CaputiNoticias03/301-350

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[301-350]

301.- El P. Pedro no perdió tiempo en ir a encontrarse con los Padres de Lucca, para contarles lo que había tratado con la Du quesa de Gravina, que era una Señora muy espiritual, y tenía intención de hacer por su parte, para los nuestros, una Casa con Iglesia en su Palacio de Chiaia. Pero, como él no quería abrir una puerta en contra de la Suma Pobreza, de la que se había hecho esclavo, se la propuso a ellos, que vivían tan míseramente, sin tener dónde cobijarse. Decía que, a pesar de haber dejado su buena Compañía, no por eso les había perdido el afecto, considerándolos como Padres; que así lo había hecho con al P. Bernardo Cioni, el P. Juan Leonardi, y el P. César Franciotti, de los que había bebido la primera leche del espíritu. Pero que debían comportarse, de manera que no lo dejaran por mentiroso; y, en cuanto a acreditarlos con la Duquesa y con toda la Ciudad, corría de su parte, y no dejaría medio humano ni divino para ayudarlos; que se dieran a la oración, a fin de que Su Divina Majestad obtuviera de ellos el mayor fruto para su gloria. Pero que era necesario tener escuelas, como las tienen en Lucca.

302.- No se creían aquellos Padres la propuesta hecha por el P. Pedro, y escribieron al P. Juan Leonardi, entonces General, acerca de lo que les decía; y que fuera a Nápoles, para hacer las cosas con solidez, o que enviara a algún otro a propósito.

El P. Juan Leonardi, Fundador y General, mandó a otros dos Padres; la Duquesa hizo la donación, y después el testamento, para que levantaran la Iglesia y el Convento en Chiaia. Les dio su Palacio, y rápidamente comenzaron las obras, como se puede ver. Aquellos Padres comenzaron, verdaderamente, con su buen ejemplo y con grandísimo fervor, en todo guiados por nuestro P. Pedro [Casani].

La herencia era riquísima, pero la Señora Duquesa de Gravina, como fundadora, puso algunas condiciones, que aquellos Padres debían cumplir.

La 1ª, que no pactaran nunca con el Duque, Nepote suyo; la 2ª, que estaban obligados a dar el hábito a cincuenta Novicios, y que hubiera allí siempre un Noviciado; 3ª, que hicieran una fundación en Gravina, otra en Calabria, y otra en Sicilia, en sus Tierras. Y, si no cumplían estas condiciones de la fundación y Testamento, les sustituían, como herederos, Los Padre Siervos de los Enfermos, es decir, los de la Cruz, de la Casa del Chiaramonte, en Chiaia.

303.- Al morir la Duquesa, los Padres Luqueses no sólo no cumplieron lo que había ordenado la Duquesa, sino que pactaron con el Duque, su Nepote; no erigieron Noviciado; no dieron el hábito a cincuenta Napolitanos, ni hicieron las fundaciones como había ordenado.

Aparecieron entonces los Padres Siervos de los Enfermos, porque el testamento había caducado y los Luqueses no lo habían cumplido; decían que habían desmembrado la herencia, y no habían cumplido la palabra. Ante esto, el Nuncio pasó la Causa a Roma. Los Padres Siervos de los enfermos obtuvieron sentencia favorable, y, reportadas las actas de la parte contraria, solicitaron la Comisión, y apelaron a la Sagrada Rota Romana.

304.- En el Pontificado del Papa Clemente IX, de santa memoria, como había sido su Protector, y después le sucedió el Cardenal Rospigliosi, si Nepote, se encomendó esta Causa a la Rota, manifestando su voluntad de que se terminara. Obtuvieron algunas decisiones favorables; pero, muerto el Papa, fue revocada la Causa y las Decisiones; y sigue sin terminar; porque los Padres Luqueses están gastando dinero de la herencia para los pleitos, y los Siervos de los Enfermos tampoco pueden seguir adelante, a causa de los enormes gastos que se requiere hacer; y la Causa sigue indecisa.

He querido escribir esto, para hacer ver cuán desprendido de intereses mundanos era el P. Pedro de la Natividad. No se conformó con quedarse sin Casa ni Noviciado, para no romper las leyes y Constituciones hechas por el P. José, el Fundador, sino quiso que lo recibieran los Padres Luqueses, en donde él había recibido los primeros brotes del espíritu, antes que aceptar para las Escuelas Pías aquella rica herencia.

Algunos Señores napolitanos, y en particular el Regente Carlos Tapia, el Regente Enríquez, el Conde Cerva, y otros Caballeros, dijeron muchas veces al P. Pedro que se había equivocado al no aceptar dicha herencia, para establecer la Orden en Nápoles. Pero él les respondía que el P. José había fundado la Orden Pobre, apoyada en la Providencia Divina; y si así no hubiera sido, y en tiempo del Papa Inocencio X hubiera tenido riquezas, habría sido destruida del todo.

-Aquí continúa el P. Caputi la narración interrumpida en el n. 300-.

305.- El P. Pedro, celoso del honor de Dios, fue un día con el H. Ángel a encontrarse con el Párroco, y estuvieron conversando con él un buen rato, haciéndole ver el error en que vivía, el mal ejemplo que daba, y que los herejes no se convertían, al ver el estado en que se encontraba el Pastor de los Católicos; y le pedía que, por amor de Dios, evitara aquel escándalo, y no se apegara en las cosas mundanas.

El Párroco le respondió que hacía tiempo pensaba alejar de Casa la ocasión próxima; pero, como estaba solo, no tenía de quién fiarse, y consideraba que los hijos irían mal, si no tenían guía, había retrasado ponerlo en práctica; esperaba una ocasión propicia, y escribiría cuanto antes a su País, para que fuera un pariente suyo, y enseguida mandaría a la Señora fuera, a sus asuntos, sin mirar gastos de ninguna clase.

Pasaron dos meses, y no se veía el modo de que el Párroco dejara el pecado, ni iba ya con tanta frecuencia donde el P. Pedro. Éste se decidió a volver a hablarle con más cordialidad, no tanto por el trato con los herejes, para que se acudieran al seno de la Santa Iglesia; porque, sino porque le echarían en cara lo que hacía el Párroco.

306.- Fue, pues, de nuevo a encontrarse con él. Comenzó, con buenas palabras, a decirle que hacía mucho tiempo que no lo había visto; que, quizá, se debía a que lo había reprendido, para que quitara de Casa a aquella Señora, con sus hijos, como había prometido hacer, y no lo había puesto en práctica. Que él había hecho continua oración al Señor, para que no lo castigara tan pronto, habiendo oído tantos buenos consejos y advertencias, y el Señor así se lo había prometido. Y que, si no hacía caso de las inspiraciones divinas, tendría una visión más tremenda de la que tuvo San Pablo, cuando perseguía a los Cristianos; porque aquél defendía la ley mosaica, que aún no había recibido la luz de la fe; en cambio él, con tantos avisos, no había querido enmendarse. Que esperara, pues, cuanto antes, la visita divina, porque él ya se iba, después de haber hecho lo que había podido, sin haber sido escuchado.

307.- El Párroco replicó que no podía aún enviar fuera a la Señora, porque la casa quedaría sola, sin guía; que trataría de acomodarla a ella y a los hijos, y luego se retiraría, con sus Curas, a hacer lo que debía. Pero todas eran excusas.

Un día volvió de Olmütz, donde hacía sus estudios, el hijo mayor, y organizó una gran fiesta. Al llegar la hora de la comida, se puso a la mesa con la Señora y los tres hijos; y, cuando los sirvientes comenzaron a llevar los platos, se apareció en la estancia donde estaban en la mesa un hombre a caballo, con una espada de fuego en la mano. Sin decir nada, el hombre comenzó a pasear en torno a la mesa, amenazando con que quería matar al Cura. Todos asustados, pidieron ayuda. El cura se aterrorizó, quedó medio muerto, y tuvieron que llevarlo a la cama lo mejor que pudieron. Desaparecida la visión, y repuesto el Cura del miedo que había pasado, éste comenzó a gritar que fueran a llamar al P. Pedro, que quería confesarse con él antes de morir, porque reconocía que era un castigo de Dios, por no haber cumplido los consejos y avisos, que tantas veces le había dado.

308.- El hijo mayor corrió al Convento a llamar al P. Pedro; le contó lo que pasaba, y le pidió que, por amor de Dios, fuera enseguida, que existía el peligro de de hallarlo muerto. El P. Pedro no perdió tiempo; mandó llamar al H. Ángel, y fue adonde el Párroco. Le pareció que estaba más muerto que vivo, todo asustado y lleno de miedo, que apenas podía proferir palabra.

Entró el P. Padre y dijo: -“Pax huic domui”. Se sintió un gran estrépito, y el Padre, intrépido, dijo que no tuvieran miedo, que él le ayudaría y asistiría siempre. Se acercó al lecho, hizo un poco de oración, le preguntó cómo se sentía, y qué le pasaba. Él intentaba decir lo que le pasaba; lo de la visión que había tenido, cuando iban a comenzar a comer, aquel hombre que había entrado a caballo con una espada de fuego en la mano, que le amenazó de muerte muchas veces. Y que él se quería confesar, para que, si volvía de nuevo, lo encontrara en gracia de Dios. Tanto se le había grabado en la mente, que le parecía lo amenazaba con que quería matarlo. –“Me hace temblar, y temo morir en cualquier momento”.

309.- Lo primero que procuró conseguir el P. Pedro, con dos curas doctísimos que había en Casa, fue que la Señora se fuera, con los hijos; y, después, poner remedio a la salud de las Almas.

Dijo al Párroco que, pues Dios le daba aquel espacio de tiempo, le obedeciera en todo lo que le dijera él, pues tenía propósito de confesarse; que debía enviar fuera de Casa a aquella Señora con los hijos, y no pensar más en ellos, sino sólo en salvar su alma, redimida con la preciosísima Sangre de Jesucristo. El Párroco respondió que, en todo y por todo, se remitía a su voluntad, y no quería saber de otra cosa; que los enviaran a todos fuera, y les daría las comodidades convenientes; y que, si Dios le concedía una pequeña mejoría, arreglaría sus cosas como él mismo le aconsejara.

310.- El P. Pedro mandó llamar a la Mujer y a sus hijos, y le dijo que buscaran otro alojamiento, y se fueran de Casa; que no pensaran más en el Cura, porque él no los quería ya en Casa, y sentía mucho haberla conocido. Mandó darles una buena cantidad de húngaros y Zacchini[Notas 1], y la echaron, no sólo fuera de Casa, sino también fuera de la Ciudad. Y todos aquellos Curas la acompañaron; cuatro de los cuales, estaban tan asustados de miedo, que no sabían qué hacer, ni qué decir.

El P. Pedro se quedó con el moribundo Párroco, y comenzó a ayudarlo a hacer la confesión. Se oían gritos y alaridos de tal forma, que fue necesario que el Padre hiciera conjuro contra demonios, para que huyeran de aquella Casa, donde no podían estar, porque el Dueño había aceptado la penitencia; y, eliminada la causa próxima, no tenían ya nada que hacer con él, a quien conocían como su Enemigo.

311.- El Párroco, cada vez más asustado, decía: -“Padre, no me abandone, ayúdeme, que quieren matarme”.

El Padre le dijo que no temiera, que les ayudaría y no le abandonaría nunca; que se confesara, pues; que perdería el miedo, y podría arreglar sus cosas.

Se confesó, volvió en sí, y se le pasó el miedo; pero no se le pasó aquel hombre del fuego que había fijado en su mente.

312.- Terminó de confesarse, y, a la mañana siguiente, el Padre le dio el Viático; y con tanta devoción que, públicamente pidió perdón a todos por el escándalo que había dado; pues él, decía, él había obrado mucho peor que Judas, que vendió a su Maestro una vez, y él lo había puesto en la Cruz veinticinco años seguidos, mientras había tenido en casa a la mujer con la que había cometido tantos pecados. Y ahora que Dios le había dado un tiempo de penitencia, se había confesado, y se confesaba en público, -porque público había sido el escándalo dado a su Pueblo, al que pedía perdón humildemente -rogaba al Padre que le diera de nuevo la absolución, y lo alimentara a continuación con el Santísimo Sacramento.

El Padre Pedro tomó pie de aquí para hacer un discurso sobre la penitencia vencedora del pecado. Tanto los católicos como los herejes que estaban presentes quedaron entusiasmados, por haber conseguido la penitencia de su Párroco, de quien tantos años habían murmurado los mismos que estaban presentes. Después que el moribundo Cura comulgó, el Padre ordenó que lo dejaran descansar, y no lo molestaran; que él volvería dentro de una hora, para arreglar sus cosas; que luego no lo dejaría hasta la tarde; pero, mientras tanto, aquellos Curas hicieran oración, y cuidaran de la casa, para que nadie cogiera nada; pues decía que eran cosas ganadas con la estola.

El Padre volvió después de comer, y encontró tranquilo al Cura. Le preguntó si quería arreglar sus cosas y hacer testamento, para que, si ocurría algún peligro de muerte, todo se encontrara preparado, tanto por parte del cuerpo como del alma, ya que había recibido tanta gracia de Dios Bendito.

313.- El Párroco se puso, en todo y por todo, en manos del Padre; ordenó llamar al Notario, hizo el Testamento, y dejó heredero suyo al primer hijo, para que alimentara a la madre mientras viviera, y diera una parte a cada uno de los otros dos hermanos; además, hizo un legado de dos mil florines a su Iglesia, y otro para cada uno de aquellos Curas, con cierta obligación de misas.

Terminada la función, el P. Pedro comenzó a exorcizar a los demonios, para que huyeran de aquella Casa, pues ya nada tenían que hacer con quien estaba en gracia de Dios. Como decía el H. Ángel, tuvo que luchar con el demonio cuatro días; y, cuando el P. Pedro quería ir

al infierno, siempre llamaba como Compañero al H. Ángel, pero éste tenía miedo, y se excusaba lo mejor que podía, pero no le valía, porque él insistía siempre.

La Causa de que en aquella Casa hubiera demonios, era porque el cura había estado embrujado, y los demonios habían tomado posesión, porque pretendían ganar el Alma de aquel maléfico. Por eso fue larga la lucha entre el P. Pedro y los demonios.

314.- El Cura murió a los ocho días, en buenísima disposición de actos, tanto internos como externos, que manifestaban claramente se había salvado, gracias a los cuidados y ayuda que le dio el P. Pedro, que nunca quiso dejarlo, hasta que entregó el Alma a su Creador. Y, aunque el Párroco había dicho muchas veces que quería dejar buena cantidad de dinero para levantar el Convento de Leipnik, a fin de que los Padres rogaran por él, el P. Pedro siempre le respondió que el edificio lo hacía el Cardenal Dietrichstein; que lo único que quería era salvar; pero que los Padres rezarían siempre por él, sin interés alguno. Aquí se ve bien cuán desprendido estaba el P. Pedro de los bienes temporales, que nunca aceptaba nada de nadie.

Este caso se extendió por todas aquellas Regiones. Como consecuencia, fue llamado a Olmütz a echar los conjuros a una Señora. Allí permaneció algunos días, y acudieron a él otras muchas posesas, a las que también sano. De allí se fue a Strassnitz, porque en Lipnik no le dejaron entrar.

Y es que en aquellos Países existe mucha brujería, y hay muchos nigromantes entre los herejes, que arruinan el país con sus maleficios. Esto lo sé, no sólo por el H. Ángel, sino por otros muchos Padres, tanto italianos como alemanes, con los que he conversado.

315.- Llegó el tiempo del Capítulo General, y el P. Fundador quiso que el P. Pedro volviera a Roma, como primer Asistente y hombre de gran perfección, que amaba tanto la Pobreza, como se ha visto; y en Germania había comenzado a introducirla con novedades de mayor pobreza, lo que al P. Fundador no le parecía conveniente; decía que era suficiente observar las Constituciones con suavidad, y no quería que se ayunara con tanta frecuencia a pan y agua, “porque los jóvenes se debilitan en su complexión, comiendo mucho pan y bebiendo un poco de agua, cuando tienen que estudiar y dar las clases; con lo que muchos jóvenes mueren tísicos; sin contar con los absurdos que pueden aparecer contra la observancia de las Constituciones”. El P. Fundador quería, incluso, moderar las Constituciones, y explicarlas mejor. Esto lo he escrito muchas veces, porque yo mismo le oí decir que, por la experiencia que había tenido, no podía continuar con tanto rigor.

Lo cual demuestra que el P. Fundador tenía un espíritu más dúctil y compasivo que el P. Pedro [Casani], y no quería tanto rigor.

El P. Pedro se despidió del Conde y de la Condesa de Strassnitz, para irse a Italia. Ellos le preguntaron qué necesitaba para el viaje, para que él y sus Compañeros pudieran viajar con la comodidad conveniente, dado que era ya viejo, y estaba agotado de las fatigas y penitencias.

316.- Les respondió que él no necesitaba nada porque quería andar ´a la Providencia Divina´, con la que nunca le había faltado nada; que le bastaba sólo un borriquillo, como solía llevar siempre en sus viajes, “igual que hacía el P. Fundador cuando iba a hacer la visita”. No permitía más aparejos; y, además, el Príncipe Dietrichstein ya le había provisto de ellos.

La Condesa le dijo que le había preparado un velón de cera grasa, para que, cuando llegaran a los albergues por la noche, pudieran tener luz, para rezar el Oficio, y hacer sus cosas.

Le respondió que el velón sí lo recibía, porque era necesario. Ella le envió el velón; pero, como era gordo y pesaba mucho, le pareció superfluo, y le dijo que le sobraba la mitad. El Conde le respondió que una parte era para él, y otra para los Compañeros. Y así, permitió que lo cogiera el Compañero. Este velón, en su primera y segunda parte era todo de cirio; pero después, dentro, había ordenado meter una gran cantidad monedas en húngaros y zecchini, de lo que no se dieron cuenta más que a los cuatro o cinco día de viaje; que, si lo hubiera sabido antes, habría ordenado volverse, y devolverlo.

317.- Al salir de Strassnitz, la Condesa le pidió la bendición. Arrodillada, le dijo que le diera se la diera, pidiera a Dios por ella, por el Conde, por el hijo, y por toda su Casa; y que le dejara un último recuerdo para poder vivir con la misma tranquilidad momo que la dejaba.

El P. Pedro bendijo a la Condesa y al hijo; él le dijo que el recuerdo que quería dejarle. Consistía en que hiciera siempre oración, y supiera conformarse siempre con la voluntad de Dios, “porque lo que él dispone es lo mejor, tanto en las cosas adversas como en las prósperas, pues de todo sabe aprovecharse para su gloria; por eso es necesario darle gracias en todas las cosas, y conformarse con lo que él quiere y hace”.

Con esto se despidió, prometiendo pedir siempre por ellos en todas sus acciones y oraciones, “para que sepan reconocer los Beneficios de Dios, y conformarse con lo que Dios quiere”. Y siempre repetía lo mismo.

Al cabo de algunos meses, a la Condesa de Strassnitz se le murió el hijo, y siempre se acordaba “de aquel hijo varón que me dio el P. Pedro, cuando me obtuvo la gracia de tener prole”. Y por eso le había dicho que supiera conformarse con la voluntad de Dios.

318.- Viendo el Conde Magni que Dios no quería que tuviera sucesión, mandó a su hermano que tomara esposa. Le nació un hijo, que aún vive, y fue quien quedó heredero de todo. Después, éste mismo, favoreció a nuestros Padres, como hacían el Conde y la Condesa. Su padre vino a Roma el año 16… (ilegible). Yo lo conocí y le atendí en todo lo que me ordenó el P. Camilo [Sacassellati], entonces General, como agradecimiento de nuestra Orden a su Casa.

Otras cosas se podrían contar del P. Pedro [Casani] de la Natividad de la Virgen; pero las reservo para otras ocasiones, donde poder aclararlas más, pues espero otras noticias de fuera, que éstas quedan incompletas.

319.- Ahora me parece el momento para contar algunas cosas del P. Abad Glicerio Landriani, a pesar de haber sido publicada su Vida en Cracovia, por el P. Juan [Benedetti], alemán, hombre doctísimo, que, como era muy competente en la lengua griega, lo llamaban P. Juan el Griego. Pero, como me parece que él no lo dice todo, yo añadiré lo que falta. También ha escrito sobre él, el P. Pedro [Mussesti] de la Anunciación.

Sobre la Patria del Padre Abad, nacimiento y costumbres, ha escrito largo y tendido al P. Pedro de la Anunciación, en la Vida, que comenzó, del Venerable P. José de la Madre de Dios, nuestro Fundador; noticias que sacó del Proceso de Beatificación de dicho Padre Abad, donde, al final, demuestra la santidad del mismo Padre Fundador.

Yo sólo añadiré alguna cosa que allí falta; lo que muchas veces, y con mayor amplitud, oí decir al P. Castilla, que fue Compañero suyo en la Doctrina Cristiana, y en otras ocasiones.

En cuanto a que él, de jovencito, desposó a la Santísima Virgen, quitándose un anillo de las manos, ocurrió de esta manera: Un día pidió a su Señora Madre que le diera un anillo, para llevarlo por amor a ella, y no olvidarse nunca de la reverencia que le debía manifestar como a Madre.

320.- La madre, entonces, le respondió: -“¿Para esto hace falta un anillo?” Y, pensando que se trataba de una ligereza del Jovencito, le añadió que aún no era tiempo de llevar un anillo. Pero, cuando estaban en esta diferencia de opiniones – de que él quería y su madre no quería dárselo- llegó el padre; y, al oír lo que quería Glicerio, le dijo a la madre que no le contristara, que se lo diera; le aseguraba que no lo había pedido mal, porque la inclinación del hijo era toda sobre cosas espirituales y santas.

La madre complació su deseo, y le dio un hermosísimo Anillo, con un diamante. En cuanto se lo puso en el dedo, se fue a la Iglesia, donde estaba su Parroquia[Notas 2]. Se acercó al altar, donde había una hermosísima estatua de relieve, con un Niño en el brazo; se arrodilló, hizo oración, y le dijo que consagraba su virginidad a su Madre, la Reina de las Vírgenes; y, como fianza, le regalaba a ella aquel Anillo, que con tanta dificultad había conseguido de su Señora Madre; lo puso en el dedo de la Estatua, y se fue, todo contento.

Cuando volvió a Casa, su Señora Madre preguntó a Glicerio dónde había pasado, solo y sin el sirviente que solía acompañarlo; que no quería que saliera solo, porque le podía suceder cualquier accidente.

321.- Glicerio le respondió que había estado oyendo misa, y había regalado el anillo a la Madonna, para que ella lo custodiara, lo acompañara en sus actuaciones y no emprendiera un mal camino, sino le mostrara el de la virtud, en particular el de la pureza virginal, que le había consagrado a ella.

Entonces la Señora comenzó a gritar: -“¡Cómo! ¿A quién has dado mi Anillo?” Y, pensando que no era cierto, mandó a un sirviente que fuera a la Parroquia a ver si la Virgen en relieve tenía el Anillo en el dedo; que lo mirara bien, y nada más; que no hablara con nadie.

Cuando el sirviente volvió, le dijo que la Virgen tenía el Anillo de la Señora en el dedo, y nadie sabía quién se lo había puesto, que así se lo había dicho un Cura de la Iglesia.

322.- Cuando el padre de Glicerio volvió a Casa, la Señora le contó enseguida lo que había pasado. Él le respondió que le dejara tranquilo, “que de estos principios se deduce quién es; llegará a ser un gran siervo de Dios y honra de nuestra Casa. He visto que coge el pan al despensero para darlo a los Pobres, y he descubierto también que, de lo que le damos para merendar, se guarda una partecita y se lo da a los Pobres. Me augura cosas grandes; por eso, no lo entristezcamos. El Anillo que le has dado y él ha puesto en el dedo de la Virgen, bendícelo, y demos gracias por ello a Dios por él, que está bien empleado”.

323.- Cuando Glicerio estaba preparado para los estudios superiores, lo envió a estudiar a Bolonia. Los consejos que le dieron sus padres fueron pocos, pero santos. Que procurara observar la pureza que había prometido a la Santísima Virgen, a la que había elegido por esposa; que cada día le rezara el Oficio; que no dejara la misa; que fuera devoto y ejemplar para todos; que no trabara amistad con ningún alumno, aunque fuera Noble; que no saliera solo con el sirviente; que diera limosna a los pobres, pero no superara un Bayoco diario; que comiera lo que le prepararan, y no diera su parte a los pobres; que fuera modesto; que se confesara todas las fiestas, y ayunara todas las vigilias de la Madonna y los sábados; que les escribiera en cada correo, y diera información de sus estudios; que, portándose de esta manera, haría bien a sí mismo, y sería la alegría de su Casa; y que, si los Señores milaneses que estudiaban en Bolonia lo invitaban alguna vez, no aceptara la invitación, que con esas ocasiones se puede ofender a Dios.

Estos fueron los consejos del padre y de la madre. Ésta preparó lo necesario, y lo envió con una persona de confianza, que no lo dejara nunca, que no le faltara nada, que fuera siempre a su lado, y no le diera más dinero que un Bayoco al día, para que diera limosna, de lo contrario les daría todo a los Pobres.

El padre de Glicerio se llamaba Horacio Landriani, la madre, Ana Visconti Borromei; los hermanos se llamaban, uno Fabricio, que fue Prelado en Roma, Referendario de una y otra Signatura, y después Obispo de Pavía, hombre de gran santidad; el otro se llamaba Tomás Landriani, Caballero de gran experiencia militar, y de letras.

324.- En Bolonia, a nuestro Glicerio no le faltaron ocasiones por parte de los jóvenes milaneses, para seducirlo y tenderle trampas del demonio, por medio de ellos, para hacerle perder la gracia de la castidad; pero siempre se mantuvo firme, y nunca quiso unirse a nadie; por eso lo llamaban ´el Caballero Agreste Landriani´.

Terminados en Bolonia sus estudios de Filosofía y Teología con grandísimo provecho, Glicerio volvió a Milán. Monseñor Obispo, su tío, le otorgó la Abadía de San Antonio de Piacenza. Vistió el hábito talar, aunque contra la voluntad de la madre, que no quería que saliera de Milán, sino que estuviera con ella[Notas 3]. A pesar de esto, el padre quiso enviarlo a Roma, bajo la dirección de Monseñor Fabricio, su primogénito, que era Prelado y Refrendario de una y otra Signatura, y gozaba en Roma de gran fama, tanto por su nacimiento, como por sus extraordinarias virtudes, por las que lo estimaban muchísimo en la Corte; tanto que no se trataba una Causa en la Signatura para la que no pidieran su voto; tan docto y recto era en la justicia.

325.- Al llegar Glicerio a Roma, Monseñor Fabricio le preparó una estancia a su gusto, asignándole dos sirvientes, un Camarero, y lo que necesitara, diciéndole que no tuviera relación con Paisanos, sino se ocupara en estudiar y hacer sus devociones con frecuencia, para que se acreditara ante la Corte; y que, de vez en cuando, fuera a ayudar a los Cardenales Pio, Ginetti, Deti, Baronio, Giustiniani, Ginnassi y Belarmino, pues todos estos Cardenales eran de grandísima rectitud de vida, y vivían en olor de santidad. Que tuviera en cuenta los gastos que hacía, que él quería minuciosa cuenta de ello, “porque Roma es una Ciudad que esclaviza a cualquier persona, aunque sea rica, por las ocasiones que hay en ella, bien sea de juegos, o de compañías”.

Que continuara haciendo lo que había hecho en Bolonia, donde se había portado muy bien; que hiciera alguna limosna cada día, tal como le había asignado su Señor padre. Y que con esto se contentaba. Pero que no sobrepasara los límites convenientes, ni gastara más de lo que se le había asignado y de lo que llegaba de Casa. Y que supiera custodiar los ingresos de la Abadía, porque era dinero eclesiástico, para que en el momento de la muerte no tuviera que dar estrecha cuenta a Dios.

226.-Al verse el Abad entre tantos grandes, tan honrado por toda la Corte, y que era estimado por todos por ser hermano de Monseñor Fabricio Landriani, que lo había llevado a Roma, le animaban a seguir los vestigios del hermano, quien manifestaba gran honor a su nacimiento, dado que en su Casa tenían tantos Santos con el nombre de Glicerio Landriani, y otros en Milán, con su ejemplo y virtud.

La modestia y compostura con que andaba el Abad Glicerio cautivaban a toda la Corte; de tal manera que, cuando iba a los Cortejos de Cardenales, siempre ocupaba el primer lugar ante los Cardenales, que le ordenaban preceder incluso a los Prelados, sin que aquéllos se ofendieran, porque él debía precederlos en Prelatura. El hermano, para tenerlo ocupado, le daba a revisar las escrituras de las Causas que le llegaban a la Signatura, a fin de que con este estudio se practicara, y, en su momento, pudiera vestir el hábito de Prelado.

327.- Algunos Prelados jóvenes comenzaron a solicitarlo, y a llevarlo a sus pasatiempos. Él se negó muchas veces; por eso, para no parecer tan estricto, otras iban a buscarlo en Carroza y lo llevaban a alguna Iglesia, pues veían que esto iba con su carácter. Él iba observando su forma de vestir, de tratar, y los gastos que hacían. Así, comenzó a dejarse imbuir de sus costumbres y poderío de mando. De lo muy humilde como antes era en el hablar, pasó a ser de altanero en el hablar y en los gastos para la librea y para los sirvientes, pues quería que fueran a la par de aquéllos otros, como si él fuera un Príncipe Romano.

328.-Monseñor Fabricio observó que el Abad comenzaba a excederse demasiado en el gasto de sus cosas; le advirtió suavemente de que procurara no perder el buen nombre, -que también se lo haría perder él- pues el buen nombre es un cosa preciosa ante el mundo; le dijo que si tenía un millón de entrada al año, y quería caminar de esa mane, diera una parte al padre; porque lo mismo que se da en abundancia, se pierde en el buen nombre.

Le pareció entonces que su hermano se lo ponía muy grave, y le respondió que, tenía tanto, bien podía pasar sin él, no necesitaba ningún tutor sobre él, pues se sabía gobernar muy bien.

A Monseñor Fabricio esta respuesta le traspasó el corazón, y pensaba qué podría hacer para convencerle de que no iba por el buen camino, para alejarlo de las amistades, y de los gastos superfluos que hacía.

Pensó remediarlo, compartiendo esta angustia suya con el Cardenal Pio[Notas 4], que quería tiernamente al Abad, por su gran modestia y bondad; pero temía desacreditarlo y hacer que perdiera el gran concepto en que lo tenía. A pesar de todo, un día se decidió, aunque sólo fuera a insinuarle que el Cardenal, como persona prudente, lo haría con tal destreza que no le disgustaría.

329.- Un día, en efecto, fue muy triste donde el Cardenal Pio, porque la advertencia, no sólo no había causado el efecto deseado, sino le había causado tal alteración, que desde hacía muchos días no había visto al Abad, que se quedaba en su habitación, sin ir adonde el hermano -como solía hacer- a comer con él, a recrearse juntos en las conversaciones de estudios y cosas espirituales.

Fue Monseñor Fabricio donde el Cardenal, todo triste, melancólico, sin poder disimular su tristeza, tanto que apenas podía pronunciar palabra, y preguntó al Cardenal cuál era la causa de su tristeza, porque lo veía muy desolado.

330.— -“Vengo, le dijo, para pedir a Su Ilustrísima me haga un favor especial, en cuando le concierne decir y desear mi reputación. Se trata de que el Abad Glicerio, mi hermano, se ha alejado de mí, no quiere aceptar, para bien suyo, mis consejos; ha iniciado una vida demasiado abandonada, y gasta a lo grande; se lo he advertido con toda delicadeza y lo ha echado a mal; hace muchos días que no lo veo, y temo que el trato con algunos Prelados -que quizá quieren darme un disgusto, con ocasión de venir a estudiar donde mí- lo lleven a la molicie; le han apartado del estudio; en Casa manda con despecho; va aprendiendo las costumbres de los jóvenes de Roma; y quiera Dios que, como persona dócil que es, no caiga en algún vicio.

Le pido, por cuanto desea mi salud, tenga a bien hacerle una amonestación, y advertírselo, dándole a entender que, si no quiere estar bajo mi obediencia, se vuelva a su Patria, bajo la de mi padre, donde estará mucho mejor, yo no perderé la tranquilidad, ni él su fortuna, sabiendo cuánto lo quieren estos Señores Cardenales. Le suplico me haga este favor, pues sé cuánto estima sus palabras, que siempre las ha elogiado conmigo, como dignas de él.

El Cardenal le respondió que no se afligiera, que le hablaría de tal manera, que haría de él lo que quisiera, “al fin y al cabo es joven, y no es bueno tenerlo tan constreñido que no pueda ir alguna vez con Prelados y Señores de su misma talla. Déjeme, que lo llamaré y haré lo que se debe”.

El Cardenal Pío envió una carta al Abad, diciéndole que, cuando pudiera, quería hablarle.

331.-El Abad fue enseguida adonde él, no imaginándose, quizá, lo que quería. Le ordenó entrar y sentarse; e inició con él una conversación familiar, sobre cuánto hacía que no había recibido cartas de Milán, si le gustaba la Corte de Roma, en qué pasaba el tiempo, y cuánto le quería Monseñor Fabricio, si lo quería mucho y lo trataba con mucho cariño. Le respondió que pronto recibiría carta de Casa, y que la Corte y la forma de vida de Roma le gustaba, “sobre todo la de los Señores Cardenales y Prelados, que son sobremanera corteses. -“A veces estudio, a veces hago alguna devoción, y a veces salgo a entretenerme con aquellos Señores Prelados, que, terminado el estudio, van adonde Monseñor, mi hermano, y salimos un poco a distraernos”.

“En cuanto a Monseñor, mi hermano, no puedo negar que me quiere mucho; pero también quiere que esté siempre a su lado, y todo lo haga con su consentimiento, como si fuera un Niño”.

332.- –“Cómo, le replicó, ¿no quiere estar bajo la guía de Monseñor, su hermano? Me maravilla, siendo él un Prelado de tanta doctrina, prudencia y santidad, a quien toda Roma, e incluso el Papa, le piden consejo. ¡Ojalá yo mismo lo tuviera siempre delante; entonces no tropezaría, quizá, en algo donde no debo! Tenga muy en cuenta que su nacimiento, y la bondad universal de su Casa, no acabe denigrada por alguna desobediencia que haga a su hermano Yo también tengo un sobrino que tiene mujer e hijos, y, si supiera que hacía la más mínima cosa sin mi licencia, lo echaría de casa, y no querría verlo más; ya le he advertido que no salga, sin venir antes donde mí a decirme si quiero algo, y me cuente lo más mínimo; así vamos de acuerdo, las cosas de Casa marchan bien, él con toda disciplina de Caballero, y los hijos aceptan la misma forma de vida; cada tarde me los envía, y les pregunto qué hacen durante el día, si estudian, qué han aprendido, adónde van, y con quién andan.

-“Usted es joven, y poco práctico de la Corte y de la gente; es bueno que acepte la dirección de Monseñor, su hermano, que puede dar consejo a cualquiera. No creo yo que nadie lo quiera más, ni le tenga tanto afecto como lo quiere él, una persona consumada en la Corte y en los negocios, y que sabe discernir el bien del mal.

“Así que, a toda costa, debe estar bajo su parecer y consejo, que no le dará sino buenas recomendaciones; como hace siempre, pues hasta muchos Cardenales y Prelados de la Corte, aunque sean viejos, piden su consejo”

333.- (En Caputi, este 333 falta, por error).

334.- El Abad quedó muy confundido, y ya no se atrevió a mirar a la cara al Cardenal; con modestia y rubor le dijo que le agradecía infinitamente la advertencia, y de allí en adelante no haría nada sin contar con él. Le pidió permiso y, con las lágrimas en los ojos, se despidió. Cuando llegó a Casa, se fue adonde el hermano; bajó los ojos, se echó a sus pies, y, llorando, le pidió perdón. Le dijo que le pedía humildemente perdón por las palabras que le había dicho, y que, de ahora en adelante, había pensado cambiar de vida, y no querer tratar con nadie más que con los que podía aprender el camino del Cielo. Reconocía haber obrado mal, y no quería levantarse de tierra, si antes no lo perdonaba.

335.- Monseñor le respondió con palabras amables, diciéndole:

-“Hermano mío, no pretendo otra cosa que no demos malos ejemplos a la Corte con nuestras Acciones; para Roma es la primera impresión la que cuenta. Po eso, cuando uno comienza a dar sospechas con alguna acción mal hecha, queda señalada no sólo la persona que la hace, sino también toda la familia. Yo no tengo de qué perdonaros; al contrario, más bien me corresponde a mí pediros perdón por haberos entristecido. Levantaos, pues, y dad gracias a Dios de que os hace conocer la verdad. Deseo que os distraigáis honradamente, pero sin dar un paso más allá de lo que le ha dado la naturaleza. Suprimid tantos gastos de servidores, y daos cuenta de cómo actúan los demás Prelados; que, si nos pasamos, se ofenden, lo consideran todo soberbia, y nuestra Casa no tiene necesidad de darse a conocer como soberbios, sino más bien humildes. Debemos tomar el ejemplo de tantos Santos que han pertenecido a nuestra familia, sobre todo San Glicerio, Arzobispo de Milán, que fue tan humilde -como se lee en su vida- que nuestro padre no se cansa nunca de leerla, para recordar su memoria. Por eso os puso este nombre, para que seáis su imitador. Tanto supo dominarse a sí mismo, que mereció ser Santo. Tal quiero que seáis. No os entristezcáis si os doy estas advertencias. Haced, pues, el bien, que me daréis gran alegría, pues por la noche no sueño, y por el día no pienso, más que en vos”

336.- Le respondió que quería cambiar de vida, y sólo quería cuidarse de su Alma; y que estaba dispuesto a aceptar su corrección, cuando viera que no obraba bien, porque no quería hacer otra cosa. –“Los lujos y las grandezas, téngalos quien los desee, que yo sólo pensaré en hacer el bien”.

Todos quedaron consolados, y vivían con gran paz y tranquilidad. A la mañana siguiente, el Abad llamó a sus sirvientes y la dijo que quería despojarse de las cosas su Vida, que procuraran buscarse otro Patrón; que antes de un mes les daría la paga, y, si tenían alguna otra necesidad los ayudaría. Lo mismo hizo con el Camarero, y el Cura que lo acompañaba. Luego los llamó a todos juntos y les dio otros regalos; quiso besarles los pies, y que, al final del mes, fueran todos donde el Maestro de Casa de Monseñor, que les daría toda satisfacción, sin réplica alguna.

Los sirvientes del Abad quedaron todos muy desconcertados por el nuevo acontecimiento; creían que había enloquecido –éste era el nombre que le dieron- pues lo vieron vestido con ropa ordinaria, y había dado los vestidos de seda a su Cura, diciéndole que esos no eran buenos para él, y ya se había provisto de otros distintos.

337.- El Cura fue adonde Monseñor Fabricio y le contó lo que había sucedido; que el Abad había alejado a toda su familia, se había vestido de sayo y decía que quería cambiar de vida; que esto le disgustaba mucho, pues parecía un escándalo repentino, y temía que algún abatimiento oprimía su mente. Y los sirvientes, que parecía haber enloquecido; no hablaba de otra cosa que de de Pobreza, iglesias y limosnas, y no quería saber ya nada del mundo. A lo que Monseñor respondió: -“No temáis, yo le hablaré, diciéndole que esto no me gusta”.

Se fue inmediatamente a hablar con el Abad, y le dijo: -“¿Qué extravagancias son éstas, hacer un cambio tan inesperado que causáis admiración a toda la Casa? Yo nunca os pedí eso”.

Se arrodilló delante de su hermano, y le dijo: -“Lo que quiero es servir a Dios y pensar en mi Alma, hacer penitencia de mis pecados, y pedir a Dios por todos”.

Desde entonces, el Abad comenzó a ir solo a recorrer las siete Iglesias y a visitar todos los Santuarios; volvía a Casa a la hora justa, y siempre iba a ver y saludar a su hermano; se conformaba con comer algo que le llevaba, excusándose de que estaba muy lleno, y quería hacer penitencia. Mandó retirar los adornos de la estancia, y se retiró a una celda, que siempre tenía cerrada, y en la que no dejaba entrar a nadie.

338.- Había entonces en Roma dos hombres de gran caridad y oración; uno era un Sacerdote portugués, llamado D. Francisco de Cristo; el otro era Secular, y se llamaba Francisco Selvaggi; vivían juntos y se dedicaban a convertir Mujeres de mala vida, sometiéndolas a la penitencia. No sólo las sacaban del pecado, sino de la propia casa; y, para mantenerlas iban buscando limosnas entre personas acomodadas y devotas. El Abad les había dado muchas limosnas, en cantidad; y a veces iban juntos a hacer oración.

Un día lo encontraron al Abad tan abandonado, que les parecía era y no era él; porque antes lo habían visto con muchos sirvientes y en carroza, y ahora mal vestido y a pie; y no se atrevían a hablarle. Pero el Abad les dijo: -“Messer Francisco Selvaggi, ¿de qué tenéis necesidad? Decídmelo, que no dejaré de ayudaros, ni le faltará la providencia Divina”.

Selvaggi le respondió: -“Señor Abad, lo veíamos tan cambiado, que teníamos duda de si era Su Señoría. Hay una mujer muy escandalosa, y queremos ir a ver si la ganamos para Dios, pero antes es necesario nos ayudéis a hacer oración, para que el Señor la mueva a secundar nuestros deseos”.

–“¡Vamos! dijo el Abad. Quiero acompañaros para ver la forma que empleáis en esta santa obra”. Entraron en San Lorenzo in Lucina, donde permanecieron mucho rato en oración. Luego fueron los tres a la casa de la Señora, y comenzaron a hablar con ella; con tanto espíritu y fervor, que la redujeron a penitencia. El Abad le prometió que, si dejaba el pecado la ayudaría en todas sus necesidades. Sacó una bolsa, y le dio algunas doblas de oro, diciéndole que le daría más cuando viera la enmienda; pero, la primera cosa que le pidió fue que los acompañara adonde el Párroco de San Lorenzo in Lucina a confesarse, y a prepararse para la Comunión, y luego le daría lo que le necesitara.

340.- Convencida la Señora con tantas exhortaciones y amabilidades, les respondió que haría lo que la mandaba. Y se fueron a San Lorenzo in Lucina, llevando en medio de ellos a la Señora penitente. Se confesó y, llorado su pecado, la condujeron de nuevo a Casa.

Ella despidió a sus sirvientes, y dio a los pobres cuanto tenía, diciendo que se conformaba sólo con un humilde tejido, algunos pocos utensilios y unos muebles, de los que tenía necesidad; que las otras riquezas las había ganado con pecado, y no quería saber más de las cosas del mundo. Y, finalmente, si querían dedicar aquella Casa a Señoras pecadoras convertidas, ella les ayudaría a convertirse, reconociendo cuánto mérito le supondría.

Ellos se quedaron atónitos del cambio de la Señora y del fervor con que hablaba, y determinaron entre ellos que el Abad pagaría el alquiler de la Casa, y ellos, con otras limosnas, les proveerían de cuanto necesitaran; y poco a poco, se iría formando una Comunidad de Señoras, antes pecadoras públicas, ahora penitentes.

Uno de sus antiguos sirvientes, ya despedido, vio un día al Abad salir de la casa de la Señora arrepentida, antes escandalosa, y dijo, temerariamente, que su patrón había acabado de enloquecer; y así lo publicó, como tal, a todos los que había estado al servicio del Abad.

341.- Quedó constituida aquella Comunidad, y, conforme se iban convirtiendo las meretrices, las llevaban a la Casa de la Señora convertida, y les proveían de cuanto necesitaban, para hacer alguna labor y no estuvieran ociosas; y les daban conferencias espirituales, con grandísimo ejemplo. La convertida se hizo tan virtuosa, y se dio tanto al desprecio del mundo, que parecía otra Santa María Egipcíaca.

Llegó esta locura del Abad Landriani –que así la llamaban- a los oídos de Monseñor Fabricio, su hermano. Éste, no pudiéndose ya contener, volvió de nuevo adonde el Cardenal Pío, y le contó su desgracia; que el Abad se había dado a excesos tan desmesurados, que lo tenían por loco; que lo habían visto salir y entrar con otros adonde una Señora pública, famosa meretriz. –“Esto me destroza el corazón. Ha vendido casi todo lo suyo, y no sé qué ha hecho de ello; va con otros dos, y temo llegue a enloquecer de verdad, y loco lo consideran. Dígnese llamarlo, por amor de Dios, y dígale que se modere; o, si no, que se vuelva a Milán, y haga allí lo que quiera. Se ha puesto un sayo por vestido, y camina tan decidido que, cuando lo veo pasar por delante, para no distraerlo, no le digo nada; y sólo Dios sabe cuánto siento lo de esa Señora. Sé que él nunca ha tenido este vicio; al contrario, siempre ha sido casto; pero ahora le da por estos excesos, que me hacen morir de dolor. Procure hablarle de nuevo, a ver si se tranquiliza”. El Cardenal dijo a Monseñor que se disgustarse de nuevo, que él se encargaría de arreglarlo todo, con satisfacción mutua.

342.- Mandó enseguida al Abad un aviso, para que, cuando le resultara cómodo, fuera a hablar con él. Cuando el Abad recibió el aviso, fue rápido adonde el Cardenal. Al querer entrar en el salón, el Palafrenero le preguntó qué quería. Le respondió que lo había llamado el Cardenal.

–“Dígale que es Glicerio”. Y pasaron al Maestro de Cámara la embajada de que abajo estaba un cura mal vestido, “que dice que lo ha llamado el Cardenal, y que se llama Glicerio”.

343.- Salió enseguida el Maestro de Cámara, y, al verlo tan mal ataviado, lo cogió de la mano, y lo introdujo donde el Cardenal.

-“¿Qué es lo que veo? ¡Su Señoría ha cambiado, no sólo el vestido, sino también el color! ¿Cómo va de esta manera?” El Abad le respondió que había prometido cambiar de vida, y no quería saber ya nada de las vanidades del mundo. –“Deseo hacer penitencia de mis graves pecados, hacer algún bien a los Pobres con lo poco que pueda, y, cuando no tenga más, pediré a mis Patronos y amigos me ayuden a socorrer a quienes tienen más necesidad que yo, para evitarles la ocasión de caer en pecado”. –“Sí, le respondió, pero no está bien traspasar los límites de la Conveniencia de su Casa; pues he oído que, con otros dos, os han visto entrar y salir de la casa de una Cortesana famosa, lo que produce, no sólo escándalo, sino admiración; y está dando pie, a quien no conoce a las personas, a tenerlo por loco y de poco juicio, y que no se libre de las lenguas mordaces”.

344.- -“Loco y más que loco soy -le respondió-. Y, en cuanto a esa Señora pecadora Pública, es la joya de mi corazón; ojalá la hubiera conocido antes, que hubiera ganado mucho ante Dios”. El Cardenal se quedó admirado ante aquella respuesta, y, creyendo era verdad que había enloquecido, le preguntó quiénes eran aquellos dos que lo habían llevado adonde “la Señora esa, que es vuestra joya”. –“Uno es el Sacerdote portugués, llamado D. Francisco de Cristo, y el otro, Francisco Selvaggi, hombre, realmente, de gran oración, quienes procuran evitar las ofensas de Dios en cuanto pueden; a éstos me he unido, para aprender de ellos las virtudes cristianas, y el desprecio de uno mismo”.

345.- -“Sabed que no dije mal; aquella Señora es una joya preciosa de mi Corazón, que, del lazo de Satanás, se ha convertido en predicadora de otras Señoras pecadoras; y que ahora, con la ayuda de D. Francisco de Cristo y de Selvaggi, evita grandes ocasiones de pecados.

Ellos dos me llevaron un día a San Lorenzo in Lucina a hacer oración, para que el Señor inspirara a aquella Señora a convertirse a él, e hiciera penitencia de sus pecados. Después de una larga y ferviente oración, fuimos los tres a Casa de la Señora; y tan bien supieron hablarle, mostrándole la fealdad del pecado, las penas del infierno y la gloria del Paraíso, que la convencieron a que se confesara con el Párroco de San Lorenzo in Lucina. La acompañamos todos a la Iglesia, y, después, a Casa.

Ahora ha hecho un cambio tan grande, que después de vender todo lo que tenía, y se lo ha dado a los Pobres, porque ha reconocido que todo era precio del pecado. Después, con estos dos Compañeros míos, ha convertido la misma casa de prostíbulo en una Comunidad de Señoras Penitentes. Los dos Franciscos se ocupan de todo, y yo pago el alquiler, hasta que se encuentre un lugar a propósito para que ellas vivan en Comunidad. Esto es todo lo que ha pasado.

Le pido que, cuando tenga ocasión, ayude a esta obra tan santa; y si ve a Monseñor, mi hermano, dígale que esté tranquilo; que lo que yo quiero es retirarme, y no saber más del mundo; y que si, mientras llegan mis ingresos, quiere ayudarme en algo, lo haga; si no, confiaré en la Providencia Divina, que no abandona nunca a quien le sirve”.

346.- Con tanto fervor de espíritu y alegría habló el Abad, que, como el Cardenal también era muy dado al espíritu, comenzó a abrazarlo y a estrecharlo en el pecho, y le dijo: -“Estad seguro, que también él le ayudará; y hablará, incluso, al Cardenal Medici (que luego fue León XI)[Notas 5], para que contribuya a esta causa, porque, estos dos Franciscos gozan, ciertamente, de gran fama”.

“Sólo quiero que habléis de todo esto con Monseñor Fabricio, su Hermano, para que no esté disgustado, pues unos le dicen una cosa, y otros, otra”. El Abad le respondió riendo: -“Lo único que sí pueden decirle es que estoy loco, pero contento con ser loco, por amor de Dios”. Quedó con grandísima alegría cuando lo bendijo el Cardenal, y se fue.

Cuando Monseñor Fabricio volvió donde el Cardenal para saber qué le había contado el Abad, le dijo en pocas palabras: -“Monseñor, el Abad no está loco, sino muy cuerdo; déjelo hacer, pues es Dios quien guía por este camino, y no sabemos de qué forma quiere servirse de él. Espero que un día se continúe lo que y ha comenzado a hacer, y será lámpara encendida en el Candelero”.

347.- Monseñor le respondió: -“Si Dios quiere que yo sufra esta mortificación, hágase su Santísima Voluntad”. Y desde entonces comenzó a mirarlo con mucha amabilidad; y le dijo que siguiera donde Dios lo llamaba, que él no lo molestaría más; pero que no se despreciara tanto a sí mismo, porque lo tenían por loco, aunque no lo era.

-“Loco y miserable soy, le respondió, y cuanto más me lo dicen más obligado me siento. A vos sólo le pido que, mientras me llega alguna provisión, me deis, por caridad, de comer, que con poco me contento; es que he vendido lo que tenía para sacar a una Señora del pecado, y ahora, con Francisco de Cristo y Francisco Selvaggi hemos dado comienzo a una Comunidad, donde puedan entrar las Señoras convertidas, para evitar las ofensas a Dios, por tantas pobrecitas almas que el demonio tiene obcecadas, y por las que me he obligado a hacer lo que pueda, hasta que se encuentre un sitio a propósito, donde hacerles un Monasterio cómodo y capaz”.

-“Hacéis bien, y que Dios os bendiga, dijo Monseñor. Pero deis en excesos de tantos fervores; continuad algo admirable, y no volváis atrás, y seáis la risa del mundo. Y en cuanto a vuestra comida, sois Patrón, haced lo que os guste”.

348.- Era tan estricta la amistad del Abad con los dos Franciscos, que no se separaban; a veces no volvían a comer a Casa, porque se daban a fervientes oraciones, iban a las Iglesias, y proveían a la Comunidad de las Señoras Convertidas, cuando tenían necesidad; de esto último se encargaba el portugués, como persona vieja, y acreditado Sacerdote en la Corte. Se conformaban con comer un poco de pan, con algunas hierbas que Selvaggi andaba pidiendo por amor de Dios, y bebían agua: Todo esto al Abad le parecían manjares venidos del Cielo. Era tanta su penitencia, que los tres parecían la sombra de la muerte. Luego convinieron en vivir los tres juntos en una estancia cerca de San Lorenzo in Lucina, para estar más cercanos a la nueva Comunidad.

349.- Un día el Abad fue adonde Monseñor Fabricio, su hermano, y le dijo si la daba permiso para poder vivir con sus dos Compañeros, y si, por amor de Dios le daba una cama, pues por la gran pobreza no tenía dónde dormir.

Monseñor llamó enseguida al Maestro de Casa y le ordenó que enviara la mejor tabla con jergones, mantas, colchas, cortinajes, y cuatro cojines; a los ocho días le envió la ropa interior para que se pudiera cambiar, un baúl, una mesita, dos sillas, y que le proveyera de cuanto necesitara, y llamó a los peones para que le llevaran las cosas. Cuando el Abad vio que llevaban las tablas, les dijo que no las quería, ni tampoco otras cosas, que le bastaba un lecho como tenían los sirvientes, que él era un pobre de Jesucristo; y no quería más. Con aquella miseria, se retiró con sus queridos Compañeros, y dieron comienzo al nuevo Monasterio y la Comunidad de la Lungara. El Abad compró el sitio, y comenzaron las obras. Quiso que el titular de la Iglesia fuera San Andrés, tal como se ve hoy. Fue el primer Monasterio que hubo en la Lungara, construido con el dinero de los ingresos de nuestro P. Abad.

Los tres Siervos de Dios comenzaron una vida inaudita de menosprecio de sí mismos, buscando muchos actos de humildad y obras pías, como visitar los hospitales, a los encarcelados, y convertir a las meretrices. Cuando no tenían dinero, es cuando eran más ricos; iban pidiendo limosnas hasta en las Iglesia públicas. Por Roma los llamaban los Beatones locos, que iban engañando a todos con sus hipocresías; y el que más se alegraba de esto era el P. Abad.

350.- Un día de la Degollación de San Juan Bautista, nuestro Padre fue a la Iglesia de San Silvestre ad Caput, monasterio importante de Monjas, donde concurre casi toda Roma a ver la Cabeza de San Juan Bautista. Se mezcló entre los pobres mendicantes a pedir limosna en medio de aquello Pobres, y los que pasaban y lo conocían, sobre todo sus paisanos milaneses, se burlaban de él, diciéndole: -“Poltrón, Loco y Descerebrado, ¿éste es el honor que hacéis a vuestra Casa y a vuestro Hermano, que andáis mendigando como si os faltara el pan?”

Notas

  1. Monedas de entonces, mayores y más pequeñas.
  2. En una nota al margen del fólico dice: “De San Bartolomé, su Parroquia”.
  3. Una nota al margen del folio dice: “Para que no aprendiera malas prácticas en Roma, y perdiera lo que había adquirido”.
  4. Hay una nota al margen del folio que dice: “Carlos Cardenal Pio Eminentísimo creado por Clemente VIII el año 1604, el 9 de junio, y estaba vivo el año 1630”.
  5. En el margen del folio se lee; “El Cardenal Medici se llamaba Alejandro, Arzobispo de Florencia, elegido Cardenal en 1583 por Gregorio XIII, nacido el año 1636, elegido Papa el 1 de mayo del año 1605, y muerto el 27 del mismo mes y año, después de 26 día de Papado”.