ChiaraVida/Cap02
Cap. 2. José se dedica al estudio de las ciencias con muchas alabanzas
A la edad de 17 años había llegado José a tales progresos que ya lo llamaban grande, y más verdaderamente, con el filósofo Zenón, se había vuelto grande por el esplendor de sus muchas virtudes. Su padre D. Pedro, como estaba desempeñando cargos honorables que mantenía en el ejército al servicio del Rey Católico, quería que el genio de su hijo se acomodase al propio, pero como él tenía ya la mira puesta en descubrir los engaños de las riquezas, de la vanidad y de los honores, con los precipicios de la fortuna, no podía en modo alguno encaminarse por aquella vía, y se detenía en la consideración de aquellas palabras del Sabio como si le fueran dirigidas a él: “Reconócele en todos tus caminos y él enderezará tus sendas”[Notas 1]. Teniendo siempre esto en cuenta, se mantenía estable en su firme propósito, y con toda modestia y habilidad de un ánimo sabio supo mostrar tan bien sus motivos que su padre D. Pedro lo dejó estar en su elección de continuar sus estudios y abrazar el estado clerical, lo que hizo el 7 de abril de 1575, recibiendo la primera tonsura de Monseñor Dimas Loris, obispo de Urgel.
Se transfirió después a la universidad de Lérida, donde aprendió filosofía; fue a la de Valencia, en la que estudió sagrados cánones, y leyes; y, finalmente en la de Alcalá de Henares se aplicó al estudio de la sagrada teología. Fue grande en ellas su progreso, y se convirtió en el orgullo de sus compañeros, porque cada uno, como también sus maestros, admiraba la cualidad de su extraordinario ingenio, vuelto más digno de alabanza por el esplendor de la virtud, por lo que era tenido por el más brillante de aquellos tiempos. Si en su edad infantil causó tanto asombro, qué podrá decirse sobre lo que había llegado a ser en su juventud con el aumento de juicio y saber. Aunque también es cierto lo que dice el Sabio, “hay cuatro cosas que ignoro”[Notas 2], a saber, “el camino del hombre en su adolescencia”[Notas 3]. Pero él mismo nos asegura con respecto a nuestro José, a quien el origen de toda gracia le puso la palabra de aquel en su corazón: “Hijo mío, guarda la prudencia y la reflexión, no se aparten nunca de tus ojos; serán vida para tu alma y adorno para tu cuello. Así irás tranquilo por tu camino y no tropezará tu pie”[Notas 4], cosa que, escuchándolo todo, sabía bien nuestro joven, por cuanto testifican muchos de sus condiscípulos, y principalmente D. Mateo García, que dice que vivía de tal guisa en medio de aquella juventud libertina de estudiantes en aquel tiempo que, irreprensible de manera sobrehumana, no se desviaba fuera de lo debido con una intención recta y una voluntad santa, y como una flecha iba directo al blanco, aprovechando en la fe con las operaciones regulares de su caridad, de la cual estaba tan encendido como el cuerpo vive de lo que lo nutre, junto con el alma. Si de pequeñito odiaba al inventor de la muerte tanto como al pecado, de jovencillo, mucho más fortalecido por la gracia divina, lo tenía en horror por sí mismo, por el gran odio que le tenía. Alimentaba de continuo su alma con la oración, el cual ejercicio tenía por sustento de su espíritu tan necesario para nosotros como el pan para el cuerpo, y según dice S. Juan Crisóstomo, la tenía como el alma misma de aquel.
A la oración añadía el ayuno, muchas veces a pan y agua, y esta práctica la observó durante toda su vida. Además practicaba otras mortificaciones, apretando su carne con cadenas y cilicios. Domaba la insolencia de aquella, contra la cual con mucha gracia y don de Dios se custodiaba tan puro e intacto que parecía un ángel encarnado. Sin embargo él se consideraba el más pobre, vil y miserable de todos. Amaba y se sometía a cada uno, no considerándose en absoluto más que los otros, y no sabía cómo podría despreciar a nadie; con paciencia y buena voluntad escuchaba incluso a los que valían menos que él, sin considerarlos como tales. Prefería reconocer con humildad que era culpable antes que excusarse dando entrada en su pecho a la soberbia. No sólo no se turbaba en las contrariedades, sino que lo sufría todo con alegría. Refrenando el imperio de los sentidos, tenía su mente siempre fija en Dios, de quien justamente nos viene todo para nuestro bien. Así, procurando ser tenido en nada, poco le importaba ser apreciado. Y para ser dueño de sí, no apetecía nada de este mundo; sólo buscaba el sumo y verdadero bien, y sólo temía el pecado, que odiaba junto con quien lo inventó. Por eso amaba con ternura de corazón a cada uno. Mostrándose afable y benigno con auténtica caridad, parecía alegrarse del bien de los demás como del suyo propio, lamentando sus faltas, hasta el punto de que lo consideraban cortés, tratable y de Dios, que todo nacía del dictamen interno que tenía en su corazón de reducir a los demás al amor de su Creador.
Nunca se molestaba con nadie, por muy desagradable y molesto que lo viera, ni tampoco desesperaba de la salvación de quien se le mostraba arrepentido, como confesó García haberlo experimentado él mismo, que ya había sido sorprendido en una mala resolución tomada en el hervor de aquella edad, que le conducía a perder la misma vida del cuerpo, con la del alma. Se vio admirablemente y de hecho liberado del ataque de quererla poner en ejecución por la hábil prudencia y destreza de las eficaces persuasiones que le suministró la bondad de José, lo que él mismo no podía creer, como nos contó, que podría llegar a gozar de ello, sino cuando se vio vencido y guiado por sus santos consejos, al darse cuenta de aquello a lo que se exponía con tanto daño, y después, de aquello que es un motivo mayor para dar gracias a Dios en su siervo fiel: le había dado el amor a su Creador.
El mismo añade que por tales efectos de piedad, que siempre obraba Calasanz con una más que humana prudencia y saber, era tan querido y aceptado en medio de aquella desenfrenada juventud aragonesa y de otras provincias que acudía a estudiar a aquella universidad, que, además de haberlo elegido (como acostumbran a hacer en las clases de estudiantes) su Príncipe de todas las facultades de la universidad, en la que vivía, dándole el debido honor y reverencia tanto por la nobleza de su sangre como por su saber y laudable virtud, también lo reconocían y aclamaban como guía de sus almas, maestro y regla de costumbres. Todas las peleas y disgustos nacidos entre ellos por obra del Enemigo, siempre eran pacificadas y compuestos los ánimos desunidos con amor mutuo y satisfacción de las partes por la gran bondad de José. Su vida irreprensible y su ejemplaridad no podían menos que encender los pechos de todos para seguirle y escucharle, especialmente en frecuentar los santos sacramentos, viendo que para él era más cotidiano alimento de su alma el pan de los ángeles que el material para su cuerpo. Se quedaban asombrados al verlo tan amigo del retiro y la soledad. El tiempo que le sobraba de la aplicación a sus ejercicios espirituales y al estudio de las letras, lo aplicaba al beneficio común de los demás, con los cuales hablaba. Y lo creían nacido para la salvación y conversión del prójimo a Dios, conociendo que no puede producir tales efectos un joven como ellos a no ser que fuera todo de Dios y en Dios, como dice San Juan: “El que permanece en mí, como yo en él, ese da mucho fruto”[Notas 5]