, le dijera con buenas palabras que, dadas las ocupaciones del P. Juan Carlos, no había podido autentificarlas; pero, cuando tuviera tiempo, le atendería y se las mandaría a Cremona, con toda puntualidad.
370.- Volvió el Obispo donde el P. General, y éste le dijo que, cuando tuviera tiempo, se las mandaría él mismo con toda puntualidad; que excusara al P. Juan Carlos por no haber podido autentificar las Reliquias, a causa de algunos incidentes en los asuntos graves de la Orden. Y con esta buena respuesta, se fue contento.
A los cuatro meses, el Obispo escribió al P. General desde Cremona que estaba esperando las Reliquias, como le había prometido, a lo que le respondió que todavía no había tenido tiempo, por las dificultades que se le presentaban.
371.- Se pusieron en la estancia del Venerable Padre la caja con las sandalias y las demás cosas, pero el diente lo cogió el P. Cosme, General, para regalárselo al Príncipe Cardenal Leopoldo de Medici, de Florencia. El P. Juan Carlos lo colocó dentro de una cajita forrada de terciopelo, sin embargo, después no le dio el diente, sino lo guardó él mismo para su devoción. Luego, terminado su oficio de [Procurador] General de la Orden, se lo llevó a Palermo, y al Cardenal le dio un manípulo que había usado el Venerable Padre cuando decía la Misa, autentificado por el mismo General.
Este regalo que hizo el P. Cosme, General, al Cardenal Leopoldo fue por los favores recibidos ante el Papa Clemente IX, de Feliz Memoria, y ante el Cardenal Ruspigliosi, por la Reintegración de la Orden, como lo explica difusamente una relación aparte, que conserva el P. Cosme, antiguo General, y que se llevó a Palermo.
372.- Vistieron de nuevo al Padre con su hábito, se lo ciñeron con el cordón, le pusieron el Bonete y otras sandalias, lo colocaron en el Catafalco como antes, y lo volvieron al Oratorio, con cuatro antorchas encendidas[Notas 25]. Luego le pusieron un alba y un amito nuevo de terciopelo con encajes, que era el mejor que había en la Sacristía, una planeta, una estola, un manípulo color púrpura, de seda florida, dos almohadas, y en la mano un Cáliz con la copa de plata. Parecía vivo, pues el rostro le relucía como si fuera un rayo de sol.
Andábamos buscando algo por la Casa para hacer una Caja, como fuera; pero, como en Casa no había nada de dinero para cubrirla, unos decían que se podía coger tablas de camas para hacerla, y después, con el tiempo, se podrían comprar nuevas; otros, otra cosa; así que todos estábamos afanados, pero no sabíamos tomar ninguna resolución, porque las tablas de camas eran cortas, y no se podían unir, por eran viejas.
373.- El H. Lucas de San José, de Fiesole, respondió que estuvieran tranquilos, que él buscaría la manera de hacer una de madera de castaño -como está hecha-; pero, mientras tanto, que hicieran oración. Con este ofrecimiento se serenaron, y todo salió con mayor ventaja, como se verá pronto y claro.
Por la noche, después de la cena, todos los Padres y Hermanos tuvieron la recreación habitual en el Oratorio, delante del Cuerpo de nuestro Venerable Padre, y se hablaba de sus virtudes. En aquel momento, llegó el H. Francisco [Noberascio] del Ángel de la Guarda[Notas 26], genovés, y , con grandísimo fervor y osadía comenzó un discurso, pronunciando, entre otras cosas, éstas auténticas palabras: -“Padres y Hermanos míos, ha muerto, como aquí lo veis, pero quiere y ordena que se observen “ad unguem” nuestras Constituciones, y que realicemos el Instituto como se debe, si queremos que la Orden siga adelante; y, si no me creéis a mí, tengo ánimo suficiente para proclamarlo, y para hacer que él mismo lo diga”.
Impresionó tanto esta decisión, que todos quedaron atónitos. Entonces, el P. Castilla, con su prudencia, comenzó a decir que todos estaban dispuestos a ser observantes, y a ejercitar el Instituto con toda puntualidad; y así se tranquilizó todo.
Dio la señal de las Letanías de los Santos, como de costumbre, se hizo el examen de conciencia, y, después de la bendición como Superior, dijo que cada uno se fuera a descansar; y, en cuanto a guardar aquella noche el cuerpo del Padre, quería quedarse él y otro Padre, para que después, a la mañana siguiente, cuando se debía hacer la función en la Iglesia, no estuvieran cansados ya desde la vigilia. Con esta orden, se fueron a dormir, dejando con él sólo al P. Juan Carlos [Caputi], los cuales, en toda la noche casi no hicieron más que oraciones vocales.
375.- Los que vinieron a verlo por la tarde fueron: Monseñor Francisco Firentillo, Monseñor Oreggio, Monseñor de Totis, Monseñor Biscia, con un familiar del Santo Oficio; y los Padres no podían hacer que salieran de Casa, para cerrar la puerta. Estuvo también el Sr. Cosme Vannucci, Limosnero secreto del Papa Inocencio X, del que se ha hablado antes extensamente. Éstos vinieron como familiares de Casa, porque aún no se había sabido la muerte por Roma, y por el día habían estado cerradas las puertas.
Muy de mañana, vinieron los Padres de Frascati, de Poli, y de Moricone. Se pensó transportar el Cuerpo a la Iglesia a las 12 horas. Mientras tanto hicieron provisión de velas, para que tuviera una cada uno. Luego vinieron también Padres del Noviciado, y los del Colegio Nazareno, con todos los Alumnos y Convictores.
376- Se dio orden de tocar las campanas, pero con pocos repiques. El P. Nicolás María [Gavotti] del Rosario comenzó enseguida a decir que estaba gravemente enfermo el Duque de Bracciano, Orsini, que aquel sonido le daba tedio y melancolía, que, ya por la tarde, lo había mandado decir. Entonces, el P. Castilla dio orden de que no se tocara más, lo que causó cierto disgusto entre los Padres, que querían que se tocara a toda costa, para hacer al Padre el honor que se le debía. Pero el P. Castilla dijo que se conformaran con la voluntad de Dios, que así lo iba disponiendo para mayor gloria suya. Así se fueron tranquilizando, y no se oyeron más las campanas.
377.- A la hora ya determinada, se formó la Procesión, de la siguiente manera: Delante iba un Clérigo con el incensario y la naveta del incienso, después, la Cruz con otros dos Clérigos, que llevaban candeleros, y luego seguían los Colegiales, entre Alumnos y Convictores del Colegio Nazareno, todos con sus velas en la mano, y detrás de ellos iba el P. Jorge [Ciarnino] de San Francisco, como Prefecto suyo; luego, los Novicios, después, los Hermanos, según su Profesión, los Clérigos y los Sacerdotes, en el mismo orden de Profesión; y por último, el P. Castilla, como Superior, vestido con alba y pluvial negro. Al final, el Catafalco con el Cuerpo, llevado por los Padres José de la Visitación, Camilo de San Jerónimo, Francisco de la Visitación y Vicente de la Concepción. Salieron por la portería, y dieron una vuelta por la placita de delante del Marqués Torres y del Palacio de los Sres. Massimi, cantando todos con grandísima devoción el salmo “Miserere y De Profundis”.
378.- Cuando el Catafalco entraba en la puerta de la Iglesia, había un niño, que tendría no más de cinco años, llamado Tomás, sobrino del P. Francisco [Baldi] de la Anunciación, que comenzó a gritar con estas precisas palabras: -“¡El Santo! ¡El Santo! ¡El Santo!” Creyendo se trataba sólo de algo pueril, no hicieron aprecio de aquellas palabras, hasta después de algunos días, cuando se vio lo que estaba sucediendo.
El Catafalco fue colocado en el centro de la Iglesia, con cuatro antorchas de cera blanca. El P. Castilla ordenó al P. Vicente de la Concepción y al P. Juan Carlos de Santa Bárbara que se encargaran de custodiar el Cuerpo del P. José, Fundador, que los Padres querían ir a cantar el Oficio de Difuntos.
379.- Pasó, por casualidad, delante de la puerta grande de la Iglesia una Señora, para salir por la puerta pequeña; se llamada Catalina d´Alessandro, viuda romana, que vivía en la Plaza Sciarra; se arrodilló delante del Catafalco; tocaba un brazo tullido en los pies del P. José, y e el P. Vicente le preguntó por qué tocaba con el brazo aquellos pies. Ella le respondió que no lo podía mover, pues estaba tullido, y tenía fe en aquel siervo de Dios, que por sus méritos lo devolvería a su primer estado de salud. Tenía tanta fe esta Señora, que inmediatamente se le pasó el dolor del brazo y comenzó a manejarlo. Al salir fuera por la puerta pequeña de la Iglesia, comenzó a gritar, hasta que llegó a la Plaza de Sciarra: -“¡Milagro! ¡Milagro! ¡En San Pantaleón de las Escuelas Pías ha muerto el P. José, el Fundador, me ha curado el brazo que tenía tullido, y lo manejo muy bien!”. Y por toda la calle, hasta que llegó a casa, no hizo más que gritar de la misma manera.
380.- Se encontró cerca de la Sapienza con Monseñor Scannarola, que iba donde el Cardenal Barberini, hombre conocido por todo el mundo. Entró en la Iglesia, se acercó al Catafalco, besó los pies y las manos del Padre. De pronto, se vio rodeado de tanta multitud de Gente, que no podía salir.
Este Prelado llevó la noticia al Cardenal Barberini, quien envió enseguida a su Maestro de Cámara. Al llegar, se acercó al P. Vicente, y le pidió, de parte del Cardenal que le informara sobre la enfermedad, cuánto había estado enfermo, y cuándo había muerto. Pero llegaba tanta la cantidad de gente, que poco le pudo decir. Fue al Coro, llamó al P. Castilla, y le informó minuciosamente de todo.
381.- La voz de Catalina d´Alessandro atrajo a la Iglesia a mucha gente; en otras, a una Señora llamada Antonia Poli, que llevaba con ella a un hijo, llamado Francisco, cuyo padre se llamaba Pedro Sufisone, panadero en Santa María in Via. Este niño tenía en la mano izquierda eclampsia infantil, otros decía que convulsión nerviosa; el caso es que tenía paralizado todo el brazo. La mujer acercó todo lo mejor que pudo a su hijo, y el P. Vicente le dijo que hiciera la señal de la Cruz y dijera un Padrenuestro y una Avemaría, y que tocara con la mano los pies del P. José. Así lo hizo, y enseguida quedó completamente sano. Salieron por la puerta de la plaza grande que va hacia el Pasquino, y la Señora se iba contando a quien encontraba, que en San Pantaleón había muerto un Padre que hacía Milagros, y había sanado de eclampsia a aquel niño, que antes no podía mover el brazo, “y ahora está perfectamente sano”. Después, enseguida se vio venir desde la Plaza del Pasquino y de la Plaza Navona tanta gente, que ya no se cabía en la Iglesia; llegaban oleadas de gente; tanta, que faltaba poco para que el Catafalco no cayera por tierra.
Se tomó la decisión de poner una defensa con bancos grandes con espalderas, para proteger el cuerpo de las oleadas que llegaban. Por la mañana se remedió en cierta manera; se mandaba entrar poco a poco a alguna persona conocida, poniendo de guardianes a algunos Alumnos nuestros que, para evitar el desorden, dejaban entrar la gente por los cuatro lados.
382.- Vinieron la Sra. María Spinola, la Señora Marquesa Reggi y la Sra. Violante Raimondi; fueron introducidas dentro, y no quisieron ya salir hasta que terminó la función de la Misa Cantada. Las dos Señoras besaron varias veces los pies al P. José, y las dos testificaron haber olido fragancia de Rosas, lo mismo que después observaron otras personas; y esto, antes de llegar otra Señora, que esparció una gran cantidad de flores, como ya hemos contado antes ampliamente, en otra circunstancia.
383.- Otro caso más. Entró y se le acercó un hombre, que no sólo cortó un trozo del vestido y de la camisa del Padre, sino le levantó la uña del dedo gordo del pie derecho; a causa del gentío, no nos dimos cuenta, pero sí lo hicieron la Sra. Marquesa Raggi y la Sra. Violante Raimondi; ellas vieron quién fue, que enseguida levantó la uña, y escapó. De dicho dedo salió sangre, que Señoras secaron con sus pañuelos; este fue el motivo para que después le cortaran casi toda la Camisa y el vestido, quedándole sólo con una especie de blusita tanto de vestido, como de camisa; pero la planeta no la tocaron, ni el manípulo, ni la estola. Y tuvimos que quitarle el cáliz, por miedo que se pudiera caer.
384.- Hubo que hacer, cuatro veces, una faldilla de paño negro, que se le ponía alrededor del cuerpo, para no se quedara desnudo; y se le puso también otra camisa, la mejor que se pudo, pues todo lo cortaban, hasta el paño del Catafalco negro; todo el que podía coger algo, lo cogía. Hubo uno que se atrevió a llevarse los pelos de las cejas; los guardianes tuvieron que echarlo fuera a empujones, y luego hubo que estar más atentos, para que no peligrara el cuerpo.
Echaban sobre el cuerpo enorme cantidad de flores de muchas clases, sin saber quién las echaba. Esto creó un grandísimo tumulto, pues todos querían coger flores de aquellas para su devoción, porque habían tocado el Cuerpo del P. José.
Por toda Roma se extendió la noticia de la muerte del P. José, y, al poco tiempo, no se veía más que Prelados y Caballeros. Éstos, para no caerse, empujados por las oleadas que venían del Popolo, tenían que encomendarse a los guardianes, y les ayudaran a entrar en la iglesia, lo que con dificultad podían lograr.
Para no repetir todo de nuevo, lo restante se puede ver más adelante, donde lo cuento ampliamente.
385.-Termindo el Oficio de Difuntos, comenzó la Misa cantada. Pero con grandísima dificultad podía pasar el celebrante -que fue el P. Castilla- con los ministros. Estaban los mejores músicos del Capilla del Papa, aunque, por el tumulto de la gente, no se podía disfrutar de la música, ni tampoco de los que cantaban en el Coro. En la Iglesia no se oía más que gritos; y no sólo de los que venían para verlo, sino de los poseídos y alucinados, que creaban una grandísima confusión. No se oía más que gritos, aullidos, favores y milagros; hasta tal punto, que todos estábamos aturdidos, sin poderlo aguantar.
386.- Mientras nos veíamos en estas angustias, se acercó a mí un tal Fray Tomás, del Abruzzo, Limosnero de dinero, que aún vive y está en Frascati. Me dijo que un bienhechor nuestro le había dicho que habían entregado un Memorial a Monseñor Rinaldi, Vicegerente, -no me dijo quién- y que, cuando el Vicegerente lo leyó, dijo: -“Es muy curioso; han perseguido a este Padre estando vivo, y, ahora que está muerto, siguen persiguiéndolo”; y que dicho Prelado dejó el Memorial sobre la mesita, entró en su Estudio, y el Gentilhombre lo leyó. El contenido decía que había muerto el P. José de la Madre de Dios, Fundador de las Escuelas Pías, y sus Padres querían hacer muchas cosas; que diera orden de que fuera sepultado pronto, para que no se produjeran escándalos.
387. Aquel Gentilhombre vino a avisar, para que estuviéramos preparados, y poder evitar lo que pudiera suceder. Yo no hice caso de estas palabras; no sólo porque estaba desconcertado por el tumulto, sino por los empujones que de continuo recibía, ora zarandeado de una parte, ora de otra. Sólo le respondí: -“Sea lo que Dios quiera”.
Mientras estábamos en esta conversación, llegó una oleada de gente por la puerta grande de la Iglesia, que hacía caer a los que estaban dentro. Para serenar el ruido, los guardias tuvieron que echar mano a las espadas; pero fue peor, porque, para entrar y besar los pies del Padre, se rompió la protección de los bancos en mil pedazos. Pero nunca llegaron a tocar el Catafalco, que ni se movió, pues se acercaban con gran devoción, y, después de besar los pies, se iban.
388.- Después de romper los bancos de protección, para evitar cualquier otro desorden o escándalo que pudiera surgir, se pensó en trasladar el Catafalco, con el cuerpo del Padre, dentro del altar mayor, donde estaba la balaustrada de madera de nogal, pensando que aquélla resistiría, y no se crearía tanto ruido, si lo cuidaban los Guardias, Alumnos nuestros.
Mientras tanto, el H. Lucas de San José, Limosnero, fue donde la Sra. Duquesa de Latri, mujer del Duque Farnese, y cuñada de Monseñor Farnese, que luego fue Cardenal, Señora verdaderamente de gran piedad -que en aquel tiempo estaba construyendo un nuevo Monasterio al pie del Monte de San Pietro in Montorio- y le dijo que había muerto el P. José de la Madre de Dios, Fundador de nuestra Orden, que si podía darle alguna Limosna, que quería hacerle una Caja para poder enterrarlo, y, por su Pobreza, no se sabía cómo hacer, pues no había posibilidad de hacerle ni una simple Caja.
389.- La Duquesa, que ya había oído decir que había una gran asistencia de gente, y que había hecho muchos milagros, le preguntó si era verdad lo que se decía en Roma, que no se cabía en la Iglesia, y que había hecho milagros; que le contara algo.
Le dijo que, cuando fue llevado a la Iglesia, no habían sonado las campanas para no molestar al Duque de Bracciano, que estaba enfermo, y que, en cuanto se llevó a ella el cuerpo, curó un brazo tullido a una Señora, y de eclampsia infantil, a un niño; y que esto había extendido por Roma la fama del Padre; que era todo lo que sabía; sin contar que, por donde había pasado, también le preguntaban; pero que él no sabía responder otra cosa, porque había salido muy pronto de Casa. Lo que sí había visto era que acudía mucha gente hacia San Pantaleón.
390.- La Duquesa comenzó a preguntarle sobre la vida que había llevado el P. José, y las penitencias que había hecho. El H. Lucas, como era práctico en las cosas del P. Fundador, le contó algo de él.
La Duquesa se convirtió en seguidora de la devoción del P. José, y respondió al H. Lucas que quería mandar hacer la Caja, para introducir en ella el Cuerpo del P. José; que procurara encontrar un carpintero, que ella lo pagaría todo, sin necesidad de tener que molestarse buscando otras limosnas.
El H. Lucas le respondió que, para no gastar mucho, se podría hacer de chopo, y se podría hacer con tres escudos.
La Duquesa le replicó que el chopo es muy frágil, que sería mejor hacerla de Castaño, para que resista mejor la humedad; que procurara buscar a un albañil, que hay tablas de castaño a propósito, que no mirara el gasto, que ella lo pagaría todo puntualmente. –“Tráigame aquí al carpintero, que yo de diré cómo debe hacer la Caja”.
391.- El H. Lucas encontró enseguida al carpintero; tenía tablas de castaño a propósito, tomó la medida del cuerpo, y luego fueron juntos donde la Duquesa, que les preguntó cuánto valía la Caja, una vez terminada; “pero que sea de un grosor bueno, para que pueda resistir las humedades”. El carpintero echó las cuentas, y dijo que no podía cobrar menos de siete escudos, porque debía tener diez palmos de larga y el cuerpo muy largo. La Duquesa añadió: -“Quiero que la Caja sea de trece palmos de larga, y ancha en la misma proporción, porque deseo hacer también una caja de plomo, y que dure para siempre.
392.- El H. Lucas estaba atento, y no se decidía a hablar. Pero cuando oyó lo de la Caja de plomo, dijo: -“Señora, basta con que me pague la Caja de castaño, que hacer la de plomo resulta muy caro, no estoy animado a buscar más limosnas, y hay poco tiempo. ¿Y cómo hacer una caja de plomo que, sólo para trabajarla, hacen falta al menos cuatro días?”
La Duquesa mandó dar al albañil cuatro escudos de propina, para que la Caja estuviera hecha por la tarde, y la quería ver ella misma; cuando la terminara, la dejara allí, que ella pasaría por el Taller a verla. Y con esto lo despidió.
Después dijo al H. Lucas:-“Vaya, y tráigame aquí a un estañero, que sea competente, y veremos si puede hacer una caja de plomo; y no se preocupe, que yo lo pagaré todo; no quiero que nadie ponga nada, ni un céntimo. Pero es necesario que el Maestro sea activo, que lo haga pronto y bien, para que llegue a tiempo”.
393.- El pobre H. Lucas se encontraba cohibido; pero, a pesar de todo, le dijo que en la Plaza de los Pollaroli, yendo hacia Campo di Fiori, había un tal Francisco, milanés, Maestro estañero, persona muy trabajadora, “y lo que este no haga, creo que no lo hará nadie; pero advierta Su Excelencia que el gasto será excesivo; yo no quiero gravarla tanto, que nos basta con una Caja de castaño; como pobres, sería bastante”. La Duquesa le replicó: -“Tenga paciencia si ha de hacer este otro viaje, que está lejos y hace calor. Vaya con este servidor mío, preséntele al estañero, y dígale que venga aquí donde mí, que quiero hablarle; y usted no se preocupe más, que esta tarde, al atardecer, en la fresca, estaré yo en San Pantaleón, que quiero ver al Padre, y pedirle me consiga del Señor verme libre de los impedimentos, para poder realizar la obra que he comenzado, terminar mi Monasterio -porque me enfrento a tantas dificultades de muchas personas, que temo no poder conseguir mi deseado final, pues no sólo me lo impiden los externos, sino también mis parientes, que son los que más me preocupan- y pueda conseguir lo que deseo. Con esto se despidió del H. Lucas, y lo mandó con su Maestro de Casa, para que le trajera el Maestro Francisco, el estañero.
394.- No le faltaba retórica al H. Lucas para agradecer a la Sra. Duquesa tanta piedad; y, como veía era cosa Divina, la animó a proseguir la obra comenzada, asegurándole que obtendría de Dios cuanto deseaba, empleando su dinero en una obra de tanta piedad, la de un Monasterio de pobres doncellas; y, además, ya había comenzado a cuidar a otras muchas, a las que ella misma daba, ante todo, la leche del Espíritu Divino, y les enseñaba a trabajar en mil cosas.
Se fue el H. Lucas con el Maestro de Casa de la Duquesa, encontró al Maestro estañero, y le preguntó si se animaba a hacer una caja de plomo, para meter en ella a nuestro Padre, pues había una Señora que quería hacer tal Caridad, y sin mirar en gastos; pero que la quería para la tarde.
395.-El Maestro Francisco le respondió que había trabajado algunas planchas de plomo, que eran a propósito para hacer una Caja, y sería fácil terminarla para aquella misma tarde.
Condujo el Maestro de Casa de la Duquesa al estañero adonde su Dueña; se pusieron de acuerdo, e hicieron un pacto; le dio la propina, y le dijo que no hablara con nadie de que iba a hacer aquella Caja, ni dijera a nadie para quién era; y que por la tarde ella misma iría a verla.
396.- El H. Lucas volvió a Casa, yo le pregunté qué había de lo de la Caja, y me dijo que, providencialmente, Dios había provisto con más de canto él había le había pedido, porque no sólo haría la Caja de Castaño, sino también esperaba hacer otra de plomo; que la Duquesa de Latri había mandado llamar a un tal Francisco, Maestro estañero, para que hiciera una de plomo, y ella lo pagaría todo.
Mientras estaban hablando, llegó el Maestro Francisco, tomó la medida, y dijo que esto era algo maravilloso, porque la tarde anterior había trabajado algunas láminas de plomo, para algún accidente que se pudiera presentar, y sólo le faltaban los dos fondos laterales, que podía hacerlos en dos horas; que ya había recibido la propina, había hecho el pacto, y, con toda seguridad, estaría terminada para la tarde; que antes que llegara la Duquesa a verla, estaría todo en orden; y que incluso pondría un plancha amplia, a propósito para poner en ella una inscripción. Pero le había pedido que no dijera nada a nadie sobre quién la encargaba ni para quién era, que no quería lo supiera nadie, por muchas razones personales.
397.- Por la tarde, a las 23 horas, fue la Duquesa a ver las Cajas; le gustaron, y quedó contenta; luego ordenó que las llevaran a San Pantaleón con el mismo orden; que llamaran al H. Lucas, el limosnero, y fueran donde el Maestro de Casa, y él se lo pagaría.
La Duquesa fue después a San Pantaleón, pero, como las puertas de la Iglesia estaban cerradas por la multitud del pueblo que quería entrar, mandó llamar al H. Lucas, que se las ingenió para que pudiera entrar por la Portería. Hizo una larga oración ante el Cuerpo, aseguró haber recibido una gran alegría interior, y esperaba realizar sus deseos, como se lo había pedido al Señor, por los méritos del Padre.
A los pocos días, se desvanecieron los obstáculos, comenzaron las obras del edificio, que terminaron felizmente, incorporando el edificio a su palacio, para poder entrar y salir a su gusto.
398.-No terminó aquí el influjo de esta Caja; ella fue la causa de que se realizara un milagro evidente, confirmado por muchos personajes que estaban en la Iglesia.
Ocurrió de esta manera: Hacia la una de la noche, cuatro estañeros, hombres robustos apara lo que pesaba el plomo, llevaron la Caja de plomo. Cuando llegaron a la puerta de la Iglesia, había un hombre, llamado Salvador, de Marino, de Agnani, que estaba paralítico del lado derecho, es decir, del brazo, de la cadera y de la pierna, y caminaba arrastrándose por tierra con el brazo y la nalga derecha. Esta enfermedad la contaremos enseguida.
Cuando pasaba de esta manera delante de la Plaza de San Pantaleón, vio mucho barullo de la multitud delante de la puerta de la Iglesia, y preguntó qué jaleo era aquél de tanta gente. Le dijeron que había muerto el Fundador de las Escuelas Pías y hacía milagros. Entonces él se arrastró hasta la puerta de la Iglesia, porque tenía fe y esperanza de recuperar la salud, y se tiró en el umbral de la puerta, para poder entrar, si se presentaba una ocasión.
En aquel momento, llegaron los estañeros con la Caja de Plomo, pero el Maestro Carlos pisó el pie derecho del tullido, el pie que mejor podía manejar. Le hizo tanto daño, le causó tanto dolor, y gritaba de tal manera, que compadecía a todos. Uno decía: -“¡Mira, qué imprudencia, no fijarse dónde pisan, y han mutilado a un pobre hombre!” Otro decía que había sido una desgracia, y habría sucedido casualmente.
399.- Posaron la Caja en la Iglesia, y enseguida salió el Maestro Carlos, que pidió perdón a aquel Pobrecito, diciéndole que no lo había hecho aposta; que, a causa del peso, no había mirado; que, por amor de Dios, le perdonara.
Salvador le pidió la Caridad de meterlo a la Iglesia, que tenía fe de sanar, por los méritos del siervo de Dios.
El Maestro Carlos lo cogió a peso y lo introdujo a la Iglesia, dejándolo al lado del Catafalco. Salvador le dijo: -“Hazme la Caridad de ponerme sobre el Cuerpo del Padre”. Lo cogió de nuevo, y lo puso sobre el Cuerpo. En cuanto lo puso, comenzó a gritar: -“Déjeme, que estoy curado; déjeme andar”. Tan pronto como lo dejó, se del Catafalco al suelo, y comenzó a pasear perfectamente por la Iglesia. Allí estaban entonces: el Embajador de Savoya con su Mujer, el Marqués Rinoccini, Embajador de Florencia con su mujer, el Coronel y el Capitán de los Corsos, con sus señoras; y también Prelados y muchos Padres nuestros, quienes lo pudieron comprobar, quedando todos estupefactos. Después, y la gente se afianzó más en su devoción.
400.- Llevaron a Salvador a la clase de Ábaco, y, cerrando la puerta -por la cantidad de gente que había, que no lo dejaban vivir- le dieron de comer, y pasó la noche descansando dentro de la clase.
A la mañana, se extendió esta noticia por toda Roma, y venían las gentes a verlo, sobre todo los que eran de Campo di Fiori, donde había estado mendigando por más de dos meses, pues de esto vivía. Estuvo tres días en San Pantaleón, y los Padres continuaban atendiéndole con Caridad. Después, sano y salvo, se fue a Anagni, su pueblo; pero durante diez años estuvo viniendo a Roma a recoger la cosecha, y venía a orar ante el Sepulcro de su liberador. Fue entonces cuando me contó cuál había sido la causa de su enfermedad, y cómo vino a Roma, que fue de esta manera:
[401-450]
401.-Hacia el año 1646, este Salvador, de Marino, de Agnani, cuidaba una caballada en las albuferas y lagunas de aquella región; y, por las dolencias de aquellas humedades, cogió enfermedades reumáticas, que le duraron toda la vida, tantas que apenas se podía mover; sólo podía arrastrarse por tierra sobre el brazo y la nalga derecha. Se quedó tan pobre, con su mujer y sus hijos, que se mantenían únicamente con lo poco que encontraban. Así se estuvo durante dos años; había gastado en medicinas lo poco que tenía, y, cuando ya no podía más, los médicos le aconsejaron que se fuera a Roma, a algún asilo, pues, siendo joven y robusto, fácilmente se podría recuperar de sus invalidez. Con este consejo, comenzó a buscar la forma de que alguien pudiera conducirlo a Roma.
402.- Encontró algunas limosnas de personas devotas, y con ellas pudo pagar a un cochero, que lo llevó a Roma sobre una albarda, como mejor podía.
Legaron al Coliseo, y allí lo dejó en tierra, diciéndole que ya no estaba obligado a más; que la llegada a Roma se entendía hasta San Juan [de Letrán], que, si le había llevado hasta el Coliseo, había sido por Caridad, que desde ahora se las arreglara como pudiera
De nada la valieron los llantos ni las súplicas para que le condujera, al menos, hasta dentro, donde había gente, y tendría, por lo menos, alguna esperanza de no tener que dormir por la noche en el Campo. No sabiendo ni conociendo a nadie, se encontraba casi desesperado, pues era tarde y por allí no pasaba nadie.
Hizo un esfuerzo, y se arrastró fuera del Coliseo. Fue entonces cuando se encontró con una viejecilla que llevaba un hato de leña en la cabeza; él le preguntó dónde podría ir, para estar a cubierto, al menos durante la noche, porque tenía miedo de sufrir algún daño, estando a las afueras, en un lugar deshabitado, donde aún no había visto a nadie; y, por otra parte, el aire de la noche era frío, y le causaba perjuicio.
403.- La buena viejecita le respondió que no se desanimara, que siguiera hasta los Pórticos del Capitolio, donde podría estar seguro y a cubierto, ya que allí nunca faltaba gente recuperándose
El pobrecito comenzó a animarse, y agradecer a Dios que le había proporcionado una guía que le había acompañado hasta encontrar cobijo.
Animándose más, a pesar de encontrarse de aquella manera, con más fortaleza que antes, a fin de entretenerla con palabras, le preguntó qué podía hacer para encontrar alguna persona piadosa que la ayudara, que le hiciera la Caridad de ayudarla a entrar en un Asilo; que era pobre, estaba impedido, y no podía defenderse; todo para poder curarse de aquel mal, y ayudar a su mujer y a sus hijos.
404.- La buena viejecita lo consolaba, diciéndole: -“Esté tranquilo, que yo le indicaré una persona que, tratándose de Caridad hacia los Pobres, no tiene igual; ella le ayudará en todas sus necesidades, le buscará un Asilo, y le proporcionará el modo de poder curarse fácilmente. Mañana por la mañana, pregunte dónde está la Iglesia de Sant´Andrea della Valle; recuérdelo, ´Sant´Andrea della Valle´. Cuando llegue, pregunte por el Abad Sacco, que vive muy cerca; es imposible equivocarse. Hable con él, que seguramente le haga esta Caridad; y esté contento, que el mismo camino le llevará hasta dicha Iglesia. Pregunte, que enseguida le indicarán su puerta; es conocido de todos, y todo el mundo se la indicará. Recuerde ´el Abad Sacco´; no se equivoque. Si no fuera tan tarde, y no estuviera usted tan cansado, yo misma le conduciría a su Casa, aunque esté lejos de mi Casa; pero soy vieja, voy cargada de leña, y veo poco a estas horas de la noche”.
Pasaron por Campo Vaccino, y llegaron a los Pórticos del Capitolio, donde la vieja se despidió de él, continuando su viaje.
405.- Salvador, que así que llamaba aquel desdichado, le agradeció, no sólo su buena compañía, sino también el haberle encontrado el remedio para sus males; y se lo agradeció también a Dios, por haberle dado un Ángel de la Guarda que le había enseñado lo que debía hacer, y lo había conducido a un lugar de salvación. Además, la Bondad Divina, que no abandona nunca a nadie en medio de sus mayores desgracias, le proveyó de una buena comida, que le proporcionaron los otros Pobres que estaban en aquel sitio, con los que comenzó a entablar amistad. Así que les contó todo lo que le había sucedido, y lo que la vieja le había aconsejado que hiciera.
Uno de aquellos pobrecitos le dijo que tuviera buen ánimo, que por la mañana lo conduciría adonde el Abad Sacco, pues también quería hablar con él para sus negocios, dado que este Abad era, sin duda alguna, el Juez de los Pobres, hacía Justicia a todo el mundo, y hasta el mismo Papa lo había delegado, por la forma que tenía de hacer justicia, y todos quedaban contentos.
Con esto, Salvador quedó consolado, y le parecían mil años la llegada aquel del día, para conseguir el intento de solucionar sus enredos.
406.- Al amanecer, llamó a aquel otro pobre mendigo. Le dijo que ya era de día, que, como él no podía caminar, seguiría detrás de él a rastras; que le hiciera aquella Caridad, y Dios se lo premiaría.
Caminaron muy despacio, y llegaron a la Casa del Abad Sacco, a quien encontraron en el umbral de la puerta, preparado para salir.
En cuanto Salvador lo vio, comenzó a encomendarse a él, y a contarle sus necesidades. Lo hizo de tal manera, que el Abad, compungido, le respondió que se animara, que le ayudaría en todas sus necesidades; y que, en cuanto despachara la audiencia de otros Pobrecillos que iban llegando, le atendería a él, en todo lo que pudiera.
Terminados sus asuntos, le dijo a Salvador que se fuera con él, que le encontraría un albergue, hasta que hallara un Asilo. Lo llevó al albergue de la Luna; llamó al mesonero, y le pidió diera acogida a aquel Pobrecito, durante aquel día, hasta que encontrara alojamiento en un Asilo. El hospedero le respondió enseguida que de buena gana le haría tal Caridad de tenerlo en el albergue; que fuera a buscarse el alimento, que todos aquellos Comerciantes de Campo di Fiori le ayudarían gustosos.
407.- Acomodado, por fin, Salvador en el albergue, el Abad Sacco fue luego al Asilo de Mellina, cerca de la Iglesia de Santa Inés, en la Plaza Navona, y pidió al mesonero hiciera la caridad a un Pobre lisiado forastero, lo recibiera en el asilo, y le diera todas las comodidades, que Dios le pagaría el ciento por uno, como lo promete en su Evangelio, pues era una gran obra de Caridad; que también él le ayudaría en otra ocasión, pero, ahora, sentía no tener dinero; de lo contrario, lo habría pagado él.
El mesonero le respondió que el asilo estaba lleno todo el mes de julio y parte del mes de agosto, que tuviera paciencia durante este tiempo, que gustoso le haría aquella Caridad.
El Abad quedó muy desconsolado, y respondió a Salvador que estuviera contento, a pesar de todo; y, mientras tanto, que él mismo se las fuera arreglando, lo mejor que pudiera, que no había sido poco haber recibido aquella respuesta, porque si hubiera tenido que pagar, no tendría bastante con cincuenta escudos. Con esta advertencia, el Pobrecito se quedó contento.
A la mañana siguiente, ya andaba arrastrándose por las Bodegas de Campo di Fiori y de las Pollerías, buscándose la comida, que abundantemente le daban, por Caridad, aquellos bienhechores.
408.- El día 20 de agosto de 1648, el mismo mesonero fue a hablar con el Abad Sacco, y le dio un impreso, en el que se decía que Salvador fuera al asilo el día 26, que ya tenía sitio en el asilo, y bien preparado el lugar, como le había prometido; que no se preocupara ya más, que todo se lo darían con Caridad. El Abad dijo al mesonero que le quedaría agradecido para siempre, y no dejaría nunca de pagar lo que gastara en aquel Pobrecito.
El Abad llevó después el impreso a Salvador, y le dijo que se fuera contento, esperara en Dios, y todo le saldría bien.
Llegado el día 26, Salvador fue arrastrándose al asilo, entregó el Boletín al mesonero, de parte del Abad Sacco, y le respondió que, aquel día, no podía entrar en el asilo, dado que el sitio aún no estaba vacío, que volviera a los dos días, y gustoso le haría la Caridad.
409.- El Mesonero aquella mañana le dio la comida, pero luego lo despidió, diciéndole que, a pesar de todo, volviera, que dejaría cualquier ganancia por darle la Caridad.
Dios puso aquel impedimento precisamente para su mayor gloria, y también para glorificar a su Siervo José con sus maravillas, inesperadas por los hombres, como justo juicio suyo.
Salvador se arrastró hacia el albergue de la Luna, en Campo di Fiori, y cuando estuvo en la Plaza de San Pantaleón, exactamente en la puerta del Palacio del Sr. D. Ursino de Rosis, allí se paró por cansancio; y, al ver una multitud de gente delante de la puerta de la Iglesia de san Pantaleón, preguntó qué ruido era aquél. El Capellán le respondió que había muerto el P. José de la Madre de Dios, que hacía muchos milagros, que concedía muchas gracias a quien devotamente se lo pedía, y que él mismo había visto muchas de aquellas cosas.
Cuando Salvador oyó esto, con una fe grande, le dijo: -“Yo también quiero ir, pues tengo fe en que también a mí me impetre la salud”. Esto fue a media noche.
410.- Se arrastró hasta el umbral de la puerta de la Iglesia, y pidió a muchas personas, que entraban y salían de la Iglesia, le hicieran el favor de meterlo dentro, pues él no podía entrar, ya que enseguida se cerraba la puerta de la Iglesia.
Al sonar la una de la noche, llegaron los cuatro estañeros, que llevaban la Caja de plomo, y fue entonces cuando se produjo el milagro, tal como he dicho detalladamente arriba.
Al amanecer, se extendió la voz del milagro por Roma. Vinieron el Abad Sacco, el hospedero de la Luna, y el mesonero del asilo, con el Capellán, a ver a Salvador; además, todos los que le habían hecho la Caridad durante todos aquellos dos meses; y lo encontraron completamente sano, sin lesión alguna, por lo que alabaron al dador de las gracias, que, por los méritos de su Siervo José, que, como Padre de los Pobres, había liberado a aquel Pobrecillo de todas sus penurias.
De cuanto he escrito arriba, es decir, todas las circunstancias, fue el mismo Salvador quien me lo contó todo. Pero, además, yo mismo lo vi; y por eso he querido describir este hecho con todo detalle, como Dios me lo inspiró, para gloria de Su Divina Majestad, a los veinticinco años de aquel suceso.
411.- La mañana del 26 de agosto vino la Marquesa Rinoccini, mujer del Marqués Rinoccini, entonces Embajador del Gran Duque de Toscana, con su hijo, a venerar el Cuerpo del P. José; y, viendo las maravillas que sucedían, fue introducida en la Iglesia, abriéndole camino hasta dentro de la valla de los bancos, donde ya estaba la Marquesa Raggi y la Sra. Violante Raimondi.
Esta señora mandó llamar al P. Nicolás María [Gavotti] del Rosario, al que preguntó algo sobre el P. José, dada su devoción, porque no conocía a ningún otro de los Padres. El P. Nicolás María le respondió que, si quería alguna cosa especial, llamara al P. Castilla; que de forma elegante le quitara el Rosario que tenía en su cordón -que era la que había usado el P. General durante muchos años- pero que lo cogiera por la palabra, pues, de lo contrario no se lo daría.
Aquella Señora mandó llamar al P. Castilla, le habló de muchas cosas sobre el P. Fundador, y, en lo mejor de la conversación, le dijo que le prestara un poco su Rosario. El buen Padre, rascándose como de costumbre, rehusó a la primera, pero las otras Señoras que estaban a su lado le dijeron que se lo prestara.
412.- La Embajadora, de manera elegante y bromeando, le quitó el Rosario del cordón, lo besó, y lo metió en la bolsa, diciéndole que tuviera paciencia, que ella le daría otro más fino y mejor, porque sabía que aquel había sido del P. José, y lo quería tener como devoción propia.
El Pobre P. Castilla se quedó cortado, y, no pudiendo hacer otra cosa, le dijo que era verdad, que había sido el Rosario del Padre, y él lo había cogido para no perder la memoria de su Padre. Después de esta estratagema, aquellas Damas se echaron a reír modestamente.
Cuando esto se supo en la Casa, algunos comenzaron a criticar al P. Nicolás María, que fue el inventor de todo, que no supo negárselo, y lo pudieron oír todas aquellas Señoras.
Después, cuando la Marquesa Rinoccini hizo la petición, en nombre del Gran Duque de Toscana, al Papa Alejandro VII, para la Beatificación del Padre, fui yo mismo a informarle de las cosas de nuestro Venerable Padre, como Procurador de la Casa, y le dije que la Marquesa, su mujer, tenía el Rosario del P. José, que conservaba como Reliquia de Santo.
413.- No fue menor la maravilla que se produjo el día 26 a las 18 horas, porque, atraída por las voces del Pueblo, una Señora, llamada Catalina d´Anastasio, de Ancona, vendedora de Rosarios, dijo a su hijo que quería ir a San Pantaleón a ver a un Padre que había muerto y hacía milagros. El hijo no se contentó con ello, sino le dijo que allí se mataban por su sandalia. Éste fue después de comer, y ella aprovechó la ocasión para ir a la Plaza de Navona a comprar una pieza jabón, porque quería hacer la colada. Al hijo le pareció bien, le dijo que volviera pronto, y fue rápida.
414.- Cuando llegó a la Plaza de Navona vio la afluencia del Pueblo que corría hacia San Pantaleón a ver al P. José, Catalina guardó el jabón, que tenía en la mano izquierda, dentro en su mandil, y cuando llegó a San Pantaleón consiguió entrar con grandes esfuerzos en el vallado de los bancos, y le besó le los pies.
Llegó en aquel momento una avalancha de gente con tanto ímpetu, que hizo caerse a todos. Delante de Catalina había un Caballero que, para no caerse, se agarró a la mitad del mandil que Catalina llevaba puesto, con el jabón dentro, y se quedó con el trozo de su mandil en la mano, pues era viejo, de paño negro. La Señora pidió a aquel Señor que le devolviera la parte de su mandil, que quería coserlo. Se la devolvió, y Catalina puso el trozo del mandil dentro de lo que le había quedado, y donde estaba el jabón. Salió Catalina fuera del vallado, Y se retiró a la Capilla del Crucifijo a hacer oración. Las mujeres que la veían con el trozo de mandil de aquella manera, comenzaron a reírse de ella diciendo: -“Señora, va a ir a Casa sin el mandil”. Cuando Catalina lo oyó se echó a llorar, y, avergonzada, dijo que no le preocupaba ir sin mandil, pues había besado los pies del P. José. Llevó la mano al saco, y cogió el pañuelo, para meter la pieza de jabón y el trozo del mandil. Mas he aquí que, al desplegarlo, lo encontró entero y sin rotura ninguna, como si nunca hubiera estado roto. Este hecho levantó un grandísimo rumor por la iglesia. Toda la gente corría a la Capilla del Crucifijo; pero creyó se trataba de una posesa, y nadie se dio cuenta de lo que había sucedido.
415.- Después, al cabo de dos años, el hecho se supo por casualidad. Yo lo investigué. Busqué a la Señora Catalina, me contó lo sucedido, le pedí me diera el mandil, y ella me lo entregó, bajo documento solicitado, escrito por mano del Sr. Francisco Meula, Notario y Canciller de la Sagrada Visita Apostólica. Quien quiera ver distintamente las cosas relacionadas con este mandil, las encontrará en el libro de milagros, recogido por mí en distintos tiempos.
416.- A las 18 horas del mismo día 26, vino el Notario del Vicario, con un capitán de los guardias y ocho soldados, que se encargaron de la custodia del Cuerpo del Venerable Padre, para que fuera sepultado en orden, tal como, con más amplitud, está escrito en otro lugar. Arriba en el Coro estaba Monseñor de Massimi, entonces Camarero Secreto del Papa Inocencio X, luego Clérigo de Cámara, y ahora Cardenal. Éste observaba desde el Coro a ver lo que sucedía; por lo que se dijo, iba enviado por el Papa, para darle una relación; tanto más, cuanto que era amigo nuestro, por haber sido, como su hermano, alumno de nuestro P. José de la Madre de Dios.
Cuando ya estaban cerradas las puertas de la Iglesia, llegó la Princesa Giustiniani; mandó abrirlas a la fuerza, y entró con ella la mujer de Pedro Pablo Desiderio, de todo lo cual ya he escrito cómo sucedió.
417.- Por orden del Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, los guardias devolvieron el Cuerpo del P. José; pero ellos, como paga por la buena custodia, le quitaron una sandalia y una faldilla de paño, que le habían puesto para cubrirlo. Al haberle quitado todos las vestiduras y camisas, fue necesario hacerle una nueva faldilla, para que no se vieran sus carnes, pues no le había quedado más que la planeta, la camisa de lana y el calzoncillo; y, si no se hubiera tenido cuidado, se habría quedado desnudo.
Cuando los guardias se fueron, se abrió de nuevo la puerta de la Iglesia; y fue tanta la confusión de Pueblo, que, para defenderlo de las irrupciones, hubo que cerrar de nuevo las puertas de la Iglesia. Pero el Pueblo aumentaba, no sólo en ambas Plazas, sino también en las callejuelas, hasta la Plaza de Navona.
418.- En aquel momento llegó el P. Pedro Caravita, de Narni, de la Compañía de Jesús, antiguo amigo del P. José, para visitar su Cuerpo muerto, ya que no lo había podido visitar vivo. Al no poder entrar, por estar cerradas las puertas de la Iglesia y de la Portería, se subió sobre un estrado, delante del portón del Palacio de los Sres. Massimi, y echó un discurso sobre la vida del P. José de la Madre de Dios, sobre su prudencia y los consejos que daba para el gobierno de las Órdenes, explicando cómo la Compañía había recibido óptimos consejos durante el tiempo de Nuestro Padre, recordando cómo había sabido soportar las molestias y las injurias que le habían hecho sus perseguidores, y que había fundado un Instituto, para la reforma del mundo, conforme la intención de San Ignacio, Fundador de la Compañía de Jesús, su Orden; que estaba dotado de todas las virtudes, sobre todo del amor de Dios y del prójimo, y, sin duda, poseía perfectamente las virtudes Cardinales, en las que se apoyaban todas sus esperanzas.
Así que, todo el murmullo como el ruido de la gente, que se oían primero en la pequeña Plaza de San Pantaleón, cuando escucharon el discurso del P. Pedro Caravita permanecieron tan atentos, que se enardecieron más en su devoción hacia nuestro Padre José.
419.- Lo escuchaban también muchas Damas y Princesas, que estaban en las ventanas de la Marquesa de Torres, de los Sres. Massimi, y de los Sres. Biscia, que también se emocionaron mucho con las palabras del P. Pedro Caravita, hombre verdaderamente apostólico y acreditado en la Corte Romana por sus extraordinarias virtudes y cualidades, cuya fragancia se ha esparcido por todo el Mundo, aunque, a veces, era mortificado por hacer muchas y extraordinarias Obras de Caridad. Yo lo he visto acoger a los pobrecitos, casi muertos de hambre, en tiempos del Papa Inocencio X, cuando estaba con el P. Vicente Carafa, General de la Compañía; juntos recogían a aquellos Pobrecitos enfermos, ellos mismo los ponían con grandísima Caridad sobre los Carros, y luego los acompañaban hasta el palacio de San Juan de Letrán, donde tenían preparadas las camas y las cosas necesarias para alimentarlos. Se decidieron a utilizar el Palacio de San Juan de Letrán porque todos los hospicios estaban llenos.
420.- Éste fue un consuelo para los Pobrecitos y para la Ciudad, porque la gente se moría de hambre bajo de los bancos de los Comerciantes, donde los Pobrecitos gritaban noche y día que se morían de hambre.
Aquel año de carestía del Pontificado de Inocencio X fue el último año de su Pontificado, en el que hubo tanta hambre y tantos sufrimientos de aquellos pobrecitos, que parecía una peste. Yo mismo he visto cómo los pobrecitos comían tierra mezclada con trigo, altramuces, habas, y todo lo que podían pillar en sus manos, para saciarse. Era una verdadera enfermedad pestilente. Por eso, la Caridad del P. Pedro Caravita, enardecida con el celo del P. Vicente Carafa, intentó dar cama a los abandonados, con la Caridad que le fue posible ayudar al Prójimo.
421.- Mientras el P. Caravita predicaba, algunos Padres nuestros se asomaban a las ventanas para escucharlo; pero, como no todos los temperamentos son iguales, otros los criticaban, diciendo que venía a hacer demostraciones para captar la benevolencia del Pueblo, y otros, que se le debía agradecer el afecto con que alababa a nuestro Padre. En esto que bajó abajo el P. Vicente [Berro] de la Concepción, lo introdujo dentro de la Portería, junto con algunos otros, lo mejor que pudo, y luego en la Iglesia, para que pudiera orar ante el Cuerpo del P. José. Le besó los pies y las manos, y comenzó a llorar como un niño, encomendándose a sus méritos e intercesión, para que le impetrara del Señor el camino de la perfección. Y allí estuvo el P. Pedro Caravita, casi hasta que sonó el Avemaría, mientras el H. Romino, su Acompañante, le tiraba continuamente del manteo, diciéndole que se debían marchar, que ya pasaba la hora de ir a casa, se quedarían sin cenar, como a veces le sucedía, y tendrían alguna mortificación.
422.- La santidad, la caridad y virtudes de este Padre Pedro Caravita es conocida en todo el mundo, sobre todo en cuanto a convertir y ayudar a los pecadores.
Por eso, una vez, un Predicador insigne[Notas 27] dijo en público,
-por las grandes fatigas y caridades que se imponía- que se parecía al asnillo aquel que servía en todos los trabajos a la Casa de los Padres jesuitas del Colegio Romano, y luego se conformaba con un poco de agua y de paja como alimento.
Muerto el P. Pedro, nunca pudieron ya encontrar a otro semejante, para la Congregación de la Comunidad General. Y en toda Roma se quedó con el calificativo de ´Padre de todos´. Acerca de sus virtudes se podría hacer un libro entero, como creo que hayan hecho ya los Padres jesuitas.
423.- Después que llegó la Caja de Plomo y sucedió el milagro de Salvador, de Marino, el tullido, en presencia de tantos Príncipes -como ya hemos dicho- acudió tan gran cantidad de gente, que los Padres se vieron obligados a abrir la Iglesia, para darles gusto; era tan enorme aquella multitud, que no podían controlar el gentío que acudía. Para remediarlo, pensaron meter el cuerpo, elevado, dentro del altar mayor, con cuatro antorchas, para poder verlo más fácilmente, manteniendo cerrada la balaustrada de la Capilla. Pero, finalmente, resolvieron a llevarlo arriba, al oratorio, pensando que nadie se atrevería a subir las escaleras, sobre todo las Damas, para no quebrantar la Clausura, dado que los Padres les gritaban que no podían traspasar la Verja de la escalera, que quedaban excomulgadas; que sólo podían entrar en el Patio de las Clases, pues, de lo contrario serían excomulgadas. Pero, como no atendían a nada, el Oratorio parecía un lugar público; más aún, al no caber en el Oratorio, subían por las otras escaleras, e iban al dormitorio de los Padres, produciendo gran estrépito, porque todos querían ver el Cuerpo del P. José. Era tanta la confusión, que la gente llegó a subir hasta encima de la cúpula de la Iglesia, por lo que no se oían más que gritos y chillidos.
Todos los que iban a tomar el fresco en la Plaza Navona (como es costumbre hacer en tiempo tan caluroso), todos iban a San Pantaleón; así que duró hasta las cinco de la noche.
424.- Los Padres, cansados por la fatiga y el sueño, decidieron, finalmente, cerrar todas las puertas, tanto de la Casa como de la Iglesia, y no dejar entrar a nadie, aunque con sinceras promesas de volver a colocar el Cuerpo en la Iglesia, como lugar más capaz, para que lo pudieran ver a su gusto. Una gran cantidad de gente bajó a la Iglesia, y otros pidieron que les abrieran las puertas, que querían salir fuera. Fue entonces cuando comenzó a disminuir el número, sobre todo cuando los Padres dijeron que el Cuerpo iba a quedar expuesto en la Iglesia tres días, donde lo podrían ver tranquilamente. Cuando la gente aminoró, lo llevaron de nuevo a la Iglesia, donde, a medida que lo iban viendo y besando las manos y los pies, los iban mandando salir por la Portería, sin permitir entrar a ninguno más.
425.- A primera hora de la mañana del día 27, se decidió darle sepultura, para no abusar de la cortesía del Cardenal Ginetti, que había dicho fuera sepultado aquella mañana; aunque pero después le había añadido al P. Castilla que lo tuviéramos lo quisiéramos.
Para que no se repitieran nuevos barullos, se decidió darle sepultura sin abrir ya la Iglesia ni la Portería, hasta que viniera el P. Camilo [Scassellati] de San Jerónimo, del Colegio Nazareno y el P. Francisco [Baldi] de la Visitación, del Noviciado. Se decidió también hacer una inscripción sobre una plancha de plomo, para que permaneciera su memoria. Quiso hacerla el mismo P. Camilo, y decía lo siguiente: “Hic iacet corpus Venerabilis Servi Dei Josephi a Matre Dei Fundatoris et Propagatoris Religionis Pauperum Matris Dei Scholarum Piarum”.
426.- Se la enseñó a todo el mundo, y, aunque no faltó algún censor, sin embargo, decidieron llamar a un estañero, que puso de pie la grabación, precisamente detrás de la cabeza, lo que fue un gran error. Se debía haber puesto a los pies, dado que debajo de la cabeza colocaron después un cojín lleno de frondas de arbustos, de mirtos y de otras hierbas odoríferas. Pero, al descomponerse aquellas hierbas, se estropeó la plancha, y se corrompió entera. Llegaron a producirse en ella hasta veinticinco agujeros. Pero causó maravilla que no se borrara ninguna letra, y que todas se pudieran leer perfectamente. Y así se pudo ver cuando se reconoció el Cuerpo por orden de la Congregación de Sagrados Ritos, con asistencia de los Prelados de la Congregación, de otros tres Obispos, delegados del Vicepromotor de la Fe, llamado Miguel Ángel Lapis, y algunos de los mejores Cirujanos y Médicos del Colegio de Roma, particularmente el Sr. Benedicto Rita, médico del Papa Clemente IX, y Protomédico de Roma.
Esto sucedió en el año 1668, y acudieron muchos Prelados y Señores -de lo que haré una relación aparte, en su momento- y se estipuló un Instrumento público, por mano del Sr. Santiago N., sustituto del Vicenotario del Vicario. Fue precisamente en esta ocasión, cuando se encontró aquella plancha, casi del todo agujereada, pero sin que se borrara ninguna letra de la inscripción.
Pusieron el Cuerpo dentro de la Caja de Plomo, sin estañar la cubierta, y después, la Caja de Plomo, dentro de la Caja de Castaño, y se colocó en una fosa adecuada que se abrió dentro del altar mayor, al lado del Evangelio, entre el último escalón del altar y al balaustrada. Allí se puso el cuerpo, cubierto sólo con tierra, sin poder enladrillarlo, por no tener preparado aquel material.
427.- Se abrió la Iglesia y vino mucha gente -pues creía que aún no se le había dado sepultura- para hacer oración, como si fuera un santo. Algunos, por devoción, se llevaban un poco de aquella tierra con que estaba cubierta la Caja; por lo que fue necesario poner tablas encima, pues ya se empezaba a descubrir la Caja de Castaño. De esta manera, se evitaron ya los griteríos. Aunque hubo que poner aún dos bancos en lugar de la balaustrada, que habían roto por la noche. Con este último remedio, todo se tranquilizó.
428.- Poco después, entró una silla portátil en la Iglesia, ya cerrada; los portadores la acercaron hasta el altar mayor, y los Padres corrieron a ver quién era, porque aún no habían abierto la cortina, y se encontraron con que era Monseñor Próspero Fagnano, el Ciego. Enseguida quitaron los bancos y las tablas de encima del sepulcro, posaron su silla sobre el sepulcro, hizo un rato de oración, de casi media hora, y al final pronunció estas precisas palabras: -“Padre José, sabe muy cuán buenos Amigos hemos sido, y cuánto he hecho por su Orden; por sus méritos le pido que me impetre del Señor la vista, si es que esto es conveniente para mi Alma; pues, si no, me conformo con estar ciego, e incluso con perder la lengua”. Ante esto, los Padres intentaron consolarlo.
Luego, cuando se fue, el P. José [Fedele] de la Visitación, hoy General, que estaba presente, pidió a los Padres que tuvieran a bien darle alguna cosa del P. José, que la quería para su devoción. El P. José se volvió a mí, y me dijo que subiera arriba y cogiera alguna cosa, para que Monseñor quedara contento, pues era yo el que tenía la llave de la celda en la que había muerto el Padre.
Subí, cogí el par de anteojos que se solía usar el Padre, y se los di en mano al P. José, y él, a su vez, se los dio a Monseñor Próspero Fagnano. Éste los recibió con gran devoción, los besó, dio las gracias a los Padres, que le habían hecho aquel regalo tan precioso, y todo alegre con ellos, ordenó que lo sacaran fuera.
429.- Al poco rato llegó el Príncipe de Carbognano, de la Casa Colonna, con la Sra. Princesa, su mujer, Dama de mucha piedad, que era hija del Cardenal Bagni, muy devota del P. José desde que era pequeñita -pues el Cardenal tenía mujer-, y, en presencia del Príncipe, su marido, dijo lo que todos oyeron, y yo en particular, es decir, que su Padre y su Madre siempre habían tenido al P. José por Santo, y que, cuando la escribía el Cardenal, su Padre, desde Francia, siempre le decía que lo encomendara a la oración del P. José, para que el Rey le permitiera volver pronto a Roma, pues ya no sabía cómo mantenerse de Nuncio en la Corte de Francia; y que la misma Princesa hablara de ello muchas veces al Padre, y él mismo le respondiera cuándo sería Cardenal. Esta Princesa fue hija de una Señora de la Casa Cesis, una Familia de grandísima piedad, Sra. Princesa que vive aún.
430.- El Príncipe Carbognano fue a la Iglesia, ordenó que me llamaran a mí, y me preguntó si era verdad que el Padre José había sanado a un Ciego de la Scarpa, que quería saber cómo se llamaba, pues, si era de la Scarpa, era vasallo suyo, y le gustaría verlo y conocerlo; que se hiciera alguna diligencia para poder encontrarlo.
Le respondí que yo no sabía nada más que lo que se decía, que él había sanado a un Viejo, que era ciego; pero que no lo había visto, ni sabía quién era, ni dónde estaba. Mientras estábamos conversando, entraron algunas personas, entre las cuales estaba este Viejo que había sido ciego, y la gente que lo conocía comenzó a decir: -“¡Éste es el Ciego que se curó ayer por la intercesión del P. José!” De esta manera, el Príncipe llegó a conocer quién era el Viejo. Lo llamó hacia sí, le mandó sentarse a su lado en un banco, donde estaba sentada la Princesa, su mujer, y le preguntó quién era, de qué Pueblo, y cuánto tiempo hacía que estaba en Roma.
431.- Él le respondió que se llamaba Astolfo di Muzio Colonna, natural de la Scarpa, “Vasallo de Su Señoría”; que se había casado en Scarpa, y luego, por algunos disgustos, se había venido a Roma con toda su familia; que ya había casado a su primer hijo -que se llama Muzio Colonna, y es sastre de Monseñor Palavicini, Clérigo de Cámara, y Prefecto de Annona-; que tuvo de dote una viña, sobre la que, mientras él estaba allí, se desbordó el río Tíber, en el mes de diciembre del año 1647; que, a causa de la humedad, perdió la vista completamente, y lo rehusaban cuando quería hacer alguna cosa. Y, perdida toda esperanza de recuperarla ya, acudió a muchos remedios, según le iban indicando los médicos, que más bien le causaban daño que beneficio alguno.
432-433 –“Ayer, mientras estaba en Casa, vino mi hijo Muzio y me dijo que en San Pantaleón, de las Escuelas Pías, había muerto el P. José de la Madre de Dios, estaba expuesto en la Iglesia, y hacía milagros. Pedí a mi hijo menor que me llevara a San Pantaleón, que tenía esperanza de que, por los méritos de este Padre, recuperaría la vista. Fuimos juntos, y, con mucha dificultad, pudimos entrar en la Iglesia, por la cantidad de gente que había. Tanta, que, al no ver quién me empujaba por una parte, y quién por otra, hicieron que me cayera muchas veces; pero, finalmente, pudimos llegar al catafalco, donde estaba el bendito Padre; toqué con las manos los pies y las manos del P. José, y las besé con grandísima devoción. Me pareció que le caía de los ojos una cosa como un paño, pero no distinguía más que personas, y, de esta manera, logré llegar, lo mejor que pude, al altar mayor, y ya comencé a ver y distinguir las pinturas y los colores uno de otro; me volvía al hijo y le dije: -´¡Estoy curado y veo!´. Y comencé a gritar: -´¡Milagro, milagro, ya veo! ´
Acudió tanta gente a verme, que no hice poco con poder escapar. Cuando salí de la Iglesia para ir a Casa, me seguían y gritaban por la calla: -´Es el ciego que ha recuperado la vista por intercesión del P. José de la Madre de Dios, que está en la Iglesia de san Pantaleón´. Y todo el que encontraba por el camino me preguntaba cómo había sucedido el hecho. Así que, al llegar a la Corte Savelli, donde estoy de residencia, estaba tan desconcertado y cansado, que ni siquiera pude decir una Paternoster ni un Avemaría, ni dar gracias a Dios por la gracia de devolverme la vista por intercesión del P. José. Y por eso he venido a darle las debidas gracias, y a orar ante su sepulcro, adonde está sepultado. Esto es todo lo que me ha sucedido, lo que Su Excelencia me ha ordenado contar”.
434.- El Príncipe y la Princesa de Carbognano estaban muy atentos; tanto que, por la ternura que mostraba la Princesa, le caían lágrimas de los ojos. La Princesa dijo a su marido que pidiera a Astolfo tuviera a bien ir a encontrarse con ellos a su Palacio, que quería informarse mejor de los incidentes de su enfermedad, y de cómo había recuperado la vista tan perfectamente; que no había entendido bien lo que le había dicho; -pues, como no tenía dientes, no podía pronunciar bien las palabras-.
El Príncipe pidió a Astolfo de Muzio que fuera a hablar con él a Casa, que quería conversar largo y tendido con él sobre varias cosas; y, si quería ir a comer, le esperaba.
Astolfo le respondió que quería dedicar toda la mañana a aquella Iglesia, oyendo Misas, haciendo oración, y dando gracias a Dios por el favor recibido; que por la tarde iría a servirlo, y estaría lo que quisiera. En espera de este encuentro, el Príncipe y la Princesa se fueron, y Astolfo de Muzio Colonnesi se quedó en la Iglesia hasta que se cerró. Los que entraban querían saber cómo había curado, pero él seguía recogido, haciendo oración.
435.- Cuando estaban allí el Príncipe y la Princesa de Carbognano, llegó un Sirviente que traía una antorcha de cuatro libras; la puso en un candelero, la encendió, y la colocó encima del sepulcro del Padre, sin querer decir quién la había enviado; sólo decía que era una persona devota del P. José, y que no quería ni podía decir más; que no quitaran la antorcha hasta que terminara de consumirse; y que, a su debido tiempo, lo sabrían todo, pues era una persona que había recibido una gracia grande del Señor, por intercesión del P. José. Que creía que había enviado la antorcha porque aún no lo habían sepultado; que la encendiera sobre su sepulcro, “y que no dijera quién me mandaba”.
Hicieron muchas diligencias para saber quién la había enviado, pero no fue posible. Finalmente, después de muchos meses, una Señora, llamada Felicia Fanfarelli, cuñada de Monseñor Fanfarelli, Secretario de Memoriales del Papa Inocencio X, y mujer del Caballero Fanfarelli, Gentilhombre de Palacio, mandó llamar al P. Juan Carlos [Caputi], para que le llevara el Bonete del P. José de la Madre de Dios, y le dijo que quería hablar con él.
436.-Fui, la encontré en cama, y me contó que, habiendo ido con Dña. Olimpia Panfili a su villa, junto con otras Damas, por haber caminado al sol tuvo un flujo de una mejilla, y que, cuantos más remedios la ponían los médicos, más empeoraba. Que luego se enteró por la Sra. Marquesa de Torres que había muerto el P. José en San Pantaleón y hacía milagros; que fue allá, quedó curada, y por eso había enviado a un Sirviente con una antorcha, para que la encendiera encima del sepulcro del P. José, por la gracia recibida, tal como hizo.
Esto se cuenta con más detalles en el libro de los milagros, en donde se puede ver cómo sucedió, de forma más detallada.
437.- Aquella mañana del día 27, vinieron muchos Religiosos de diversas Órdenes a decir la misa en nuestra Iglesia, pensando que quizá el Padre no había sido sepultado; en particular, los Padres dominicos, los Padres teatinos, y los Descalzos de Santa Teresa. Todos quería saber cómo habían sucedido las cosas, y decían que se iban muy consolados.
338.- Vino también el P. Ubaldini, somasco, que fue Visitador Apostólico en tiempo del P. Mario [Sozzi], como se ha dicho en otro sitio. Éste dijo lo siguiente:
-“Ahora se ve que yo decía la verdad, cuando hacía la Visita. Fue entonces cuando conocí que el P. José era un Gran Siervo de Dios, como se ve, pues lo ha glorificado en la tierra con tantos milagros, y ha castigado, también en tierra, con la justicia Divina, a los que le persiguieron; habiendo permitido Dios que los viera muertos, y con aquella clase de muerte que de todos es conocida; y a otros, echándolos de la Orden; y ahora andan ganándose el pan con las virtudes que el P. José les enseñó. Uno de los cuales fue aquel P. Juan Antonio [Ridolfi], boloñés, que incendió a toda la Orden; y, finalmente, después de haber conocido el Decreto hecho en la Congregación del Santo Oficio, para que el P. José fuera restituido en su oficio, él, llevado de su ambición, fue aún causa de que la Orden fuera destruida[Notas 28], por inescrutables juicios de Dios, que ahora ha permitido todo esto que estamos viendo, para descubrir la santidad del P. José, y manifestar la malicia de sus perseguidores. Y espero, por los méritos del P. José, ver resurgir a la Orden mucho mejor que como estaba antes, pues es un Instituto santo y necesario a la Iglesia de Dios. Yo mismo tuve que castigar a algunos de aquéllos; pero la piedad y virtud del P. José no me permitió ponerlo por obra, pues me exhortaba siempre, diciendo, “dejemos obrar a Dios, que ésta es una Causa suya, y él la guiará según su voluntad”. Pero la maravilla que más me admiraba fue que nunca lo oí lamentarse, ni manifestar sus razones contra nadie, de donde fui conjeturando su perfección, porque tenía la intención de arreglar las cosas de la Orden con toda tranquilidad y paz. Pero la malicia de sus perseguidores se sirvió de él para lo contrario; me decían que era viejo y desmemoriado, y no podía gobernar, pues no se acordaba ya de lo que hacía.
Quiera Dios que todas las Órdenes sean gobernadas con el espíritu y la prudencia del P. José”
Luego exhortó a nuestros Padres a la perseverancia, y a imitar las virtudes de su Fundador, pues seguro que Dios los ayudaría.
Este discurso lo hizo en la Sacristía, en presencia de muchos de nuestros Padres, donde también yo me encontraba presente, pues me encargaba de la Sacristía.
439.- Vino también Monseñor Francisco Fiorentillo, Auditor General del Cardenal Antonio Barberini, muy devoto del P. José. Habló con el Abad Sacco, y D. José Palamolla, quien preguntó si antes de dar sepultura al P. General se había hecho el reconocimiento de su cuerpo. Cuando oyó que no se había hecho aquella actuación, concluyeron que era necesario hacerla, antes de que el lugar fuera cerrado con ladrillos, para que quedara memoria con Instrumento público, a lo que se ofreció el mismo Palamolla, como Secretario del Cardenal Vicario, y Canciller de la Visita Apostólica; y se lo pediría a Francisco Meula o a su sustituto, para que, en el transcurso del tiempo, se pudiera saber todo mediante escrituras públicas.
Se determinó que, después de comer, se podía hacer aquello a puertas cerradas; y, mientras tanto, Palamolla hablaría de ello con el Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, para que no quedara ningún escrúpulo por desenterrar a un muerto, como se hizo.
Y que, hacia las 20 horas se encontraran en san Pantaleón con Francisco Meula, el Notario, y cinco Testigos con autoridad. Para ello, fueron invitados Monseñor Fiorentillo, Monseñor de Totis, Monseñor Oreggio, Monseñor Biscia, y el abad Sacco.
440.- Llegada a hora, vinieron los Prelados, con el Sr. Palamolla y el Notario Francisco Maula. Sacaron fuera las Cajas, las abrieron, y los Testigos reconocieron el Cuerpo del P. José, describiendo que tenía puesto el amito, la camisa, el cíngulo, el manípulo, la estola y la planeta de terciopelo, guarnecida de un ribete de oro; que en los pies tenía las sandalias a la Apostólica, como las llevaba cuando era vivo, en la cabeza, el bonete, y en la cara, un paño de lino blanco; que la cabeza reposaba sobre un cojín blando, lleno de diversas hierbas, y detrás de la cabeza, tenía una placa de plomo alzada, y con su inscripción. Describieron las dos Cajas, la de plomo y la de castaño, que luego cerraron y ataron con dos cuerdas, una a la cabeza y la otra a los pies. Luego se soterró; pero antes, los Prelados le cortaron un trozo del vestido y otro de la camisa, y se los dividieron entre ellos, para devoción suya. Mandaron cubrir las Cajas con tierra, y luego el Maestro Francisco, blanqueador, y el Maestro Domingo, su hijo -descritos en el mismo Instrumento- recubrieron el pavimento en presencia de todos.
441.- Después describieron el lugar de la rotura de los ladrillos; y, terminada la descripción de todo, solicitó el Instrumento, en nombre del Sr. Palamolla, el Notario Francisco Meula, su sustituto.
Esta actuación fue larga, pues duró hasta el Avemaría. Cuando terminó todo, los Señores se despidieron.
Fuera, no faltaban personas que estaban llamando a la puerta, porque querían entrar a ver. Se trataba de personas de calidad, pero no se atendió a nadie, para no ocasionar tumulto y disturbio.
442.- Por la tarde, ya de noche, llegó el Duque de Aquasparta, de la Casa de Cesis, hombre de gran espíritu, y muy amigo del P. José, lamentándose de no haberse enterado de su enfermedad, pues hubiera venido a verlo, porque lo había conocido durante más de cincuenta años, y era muy amigo de su Casa, sobre todo de Monseñor Cesis, su hermano, que lo tenía en gran concepto de Santidad, como también el Cardenal Cesis, su tío. Hizo un rato de oración ante el Sepulcro del Padre, y luego comenzó a contar muchas cosas de sus virtudes; en particular, que le había confiado a un hijo suyo, de siete años, llamado Pedro, a quien él mismo enseñaba y cuidaba como si fuera una madre. Además, para atenderlo bien, tenerlo limpio, y darle la merienda y la colación a su tiempo, encargó a un Hermano viejo, llamado H. Juan Bautista, hombre de gran caridad y perfección, Y, cuando se hizo grandecito, vino el hijo de la Condesa Malatesta Manzoli, de la que ya hemos tratado en otro lugar. Éste hijo fue compañero de Pedro, el hijo del Duque de Cesis, que no sólo aprendió costumbres íntegras, sino a ser buen retórico, y a cantar y tocar con toda perfección. Tomó tanto cariño a nuestro hábito, que nunca pudo separarse de él.
443.- Se hizo sacerdote, y luego, por devoción, en la fiesta de San Pantaleón se gastaba, y se gasta, buena cantidad de escudos para la música, que él mismo compone con muchísimo cariño. Mientras vivió el Duque, su Padre, venía a escucharla al atardecer con grandísima satisfacción; y estaba muy contento de que su hijo se hubiera dado a la devoción, como él. Tanto era así, que, de ternura, se echaba a llorar; y, a pesar de que no salía nunca de su Palacio, -que había fabricado cerca del Convento de San Pedro in Montorio, donde se entregaba a la contemplación- cuando llegaba la fiesta de San Pantaleón, venía de incógnito a oír la composición de su hijo -como se ha dicho-, y se ponía detrás de una columna, donde permanecía hasta que se terminaba la música. Después, mandaba llamar a D. Pedro, su hijo, y lo felicitaba, por haber hecho una composición tan bella, que a él le había gustado mucho; porque también se deleitaba mucho con la música. Y luego se despedía de él.
444.- Cuando murió el Duque, D. Pedro se retiró a San Pantaleón, pagando un tanto al mes; y, como faltaba el Maestro de Música, se puso a enseñar a los niños pobrecitos por amor de Dios, como si fuera uno de nuestros Padres; también les enseñaba las virtudes, con gran caridad y con toda perfección.
Después de la muerte del P. José, también a este Don Pedro le favoreció con un milagro. Sufría vértigos, sobre todo cuando decía la Misa. Una vez, después del ofertorio, sintió uno tan grande, que fue necesario ponerle en una silla, para que se recuperara. Encomendándose, con cariño y devoción, a los méritos e intercesión del P. José, sanó perfectamente, nunca más volvió a tener vértigos, y se le pasó el dolor de cabeza. Como acción de gracias, mandó hacer un exvoto de plata, que se conserva con otros en celda del P. José, como más ampliamente he descrito en el libro de los milagros, recogidos por mí.
445.- Luego, arregladas sus cosas después de la muerte de su Padre común, sus hermanos lo quisieron en su Casa, para servirse de su Consejo en el Gobierno de la Casa y de sus estados. Cuando murió el primer hermano, que había sucedido al Duque de Aquasparta, le sucedió el otro hermano, que era Duque de Selci, y quiso que D. Pedro fuera el primero, después de él, en todas las cosas. Y con él vive ahora, con gran paz y quietud, como si fuera su hermano uterino.
Don Pedro nunca ha dejado ni deja de celebrar la fiesta de San Pantaleón; y aunque, a veces, se ha encontrado fuera de Roma, por medio de su hermano me ha enviado a mí el dinero, sus composiciones, y una lista para que vengan los mejores músicos de la Ciudad, sin considerar los gastos, con tal de que todo salga a su gusto. A veces ha llegado a gastar hasta cuarenta escudos; y, aunque, de vez en cuando, ha tenido algún disgusto, porque las cosas no le salían como él quería, enseguida se serenaba, como si fuera en perfecto Religiosos. El afecto que tiene al Instituto es conocido, no sólo por todos nuestros Padres, sino en toda Roma.
446.- El día 28, vinieron muchas Princesas y Príncipes a hacer oración ante el sepulcro del P. José, como el Príncipe y la Princesa Borghese, el Condestable Colonna, la Duquesa, su mujer con sus cuatro hijos, el Embajador de Savoya con su mujer, y muchos otros que no cito por brevedad.
Con este ejemplo, más se enardecía el Pueblo, y no cesaba de multiplicarse; no sólo el de Roma, sino el de los Castelli cercanos. Todos corrían a Roma, porque habían oído que había muerto el Fundador de las Escuelas Pías en San Pantaleón.
447.- Entre otros, vinieron dos de Castelnuovo, marido y mujer, que traían a un hijito de unos tres años, trabado de las piernas, por lo que no podía caminar. Pusieron a su hijo sobre el sepulcro del Padre, lo dejaron encima con gran fe, hicieron oración al P. José, para que impetrara la curación de su hijo. El niño se puso en pie enseguida, comenzó a caminar sobre el sepulcro, y seguía saltando por toda la Capilla Mayor, en la que pasaron toda la mañana. Al atardecer, cuando iban a cerrar la Iglesia, sus padres querían sacarlo, pero él echó a llorar, diciendo que no quería salir. Llorando, pudieron sacarlo, pero prometiéndole que volverían después de comer, como hicieron, y estuvieron todo el día.
448.- Más tarde, D. Juan Nati, Capellán y músico de Monseñor de Rosis, Obispo de Teano, que se preocupaba de escribir todo lo que iba sucediendo, les dijo que, pues habían recibido una gracia tan grande, estaría bien que mandaran hacer un exvoto por la gracia recibida. Y, como ellos se excusaban, diciendo que no conocían a nadie, él llamó a Juan Barberini, Pintor, que vivía vecino a la Iglesia del Gesù, y le dijeron que les hiciera un cuadrito, como exvoto por la gracia recibida del P. José, que había curado a su hijo, trabado de las piernas, y nunca había podido caminar; que le darían lo que pidiera. El Pintor hizo el cuadro de la siguiente manera: Pintó al P. José dentro de una nube, en actitud de dar la bendición al hijo, colocado sobre el sepulcro, mientras que al padre y a la madre, arrodillados, y en actitud de orar.
Éste fue el primer exvoto que se llevó y se puso sobre el sepulcro, donde estuvo casi toda la mañana, hasta que llegó a celebrar la Misa el Abad Sacco, quien me dijo que retirara enseguida aquel cuatro, porque iba contra la Bula del Papa Urbano; y que, si no lo quitaba causaría daño a la Causa [de Beatificación], cuando llegara el momento de hacer el Proceso “super non cultu”. Por eso el cuadro se puso en la Sacristía, donde no está tan patente, para no dar que decir a nadie sobre que allí se hacían tales ostentaciones.
449.- Quité, pues, el cuadro, según el consejo que me dio el Abad Sacco, y lo colgué en la sacristía, sobre la puerta que va a la Iglesia, aunque algunos Padres eran de parecer contrario, diciendo que no se debía quitar del sepulcro, para aumentar más la devoción. Les mostré la Bula del Papa Urbano, que remite todo lo de esta Bula al Santo Oficio, y ellos se tranquilizaron. Aquel exvoto quedó colgado en la sacristía, debajo de un retrato que yo había mandado hacer del Padre, al natural y de medio cuerpo. Pero aun así, cuando lo vio el Notario Francisco Maula, me ordenó quitarlo todo, diciéndome que lo llevara a algún lugar decente, pero que no lo viera nadie, pues, aunque la Bula diga que los exvotos se deben meter en la sacristía, no pueden estar patentes, de forma que los pueda ver cualquiera, porque denotan culto, y se perjudicaría la Causa del P. General. Que procurara no vinieran muchos exvotos, que ya se encargaría Dios de mandar otros, cuando a él le pareciera más conveniente.
450.- Cerré la sacristía, llevé los exvotos que estaban colgados alrededor del cuadro, y los puse dentro de la Credencia de las Reliquias, que está en el Camarín de la sacristía, a fin de que si venía alguno que quisiera verlos, los pudiera contemplar a su gusto. Al cabo de algunos días llegaron tantos, que no cabían ya en la Credencia; así que tuve que llevarlos a la estancia en la que había muerto el P. Fundador, donde fueron colocados en torno al cuadro grande, como ahora se ven. De aquella forma, cuando vino la visita del Proceso “de non cultu”, que se hizo sobre él (como se dirá en su lugar), describió primero el cuadro grande, y después todos los exvotos que habían llegado, preguntándome quién los había mandado, y si habían sido recogidos en otras circunstancias. Yo los quité todos de la muro, y, uno a uno, les fui mostrando cómo, detrás de los mismos exvotos, estaba escrito quién los había mandado, por qué razón, y quién los había traído; y a los que no lo tenían escrito, se les había pegado un cartel.
[451-480]
451.- La Santidad del Padre se reconoció no sólo en Roma y en los lugares circunvecinos, sino que llegó hasta Milán. En efecto, el día 26 de agosto, mientras el Cuerpo del P. José estaba expuesto en la iglesia, llegó un Gentilhombre de la Casa Benedetti, milanés, que logró hacerse con un trocito del vestido del P. José; lo puso dentro de una carta, y lo envió a Milán al Sr. Alejandro Figini, contándole cómo en Roma había muerto el Fundador de las Escuelas Pías, llamado P. José de la Madre de Dios, que había hecho muchos milagros, vistos por él mismo, y la gran cantidad de gente de toda Roma que había acudido a San Pantaleón, “ante la fama de Santidad de este Padre”.
452.- Cuando esta carta llegó a Milán, el Sr. Alejandro Figini se encontraba gravemente enfermo en cama, con el dolor de piedra, que se le había incrustado en la vejiga, y los médicos nunca habían podido extraer. Le producía tales dolores, que no le dejaban reposar. Al mandar leer la carta, cogió el trocito de vestido que le había llegado dentro de la misma carta, y lo besó. Llamó a un servidor suyo, y le dio algún dinero, para que fuera a una Iglesia, y mandara celebrar doce misas en honor del P. José de la Madre de Dios. Puso el pañito sobre su mal, y le pareció se tranquilizaba un poco. Luego quiso que lo llevaran a otra cama más fresca, porque él mimo no podía moverse, y sintió una cosa dura debajo del Galón (que así lo llama, no sólo en la carta, sino también en la certificación que él mismo envió). Cuando quiso ver qué era, se encontró la piedra, que había caído por sí sola, en cuanto puso el pañito encima. Llamó a los médicos y cirujanos, que dijeron se trataba de algo maravilloso, porque había sido imposible que saliera, ni con medicamentos -lo que tantas veces habían intentado-, ni sajando aquella parte, porque estaba incrustada en el cuello de la vejiga; y ya no requería otra cosa que la mano de Dios. Por eso, ellos lo consideraban un milagro sobrenatural.
453.- El Sr. Alejandro Figini quedó completamente curado, y el mismo correo respondió a su agente en Roma, dándole las gracias por haberle enviado aquel trocito de vestido dentro de la carta, con el que él mismo había comprobado también los efectos de la Santidad del P. José de la Madre de Dios, pues había expulsado, sin darse cuenta, una piedra que le atormentaba, y diciéndole que, por otro correo, le daría una relación más detallada; que ya no tenía tiempo de escribir, pues iba salir el correo.
454.- Cuando la respuesta de Milán llegó a Roma -a primeros de septiembre- al Sr. Benedetti, Agente de Figini, enseguida vino a San Pantaleón y me leyó la carta. Yo le insistí en que me hiciera un atestado, para asegurar la memoria de este hecho en mi libro -que ya había comenzado- sobre las cosas sucedidas del P. José. Él me respondió que le escribiera una carta, y me la enviaría, junto con la respuesta, como hizo. Llegó el atestado al mismo Agente, y una orden de que me diera un doblón, para celebrar las misas correspondientes por la gracia recibida, tal como se puede ver con toda claridad en dicho libro de los milagros.
455.- El mismo día 26 de agosto, mientras el Cuerpo estaba expuesto en la Iglesia, Jerónimo Scaglia, del que ya hemos hablado en otro lugar, consiguió un trocito de la camisa del Padre, y otro teñido con su sangre. En el mismo correo los puso dentro de una carta, y los mandó a Bérgamo a D. Juan Scaglia, su hermano, contándole todo lo que había pasado en Roma, y que también en su Casa habían sentido los efectos de las gracias de este Siervo de Dios, pues su suegra había curado de los dolores de los brazos lesionados -que no podía manejar- sólo con haberle besado las manos y los pies. Que también él se encomendara a la intercesión del P. General, que de seguro sanaría de su larga enfermedad, sabiendo quién había sido el P. José, General, es decir, Maestro, tanto de Jerónimo como del mismo D. Juan, su hermano, cuando estaban juntos en Roma.
Por el primer correo de Bérgamo, llegó la respuesta de D. Juan Scaglia a su hermano, de que había recibido, dentro de su carta, los pañitos, y que, nada más ponérselos encima, había sanado completamente; y no sólo él, sino otras dos Señoras. Que muy pronto le daría orden de mandar hacer dos exvotos de plata al P. General, por las gracias recibidas; tal como he escrito detalladamente en el Libro de los Milagros.
Así es que, en tan poco tiempo, se extendió tanto su fama por el Estado de Milán y el de Venecia, que, de mano en mano, iban llegando noticias de fuera, que habían informado de lo que había sucedido en Roma a la muerte del P. José
456.- A los cuatro días, la noticia llegó también a Cagliari al Duque de Montalto, Virrey del Reino de Cerdeña. Parecía imposible que hubiera sucedido tan pronto; y fue de la siguiente manera.
El día 30 de agosto de 1648, a una hora desacostumbrada, el Duque de Montalto, el Virrey, fue privadamente a nuestro Noviciado de Cagliari; mandó llamar al P. Pedro Lucas [Battaglione] de San Miguel, romano, Superior y Maestro de Novicios, y empezó a preguntarle cómo iba con sus novicios, a lo que respondió diciendo que, gracias a Dios, todos estaban bien.
Entró el Duque en la habitación del P. Pedro Lucas, se sentó familiarmente sobre la cama, como solía hacer con frecuencia, y le preguntó qué noticias había recibido de Roma, y qué se decía. El P. Pedro Lucas le respondió que hacía tiempo no había recibido cartas de Roma, ni sabía lo que hacían; que estaba esperando respuestas sobre un asunto suyo, pero hacía casi dos meses que no había recibido ninguna carta.
457.- El Duque le respondió: -“¿Qué me da si le doy las noticias de Roma? Son buenas, aunque parezcan tristes; de grandísima alegría”. Le tuvo un rato en suspense, y luego le dijo que mandara llamar al P. Pedro Francisco [Salazar Maldonado] de la Casa Profesa, porque quería que también él lo oyera, para que la tristeza y la alegría fuera común.
Rápidamente envió a dos, para que avisaran al P. Pedro Francisco que fuera pronto al Noviciado, donde le esperaba el Virrey, que le quería hablar de un asunto importante llegado de Roma. El Rey, mientras tanto, bromeaba con el P. Pedro Lucas, a ver si adivinaba lo que iba a decir. Le respondió: -“¿Ha muerto quizá el Papa Inocencio [X]? Así nos liberaríamos de tantos sufrimientos. Ésta sería para nosotros una alegría, porque no vivimos ni en el cielo ni en la tierra”.
458.- “No, dijo el Duque, no ha muerto el Papa Inocencio, la alegría será mayor de lo que ustedes piensan. Y, mientras se estaban contestando recíprocamente el uno al otro, llegó el P. Pedro Francisco, todo sudoroso. Hizo las ceremonias correspondientes, el Duque le mandó sentarse junto a él, y le hizo las mismas preguntas. El P. Pedro Francisco, no sabía qué responder; pensaba que quizá habría muerto el P. General; pero ¿qué alegría nos podría proporcionar su Muerte? Al contrario, sería tristeza y ruina; porque, muerto él, se seguiría la muerte de la Orden. Sin saber qué responder, le dijo: -“Por amor de Dios, díganos Su Excelencia lo que ha sucedido, y no nos haga sufrir más”.
El Duque se sacó de la bolsa el despacho que le había llegado de Roma, del Cardenal de la Cueva, donde le contaba “la muerte del P. José de la Madre de Dios, aragonés, Fundador de las Escuelas Pías”. Leído este Capítulo, se paró.
Cuando el P. Pedro Francisco y el P. Pedro Lucas oyeron la noticia de la muerte del Fundador, se echaron a llorar, y dijeron al Virrey: -“¿Esta es la noticia de la alegría que Su Excelencia nos iba a dar? No podíamos tener peor noticia, porque sabe Dios qué será ahora de la Orden; pues, mientras él vivía, era grande la esperanza de un arreglo de las cosas de la Orden”.
459.- El Duque añadió: -“Al contrario, ahora la Orden se expandirá más de lo que piensan. Es necesario saber lo que ha sucedido, y después verán que las cosas no marchan como ustedes piensan; más bien, se puede decir: “Pretiosa in conspectu Domini mors Sanctorum eius”.
Siguió el Duque leyendo el despacho. El Cardenal de la Cueva le ampliaba la noticia de cómo el P. José de la Madre de Dios, muy conocido por él, había muerto en tal opinión de santidad, en medio de gran concurrencia de Pueblo, y había hecho tantos milagros, que toda la Corte estaba de su parte. Y que aquella misma mañana había estado en la Congregación del Santo Oficio, ante el Papa, habían hablado de las virtudes del P. José. El Cardenal de la Cueva aseguraba en su carta que, como él pertenecía a la Congregación delegada sobre los asuntos de las Escuelas Pías, pidió muchas veces información del estado de la Orden y del Instituto al mismo P. José, el Fundador, y nunca jamás le oyó pronunciar la más mínima palabra de queja, ni siquiera contra los que le había perseguido; que Dios había permitido tantas persecuciones, a su persona y a su Orden, para dar a conocer su integridad y santidad; y que toda la Corte se alegraba de tanto notoriedad de milagros. El Cardenal se alegraba ante el Duque de Montalto de que éste le había escrito muchas veces, recomendándole al P. General y a la Orden (siempre a instancia del P. Pedro Francisco de la Madre de Dios, fundador de las Escuelas Pías en el Reino de Cerdeña). Y, finalmente, el Cardenal le decía, alegrándose con él, que tenía un amigo Santo en el Paraíso, y que su misma Casa, se había beneficiado también de sus favores un Palafrenero suyo que sufría ataques de cólicos, y por su intercesión había sanado.
460.- “Así que, Padres míos, alégrense, y no lloren más, que Dios ha hecho que hasta el mismo Pontífice conozca sus virtudes. Yo mismo he escrito muchas veces, y a muchos Cardenales, sobre este hecho; y dentro de dos días expediré a Roma otros despachos. Escriban también ustedes a sus Padres, para que nos den una información más abierta y completa, y podamos alegrarnos más aún”.
Bien podemos imaginarnos la alegría que recibieron aquellos Padres, cuando cambiaron el llanto en alegría, e hicieron fiesta.
Y por la tarde el mismo Rey quiso quedarse a cenar con ellos.
461.- La noticia se extendió por Cagliari; el mismo Duque se encargó de comunicarla por la Corte, adonde iban todos aquellos Señores y Religiosos, así como nuestros Padres, que, con esta ocasión, pudieron aumentar la fama que ya tenían. Impresionó en particular a Monseñor Arzobispo, que primero no los miraba con buenos ojos, porque el Duque no había querido nunca que se publicara el Breve del Papa Inocencio X; por eso escribió muchas veces a Roma al Cardenal Ginetti que no querían obedecerle, y él les respondía que los dejara tranquilos, porque estaban bajo su protección.
Yo sabía todo esto, porque, además de que el Cardenal me lo comunicaba, mediante El Sr. Agustín Luchiano, su Secretario, me lo contaba también todo el Sr. D. Pablo Giordani, Agente del mismo Arzobispo de Cagliari. Y así se iban conteniendo las olas furiosas que avanzaban contra la Casa de Cagliari.
En otra ocasión, el Arzobispo de Cagliari pretendía expoliar a los Padres de una viña que decía no la podían tener; que la vendieran, “como dice el Breve del Papa Alejandro VII”. Escribió sobre ello al Cardenal Ginetti y le respondió que sí la podían tener, que él les había dado licencia, y había hablado al Papa sobre ella.
462.- Volvamos ahora al Duque de Montalto. Expidió la chalupa para Roma, que llegó a los pocos días, y en ella llegaron al P. Castilla las cartas de los Padres Pedro Francisco y Pedro Lucas, contando lo que había dicho el Duque de Montalto, el Virrey, y diciendo que querían saber algo en particular; y a mí una carta aparte, pidiendo que les hiciera una relación completa de cuanto había sucedido, para su consuelo; que se fiaban de mí, pues era quien gestionaba todos los asuntos que surgían en Roma en favor de su Casa de Cagliari, y también porque conocía bien lo que había pasado.
Les hice una larga narración de la muerte del Padre; de lo que había ocurrido hasta el mes de septiembre de dicho año, que ellos leyeron al Duque de Montalto y a muchos de nuestros conocidos, amigos y bienhechores. Con ella creció más aún el nombre del P. José, no sólo en Cagliari, sino por todo el Reino.
No pasó mucho tiempo, cuando ya me mandaron relación de los milagros que había hecho en aquel Reino, que se pueden ver en el Libro de Milagros.
463.- El P. Pedro Francisco [Salazar Maldonado] de la Madre de Dios, napolitano, propuso, tanto al Virrey como a Monseñor Arzobispo, que quería hacer las exequias de nuestro Fundador, pero deseaba hacer algo bueno, e invitar, no sólo al Virrey y al Arzobispo, sino a todos los Tribunales, Religiosos, Caballeros y Damas de la Ciudad, con una oración fúnebre de algún Predicador insigne, adornar toda la Iglesia de luto, y honrarla con varias composiciones, que demostraran sus virtudes, y cuán provechoso es el Instituto que había fundado. Lo único que sentía, era que la Iglesia no tenía capacidad para tantas personas, aunque había pensado tirar un muro para ensancharla.
464.- El Virrey le respondió que no le parecía conveniente hacerla en nuestra Iglesia, que, por mucho que se ensanchara, no era a propósito para toda la Ciudad, y podían surgir inconvenientes; que era mejor hacerla en la Catedral, donde se estaría con mayor comodidad, y luciría con mayor esplendor.
Y, en cuanto a la oración fúnebre, era necesario invitar a un individuo español, que hablara libremente, y no a uno apasionado. Se propusieron muchos nombres de Predicadores insignes de muchas Órdenes, pero en todos se encontraba alguna salvedad. Al final, se propuso al P. Tellos, Predicador del Virrey, de la Orden de la Santísima Trinidad del Rossetto, hombre verdaderamente insigne en la oratoria, que, por ser aragonés, conocía muy bien el nacimiento y las cualidades de la familia Calasanz. Y, con ocasión de este discurso, se decidió invitar al P. Tellos a pronunciar la oración fúnebre, y que se hiciera en la Catedral y
465.- Nuestros Padres recibieron una orden de que cada uno se ofreciera a hacer las composiciones; en distintas lenguas, y en tanta cantidad, que pudieran llenar toda la Iglesia. Hubo composiciones en lengua latina, española, italiana y sarda, que causaron mucha satisfacción a todos.
Fue invitada la primera Dignidad del Capítulo del Arzobispado de Cagliari, y dos Canónigos, como Representantes. Todos aceptaron gustosos la invitación, sobre todo, porque sabían que este evento estaba dirigido por el Duque de Montalto, el Virrey, y porque el Arzobispo también colaboraba y quería asistir a la función. Nadie se opuso a que se hiciera esta función, tan pública.
Cuando llegó el momento, se arregló la Catedral, muy lúgubre, se fijaron las composiciones en los muros. La iglesia permaneció dos días sin abrirse, así que todos estaban ávidos de ver lo que se iba a hacer.
466.- Se hizo la invitación; y cuando llegó la mañana de la función, ya pudieron ver, preparada en medio de la Catedral, una ´Castellana´, adornada de plata, con antorchas y velas encendidas, que parecía una grandísima Majestad. Algunos decían que en la muerte del Rey y de la Reina no se hubiera hecho algo tan hermoso y fastuoso; pero, por eso mismo, no faltaron los apasionados que censuraron, tanto el gasto, como la magnificencia y orden con que estaba expuesta.
Se invitó a los Músicos del Palacio a que fueran a cantar, como gustosos lo hicieron, para realzar la función.
El Capítulo, los Canónigos y dignidades de la Metropolitana cantaron el oficio de difuntos. Hicieron con verdadera religiosidad la función, que fue precedida por el toque lúgubre de Campanas de la Catedral, durante la tarde anterior.
Finalmente, cuando llegó la hora de la celebración de la Misa, llegó el Virrey con todos los Tribunales. Cortesanos y Caballeros de la Corte, así como Monseñor Arzobispo, con su séquito, que quedaron estupefactos de tanta ornamentación, y del nivel de las composiciones. Nuestros Padres los iban recibiendo, a medida que iban llegando, acompañándolos a su lugar; sobre todo el P. Pedro Francisco, a quien no le faltaba retórica natural, con lengua y dignidad española, que a todos sabía dar satisfacción.
467.- La función comenzó con toda la solemnidad posible, y nobleza española. Al llegar al Ofertorio, el P. Tellos subió al Púlpito y pronunció la Oración fúnebre. Presentó primero la Nobleza de la Casa Calasanz, la niñez y la infancia del P. José; cuánto había pasado en su Juventud, demostrando cuán devoto había sido de la Santísima Virgen, su caridad con los Pobres, y su Castidad, huyendo de las ocasiones que la podían mancillar; su amor hacia Dios, y al Prójimo, por amor de Dios, para el que había fundado una Orden, que bien se podía llamar renovadora de costumbres, para erradicar los Pecados, de todo el Mundo, si fuera posible; que ésta había sido la intención del P. José al fundar este Instituto, de tanta piedad y caridad hacia el prójimo. De esta manera, hizo ver a todos que había sido dotado de todas las virtudes en grado superlativo, hasta amar a los perseguidores como a sí mismo. Que era un Santo en el Cielo, y gozaba del Paraíso.
468.- Esta oración fue muy elogiada, no sólo por el Virrey, por el Arzobispo y por la Nobleza, sino por todos los que la oyeron. Por eso, el Duque de Montalto cogió tanto afecto al P. Tallos, que le procuró el Obispado dell´Aquila, en Abruzzo,, nombramiento que pagó el Rey Felipe IV. Allí vivió algunos años, y gobernó aquella Iglesia con grandísimo espíritu y ejemplo para su Grey, tratando siempre de reformar las costumbres de todos, y cuidando de conservar intacta la inmunidad y libertad eclesiástica.
El P. Pedro Francisco dio cuenta de toda la función en una carta a Roma; y de viva voz cuando vino a Roma, poco después. Yo lo he visto todo escrito; pero también y lo he oído de viva voz, no sólo al P. Pedro Francisco y al P. Pedro Lucas de San Miguel, sino al mismo P. Tallos, cuando vino a Roma, para recibir del Papa Inocencio X la dignidad de su Arzobispado. Fui a visitarlo a San Adrián; luego vino él a San Pantaleón muchas veces, y me contó que las exequias del P. José, Fundador, se celebraron en Cagliari con tanta satisfacción, que algunos las envidiaron. Me prometió enviarme la copia del discurso, pero luego se fue, y yo no lo intenté más.
469.- En aquel tiempo de la muerte del P. José, Fundador, se encontraba en Florencia el P. Francisco [Rubbio] de la Corona de Espinas, de Parma. Cuando supo que en Roma se preparaban para recordar el trigésimo día del P. José, Fundador, él también quiso imitarlo, haciendo lo mismo, a pesar de que aquella Casa estaba muy escasa de individuos. Para conseguirlo, consiguió tanto, con limosnas de los Bienhechores, que hizo un funeral extraordinario, con una ´Castellana´ bellísima. Consiguió cantar la misa con música, y encargó predicar una hermosísima oración fúnebre a un Padre de Monte Casino, Predicador insigne, que fue honrado por los Príncipes Matías y Leopoldo de Medici, hermano del Duque de Toscana, a los cuales imitó toda la Nobleza florentina.
470.- Gustó tanto el panegírico de aquel monje, que le insistieron les diera una copia para imprimirlo, porque, tanto el Duque como los dos Cardenales, Carlos y Juan Carlos de Medici, lo querían ver, ya que sentían no haberlo podido escuchar, por haber ido de fiesta a Pisa.
El discurso fue impreso y gustó mucho; también a Roma vinieron copias, de las que yo conseguí una, que un Prelado vino a buscarla para verla; pero, e gustó tanto, que no quiso devolvérmela.
La ornamentación de la iglesia fue digna, en conformidad con las posibilidades de nuestra Pobreza; y las composiciones pegadas sobre las muros en luto, bellísimas, echas por el P. José [Politi] de San Francisco de Paula, de Rugliano, Casal de Cosenza, que dirigía la Escuela de Nobles en Florencia, un hombre, no sólo doctísimo, sino de grandísima santidad de vida. Murió en Narni -del Estado del Papa-, siendo Superior, en el año 1654, en olor de grandísima santidad y perfección Religiosa.
471.-Algo parecido hicieron nuestros Padres en Pisa, con toda solemnidad. y gastos. También en Génova hizo un funeral el P. Gabriel [Bianchi] de la Anunciación, que había sido Secretario del P. José, General. Éste invitó a hacer la oración fúnebre al P. D. Francisco Biscia, de Roma, teatino, que, como había sido alumno de nuestro Padre Fundador, hizo una bellísima composición; pero cayó enfermo, y no pudo recitarla. Por eso, el P. Gabriel, que ya había hecho la invitación a muchos Senadores, Nobles genoveses, y Religiosos, invitó a un Padre somasco, quien, de forma improvisada, hizo también un bellísimo panegírico que entusiasmó a todos. La ornamentación y las composiciones no fueron menores de las que se hicieron en Florencia y Pisa; este Padre, magnánimo y generoso, las superó con mucho, sobre todo porque era algo propio de su genio.
472.- En Palermo era Superior el P. Francisco [Martini] de Jesús. Cuando se enteró de lo que hacían las demás Casas, no quiso ser menos que los demás. Lo preparó con tiempo, mandó escribir muchas composiciones, y ornamentar de negro la Iglesia, con un hermoso catafalco con luces encima, puso un precioso retrato al natura del P. José, llevando en una mano el escudo impreso de nuestra Orden, y en la otra, el libro de las Constituciones; y en tierra, el Capelo de Cardenal y el emblema de la Casa Calasanz, consistente en un perro alado, que lleva una bolsa roja llena de monedas. A pronunciar la oración fúnebre fue invitado un Padre teatino, que resaltó enormemente las virtudes y la santidad del Padre; pero no quiso dar una copia, diciendo que aún no era tiempo de exponerlo fuera, para no incurrir en ninguna censura, porque “una cosa es decirlo de viva voz, y otra enviarlo a la imprenta”.
473.- El P. Simón [Bondi] de San Bartolomé, que se encontraba en Fanano, lugar del Duque de Módena, hizo también él su celebración, como mejor pudo, y en ella se produjo un milagro instantáneo en la persona del Arcipreste de aquella tierra, llamado D. Juan Parigi. Éste enfermó de fiebre maligna, los médicos le dieron por desahuciado, ya le había preparado los funerales, comprada la cera, y preparados los vestidos para ponérselos; y he aquí que, mientras le estaban haciéndole la recomendación del alma, un hermano suyo, Sacerdote, llamado D. Francisco, que había sido uno de los nuestros, al ver que agonizaba, le puso una reliquias que llevaba con él, del P. José de la Madre de Dios, y al punto comenzó a hablar normalmente, quedando completamente sano. El mismo D. Francisco informó a Roma en una carta al P. Bonifacio [Landri] de San Lucas, que entonces se encontraba de Maestro en el Colegio Nazareno. Esto se puede leer con más detalles en el Libro de Milagros.
474.- En la Casa de Narni, era Superior el P. Carlos [Zambonini?] de Santo Domingo. Éste, junto con el P. Esteban [Spinola] de la Madre de Dios, no la celebraron con menor solemnidad que las otras. Y allí se produjo también otro milagro, en la hermana de un Canónigo de aquella Catedral. Temían que muriera, pero encomendándose a una imagen del Padre, sanó al instante, como igualmente se puede ver en dicho Libro.
Las demás Casas de Italia, todas hicieron algo parecido; en cambio las de Alemania y Polonia, hicieron más, y luego enviaron sus relaciones; pero sería muy largo contarlas todas.
Sólo quiero contar, brevemente, lo que se hizo en Roma, que ya tengo escrito ampliamente en el Libro de los Milagros con otras circunstancias. Este libro se encuentra en la Biblioteca de la Casa de Chieti, enviado por mí últimamente desde Nápoles, donde lo he ampliado con muchas cosas que faltaban en él.
Se tuvo una Congregación de los Padres Sacerdotes de la Casa de San Pantaleón de Roma, sobre si se debía hacer una celebración a los 30 días [de la muerte] del P. General, tener una oración fúnebre, y quién la podría hacer. Se determinó conmemorar aquel trigésimo día con la mayor solemnidad posible, en consonancia con nuestra Pobreza; y que se llamara a un Orador insigne de otra Orden, pues no parecía bien que la hiciera uno de los nuestros, para no aparentar apasionado en los temas que se podían decir. Y como nuestra Pobreza era grande, todos se ofrecieron a hacer y a buscar alguna cosa.
475.- Me tocó a mí buscar un orador, y pensé que no había una persona mejor que el P. Fray Tomás Acquaviva, dominico, Predicador insigne. Fui a buscarlo con el P. Buenaventura [Catalucci] de Santa María Magdalena, que estaba cuidando de la enfermedad del Cardenal Mazarino, el joven. Al exponerle lo que deseaba, se excusó que no podía hacer aquella oración fúnebre,
-aunque le gustaría mucho- debido a la enfermedad del Sr. Cardenal. Entonces le pedí que me diera el nombre de otro Padre dominico competente. Me respondió que no era posible, al tratarse de una cosa pública, ni sabía a quién recomendarnos; pero que si queríamos al P. Bonpiani, jesuita, hombre insigne en estas cosas, hablaría con él mismo, y haría una cosa digna del Padre.
476.- El P. Buenaventura replicó que no era conveniente coger a un jesuita, que se callaría las cosas más esenciales, por haber estado uno de ellos inmiscuido en nuestras cosas, y le añadió que si le parecía a propósito el P. Fray Jacinto de San Vicente, carmelita descalzo, que era su amigo y paisano. Le respondió que era óptimo, y lo haría muy bien, si es que aceptaba aquella empresa.
Con esta resolución, fuimos directamente a la Madonna de la Vittoria donde estaba el P. Fray Jacinto, carmelita descalzo, y le pedimos si nos hacía el favor de decir la oración fúnebre. Él se ofreció enseguida a hacerla; pero que le lleváramos los escritos necesarios, y pronto, para que empezar a trabajar. Se los llevé al día siguiente con el P. Vicente [Berro] de la Concepción, como más conocedor, y le pudiera oír de viva voz, de lo que quedó muy satisfecho. Nos dijo que señaláramos la fecha, pero que nos viéramos ocho días antes, para que, si surgía alguna dificultad, se pudiera superar; y así se hizo.
Entre tanto, se fue preparando lo necesario para adornar la Iglesia, encontrar la Cera, y hacernos con el catafalco. Esto lo hizo el P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, de Lucca, y el P. Benedicto [Quarantotto] de Jesús María, de Nursia, y un bellísimo Diseño, con tres Cornisas de papel fino, que, a la luz de las velas, producían una bellísima vista.
477.- El P. Francisco [Baldi] de la Anunciación buscó los mejores Músicos de Capilla, y lo preparó todo. Se invitó a muchos Prelados, Caballeros y Religiosos, y se puso todo en orden. Cuando ya comenzaban a salir los de las misas de de difuntos, vinieron dos carmelitas descalzos de parte del P. Fray Jacinto, excusándose de que no podía venir, porque tenía cólicos con cálculos; que si se podía trasferir a otro día; si no, no podía venir. Llenos todos de confusión, el P. Vicente se ofreció a ir él mismo, con una carroza, para que hiciera lo posible, y viniera. Fue con él el P. José [Pennazzi] de San Eustaquio, de Pesaro. Cuando llegaron a Vittoria, el Portero les dijo que el P. Jacinto estaba muy mal, gritando por tantos dolores, que hasta se tiraba por tierra como una furia. El P. Vicente le pidió por favor que le llevara adonde él, que sólo quería decirle una palabra. Lo condujo arriba, al claustro secreto; y en cuanto vio al P. Vicente le dijo que era imposible venir, porque le atormentaban los dolores; aunque era cierto que los días anteriores los había tenido más terribles. Se arrodilló, dijo tres Pater y tres Ave Maria, se encomendó a los méritos del P. José, pues trabajaba para él, y se le pasaron. Pero que ayer por la mañana le volvieron de nuevo unos dolores tan fuertes, que no los podía aguantar, que lo excusaran, pues tenía más ganas él que ellos. El P. Vicente le pidió que viniera, que le había preparado una carroza, y, quizá, con aquel traqueteo se le aliviarían.
478.- Después de tantas súplicas, pidió la bendición a su Superior, se subió a la carroza con su Acompañante, y los cuatro fueron a san Pantaleón. Cuando vino, se puso a pasear con el P. Buenaventura, pero los dolores no le cesaban.
Llegada la hora, yo mismo fui a invitarlo. Me dijo que se sentía mal, pero, a pesar de todo, haría un intento, que pidiéramos al P. José por él, que haría lo que pudiera. Bajó a la Iglesia, y corrió la voz de que se encontraba mal, pero, no obstante, quería intentarlo.
Se puso de pie en el Púlpito, y comenzó la oración con tanto fervor, que todos se maravillaron. Dijo, ciertamente, cosas maravillosas, en particular sobre sus virtudes, desde cuando era pequeñito. Que, cuando tenía poco más de tres años, había oído decir a su Madre que tenía un enemigo, lo mismo que todos los hombres, que inducía al pecado, para llevarlos con él al infierno. Se le quedó esto tan grabado en la memoria, que un día cogió un cuchillo, y propuso a otro niño, amigo suyo, ir con él a matar al demonio, su enemigo. Todo aquel día estuvieron buscándolo entre los olivos, para encontrar al demonio y matarlo, todo el tiempo con el cuchillo en la mano.
479.- El Compañero que llevaba con él se llamaba Juan Márquez, a quien Dios permitió estar presente mientras el P. Jacinto hacía la oración fúnebre, y oyendo este suceso. Cuando terminó la oración, él mismo dijo en pública Iglesia que había sido Compañero de José Calasanz cuando fue a matar al demonio. Todos corrían para verlo, por curiosidad. Tenía 93 años, un año más que el Padre. El Rey Felipe III, como premio a sus virtudes, lo había hecho Abad de la Real de Perpiñán. Murió en Roma el año 1649.
El P. Jacinto dijo cosas tan bellas, que todos quedaron verdaderamente contentos, no sólo sobre sus virtudes, sino por los milagros que también había contado; y que él mismo había probado el efecto de los favores que había hecho el P. José.
480.- Terminada la función, no quiso volver en carroza a Vittoria, sino a pie, acompañado por cuatro Padres mayores de su Orden, porque era Definidor General de toda su Orden.
Le pidieron una copia de su oración, que dio gustoso, a condición de que le dieran alguna cosa del P. General, que la quería para su devoción, como se hizo. La oración fúnebre fue impresa en Varsovia.
El P. Jacinto fue mandado por el Papa Inocencio X, por medio de la Congregación de Propaganda Fide, como Cabeza de los Misioneros de Indias, para que arreglara algunas cosas de la fe en aquellas tierras, pues algunos Poderosos le habían solicitado que se envira allí a una persona de crédito. Y allá fue y allí murió el P. Jacinto, con gran olor de su perfecta vida religiosa;
Pero no quiso admitir los honores ni obispados que le ofrecieron.
Este capítulo lo he escrito brevemente, pues, como ya dije, lo he contado en otro sitio con mucha mayor extensión. Y no continúo narrando otros milagros, porque, quien quiera conocerlos, los puede ver en un libro aparte, recogidos por mí.
Fin de la 4ª Parte, y Cuarto Libro.
A 25 de agosto de 1673.
Notas
- ↑ Fue el día 17, como el mismo P. Caputi dice más adelante.
- ↑ Dice una nota al margen: “Que escribía en nombre de nuestro Fundador”
- ↑ Se lee al margen del folio: “En aquel momento pasaba el padre del clérigo que se encontraba bajo las ruinas, que andaba viendo si había noticias del hijo; el p. Ciriaco lo llamó que fuera a ayudarlo, porque se oía una voz débil”.
- ↑ Una nota al margen, dice: “Que se le había presentado vestida de blanco”.
- ↑ Al margen de otra mano: “Algunos de la ciudad ofrecieron [al P. José] cien zecchini, para que se fuera a su pueblo, y lo dejara todo a nombre de la Ciudad, pues, como no habían quedado vivos más sacerdotes que él, los Padres de las Escuelas Pías no podía ya llevar la Casa. Así querían que todo pasara a los Padres descalzos de Santa Teresa. El que ruido hacía era un tal Francisco Bona Rocca, que había perdido al P. José Rocca, hijo suyo y Padre nuestro, bajo las ruinas. Éste lo hacía porque se había hecho Descalzo de Santa Teresa otro hijo suyo. El P. José le respondió que, aunque le diera un millón de zecchini no cometería tal traición contra la Orden. También quería convencerle un tal Pedro Pablo [Gavotti], que había sido de los nuestros, como otros dos hermanos suyos, que se llamaban P. Vicente [Gavotti] de la Pasión y P. Juan Carlos [Gavotti], los tres hermanos carnales, y eran de Savona, los cuales, como secuaces del P. Esteban [Cherubini] dejaron nuestro hábito. Éstos se hacían llamar de la Casa Gavotti, pero, en realidad, no eran de aquella Casa. Ellos querían convencer al P. José de que entregara todo a la Ciudad, y se cogiera los cien zecchini; y si quería más, más le darían. Pero la fidelidad del P. José [Varazio] le respondió que él no cometería nunca esta traición, que se maravillaba de ellos, por haber dejado la Orden que los había hecho hombres, y ahora le eran contrarios. Que él quería perseverar hasta la muerte, aunque tuviera que quedar solo; que estaba escandalizado de que hablaran mal de la Orden. Los tres murieron en pocos meses, y toda la Ciudad que quedó extrañada”.
- ↑ Al margen del folio se puede leer: “De 26”.
- ↑ Dice al Margen del folio: “Que lo había elegido Maestro de Cámara y Patriarca”.
- ↑ En aquellos tiempos no se podía atribuir la palabra santidad a nadie que estuviera vivo. Usaban siempre la palabra bondad, para no ser sancionados por la Sede Apostólica. El P. Caputi lo hace siempre.
- ↑ Dice una nota al margen del Folio: “Y fue enviado al Funcionario de la Jurisdicción”.
- ↑ Hay una nota al margen que dice: “Si tal permiso ningún General puede hacer una Visita en aquel Reino”.
- ↑ Una larga nota al margen dice: “Este D. Adrián, una vez que dejó nuestro hábito, nunca ha estado bien; siempre está mal, a causa de los sufrimientos y fracasos que ha pasado. Cuando era de los nuestros venía a Roma a Caballo, con un servidor delante, y después lo he visto a pie, con dos cestos de fruta a la espalda, y regalar a quien se lo llevaba adelante; fue hecho Canónigo de Marino, le intimaron un pleito, y fue también expulsado”.
- ↑ Una nota dice: “Mandó ponerle el nombre de Felipe de Austria, teniéndole él mismo y la Reina en la pila bautismal”.
- ↑ Antiguas monedas de oro, acuñadas en España en el siglo XVI.
- ↑ Al margen del folio puede leerse: “La Sra. Dorotea Bonfiglioli mandó hacer un bellísimo bronce con la imagen de los Santos, y, cuando murió, hizo un legado por el que sus hijos quedaban obligados a pagar ocho escudos al año durante ocho años, que yo exigía al Colegio de Huérfanos, herederos suyos, que está en la Plaza Capranica, y cada año lo pagaron puntualmente, hasta que pasó el tiempo por las testadora”.
- ↑ Una nota al margen del folio añade: “Les pidió que pidieran al señor por él, para que supiera conformarse a su Santísima Voluntad, como haría también él por todos, ausentes y presentes”.
- ↑ Dice una nota al margen del folio: “Que hacía señales con las manos, como si quisiera buscar la mama”.
- ↑ Una nota al margen del folio dice: “Y contarle el caso”.
- ↑ Dice una nota en el margen del folio: “Hoy, que estamos a 4 de mayo de 1673”.
- ↑ Una larga nota al margen del folio dice: “Este Pobrecito se arrepintió muchas veces de haber salido de las Escuelas Pías, y cuando estaba para morir, lloraba, porque había dejado su primera vocación, y, por caprichos y soberbia, había pasado a los Padres mínimos; y allí, sus pasiones eran castigadas con muchos castigos y persecuciones, y, finalmente, no tenía otra esperanza que la muerte. Más aún, algunos Gentileshombres dijeron muchas veces al P. Juan Francisco de las Llagas, de Campi, que, mientras el P. Juan Francisco estuvo viviendo en Oria, era de las Escuelas Pías, donde había hecho los primeros votos, y no de San Francisco de Paula. Éstos fueron los Señores D. Lucrecio y D. Domingo Miliadia, uno Archidiácono y otro Cantor de aquella Ciudad, Gentileshombres principales”.
- ↑ Oficios eclesiásticos vitalicios, que cuando están vacantes, son sustituidos.
- ↑ A la manera militar.
- ↑ Una nota al margen del folio dice: “Puso el cuerpo como sentado, para que fuera más cómodo poder disecarlo”.
- ↑ Se puede leer al margen del folio: “Después le cosió la piel de la cabeza con aguja e hilo preparado aposta, y puso dentro la cabeza de la cabeza, de donde había sacado el cráneo, un poco de estopa de cáñamo, para que quedara más consistente”.
- ↑ Una Nota al margen del folio dice: “Con las cosas”.
- ↑ Nota al margen: “Le arreglo la barba el H. Lucas [Bresciani] de San José, de Fiesole, y todos quería coger cabellos y pelos de la barba, para tenerlo por devoción, lo que causó algún disturbio, porque todos los querían”.
- ↑ Cocinero de la Casa de San Pantaleón”.
- ↑ Al margen del folio hay una nota que dice: “Fue en el año 1650, en tiempo del Papa Inocencio X, y predicaba en San Eustaquio, hacía alusión clara al P. Caravita, por lo que fue castigado, y le fue prohibida la predicación. Sobre esto había mucho que decir, pero, como aquí no viene a cuento, no sigo”.
- ↑ En julio de 1645, el P. Ridolfi impidió con todas sus fuerzas la reintegración de Calasanz en su oficio.