BerroAnotaciones/Tomo1/Libro2/Cap21
CAPÍTULO 21 De una enfermedad que tuvo N. V. P. Fundador A su vuelta de Nápoles [1627]
Algunos meses después de que N. V. P. Fundador y General volvió de Nápoles a Roma, me acuerdo que salió de casa, más para acompañar a los alumnos a las suyas, que para otra cosa, me parece. Creo que fue en el otoño del año 1627. Mientras estaba fuera de casa, llovía y se mojó; y como ya tenía 70 años de edad, y la pierna maltrecha de la primera caída, desde que abrió las Escuelas Pías en la casa que da a la callejuela de los Santos Cosme y Damián, donde los Barbieri, -casa que era de Monseñor Ilmo. y Revmo. Vestri “de Comitibus Cunei”, Mayordomo del Papa Clemente VIII, de feliz memoria, como escribí en el Primer Libro, Cap. 15-, lo atormentaba de vez en cuando. Cuando volvió a casa N. V. P. Fundador, se sintió muy molesto en dicha pierna. Se costó sobre su camastrito, pero sintió que cada vez aumentaba más el dolor; hasta tal punto, que hubo que llamar a los médicos, que vieron se trataba de una pésima erisipela, que le invadía toda la pierna. Aumentó de tal manera, que la pierna parecía un hombre vendado; estaba tan inflamada y roja, que parecía fuego vivo, y contagiaba su veneno a la cadera.
Los dolores que N. V. P. Fundador sufría, se pueden comprender por la clase de mal, y de las consecuencias: Estuvo tres noches y cuatro días sin poder descansar un instante, ni tomar nada como refrigerio, ni encontrar ningún remedio que le aliviara el dolor. Al contrario, los Señores médicos dijeron que si a la noche siguiente no descansaba, es decir, la cuarta de su enfermedad, moriría infaliblemente, porque el dolor que N. V. Padre sentía era violentísimo. Sin embargo, él no lo manifestaba con lamentos, pues era grandísima su paciencia; vencía su complexión natural bilioso con la virtud de la paciencia. En tanto tiempo, y en medio de tan gran dolor, no se oyó salir de su boca más que “¡Jesús, María!”, que repetía con toda tranquilidad.
Después de mucho tiempo, quiso Su Divina Majestad sugerir a la Sra. Francisca Castellani un remedio de pan blanco cocido, y hervido lo más posible, con el vino tinto más fuerte que se pudiera encontrar, y lo más caliente posible; y ponérselo sobre la pierna, es decir, sobre la erisipela de la pierna; y dijeron esto al Sr. Juan María Castellani, hermano suyo, uno de los médicos. Se le aplicó este remedio, y, con la ayuda divina, se tranquilizó un poco aquella noche. Así fue mejorando cada vez; y, poco a poco, en algunos, días curó del todo. La pierna le quedó, sin embargo, muy débil, y con los cambios de tiempo se le hinchaba. Por eso, los médicos le ordenaron que la tuviera vendada; para lo cual se ponía una calceta sin escarpín, de tela blanca, muy apretada; pero de vez en cuando se le hinchaba, y le obligaba a guardar cama.
Vino en este tiempo a visitarlo el Revmo. P. Maestro Bagnacavallo, que había sido General de los Menores Conventuales de San Francisco, antiguo muy amigo de N. V. P. Fundador, pues sé que entre ellos había una santa y religiosísima amistad.
Con tal ocasión, N. V. P. Fundador me contó a mí y a otros que dicho Revmo. Padre le había contado un caso extraordinario que le había sucedido cuando era General de su Orden, en relación con la pobreza. Me dijo, en efecto, que había dos frailes suyos muy unidos religiosamente entre sí, pues habían estado juntos de novicios y de estudiantes, e hijos ambos de un mismo Convento. Eran Maestros, Lectores, Predicadores y Confesores, y vivían con alguna que otra comodidad. De cara al exterior, vivían religiosamente bien, poniendo entre ellos dos todo en común; y lo que gastaban era a gusto de ambos, no en cosas superfluas ni en comida o juegos, sino en limosnas o en muebles de la iglesia donde vivían y eran hijos. A pesar de esto, como tenían algún escrúpulo de si podían hacer esto por su cuenta, convinieron entre ambos en que, quien sobreviviera al otro, debía mandar hacer por el alma del compañero difunto diversos y muchos sufragios, pidiendo a Su Divina Majestad que tuviera a bien hacer que se apareciera el alma del compañero difunto, para saber dónde se encontraba, y para sacar de ello la consecuencia, etc.
Después de algún tiempo, murió el más joven, y el compañero cumplió diligentemente la promesa, e incluso añadió más obras penitenciales en su propia persona, con mucha devoción y afecto, según su común deseo y pacto.
Después de comer del día vigésimo octavo de la muerte, tuvo a bien S. D. M. hacer que el Difunto se apareciera al compañero vivo, mientras estaba leyendo en su propia celda. Oyó que lo llamaban, reconoció la voz, se volvió hacia ella, vio a su deseado compañero fraile, le interrogó dónde estaba, y le respondió con voz espantosa: - Me encuentro en el infierno, castigado por la propiedad. Replicó el vivo:
-¡Oh! ¡Cómo! ¿No hemos gastado todo en servicio de Dios, en limosnas o en casar muchachas pobres? ¿No son éstas obras buenas? –Sí, replicó el alma. Pero, como las hemos hecho por cuenta nuestra, sin la debida licencia, estoy condenado. Y dando un grito grande, desapareció.
El fraile vivo acudió enseguida al P. Guardián, y de allí se fue a encontrar a su Revmo. P. General, a cuyos pies se arrojó, contando el hecho entre muchas lágrimas. Pidió hacerse Capuano, como de hecho hizo, y vivió santamente en aquella Orden.
Esto nos decía a nosotros N. V. P. Fundador y General, para que no hiciéramos nunca las cosas a escondidas, y sin licencia de nuestro Superior, y para que amáramos mucho la santa y evangélica pobreza.
Vicente [Berro] de la Concepción