BerroAnotaciones/Tomo1/Libro2/Cap12
CAPÍTULO 12 De cómo algunos de los nuestros Fueron del Noviciado de Roma a las Escuelas Pías de San Pantaleón, Y modo de vivir en aquella Casa [1625]
El viernes después de la Ascensión de Señor, del año Santo, que cayó en el 9 de mayo de 1625, nuestro P. General y Fundador, mandó a pedir al P. Maestro de Novicios ayuda de algunos novicios para las Escuelas Pías. Fuimos todos nosotros a San Pantaleón, y el P. General, enviando a los demás al Noviciado, se quedó con dos de nosotros, es decir, el H. Bartolomé de Jesús María, de la región de Liguria, y yo; entonces clérigos los dos, y ahora sacerdotes. A mí me puso como ayudante en las clases de la Santa Cruz, junto con el H. Segismundo, luqués, o de la Garfagnana, encomendando la custodia de la puerta a dicho H. Bartolomé. Así estuvimos casi cuarenta días, intercambiando después los oficios; iba el hermano a la escuela, y yo a la puerta; en cuyo oficio estuve dos años.
Pero por las muchas ocupaciones de la Casa, y por la pequeña Comunidad, a veces tenía que hacer más oficios, como portero, maestro de las clases y Prefecto de ellas; y por la noche, con mucha frecuencia, no estaba en la cama ni dos o tres horas, debido a las ocupaciones. Era yo el que tenía las llaves de la casa también por la noche, para no dar fastidio a nuestro Venerable Padre, tan viejo, era el único sacerdote en la casa de Roma. Venía a confesarse el Sr. Bernardino Canicola, entonces Obispo de Scala y Ravello, en el Reino de Nápoles, antiguo operario de las Escuelas Pías; aunque nunca vistió nuestro hábito, vivía con grandísima observancia.
Una vez que, al coger una cuerda tiró una manzana de un arbolito desde una terracita de San Pantaleón, se me ordenó que me la pusiera al cuello, y la tuviera así colgada hasta nueva orden, aunque estuviera en la portería y acompañara a los alumnos a sus casas por la mañana y por la tarde. Cuando hacía esta tarea, en la calle de la Scrofa, cerca de San Ivón, se me cayó debajo del soporte de de uno que vendía hierbas; me metí allí debajo, lo cogí y me lo colgué nuevamente. Al cabo de tres días nuestro Padre me ordenó que me lo comiera.
Esto era común a todos. Se tenía en cuanta la más mínima falta, y por ella se imponía rigurosa penitencia, aunque no hubiera habido culpa, y estuviéramos con tantas ocupaciones, haciendo cada uno de nosotros muchos cometidos.
Si bien los Maestros acompañaban a los alumnos, y alguno de ellos hacía también el refectorio y la bodega, otro la sastrería, otro de zapatero, y de otras cosas, tenían orden de llegar a tiempo para acompañar a los alumnos. Después de la comida todos ayudaban en las clases, porque el número de aquéllos era de más de mil, en trece clases; y los Maestros, dos o tres por clase, excepto en Gramática que era uno sólo por clase.
La mayor mortificación se soportaba con alegría; y si alguno, cediendo a su debilidad, se quejaba, con el ejemplo y el fervor de los demás, enseguida se enmendaba. Había en todos una santa emulación por superar al compañero en la caridad, en la humildad, y en otras mortificaciones de silencio, etc.; unos y otros contendían por ellas con un mayor ejercicio, ayudados mucho por el ejemplo de nuestro P. General; pues era él el primero, tanto en el fervor del acompañamiento y como en enseñar a los alumnos. Porque, aunque no podía tener clase asignada, debido a las ocupaciones de su cargo, sin embargo, no pasaba ni un día sin que visitara todas o la mayor parte de aquéllas, viendo cómo se comportaban los Maestros, y enseñándoles él mismo. Con lo que al mismo tiempo enseñaba a los alumnos y a los Maestros.
Por la noche quería que nosotros, los jóvenes, fuéramos a su celda, donde nos enseñaba el modo de explicar prácticamente a los alumnos la Gramática, para que nos comprendieran con mayor facilidad, y sacábamos mucho provecho. Y a los Hermanos operarios les deba reglas de urbanidad y de cuentas, de forma que siempre nos tenía ocupados; lo único que nos faltaba era el tiempo.
En la oración de la mañana y de la noche, y en los demás ejercicios espirituales, mortificaciones con disciplinas, cilicios y cadenillas, -aunque era tan viejo, y durante la noche era el último en ir a dormir, y después se levantaba a media noche para rezar Maitines y otras devociones suyas-, era siempre el primero en aquellos ejercicios; más aún, si alguna vez los oficiales de la casa –en consideración a su edad, y a que había tomado una sola comida al día- tenían alguna excepción con él, en cuanto se daba cuenta, lo rechazaba, y los reprendía muy seriamente; y después ni siquiera quería comer lo que se había dado a la comunidad. O si ocurría que quien servía a la mesa se olvidaba de llevarle algo, por haber venido tarde a la mesa, o el refitolero se olvidaba de ponerle el vino en la vasija, o por otra razón le faltaba el vaso, disimulando la falta, se conformaba con aquello poco, y no bebía en aquella comida. Y si después el encargado advertía el error y le pedía disculpas, él, riéndose, le decía alguna palabra que insinuaba la voluntad divina, y no la falta humana.
En las pláticas que hacía cada domingo, con grandísimo espíritu, imponía diversas mortificaciones, para poner en práctica el sermón, ejercitándolas durante toda la semana. Él mismo las cumplía con grandísima humildad, y, si eran públicas, ordenaba hacerlas por orden, empezando él en primer lugar. Hasta tal punto, que recuerdo haberle visto andar a gatas desde el oratorio al refectorio, suplicando que pidiéramos por él; y otra vez, tendido en el suelo en dicha puerta, para que pasáramos por encima de él. Comía debajo de la mesa, o de pie, con un pie levantado en el aire, para mortificarse incluso comiendo.
Yo sé que, después de su muerte, se pudo ver el recorrido por donde había hecho estas mortificaciones adornado de fenómenos celestiales, y a él paseando por allí todo resplandeciente; de forma que, ante el resplandor, no se le podía mirar. Así sucedió, exactamente, un día de su aniversario.
Pero, aunque era tan riguroso en todas sus cosas, no por eso faltaba a la caridad con los demás, como convenía a un diligentísimo Padre; o a una Madre, previniendo y ayudando a sus amadísimo hijos. Fuera de lo ordinario, no quería que estuviéramos en vela ni siquiera media hora, sin su permiso particular; ni que en la mesa se nos mortificara en la comida o la bebida más de lo ordinario. En las disciplinas, o llevando cilicios o cadenillas, quería ver de qué estaban hechas, cambiándolas cuando no le parecían convenientes a las fuerzas del que las llevaba. Quería que los oficiales fueran diligentísimos en los oficios que hacían, y que avisaran de la cosa más mínima que les ocurriera, para poner los remedios oportunos, a fin de que la comunidad de la casa tuviera lo que convenía a las necesidades de todos. Como religiosos pobres de la Madre de Dios, si se enteraba de que algún joven de nosotros cometía algún exceso en la abstinencia, le ordenaba lo que tenía que comer como mínimo; incluso le ponía las los alimentos sobre la mesa o en la banqueta, para que estuviera más cómodo comiendo y bebiendo.
Como tenía yo que hacer mi Profesión solemne, le pedí licencia para hacer cuarenta días de ayuno, y prepararme a tan santa acción. Me ordenó varias veces ir adonde él, diciéndome: “De eso hablaremos otra vez”, o cosas parecidas; y después de haber ido muchas veces a hacer esta petición, para darme ocasión de mérito, -porque veía que era inoportuno pidiéndoselo, o por otra santa finalidad suya- me mandó fuera, como castigo, sin concederme lo que le pedía.
Después, cuando alguno enfermaba, no sólo lo visitaba cada día Nuestro Venerable Padre, y si el mal se agravaba, varias veces al día; le servía con todo afecto, y él mismo le daba de comer a la boca; y lo obligaba a comer, cuando le convenía para necesidad. Pero, lo que más importa, le aconsejaba ponerse en manos de Dios, para curar o para morir. Y cuando alguno se mostraba reacio a esta resignación a la voluntad divina, le decía: “Hasta luego. Nunca curará”; y, en efecto, la verdad se podía tocar hasta con las manos. Por el contrario, a los que se resignaban, les decía: “Vamos, arriba. Dé gracias a Dios, está curado”; y así sucedía.
A algunos a quienes los médicos decían que no había nada que esperar, y, ya abandonados, no comían, él mismo, después de hacer oración con las manos sobre sus cabezas, les daba de comer algo, y después les decía: “¿No prometió usted al Señor servirlo con diligencia? Esté contento, que Dios le dará la salud”; y curaban.
Tenía un cuidado especial de los convalecientes; y, cuando comían, les regalaba alguna cosa, advirtiéndoles, sin embargo, que no se excedieran en el tiempo, lo mismo que quería que tuvieran lo necesario, y bien condimentado.
Una vez que Nuestro Venerable Padre estaba en el Noviciado, adonde iba a dormir de vez en cuando, para ver cómo vivíamos en todo, obligando a moderar lo que veía riguroso, o dando muchas órdenes buenas, para alivio de los novicios, estando una vez en su celda, llamó, diciendo: “¡Deo Gratias! Deo Gratias!” Cuando le respondieron, dijo que fueran rápido a la celda del H. Juan Antonio; y al enterarse de que estaba gravísimo, fue él, ordenó darle los SS. Sacramentos, y poco después voló al cielo, como se cree, pues era un buenísimo clérigo, de Malere, en las Langhe, pero tenía poca salud ciertamente. Aquella mañana se había levantado por la casa, y había estado en la celda del mismo Padre Fundador y General. Por esto, y por otras cosas parecidas, se daba por seguro que Nuestro V. Padre veía de lejos lo que sus religiosos hacían.