BerroAnotaciones/Tomo1/Libro2/Cap11

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CAPÍTULO 11 De las mortificaciones que se usaban En dicho Noviciado de Roma [1624]

La mortificación de la carne y de todos los demás sentidos externos, que se usaba en el Noviciado de Roma, era extraordinaria; tanto que, no sólo se me hace difícil describirla, sino también, cuando la recuerdo, me causa estupor a mí mismo, que la practicaba, y no pequeño reparo e incredulidad. Porque, en efecto, ahora me parece que entonces, o no estábamos en la carne, o no vivíamos en este mundo; pues, dejando aparte la exactísima puntualidad con que se observaba la vida rigurosa que se contiene en nuestras Constituciones, como disciplinas, cilicios, cadenillas y ayunos, éstas, en caso de duda, también eran interpretadas de la forma más estricta. Hasta por las faltas más pequeñas se hacía penitencia, con disciplinas, pan y agua, y con otras mortificaciones semejantes.

Una mañana en Maitines, sólo por no llegar a tiempo a pasar los papeles del Salterio, yo y el compañero hicimos en poco tiempo tres disciplinas, y a otros muchos les pasaban cosas semejantes.

Después, la comida de la Comunidad era escasísima en cuanto a las empanadillas; y la pitanza, cuando comíamos carne, no creo que pasara de una onza, porque no era más que de dos o tres bocaditos como nueces pequeñas; la torta, que se hacía más con pan que con huevos, era lo mismo, si se comían lacticinios. Las menestras, ordinariamente, eran troncos de hierbas desmenuzadas cogidas del huerto, como se dan a las gallinas; para ello, se cortaba una sola hoja para cada uno de nosotros; y, en una gran solemnidad, o cuando eran viejas, también las raíces. Recuerdo que una vez, para más de cuarenta religiosos, pusieron a freír sólo cuatro palometas contadas, para la menestra de todos; y a cada uno tocó una escudilla de agua caliente (pues no se podía llamar caldo), con algunos mendrugos de pan. Pero a mí, me toco además la vaina de una alubia; y otra vez me sucedió lo mismo con unas lentejas.

Nos preocupábamos tan poco de esto, que una vez, acompañando a las espinacas, se echó a cocer el trapo del horno, que había quedado en la perola donde se lavaron las espinacas.

Esta anécdota de alubias, lentejas y espinacas sucedió sin la voluntad del Superior; fue sólo una ingenuidad de cocinero, a quien el Superior le dijo: “Ponga para la menestra cuatro guisantes”, -es decir, los necesarios- y así lo hizo. Pero, al darse cuenta del error, lo remedió por la noche, dándonos más de lo habitual.

Alargándome un poco más en esta materia, baste decir que cuando llegamos a Génova, como regalo después de un viaje tan largo, la primera vez que comimos en el noviciado, que fue un domingo por la mañana, nos puso un higo más de lo común para cada uno de nosotros; pues en Comunidad no tuvo sino una menestra de hierbas y un poco de carne. En cambio no tuvimos escasez de pan.

No se comentaba error, al que no siguiera su mortificación. Si casualmente se rompía alguna cosa, fuera lo que fuera, por descuido, o por otra desgracia, había que llevarla al cuello, incluso por las calles públicas, hasta que el P. Maestro ordenara lo contrario. Por eso, con frecuencia se veía a los nuestros que iban por la ciudad de Roma con vasijas rotas colgando del cuello, jarras, cacerolas, y cosas semejantes; también trozos de ladrillo, tejas, tubos, cañas; y a otros, con leña. Otras veces nos enviaban por la Ciudad con pequeños bozales al cuello y en la boca; otras, con la cabeza medio rapada, o con la barba medio afeitada. Raras veces se salía de casa sin que alguno no tuviera alguna mortificación. Esto proporcionaba, a uno, mérito; al pueblo, ejemplo, que recibía muy agradecido.

Acostumbrábamos también a ir juntos cuatro o seis, o al menos dos, a las iglesias donde era fiesta, sobre todo a las cuatro grandes Basílicas, cuando había Jubileo por ser año Santo 1625. Colocados junto a una de las puertas todos juntos con las cajitas, quiero decir, cepillos, en la mano, estábamos como estatuas, sin espantar ni siquiera las moscas, que, en presencia de tanta gente como, de todo el mundo, venía al Jubileo, se nos metían en los ojos. Nos trataban de distintas formas; a algunos nos insultaban con diferentes palabras insolentes; a otros, nos metían en el cepillo, unas veces flores; otras, fruta; otras, peladuras de naranjas; otras, camisas de cebollas; otras, alcachofas, habas o cosas parecidas. Otros, con palos, golpeaban las escalinatas, o los muros que estaban detrás de nosotros, para hacer que nos moviéramos, o habláramos, o alzáramos los ojos.

Otros nos llamaban hipócritas, retorcidos, santones, beatucos; otras veces, decían palabras chistosas para hacernos reír: “¡Cómo! ¿Han perdido la lengua? ¿Son mudos? ¿Son ciegos? ¡Qué guapos son! ¡Qué buenos son! ¡Se mueren de hambre y de sed!” Y cosas parecidas. Sin embargo, nos manteníamos tan inmóviles frente a todo, que muchos, no sólo gritaban a los que se reían de nosotros, sino que hasta nos sacudían las moscas y nos besaban los vestidos y los pies.

A uno, por pura devoción, lo besó en la frente una señora. Cuando volvió a casa y se enteró el P. Maestro, le obligó a lavarse varias veces en aquel lugar, e incluso, a rasparlo. Lo mismo hizo otra vez, con una piedra pómez, a otro a quien su madre lo besó de improviso. Todo lo hacía para mostrar cómo debíamos rehuir la conversación con los seglares. No era pequeña esta mortificación, porque, -además de las cosas dichas- el estar así, de pie, cuatro o cinco horas, causaba una gran debilidad en verano, y en invierno el cierzo nos traspasaba las rodillas. Tanto, que recuerdo que, cuando me llamaron para ir a casa, no me podía mover en un primer momento, pues me había quedado aterido de frío.

Pero el ejemplo que con esto dábamos al mundo era grande, porque entonces nos veían hacer muchos actos de verdadera virtud Cristiana. En Santa María mayor se dio incluso órdenes a un cabo de la guardia, de que evitara cualquier alboroto, que, por la torcida intención, pudiera surgir. Cuando yo mismo he ido a muchos lugares de Italia, he oído decir a alguno que nos vio, que tal compostura y modestia era muy alabada.

Del silencio era muy celoso; quería que se observara muy estricto, aunque con tanto trabajo y compromiso parecía imposible. Especialmente con seglares, no quería que se hablara. Tanto era así, que un novicio, por miedo a tener que hablar (estaba prohibido), incluso en una necesidad extrema, para no romperlo, estuvo a punto de perder la vida. Bajaba éste dentro de unas andas por uno de aquellos pozos ya nombrados, para ir a buscar pozzolana; y, soltándose inesperadamente la garrucha de la soga, se quedó agarrado con las manos, y a los pies aguantados en las andas. Hacía señales, pero el que le bajaba con las andas no los veía porque el pozo era estrecho. Al no ver las señales, le dijo muchas veces que le hablara. Finalmente, sacado arriba, lo sacaron del extremo peligro. Si hubiera estado más tiempo, hubiera muerto al caer de tan alto, o quedado colgado del gancho del cordel.

Otro, por el contrario, que había hablado sin permiso por la ciudad a un conocido o paisano suyo, cuando se enteró el P. Maestro, ordenó enterrarlo vivo en el huerto cerca de media hora, dejándole descubierta sólo la cabeza, para que, así enterrado, aprendiera a morir al mundo estando en vida.

Notas