BerroAnotaciones/Tomo3/Libro2/Cap10

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CAPÍTULO 10 Muerte de uno De Nuestros Religiosos Digna de consideración [1647]

El Breve del Papa Inocencio X sobre la reducción de la Orden a simple Congregación disuelta, dio a no pocos la posibilidad de dudar si el Instituto de las Escuelas Pías iba a seguir del todo, y de si, quien no lo previera, podría sufrir mucho. Por eso, el que se dejó vencer por esta tentación, o se volvió al siglo, o procuró hacer provisión de algún dinero para tal circunstancia, de la mejor manera que le fuera posible, sin ofensa de Dios, a su juicio.

Uno de éstos tales (no digo su nombre porque me lo dijo en confianza) cayó enfermo en cama y se le agravó tanto el mal, que fue dado por muerto por los Sres. Médicos. Yo mismo lo visitaba con frecuencia, todo lo posible, ya porque era muy afecto a nuestro Instituto y a N. V. P. Fundador, como porque siempre había entre nosotros dos una relación religiosa y fraterna, aunque yo no sabía este temor suyo, ni que tuviera dinero reservado; lo que quería verdaderamente era consolarlo y que S. D. M. lo conservara en vida.

Pero un día me dio unos veinte escudos en varios tipos de monedas, y me comunicó su temor, y en manos de quién tenía unos sesenta escudos; y que a esta persona le había dado orden de que, después de su muerte, me los pagara a mí, que sabía su intención, y me pidió que debía gastarlos en las necesidades de nuestra Casa de San Pantaleón, y en mandar celebrar por su alma algunos centenares de Misas con el dinero que me daba en efectivo; todo con licencia de nuestros Superiores, cuyo deseo, en efecto, cumplí, aunque sin que el supiera quién era este tal.

Yo deseaba muchísimo que este buen Padre nuestro sanara, por varios motivos. Por eso, de corazón y con todo afecto lo recomendaba a Dios, tomando como intercesor a N. V. P. José, Fundador y General, que pocos años antes había ido al cielo; y porque en aquellos días se cumplía su aniversario, se lo pedí a N. V. Padre, como propina de la fiesta; y le dije que en la noche de su vigilia a toda costa me lo volviera sano.

Me fui a dormir con este ardiente deseo, y con ánimo de pedírselo en la hora de su feliz muerte, deseando despertarme en aquel mismo momento. Me sucedió como deseaba, y de rodillas sobre la cama hice una ardentísima instancia de tal gracia a N. V. P.; cuando me pareció oír su voz que, consolándome, me dijo: “Se te ha concedido la gracia, curará”. Y nada más, nada más. Al oír que se me había concedido la gracia, me tranquilicé.

Por la mañana celebré la santa Misa; con todo afecto volví a suplicar la gracia, y de forma clara oí que me decía: “Te he dicho que te he concedido la gracia, tranquilízate”.

Fui después de la Misa adonde el enfermo, y lo encontré tan aliviado que, cuando por la noche, si quería oír sus palabras, tenía que ponerle la oreja a la boca, ahora hablaba como sano, con maravilla nuestra. Y al preguntarle cómo estaba, me contó que, precisamente a la seis de la noche se había adormecido, había dormido muy bien todas aquellas horas, y se había despertado como sano. Entonces le conté lo sucedido, y le dije que reconociera el favor de S. D. M., por intercesión de N. V. P. Fundador y General, y que confiara cada vez más en la bondad de un tan piadoso y amoroso Padre.

Curó bien, y a los pocos días andaba por Roma sano, y dijo la Misa de acción de gracias en el altar mayor, donde está el sepulcro de N. V. P. General y Fundador.

Algunos días después de que ya andaba por Roma, me pidió el dinero, que me había dado estando moribundo, para que ordenara decirle las misas correspondientes por su alma, si moría, de lo que ya había obtenido la licencia de los Superiores Mayores, cuando nosotros estábamos aún bajo los Ordinarios, deseada también por él antes de la muerte, para su mayor tranquilidad.

Ante tal petición sentí (lo digo de verdad) una gran sonrisa forzada; pues me parecía que obraba mal y se mostraba ingrato a S. D. M. y a N. V. P. Fundador y General, que le había obtenido la prórroga de la vida, con tan evidente milagro y maravilla de todos. Tanto más, cuanto que se había corrido, con algún fundamento cierto, que nosotros estábamos obligados a los votos aun estando en pie el Breve del Papa Inocencio X. Por eso, temía se perdiera lo que se había conseguido. A pesar de todo, para no parecer yo apegado a aquellos escudos, pues era quien los tenía aparte para el fin con que me los había entregado, los cogí, y se los devolví al instante.

Pero no me pidió la letra de cambio, ni anuló la orden que había dado a aquella persona que tenía en depósito los sesenta escudos; al contrario, demostró recibirlo casi como un préstamo, y no por haber cambiado de voluntad. Sea como sea, obtuvo el dinero.

Pasaron pocos días, cuando, casi de repente, le volvió la fiebre. Aunque no lo supe enseguida, redujo a nuestro pobre Religioso nuevamente al límite de la muerte, y como tal, abandonado de los Sres. Médicos. Cuando lo supe, fui a visitarlo, y me atreví lo mejor que pude a hablarle del dinero; él me hizo no sé qué señal sobre dónde podía encontrarlo. Pero, como no se le podían entender muy bien sus palabras, y menos interpretar dónde parecía querer decir que estaba, yo, por mi propia reputación, no hice más indagación.

Finalmente, después de recibir todos los Sacramentos, murió en el Señor y en los brazos de sus Padres, y fue enterrado en San Pantaleón, en nuestra sepultura acostumbrada.

Yo, después, encontré la mayor parte de aquel dinero donde él me había indicado, lo entregué en manos del Superior de aquella casa, con pretexto de que era un préstamo, dado que entonces era yo en San Pantaleón el Procurador de la Casa, y el sacerdote muerto había tenido también la misma tarea. Así se cumplió lo que yo había dicho, y quedó a cubierto el honor del difunto. Con ello se mandó celebrar enseguida las Misas que, con licencia de los Superiores, había obtenido que se celebraran.

Lo demás que estaba en manos de la persona secular lo recuperé en varias veces, y está anotado en el libro de la casa como entrada, bajo el concepto ´de una persona devota ´, en los días en que lo iba dando.

Digo, verdaderamente, con toda nitidez, que en aquel tiempo en que nuestro sacerdote me pidió dichos escudos, sentí como si en el corazón alguien, hablándome, me dijera: “¡Ay!, quien no mantiene la palabra, morirá”. A Dios no le gustan estos haberes; van contra la pobreza.

“Ad nostram doctrinam scripta sunt”.

Notas