CaputiNoticias04/PARTE SEXTA VI PARTE 4ª VI

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PARTE SEXTA VI [PARTE 4ª VI]

El año 1660 el P. Gabriel [Bianchi] de la Anunciación, de la Ciudad de Génova, quería comprar una casa que tenía parte de ella en nuestro Patio, es decir, de las cuatro partes del Patio, una era de dicha casa; de tal manera que las ventanas de los Seglares dominaban sobre nuestros Padres, que tenían que estar siempre encerrados; como daban a los dormitorios y oficinas, era absolutamente necesario tenerlas siempre abiertas, de lo contrario no tenían luz suficiente. Era tal el sometimiento que tenían unos y otros, que, a veces, surgían disgustos, porque los Padres no podían hacer bien sus tareas. Como la casa era de personas ricas y poderosas, no la querían vender, ni daban facilidad para comprarla.

Ya desde el año 1640 los Padres tenían intención de comprarla; pero llegaron los disturbios de la Orden, salió el Breve del Papa Inocencio X, y quedaron pocos Padres en la Casa; aunque eran los mejores individuos que había; se arreglaba cada uno lo mejor que podía, a pesar de que no faltaba quien escribía, desde Roma, que quien quisiera salirse lo hiciera pronto. Así lo hizo uno en Nápoles, por cuya causa se salieron otros; les decía que, si no lo hacía, entonces, se cerraba la puerta. Con esto, se animaron más a dejar el hábito y la Orden, pues hasta les solicitaba el Breve Apostólico, para que se ganaran con qué vivir. Él mismo cogió el Breve dos veces, pero nunca lo puso en práctica, porque tenía una persona que lo aconsejaba no dejara el hábito, que con el tiempo llegaría a ser General; esta fue la causa de que no lo dejara

También tenían el Breve el P. Esteban [Cherubini] de los Ángeles, el P. Juan Antonio [Ridolfi], boloñés, y todos los que habían perseguido al P. José de la Madre de Dios, nuestro Fundador. Pero, por lo que se podía ver, ellos procuraban que sólo los otros se salieran de la Orden, para quitarse de encima a algunos que les podían dar fastidio. Y, efectivamente, por su consejo se salieron muchos, con lo que ellos tuvieron más campo de acción, poder vivir a su aire. En cambio, no se podía conseguir que fueran ellos los que dejaran el hábito, y permitieran vivir en paz a los [observantes] que querían quedarse.

El P. Luis [Carcavensi] de Santa Catalina de Siena, de Carcare, se fue a Génova, donde empezó a predicar; adquirió gran prestigio, y así comenzaron a respirar aquellos pocos que habían quedado, como he escrito en otro sitio con mayor amplitud.

El año 1647 volvió de Roma el P. Gabriel de la Anunciación, genovés, y se encontró con el problema que podía surgir entre la casa contigua y nuestra Casa, que era la que ocupaba la tercera parte del Patio, y, sin embargo, nuestros Padres se veían sometidos, pues no podían hacer nada sin ser vistos por los seglares y las mujeres que habitaban en aquella casa.

Entonces comenzaron a pensar cómo podrían liberarse de aquella sujeción; la casa estaba habitada, ora por unos, ora por otros, y, además, no podían comprarla, porque no tenían dinero, y el Dueño era muy poderoso y rico. Estando así las cosas, el P. Luis de Santa Catalina y el P. Gabriel [Bianchi] juntaban algún dinero, y lo iban depositando aparte.

El año 1656 el Papa Alejandro VII reunificó la Congregación, y le dio General y Asistentes, mediante un Breve -como se dirá en su lugar más detalladamente- y los Padres de Génova comenzaron a respirar.

El año 1657, vino la peste; murió el P. Luis de Santa Catalina, y quedó el P. Gabriel, que logró reunir aún no sé cuántos miles de liras, todo con miras a la compra de la casa.

El año 1659, tuvo lugar el Capítulo General, convocado por el P. Camilo [Sacassellati] de San Jerónimo, quien, con los Asistentes, eligieron Provincial de la Provincia de Génova al P. Vicente [Berro] de la Concepción, de Savona, y Superior de la Casa de Génova al mismo P. Gabriel de la Anunciación.

Por fin, el año 1660, se comenzó a tratar de comprar la casa contigua a la nuestra, pues ya había, como he dicho, una cantidad considerable de dinero.

El P. Gabriel no sabía qué medio emplear para conseguir su intento, sin que el Dueño de la casa le pusiera obstáculos ni le creara disturbios, lo mismo que algunos envidiosos y contrarios, que querían impedirnos la compra de la Casa, para no poder ampliar la nuestra. Y no sólo teníamos contrarios a los seglares, sino también a alguna Orden, que era la que causaba más fastidio, por ser poderosa ante la República. El P. Gabriel había tratado, cuatro años antes, con el Dueño, a ver si se la quería vender, y le había respondido que él no estaba por venderla, sino por comprar las Casas que cercanas a la suya. Así las cosas, lo había dejado dormir hasta, otro tiempo más oportuno.

Finalmente, el P. Gabriel se decidió a buscar a una tercera persona, para que comprara la casa en nombre suyo, y luego se la vendiera a nuestros Padres por el mismo precio que él la comprara. Aprovechando la ocasión de que el P. Gabriel confesaba a muchos Señores Nobles y a Comerciantes, pensó hablar con alguno; llamó a…….l´Hure, comunicándole su pensamiento, y que tenía el dinero, para comprarla, pero muerto. Que le hiciera el favor de tratar la compra de dicha casa a su nombre, y luego se la cediera a nuestros Padres por el mismo precio, para liberarse de la sujeción a aquéllos que la habitaban, no fuera que pudiera surgir algún incidente.

Un tal l´Hure le prometió comprar la casa, y les haría el favor, tal como si la comprara para él; pero que se requería tiempo y sigilo, para que el negocio saliera beneficioso, con ventaja en el precio. Que le dejara hacer a él, que lo haría con interés y buen ahorro. Pero, acordado tácitamente, l´Hure comenzó, bajo mano, a tratarlo, a su vez, mediante una tercera persona, con el Dueño de la casa. Para hacerlo, dijo a un Religioso [jesuita], confidente suyo, que quería comprar aquella casa para habitarla él, “y así, los Padres de las Escuelas Pías ya no tendrían esperanza de poder hacerse con ella, pues, al no poderla ampliar, cambiarían de sitio, y los jesuitas podrían tener más concurrencia a su Iglesia. Que, a toda costa, convenciera a aquel Señor, para que la vendiera, ya que era penitente suyo, y, naturalmente, haría lo que le proponía. Supo llevar tan bien el negocio, y con tanta premura, que convenció con palabras al Dueño de la Casa y le obligó a que prometiera que se la vendía, pero que quería saber quién la quería. Le respondió que el que la compraba era un amigo suyo, y quería habitarla él mismo, es decir, su amigo; y, en cuanto al precio, estarían a lo que peritaran dos arquitectos, como él mismo quería. Finalmente le obligó a darle palabra de que haría lo él quería.

El Padre [jesuita] fue enseguida a buscar a l´Hure. Luego, le dio como respuesta que ya había hecho lo que deseaba; pero que todo se hacía en silencio, para que no se enteraran los Padres de las Escuelas Pías, y alzaran algún pleito a la Compañía [de Jesús], ni pareciera que él estaba apasionado contra alguien, pues sabía muy bien cómo se hacen las cosas entre Religiosos; y le dio palabra de no decir nada.

L´Hure fue muy espabilado. Le dijo al Padre que lo que hubiera que hacer, se hiciera pronto; de lo contrario, si se descubría, existía el peligro de no conseguir nada, “porque, como al P. Gabriel de las Escuelas Pías no le faltan Amigos, hablará con todos los Señores Senadores que van a la Iglesia, y los convencerá para que lo protejan, con lo que el negocio fracasará. Más aún, se enturbiará cuando lo sepa la Sra. Teresa Sauli, penitente del P. Gabriel, la cual manda sobre el Duce y sobre todos los Senadores, pues esta Señora es persona poderosa; y por tanto, ella misma pedirá el dinero para los Padres de las Escuelas Pías; porque, cuando emprende una cosa, quiere conseguirla a la fuerza, y no ahorra en gastos”.

Estas palabras dieron mucho que pensar al Padre jesuita, por lo que no perdió tiempo. Volvió donde el Dueño de la casa con otras astucias políticas, y le dijo que, como le había dado palabra de que vendía la casa, iba expresamente a decirle quién era el Comprador, que era el señor l´Hure. Éste decía que la casa donde estaba viviendo no le gustaba nada, y a veces su mujer enfermaba en ella, porque se sentía muy ahogada por falta de aire, era muy alta y la callejuela era muy estrecha, por lo que no tenía abundante luz, y a veces era necesario encender la lámpara de día para poder ver. Esta era la razón por la que quería la casa; que viera, pues, cómo quería ser servido, que tendría toda clase de satisfacción. Finalmente, tanto le hartó, que le dijo hiciera lo que quisiera, que estaba dispuesto a darle gusto. Se determinó que a la mañana siguiente se encontraría con l´Hure en Via dei Banchi, y hablarían juntos sobre cómo se podría conseguir.

El P. Jesuita fue enseguida adonde l´Hure, y le dijo lo que había convenido, que a la mañana siguiente fuera a la hora de los Bancos, y allí lo encontraría, y le presentaría a aquel Señor, y juntos determinarían lo que debían hacer. Y acordaron que todo se haría en secreto.

A la mañana siguiente l´Hure fue a los Bancos y encontró al Padre, que estaba charlando con el Dueño de la casa, saludó al Padre jesuita, y éste lo llamó; comenzaron a hablar, y decidieron llamar a dos arquitectos, uno tras otro, y según lo que ellos determinaran sobre el precio, se pondrían de acuerdo, e inmediatamente se depositaría el dinero en el Banco de San Jorge, donde lo podría coger libremente, y, mientras tanto, se podrían hacer las minutas del Instrumento, y, una vez hechas, ver si cada uno estaba de acuerdo.

Aquella misma mañana encontraron a los arquitectos, hablaron al Notario, y en dos días quedó estipulado el Instrumento, y tomó posesión de la Casa en pacífica posesión. Hecha la compra, l´Hure fue donde el P. Gabriel, y le dijo lo que había hecho; que lo había hecho todo, pero, para que no pareciera que había hecho una componenda, pensaba ir a habitarla él, por poco tiempo, y luego se la cedería a los Padres, para que hicieran lo que quisieran, tal como lo habían convenido antes; pero que no hablaran de ello, para no dar que decir a nadie.

El P. Gabriel se quedó muy contento, pensando que había conseguido su deseo, para liberarse de aquella sujeción, e ir buscando las formas de tener el dinero suficiente, para dárselo a l´Hure, como habían convenido.

L´Hure se fue a vivir a la casa con toda tranquilidad, sin ningún obstáculo por parte de los Padres, que pensaban se la cedería con toda seguridad por el mismo precio que la había comprado, tal como lo habían acordado antes.

Al cabo de algunos meses, el P. Gabriel, como persona confidente de l´Hure, le dijo que cuándo quería que hicieran el Instrumento de la Cesión de la casa, para poder hacer algún plan, y poderla arreglar, para quitarse aquella sujeción, y los Padres tuvieran libertad de estar en casa libremente.

Sus respuestas fueron equívocas; el P. Gabriel no entendía lo que quería decir l´Hure; y, lo que era peor, a los pocos días comenzó a llevar las cosas para habitar la casa. El P. Gabriel creía que, después de estar algún tiempo, la cedería, como habían acordado. Pero nunca se llegaba a una conclusión, con lo que la situación de los Padres era peor que antes, porque los Padres seguían sin ser Dueños de poder abrir las ventanas, para tener la luz necesaria; y veían a las mujeres, algunas veces desnudas, y no sabían como solucionar aquella privación tan grande.

El P. Gabriel decidió hablar a l´Hure, y le dijo que, por amor de Dios, le hiciera el favor de mantenerle la palabra, hacer la Escritura, y cederle la casa; que de aquella manera no podían estar, con tanta dependencia. El otro le daba buenas palabras, pero nunca se llegaba a la conclusión.

Finalmente, resolvió que le hablara el Sr. Esteban Palavicini, entonces Senador, que era penitente del P. Gabriel, como también su mujer y la hija. Éste habló a l´Hure, diciéndole que, pues había comprado la casa para los Padres de las escuelas Pías, le hiciera a él el favor de cederla, y aceptase su molestia, como era justo.

Le respondió que era verdad que la había comprado con esta intención, pero que la había conseguido barata, y quería el aumento de su intermediación; pretendía la mitad más del precio de como la había comprado; de lo contrario, no la quería dar; la quería habitar él mismo, porque le resultaba cómoda, pues tenía cerca la Iglesia y la Plaza, con lo que la familia se encontrara cómoda. Le dio más razones al Sr. Esteban, que él no las podía comprender; sobre todo cuando supo que este Señor l´Hure era persona poderosa, y comerciante riquísimo; y hasta entre ellos tenían, quizá, algún interés, porque entre iguales no es fácil enfadarse.

El Señor Esteban dio la respuesta al P. Gabriel, quien se molestó mucho al oír la que aquel Señor quería ganar un precio tan grande; por eso pensó esperar otro momento más oportuno, para que se la cediera por sí mismo, porque la mujer de l´Hure se confesaba con el mismo P. Gabriel.

El año 1668 fue nombrado Provincial de Génova el P. Jerónimo [Bonello] del Smo. Sacramento, de Savona, cuando era General el P. Cosme [Chiara] de Jesús María, de Palermo, y Rector de la Casa de Génova el P. Carlos María [Rossiani] de San Benito, de Génova, y Procurador de la Casa el P. Gabriel [Bianchi] de la Anunciación.

El P. Provincial tomó posesión, y comenzó la Visita. Entre otras cosas, se encontró con la sujeción a la que Hure sometía a nuestros Padres, por eso intentó, por todos los medios, poner remedio, para evitar tal sometimiento.

Para remediar de alguna manera aquella situación, los Padres pensaron levantar un muro de ladrillos en el Patio, hasta sus ventanas, en conformidad con los estatutos de Génova. Comenzaron a poner por obra sus determinaciones, y levantaron un muro de dos palmos, a toda rapidez. Cuando l´Hure vio levantada aquella obra, fue a quejarse al Senado contra los Padres de las Escuelas Pías, diciendo que querían hacerse Dueños de su casa a la fuerza, le había ensombrecido las ventanas, y no tenía ni luz ni aire; que diera orden de derribar lo que ya habían comenzado; que no era justo que uno igual a ellos estuviera sometido a tanta injusticia como le hacían, cargando con el peso de la Ciudad como los demás Ciudadanos.

El Senado dio orden de llamar a los Padres, y exponerles sus razones, para ver cómo sucedían las cosas, y si era verdad que había puesto en peligro a Hure.

El P. Gabriel fue rápido al Senado, y expuso sus razones, que no quisieron aceptar, porque el contrario era muy poderoso. Le dieron orden de derribar el muro comenzado, y de que no cambiaran nada, porque no querían que los Ciudadanos se vieran gravados.

Al oír esto, el P. Gabriel comenzó a gritar que se le hacía injusticia; que él no se apartaba de los estatutos de la Ciudad; que antes de ejecutar el Decreto, vieran si los había transgredido, y entonces se sujetarían al Decreto; de lo contario, les hacían una injusticia. Estaba también presente la otra parte, que atacaba con toda clase de palabras al P. Gabriel, diciéndole que nunca se conformaba, que quería ser Dueño de toda la Ciudad, y echarlo a él de su casa por la fuerza. Finalmente, se defendió tan bien, que el Duce dio orden de que no se discutiera más; que se derribara el muro comenzado, y no se cambiara ninguna otra cosa, hasta nueva orden; que así era el expediente de la República.

El P. Gabriel se volvió hacia dos Senadores amigos suyos, que cada mañana iban a oír la Misa a la Iglesia del Ángel Custodio de los Padres de las Escuelas Pías, y les dijo: -“¿Es posible, Señores, que no pueda obtener justicia? Vengan, al menos, a ver el lugar, y, si estoy equivocado, hagan entonces lo que quieran; pero si tengo razón, es que no quieren oírme, lo que por justicia deben hacer.

Los dos Senadores le respondieron que sabían muy bien que los Padres tenían razón, pero no les querían hacer justicia; que tuvieran paciencia, que con el tiempo tendrían más de lo que querían; y, por ahora, obedecieran al Duce, porque así convenía.

Finalmente, el P. Gabriel tuvo que obedecer, y mandó derribar el muro. L´Hure se reía, pavoneándose de que se había salido con la suya, y haría en su casa lo que quisiera; y lanzaba otras amenazas. Los Pobres Padres tuvieron que soportarlo y tener paciencia, para no salir peor parados.

En el Carnaval del mismo año 1668, la Sra. Teresa Sauli, Dama principal de la Ciudad, hizo una Comedia. Como era pariente del P. Gabriel, y su Palacio está poco distante de la Casa de los Padres de las Escuelas Pías, invitó a los Padres a que fueran a ver la Comedia, como iban otros muchos Religiosos.

Fueron seis Padres, estuvieron hasta las cinco de la noche. Cuando subían la escalera al volver a Casa, oyeron que de la otra parte de la muro de l´Hure golpeaban el muro desde dentro, lo que también habían oído los Padres y Hermanos que se habían quedado en Casa, y nadie sabían qué era lo que querían hacer. Ante las sospechas, dijeron al P. Provincial, al P. Carlos María, Rector, y al P. Gabriel, Procurador, que toda aquella tarde habían oído ruidos en el muro; que parecía que querían romperlo; no sabían qué podía significar aquello.

Se pusieron a observar lo mejor, y vieron que habían tirado un muro dentro del Patio, y habían abiertos un ventanal, que dominaba todas las habitaciones y oficinas de los Padres. Los Padres, ante aquello, se enfrentaron, comenzaron a gritar, y a arrojar ladrillos a los canteros, que aún no habían terminado la ventana. Les decían que dejaran de trabajar, si no, les costaría la vida, y serían castigados por la justicia.

L´Hure se asomó a la ventana, y dijo a los Padres que se retiraran, de lo contrario, dispararía con arcabuz.

Ante aquella amenaza, los Padres se enardecieron más, y empezaron de nuevo a arrojar ladrillos, diciéndole, que, si disparaba el arcabuz, disparos también se encontraría.

Alguien arrojó un ladrillo, y golpeó a un pobre albañil, que quedó herido y fue llevado al hospital, donde estuvo cuatro meses. El que así respondió a l´Hure, era un Hermano, llamado Juan José de la Concepción, Sastre, que no dejaba de lanzarlos, como hacían los demás, diciendo a l´Hure que si tiraba con arcabuz, él respondería, porque lo superarían.

Los Padres y Hermanos no podían resistir a los albañiles; pero es que tiraba, l´Hure, sus Servidores, el Esclavo, además de los albañiles; tanto que a los Padres comenzaron a faltarles ladrillos; y ni el P. Carlos María, Rector, ni el P. Provincial conseguían tranquilizarlos. El P. Rector les dijo que fueran a tocar la Campana, y quizá con ello se tranquilizaría l´Hure.

Un Padre corrió enseguida a tocar la Campana. Todo el vecindario se alarmó, pero él no dejó de tocarla, hasta que se cansó; y luego siguió un Hermano operario, que no cesaba, hasta que el Duce envió a dos Senadores en persona a reconocer y ver lo que pasaba a los Padres de las Escuelas Pías. Cuando llegaron a la portería se encontraron a muchos vecinos, que sólo sabían decir que habían oído el ruido donde l´Hure. Llamaron a los Padres, y bajó enseguida el P. Carlos María, Rector, quien comenzó a contar lo que había hecho l´Hure, y que los Padres habían estado en peligro por sus amenazas, a la hora en que volvían de la Comedia que había organizado la Señora Teresa Sauli, donde ellos mismos habían estado. Entraron los dos Senadores con sus guardias, vieron lo que había hecho l´Hure, y dieron órdenes, bajo gravísimas penas, de que desistiera de seguir adelante, porque el Senado quería verlo todo; que no moviera nada. Los Padres insistieron que dejaran una guardia de seguridad, no sólo del muro, sino de sus personas, porque los había amenazado de muerte, diciéndoles que iba a disparar el arcabuz; de lo contrario, amenazaban con que, si pasaba algo a alguien, enseguida darían parte a Palacio, para que lo remediara, cumpliendo su oficio. Con esto se despidieron y se retiraron, ambas partes.

A la mañana siguiente l´Hure fue adonde el Duce, y le contó que los Padres de las Escuelas Pías habían tocado la Campana a media noche, con peligro de algún levantamiento en la Ciudad, y hubiera podido suceder algún grave escándalo, “y sólo porque yo he abierto una ventana en mi muralla”; y que, mientras estaban trabajando, les habían arrojado tantos ladrillos, que hasta habían matado a un albañil; que no había muerto, pero estaba en el hospital, y era imposible que saliera adelante; que él mismo y los demás, habían estado en peligro de muerte; que, porque no habían desistido de romper el muro, habían tocado la Campana; por lo que se había juntado tanta gente, que se pudo producir fácilmente un escándalo público, como los dos Senadores habían visto con sus propios ojos. –“Por todo ello, estos Padres merecen un gran castigo, y ser expulsados de la Ciudad, para que otros aprendan a expensas de ellos, que se quieren hacer Dueños de la Ciudad, y exigen por la fuerza la Casa que yo he comprado para uso mío”.

L´Hure supo colorear tan bien, y pintar de oropeles este hecho, que consiguió del Duce una inmejorable intención de castigar a los Padres de las Escuelas Pías, y no los hubiera dejado impunes, si no hubiera mandado llamar al Superior.

Pero enseguida mandó que fuera el Superior, el P. Carlos María [Rossiani] de San Benito, Rector, diciendo que quería hablar con él. El Rector fue rápidamente, y le hizo esperar un rato; pero, por fin, salió. Le preguntó quién era, y por qué había dado orden de tocar la Campana, “¡porque ustedes siempre hacen de las suyas!”.

El P. Carlos le respondió que era verdad, que él había dado la orden de tocar la Campana, pero porque l´Hure no sólo había ordenado derribar un muro del Patio, con peligro de matar a seis Padres, cuando volvían de donde la Señora Teresa Sauli, sino que había empezado a arrojar ladrillos a los Padres; y no sólo él, sino el Esclavo, los sirvientes y los albañiles; de tal manera, ellos que no sabían cómo defenderse; y que, además, l´Hure decía que quería dispararlos con el arcabuz; y que, al no encontrar otro remedio de defensa, habían tocado la Campana. –“Cada uno está obligado a defender la vida como mejor puede. Esta ha sido la razón, tal como han podido ver los Senadores, que llegaron al mismo lugar y a la misma hora, y por medio de los cuales se puede informar”.

A lo que El Duce, airado, respondió: -“Ustedes siempre hacen de las suyas; nosotros haremos también lo que nos parezca. Le conmino con el Bando de la Ciudad, y, en el término de una hora, salga de Génova. De lo contrario, será castigado como merece; porque ha sido causa de que hubiera sucedido alguna revuelta. Y no vuelva a la Ciudad, hasta nueva orden nuestra; y esto, sin réplica alguna”.

Al Pobre P. Carlos Mª, Rector, le parecían mil años poder escapar del Palacio, al ver al Duce tan airado. Volvió a Casa, y enseguida mandó encargar una litera, se metió en ella, y salió de la Ciudad. L´Hure lo observaba desde la ventana, y, muy contento, decía que quería expulsar a todos, cuanto antes, para que, otra vez, aprendieran a no cometer insolencias. Así, los Pobres Padres quedaron ofendidos absolutamente. Después, casi toda la Ciudad decía que los Padres de las Escuelas Pías se debían ir de Génova, y abandonar la Casa, lo que también algunos pocos Amigos iban difundiendo entre sus Amigos y Penitentes de los Padres.

Cuando el P. Rector se fue de la Casa, el P. Jerónimo, Provincial, y el P. Gabriel, Procurador, inmediatamente se fueron a Palacio, queriendo entrar en público Senado, para exponer sus razones, y las injusticias cometidas por l´Hure, y aclarar la verdad del hecho, tal como habían visto los dos Senadores. Pero, por entonces, no pudieron encontrar justicia para ellos, porque l´Hure estaba en contra nuestra, y, con su Retórica, superaba a los Padres.

Entonces, el Provincial, en presencia del Duce y de los Senadores, le dijo que se guardara de la justicia Divina, por maltratar a los Pobres Religiosos en este asunto, y faltar a su palabra; porque la Casa la había comprado para nosotros, y ahora quería conseguir unas ganancias, que no se podían hacer con conciencia tranquila. -“Dejemos esto en Manos de Dios”. Luego, los Padres hicieron reverencia al Duce, y se fueron.

L´Hure quedó muy humillado, sobre todo ante el Senado y el Duce. Vencido, se fue adonde las Escuelas Pías, entró en la Iglesia, y mandó llamar al P. Provincial, “que quiero decirle una palabra”. Cuando el P. Provincial bajó a la Iglesia, le puso las manos en el pecho, y, zarandeándolo, le lanzó mil improperios. Al final le dijo que habría ´camisetas rojas´

El P. Provincial le respondió: -“Se hará lo que Dios quiera, ni más ni menos”. Que a él había remitido y remitía todo, y haría Oración con sus Religiosos, para que el Señor le hiciera ver las injusticias que cometía, no a él, sino a Dios, y a su Hábito; que se guardara bien, no fuera que le sucediera lo que sucedió al Cura de San Benito, que la tramó contra sus Religiosos, y Dios lo castigó milagrosamente. Cuando oyó todo esto, l´Hure arremetió más contra él, con injurias y palabras soeces.

El P. Provincial, con grandísima paciencia, le volvió la espalda, y lo dejó, gritando aún, en pública Iglesia, con asombro de muchas Señoras que estaban oyendo Misa, por lo que él fue muy censurado, y alabado el Provincial, por su paciencia. Todo esto llegó a oídos del Duce, porque allí se encontraban algunas Señoras, Mujeres de algunos Senadores.

El P. Carlos, que había salido de la Ciudad por orden del Duce, aquella misma tarde volvió a entrar en la Ciudad, a escondidas, pero se fue a la Casa de la Señora Lasagna, mujer del Señor Juan Bautista Lasagna, la cual era penitente suya, y vecina nuestra. Ella lo acogió con caridad, y le dijo que se estuviera contento, que en su casa podía decir la Misa; y no tuviera miedo de nadie, que ella a nadie no se lo diría, “más que a sus Padres, para que sepan que está seguro”. Y que haría lo que pudiera, para que el Duce lo indultara cuanto antes; hablaría también con la Sra. Teresa Sauli, penitente del P. Gabriel, “que manejaba al Duce como quiere”. Y que, si l´Hure lo había engañado, pronto se descubriría la verdad, y castigaría su temeridad; “y si aquí no encuentra castigo, estoy segura de que Dios lo castigará”.

Mientras tanto, la Sra. Lasagna mandó llamar al P. Gabriel, y le reveló que el P. Rector estaba en su casa, donde lo mantenía en secreto; sólo necesitaba que, por la mañana, le llevara la forma para celebrar la Misa; por lo demás, no necesitaba nada. Pero que no dijera una palabra a los Padres, no fuera que algún exaltado descubriera que estaba en su casa, y ella sufriera también las consecuencias, dado que el Duce lo había tomado con tanta severidad.

Entraron en la habitación donde estaba el P. Carlos Mª, el Rector, y comenzaron a planear el modo de conseguir que el Duce se desengañara, conociendo la verdad; y quedara claro que l´Hure se había comportado muy mal, al cometer una acción tan indigna contra el P. Provincial, en una Iglesia pública, y en presencia de tantas Señoras, sin ni siquiera considerar que estaba en presencia del Santísimo Sacramento.

La Sra. Lasagna aconsejó al P. Gabriel que le contara todo a la Sra. Teresa Sauli, su penitente, que estaba muy vinculada al Sr. César Gentile, Duce de la República, que, con seguridad, obtendría la gracia de indultar al P. Carlos Mª, Rector, pues no tenía ninguna culpa de haber mandado tocar la Campana, sólo para librarlos de morir, en medio de los eminentes peligros en que se encontraban. Que, después, ella sabría comportarse, no sólo con la Sra. Teresa, sino con las demás Señoras Mujeres de los Senadores; pues, como penitentes de la Iglesia, cada una pediría a su Marido, para que se conociera la verdad y fuera conocida en el Senado. El P. Gabriel puso en práctica el consejo de la Señora Lasagna, y, rápidamente, se fue adonde la Sra. Teresa Sauli, y no sólo como su Penitente, sino porque iba, además, a explicar lección a sus hijos, y era su confidente en todo.

Cuando el P. Gabriel terminó los ejercicios escolares con los hijos de la Señora Teresa, le dijo lo que le pasaba, de lo que la Señora ya estaba informada, por ser vecina de los Padres de las Escuelas Pías, y no podía por menos de atender las peticiones del P. Gabriel, su Confesor. Ella le dijo que, siendo cosa de estado, y ahora presidía el Duce, era necesario encontrar una ocasión oportuna, para que el asunto pudiera tener éxito con toda satisfacción por su parte; que lo dejara madurar un poco, y lo trataría antes con la Señora Lasagna, “que ella sabe manejar bien a estas Señoras, Mujeres de los Senadores”; y el resto lo haría ella, ante los demás Senadores y ante el Duce; que no quería enfrentarse con l´Hure; que era mejor vencerlo por otros caminos. –“El tiempo lo aclarará todo, “pues no es este un problema que deba quedar en silencio”.

El P. Gabriel se fue muy satisfecho con las promesas de la Sra. Teresa, y dio parte de todo a la Sra. Lasagna.

Aquella misma mañana la Sra. Teresa mandó a decir a la Sra. Lasagna que, cuando quisiera, deseaba contarle un asunto; y, para no causar sospecha a nadie, se reunieran en la Iglesia que le pareciera más cómoda, para no verse sometidas a otras Señoras Damas. Esto lo hizo por medio de un volante enviado por un paje suyo, que tenía orden de entregarlo en propia mano, como hizo.

La Sra. Lasagna le respondió que otro volante, diciéndole que, aquel mismo día, iría a servirla a Casa, si así le parecía bien, y podrían tratar el asunto; y, si le parecía bien a las 24 horas, iría a recibir sus favores. La Sra. Teresa aceptó, respondiendo que gustosamente la esperaría y atendería; pero que fuera sola, que ella misma le enviaría una litera para recogerla.

Todo esto le fue comunicado al P. Gabriel, tanto por la Sra. Teresa, como por la Sra. Lasagna, para que viera que no perdían tiempo.

Cuando llegó la hora, la Sra. Teresa ordenó preparar su litera, y la envió a la Sra. Lasagna, mediante un paje, como había acordado. La Sra. Lasagna subió rápidamente en la litera, y fue adonde la Sra. Teresa, con la que tuvo una larga conversación sobre las injusticias cometidas por l´Hure, tanto a los Padres en general, como al P. Provincial y al P. Rector; y había imbuido tanto al Duce, que lo había echado de Génova, bajo el pretexto de haber ordenado tocar la Campana de noche, con peligro de alguna sublevación. –“Es necesario, para que el asunto resulte más decoroso, encontrar alguna excusa, invitando a San Pedro L´Arena, a su Palacio, a todas aquellas Damas, amigas suyas, y allí reflexionar sobre esto; para que ellas imbuyan, a su vez, a sus maridos Senadores, y, cuando lo traten en el Senado, puedan responder a las objeciones que proponga el Duce; que así resultaría más fácil accediera, e indultara al Rector; y después, con el tiempo, conocería la verdad del hecho, tanto más, cuanto que ´Hure compró la Casa para luego cederla a nuestros Padres de las Escuelas Pías. “Y, además, como Su Señoría tiene vara alta ante el Duce, fácilmente le podrá mover a hacerlo. Y, excusándose en que no depende sólo de él, los Senadores se enterarán, informados por sus mujeres, y secundarán la petición del mismo Duce.

Todo este discurso lo hizo la Sra. Lasagna, oradora excelente, por haber sido mujer del Sr. Juan Bautista Lasagna, que fue el primer orador de aquellos tiempos, un Abogado en Europa, del que se sirvió la República, no sólo en muchas Embajadas de Coronas, sino ante el Papa Inocencio X, que lo mandó para negocios de mucho relieve, y obtuvo para la República cuanto deseaba. Su mujer acabó en Roma, donde yo mismo la conocí, porque cada mañana venía a nuestra Iglesia a hacer sus devociones, y tenía por Confesor al P. Castilla, que no sabía salir de la conversación de aquellas Señoras genovesas; una era la Marquesa Raggio, y las otras, Violante Raimondi, y la Sra. Puzzobonelli, las tres, Señoras de vida piadosa, con las cuales traté muchas veces en aquella ocasión.

En aquel gran discurso, la Sra. Lasagna no parecía una Dama, sino un orador sublime. También conocí al marido, que se confesaba con el P. Castilla, y a sus hijos, mientras estuvieron en Roma, que fue hasta la muerte del Papa Inocencio X, y nunca dejaron de frecuentar nuestra Iglesia.

He hecho esta digresión, para decir que también yo conozco a esta Señora, tan docta y modesta, con todas las buenas cualidades que pueda tener una mujer.

“En cuanto a invitar a estas Señoras a mi Villa de San Pedro dell´Arena -contestó la Sra. Teresa- la idea es magnífica, y la realizaremos, de la forma que sea. Haremos una merienda, y después trataremos todas juntas sobre lo que tenemos que hacer. Yo sacaré de dudas a Su Señoría, que tiene más años que yo; y, aceptada la materia, retomará los discursos de la manera que le parezca más conveniente. Pero, antes, empezaremos por jugar y hacer un baile; luego, la merienda, y después, iremos al discurso, cuando estemos las Señoras nosotras solas. Comenzaré a hablar yo, y luego Su Señoría, fingiendo que no sabe nada, pero, con sus buenas formas, logrará completar la obra. Y en cuanto al Señor César Gentile, el Duce, me comprometo a lograr su voto, como sea”.

Se citaron para el jueves siguiente. Invitaría a cinco Señoras, mujeres de Senadores, a otras más, voluntariosas, que aceptaran la invitación; de seguro irían, y les daría completa satisfacción.

Cuando se despidió la Sra. Lasagna, la Sra. Teresa Sauli enseguida dio orden a su mayordomo de que mandara preparar una merienda en el Palacio de San Pedro dell´Arena, “para el jueves, con la mayor suntuosidad que sea posible, incluso con música, porque quiero ir de recreo con algunas Señoras, Amigas mías”. Y así lo hizo.

Mandó después escribir cinco invitaciones a las cinco Damas, todas las cuales aceptaron. Le dijeron que, si no tenían algún impedimento notable, se sentían muy honradas con tanto favor. La Sra. Lasagna le comunicó también, con una tarjeta, todo lo que ya había comenzado a hacer.

Cuando llegó el jueves, todas las Damas se juntaron, a la hora señalada, en la Villa de la Sra. Teresa Sauli, que las estaba esperando. Les mandó sentarse; comenzó a tocar y a cantar una bellísima música, y, después de escucharla un poco, la Sra. Teresa las invitó a bailar. Comenzó ella la primera, con lo que todas se alegraron mucho. Danzaron buen rato. Cuando se cansaron, les mandó descansar, y les puso una solemne merienda. Hicieron los primeros brindis en honor del Duce; y, después, en el de los Señores Senadores, sus Maridos, de lo que todas quedaron contentísimas.

La Sra. Teresa empezó su discurso acerca del gobierno de la Ciudad, hasta llegar al caso particular de l´Hure con los Padres de las Escuelas Pías; dijo que había engañado al Duce con su Retórica, para que diera un bando contra el P. Rector, quien, para defenderse de que ni él y ni sus Religiosos no fueran linchados a ladrillazos, y con de disparos de arcabuz, mandó tocar la Campana, para librarse del peligro; y también, por la insolencia cometida por l´Hure contra el P. Provincial en plena Iglesia, cogiéndole por el pecho, y diciéndole les harían camisetas rojas. –“Y soportó la injuria con grandísima paciencia, remitiéndolo todo a la voluntad de Dios; porque l´Hure no respetó al Religioso, pero ni siquiera al santísimo Sacramento”.

Como habían estado presentes en la Iglesia cuando sucedió el caso del P. Provincial, ellas mismas comenzaron a comentar el caso, las impertinencias de l´Hure, y la paciencia del Padre, que acabó diciendo: -“Será lo que Dios quiera, ni más ni menos”.

La Sra. Lasagna, en otra reflexión, les dijo que, cuando se pierde el respeto a los sacerdotes en la Iglesia, es una feísima señal de la ruina de la República; y que se maravillaba mucho de que el Duce y el Senado no tomaran las justas decisiones que debían; que era un escándalo tan público como ellas mismas había visto; y por el bien público, estaban obligadas, en conciencia, a decir a sus maridos que debían poner remedio, “para no recibir un castigo de la mano de Dios, que a veces castiga al justo por el pecador, como se ve en tantos otros ejemplos”.

La Señora supo exagerar el problema tan bien, que todas quedaron estupefactas; se miraron la una a la otra, y decidieron que les dejaran hacer a ellas, que hablarían con sus Maridos; y el Duce, que fue quien publicó el Bando, indultaría, sin duda, al P. Rector, para que volviera.

La Señora Teresa añadió que, en lo concerniente al Duce, ella misma le hablaría personalmente, y estaba segura de que la escucharía.

Una de aquellas otras Damas añadió: -“L´Hure es muy jugador; a veces invita a mi marido; yo tendré para con él los cumplimientos que debo, para que no juegue más con un excomulgado”. Con esto, las otras aceptaron mucho mejor el discurso de la Sra. Lasagna, y tomaron el compromiso de apoyarlo como causa propia, prometiendo hacer lo que pudieran.

La Sra. Teresa, para que dejaran la melancolía, mandó tocar y cantar de nuevo, hasta el anochecer. Después, agradeciéndole tan buena compañía, aquellas Señoras también participaron, y se volvieron a sus casas muy contentas.

Terminada la reunión, la Sra. Teresa se fue a Palacio, habló con el Duce, y le contó cómo había estado de recreo con algunas Damas, en su Villa, y le habían contado las insolencias e injusticias cometidas contra los Padres de las Escuelas Pías por l´Hure, y que, con sus falsas afirmaciones, le había convencido para que diera al P. Rector el Bando de salir de Génova, por haber mandado tocar la Campana de noche, para librarse de morir con sus Religiosos; que, si hubiera dado oídos a la verdad, habrían mandado llamarlo, “pues l´Hure es un hombre malo, de mala conciencia, y excomulgado, por haber puesto las manos sobre el Provincial en pública Iglesia, en presencia de muchas Damas, mujeres de Senadores; y ellas misma le había contado que, “cuando se comienza a perder respeto al Sacerdote y a la Iglesia de Dios, él castigará al público a causa de un malvado”; y con otras palabras que recordaba, del discurso de la Señora Lasagna; que en atención a ella, ordenara indultar al P. Rector, “pues es cosa justa, y la misma modestia de estos Padres, obedeciendo inmediatamente, manifiesta la verdad del hecho”.

Quedó admirado el Sr. César Gentile, el Duce, de la manera y de la franqueza con que le habló la Sra. Teresa; y, confuso, le respondió que los Padres, no hicieran ninguna instancia, que lo hablaría con los Senadores, y que les comprometía su voto, porque quería servirla. –“Aunque, como son cosas de Estado, es necesario hacer estas demostraciones, para que con este ejemplo aprendan los demás”.

Nada más despedirse la Sra. Teresa, enseguida informó a la Sra. Lasagna, que también llamó al P. Gabriel, quien le dijo que, como Procurador de los Padres, dijera a los Senadores lo que había sucedido, y luego hiciera un requerimiento al Senado, sobre la revocación del Decreto, para que indultara al P. Rector, que el Duce ya había sido informado completamente, y había dado palabra de su voto favorable; y que no se preocupara más, que todas las cosas saldrían bien. Que, una vez que volviera el P. Rector, se haría todo lo demás; y, sobre esto, no se hiciera ninguna manifestación, para no enfrentarse con l´Hure.

A la mañana siguiente, el P. Gabriel fue a informar a los Senadores, que ya habían sido adoctrinados por sus Mujeres. Los encontró bien dispuestos a concederle lo que les pedía; le dijeron que, cuando estuvieran en el Senado hablarían como debían, a favor de la verdad y la justicia; que procurara ganarse al Duce, porque ellos estaban conformes del todo.

El mismo P. Gabriel fue después al Senado; hizo la petición, y solicitada la palabra, se determinó indultar al P. Rector, sin ninguna condición. Así que, a los ocho días estaba el P. Carlos Mª [Rossiani], Rector, en la Casa de la Sra. Lasagna, sin que nadie lo supiera, con lo que cesó aquella persecución. El P. Provincial di orden de que nadie hablara de ello, y todos disimularan; que Dios le proveería de cuanto necesitaba, “pues es a él a quien se deben remitir todas las injurias e injusticias cometidas por el Señor Hure”. Más aún, que todos lo saludaran, y lo tuvieran por Amigo, pues así debíamos recibir aquella sentencia, ya que con frecuencia decía nuestro V. P. Fundador: -“Reddite bonum pro malo”, “así, nosotros ganaremos, y él quedará confundido”.

Un Padre de Génova, llamado Juan Francisco María [Galli] de San Felipe Neri, de Cencio, en las Langhe, que es Sacristán, como atiende con mucho cordialidad a todas las Señoras que van a nuestra Iglesia, todas le quieren mucho, y hacen para la Iglesia todo lo que les pide, tanto de paños blancos, como de paramentos, con gastos de consideración. Verdaderamente es un Padre de muchísima conciencia, es modesto, y cumple el oficio con toda diligencia. Este Padre enfermó gravemente, y pensaban que moriría, pues así lo creían los médicos.

Una noche, el Capellán de l´Hure soñó que había matado a su Patrón. Este sueño se le grabó tanto en si imaginación, que cayó en una gravísima melancolía; de tal manera, que no quería comer. Viéndolo tan triste su Patrona, Mujer de l´Hure, quería saber la causa de tanta angustia, porque estaba a la mesa y no comía. Muchas veces le respondió que tenía contraído el corazón, y no tenía ganas de comer, que no lo esforzara tanto. La Señor se impacientó más, y a toda costa quería que le dijera lo que tenía; y tanto le insistió, que le dijo que por la noche había tenido un sueño, que habían matado a su Señor y lo habían traído a casa muerto; que esta era la razón de su melancolía. Le Señora comenzó a gritar y a reñirle, diciéndole que él era Sacerdote y daba crédito a los sueños, lo que era pecado; que comiera alegre, que era una fantasía del demonio para inquietarlo; que no había nada de eso, porque su Marido no estaba enemistado con nadie, y todos aquellos señores le querían bien.

Con esto, el Cura se quedó tranquilo, y se le pasó algo la impresión. A la noche siguiente soñó de nuevo que su Patrón había sufrido cuatro puñaladas y había muerto, y así, muerto, traído a Casa; con lo que más se le aumento la melancolía, de modo que no hablaba con nadie: Por la Mañana, al decir la Misa, lo llamó la Dueña, pero no daba respuesta. Ella misma lo forzó a que dijera qué tenía, que estaba de aquella manera, y por qué no quería hablar. Lo mortificaba, diciéndole que en su Casa no quería hipocondríacos, que le dijera claramente si ya no quería estar a su servicio, que buscaría a otro Capellán; pero quería saber absolutamente si había tenido algún disgusto; que lo dijera, que se remediaría, que no quería verlo así de melancólico. Le dijo que la melancolía era debida a que la misma noche anterior había visto de nuevo que el Señor había sido asesinado de cuatro cuchilladas, y lo habían conducido muerto a Casa, y él no podía creerlo.

La Señora se echó a reír, y le dijo que dejara aquella fantasía que el demonio le metía en la cabeza para inquietarlo, y le ponía esta fantasía para tentarlo en alguna otra cosa; que fuera a confesarse y después dijera la Misa; “no sea tan crédulo de creer en los sueños; lo que usted, como sacerdote, me debe enseñar a mí, es necesario que yo se lo enseñe a usted, persuadiéndole de que no crea en la en las fantasías del enemigo común.

El Cura dudó, hizo lo que le dijo la Señora, dijo la Misa, y se quedó muy tranquilo.

Pocos días después, la Señora fue a l Iglesia del los Padres jesuitas a hacer sus devociones, y, mientras se estaba confesando un esclavo que tenía con ella, le dijo:

- “Señora ir a Casa que el Señor estar matado”.

La Señora se volvió hacia él y le dijo. –“Estás loco; ¿quién te ha dicho esto?” Le replicó de nuevo: -“Señora andar a Casa que Señor estar asesinado”. Sin mirar al esclavo, llamó a un paje suyo, y le preguntó que le pasaba al esclavo. Le respondió que no sabía lo que quería decir, que quizá estaba borracho como de costumbre. Al Esclavo se le veía melancólico, y no quería hablar de otra cosa, sino de que el Patrón había sido asesinado, de forma que quien lo oía quedaba maravillado del afecto con que lo decía.

Terminadas sus devociones la Señora, el esclavo le dijo e nuevo: -“Señora, andar a casa que Señor estar matado”.

Para tranquilizarlo le respondió, que esperaría a que se le pasara el vino, y luego mandaría apalearlo, si hablaba más de esto. El esclavo se tranquilizó así, pero no por esto se quedó contento. Cuando llegó a Casa, llegó el Marido, y, mientras estaban en la mesa le dijo que el esclavo se emborrachaba, y en la Iglesia había dicho tantas tonterías, que le había hecho perder la paciencia. Él, burlándose de todo, no hizo nada.

Pasado algunos día se agravó la enfermedad del P. Juan Francisco [Galli] de San Felipe Neri, Sacristán de las escuelas Pías, de tal manera, que pensaban le quedaban pocos días de viada, y las Señoras que lo conocían, le hacían regalos, enviándole lo que necesitaba. Por la noche se oyeron tocar a muerto las campanas de las Escuelas Pías, y todas pensaron que había muerto el Padre Sacristán, hicieron oración, y lloraban por él. Pero los Padres no oían el sonido de las campanas, y, por el contrario, el enfermo iba mejorando, y descansaba.

Por la mañana, muy de madrugada, algunas Señoras mandaron a ver si el muerto estaba en la Iglesia, pues querían mandar decirle Misas. Preguntaron a los Padres por qué no llevaban al muerto abajo, a la Iglesia. Les respondieron que no había muerto, que, por el contrario, el P. Sacristán había mejorado. Dieron la misma respuesta a una Señora, que preguntó por qué habían tocado a muerto las campanas. Ésta era la misma mujer de l´Hure, que, como era vecina las había oído tocar perfectamente, y por eso se quedó sorprendida al oírlo.

La Señora Lasagna, que estaba un poco más lejos, oyó también sonar muy bien, y encargó algunas misas por el alma del P. Sacristán; pero cuando luego se enteró de que estaba mejor, preguntó por qué los Padres habían tocado a muerto las campanas, y le respondieron que ni habían sonado, ni ellos mismos habían oído nada.

Por la mañana fueron todas las Señoras a oír Misa, y todas estaban de acuerdo en que habían oído tocar a muerto por la noche; más aún, que algunas habían mandado a ver cómo estaba el P. Sacristán, y les dijeron que por la noche había dormido, y estaba mucho mejor, por lo que quedaron muy sorprendidas.

A la noche siguiente, a la misma hora, se oyó de nuevo tocar las campanas de los Padres de las Escuelas Pías, no sólo por todo el vecindario, sino por toda la Ciudad; y, como tocaban a muerto, todos creían que había muerto el Sacristán, y todos hacían Oración por él, en particular, la misma mujer de l´Hure, que no dormía, y dijo al Marido que dijera el “De profundis”, por al Alma de aquel Siervo de Dios, que ya había muerto, y él mismo oía tocar, pero no oía hablar a ninguno de los Padres, como suelen hacer cuando muere alguno, por lo que estaba muy extrañado, y los Padres no oyeron nunca tocar las campanas, sino que dormían alegremente, como también el Enfermo.

Por la mañana, algunas Señoras enviaron de nuevo a ver si había muerto el P. Sacristán, y les dijeron que había mejorado mucho, aunque continuaba con algún peligro; por eso estaban muy extrañadas de que los Padres no hubieran tocado las campanas, ni las hubieran oído, y andaban creyendo que era una invención.

Al atardecer fue el médico a visitar al enfermo; lo encontró mejorado de fuerzas, lo purgó, para asegurarse, y ordenó que a las cinco de la noche, a la mañanita, le dieran una medicina, cuando vieran que se le había pasado la aversión; con aquella medicina esperaba liberarlo.

El P. Rector mandó la receta al boticario, y éste le dijo que fueran a las cinco, que ya la tendría preparada, porque era necesario hacer la cocción expresamente, y necesitaba algún tiempo para hacerla como se debe.

Hacia las cinco fue el H. Felipe Doria, enfermero, con otro Compañero, a la botica para recoger la medicina; muchas personas los vieron, y, en particular, de la guardia de la Ciudad. Les preguntaron dónde iban a aquella hora, y les respondieron que iban a la botica a recoger una medicina para un enfermo; la recogieron y se volvieron a casa tranquilamente.

A la misma hora encontraron a Hure, asesinado en un callejón estrecho, por donde había pasado los Padres. Hecho el reconocimiento por la guardia, vieron que había recibido cuatro cuchilladas, sin saberse quién lo había matado.

Lo llevaron a su casa, y comenzaron a investigar quién pudiera ser el asesino. Algunos que habían pasado por el mismo camino, y también los guardias, decían con rotundidad que habían sido aquellos Padres de las escuelas Pías que habían encontrado a aquella hora, -y no podía haber sido otro-, para vengarse de las injurias e injusticias que les habían hecho; pues, por otra parte, él no estaba enemistado con nadie.

Imaginemos los llantos y gritos de la mujer y de los hijos, siervos y siervas, de Hure. Pero, aunque les decían que habían visto a los Padres de las Escuelas Pías en aquel mismo sitio y a aquella misma hora, su Señora nunca podía convencerse de que le hubieran matado los Padres; ni tampoco sabía dónde había estado jugando la víspera, como solía; así que algunos daban por seguro que habían sido los Padres de las Escuelas Pías.

Por la mañana, se presentó el representante del Senado, con los cirujanos y médicos, para ver las heridas, y observaron que tenía cuatro cuchilladas, una sobre todo, en el corazón, que fue la que le causó la muerte súbita. Investigaron dónde había estado por la noche, y les dijeron que había estado en casa de un comerciante, jugando con otras personas; y que, al terminar el juego, pasadas ya las cinco, todos se habían ido a sus casas en paz y tranquilidad, sin haber tenido ninguna reyerta con nadie en el juego; al contrario, Hure había ganado, en vez de perder; tanto era así, que le encontraron el dinero en la bolsa.

Por toda Génova corrió la voz de que a Hure lo habían matado los Padres de las Escuelas Pías, para vengarse de los daños que les había hecho. Decían que estos Padres cometían estos excesos, amenazando a los ciudadanos, y que era necesario expulsarlos de la República. Así que los Pobres Padres estaban muy asustados, sin saber adónde dirigirse; tanto más, cuanto que hasta algunos amigos se preguntaban que cuándo se irían, por haber cometido un atropello tan grande.

Los Padres, inocentes, respondían, con paciencia, que tenían fe en Dios y en su Inocencia; que no sabían qué decir, mas se encontraría la verdad. Que era cierto que los habían visto pasar por aquella calle, pero para recoger las medicinas en casa del boticario. Algunos Senadores amigos de los Padres iban en confidencia a ver y escuchar la verdad de lo ocurrido, y siempre salían convencidos de que no era posible que los Padres hubieran cometido tal exceso; uno decía una cosa, otro otra; y los Pobres Padres escuchaban desde las ventanas los reproches de las esclavas, del esclavo, y de los servidores de l´Hure, que les llamaban traidores, y les decían:- “¡Ya pueden estar contentos, que han matado a su Dueño!” Pero la respuesta de los Padres era un santo silencio. Así que se vieron obligados a cerrar las ventanas, sin que nadie respondiera ni una palabra.

Todas aquellas Señoras amigas de los Padres estaban serenas, confortando a los Padres a ser pacientes; que no se preocuparan, que Dios descubriría la verdad, pues ellos eran Inocentes.

Por la noche, mientras los Padres estaban en la cama durmiendo, el H. Juan José [Retasco] de la Virgen del Carmen, Guardarropero, oyó llamar a la puerta, se despertó y oyó una voz débil, como lejana. Preguntó quién era, y nadie respondió; y, como era el primer sueño, se echó de nuevo a dormir. De nuevo oyó llamar a la puerta, de nuevo preguntó y tampoco oyó a nadie; solamente una voz débil que se quejaba. Se levantó de la cama, abrió la puerta, y no vio a nadie; pero oía lamentos a lo lejos. Bajó al Patio, y tampoco encontró a nadie. Y cuanto más intentaba investigar, para saber quién era, más claramente se oía una voz, que se alejaba. Volvió a subir, despertó a dos Hermanos, y les contó todo. Se tranquilizaron un poco, pero aún oían débiles lamentos de una voz, que les causaba terror. Así que en toda la noche no durmieron nada; pero se pusieron a rezar el Rosario, y a hacer otras devociones, hasta que amaneció.

Por la mañana se lo contaron todo a los Padres, que nada habían oído, ni creían que fuera verdad, sino que se trataba de algún sueño o alguna ilusión, y observaban lo que pudiera ser. El Superior ordenó que fuera de Casa no se hablara de esto, para que no se enfurecieran los ánimos de los que tenían aversión hacia ellos; y ordenó que si se volvía a sentir algo, avisaran al Superior, para que, si se descubría algo, se pudiera hablar con más fundamento.

Por la tarde, después de sus devociones, los Padres se fueron a dormir. Pero, no había pasado media hora, cuando el H. Juan José de la Virgen del Carmen sintió que llamaban a la puerta; se levantó y oía lamentarse a un hombre con una voz débil, que sólo pedía ayuda. Llamó a todos los Padres, y todos oían aquella voz; pero, cuando más andaban buscando, más la voz se alejaba de ellos. Se retiraron todos juntos al Oratorio, y entonces fue cuando la voz se acercaba más a ellos. Empezaron la oración y la voz no dejaba nunca de lamentarse, hasta que llegó la mañana.

El P. Provincial dio orden al P. Gabriel de la Anunciación, para que informara, de alguna manera, sobre este hecho a la mujer de l´Hure, para que encargara hacer sufragios, pues no podía ser otra cosa que el Alma del marido, que se quejaba y pedía ayuda. Y afirmaba que todos los Padres y Hermanos de la Casa la habían oído.

El P. Gabriel tenía cierto miedo de que, si iba él, se alteraran más los ánimos de los sirvientes, pues sabía que la Señora nunca había dado crédito a que hubieran sido los Padres. Finalmente, ella llamó a un paje, por el que envió una embajada, diciéndole que era Dueño, que fuera cuando quisiera, que lo estaba esperando, para saber lo que le mandaba.

Cuando el P. Gabriel oyó esta respuesta, fue y le dio el pésame por su desgracia, añadiendo enseguida que Dios descubriría la verdad sobre quién era el asesino, que de ninguna manera lograría esconderse, aunque algunos hubieran echado la culpa a los Padres, lo que no era verdad. –“Es necesario pensar en el Alma de su marido, que se lamenta que quiere ayuda; dígale misas y dé limosnas”. Y le contó lo que había sucedido.

La Señora le respondió que nunca había pensado, ni había dudado, de que los Padres hubieran cometido esta acción, a pesar de que, ciertamente, las sospechas eran tales, que se quejaron las sirvientas y los servidores, a los que ella misma había castigado por haber dicho insolencias desde las ventanas, “lo que nunca más harán”; que a su marido lo había castigado Dios, y sabía que se descubriría el asesino, al menos para saber la causa por la que lo había asesinado. En cuanto al Alma, decía que también ella había oído una voz débil que pedía ayuda, pero no le había dado importancia. Después ordenó distribuir muchas Misas y limosnas a Pobres y Religiosos, para que rezaran “por esa Alma que tanto se lamenta”, como cumplió enseguida, en cuyas misas también nuestros Padres tuvieron su parte.

La Señora quedó muy satisfecha de la visita del P. Gabriel, y este hecho fue divulgado por toda la Ciudad, con lo que los Padres comenzaron a respirar, y verse liberados del concepto que algunos tenían de ellos, de que habían cometido este acto.

L´Hure fue hallado cerca de una Parroquia, llamada de San Donato; y en ella misma se salvó el que lo había matado, que se llamaba Savignone, comerciante, como l´Hure, que había estado jugando con otros mercaderes. Savignone salió el primero, y fingió ir a casa, pero se escondió dentro de un soportal, de donde salió, para asestarle cuatro cuchilladas, dejándolo muerto. La causa fue una antigua enemistad que había tenido; por eso, nadie podía pensar que el asesino hubiera sido Savignone, ni había señales por las que poder sospechar.

Entró en la Parroquia, y se puso de acuerdo con un clérigo, para que no dijera nada. Se metió dentro de una sepultura donde estuvo tres días, pues tenía miedo que, si se descubría y lo cogían, le costaría muerte. Pero, vencido por el hambre, al tercer día salió de la Iglesia, comió, y dijo que había sido él quien lo había matado, por una injusticia que le había hecho años atrás; y que no era verdad que los Padres de las Escuelas Pías lo supieran; que en aquel momento pasaron dos Padres, pero era cuando lo estaba esperando; así que nadie hiciera tal juicio, porque no tenían ninguna culpa.

A Savignone le aconsejaron que se salvara, que en la Iglesia no estaba seguro, porque aquél era un crimen de traición y premeditado, “y los Padres, que son personas poderosísimas, se lo tomarán a broma”; y, por eso, la justicia procuraría darle muerte. De esa manera, huyó y llegó a Finale, lugar seguro, pues allí no lo podía apresar.

La República ordenó incoar un Proceso, y le confiscaron todos sus bienes; de tal manera, que la mujer y los hijos pasaron de una gran riqueza a ser pobres, con necesidades de comida; y su mujer apenas pudo recuperar parte de su dote, ayudada por personas piadosas cercanas al Senado.

Al cabo de algunos meses, fueron dos de nuestros Padres Finale para hacer algunos asuntos. Savignone, cuando los vio, comenzó a hablar de esta materia, de cómo sucedió el caso. Pero, añadió, Dios lo castigaba, porque se había opuesto a hacer un Puente para poder pasar de la Casa de los Padres a otra que habían comprado en frente, para hacer un Noviciado; y él había sido la causa de que no se hiciera; por eso les pedía perdón, por haberles hecho hacer gastos y haberlos maltratado.

Savignone vivía en una Casa vecina a la nuestra de Génova, al lado de la cual nuestros Padres habían comprado otra Casa, para hacer allí un Noviciado, y, como no sabían qué hacer, para comunicarse con ella, determinaron construir un puente, y poder ir más cómodamente a hacer las cosas. Savignone se opuso, ante el Senado, bajo pretexto de que no debían hacer aquel puente, porque le quitaba, no sólo la vista, sino el aire, pues la callejuela era muy estrecha. Se pidió que fueran a verlo los Senadores, pero como Savignone tenía una gran influencia en el Senado, los Pobres Padres quedaron en inferioridad, y les ordenaron que no innovaran nada, obligándoles a hacer muchos gastos, y a verse maltratos de palabra.

El P. Gabriel de la Anunciación comenzó a pensar lo que podía hacer para quitarse de encima aquella molestia de Savignone, y pidió a un Caballero, llamado Carlos Doria, que viera lo que se podía hacer para lograr el puente; para que, con su protección se pudiera conseguir el intento. El Sr. Carlos Doria aceptó intentar conseguir, mediante terceras personas, la compra de la Casa, y lo consiguió fácilmente, con más ventaja de la que pensaba.

Cuando estaba aquella gestión de la compra de la Casa, el Sr. Carlos Doria se tuvo que ausentar de Génova, enviado por la República a un Gobierno, y la encomendó a un Procurador, para que estipulara el Instrumento de Compra a un amigo suyo, con orden de comunicarle todo al P. Gabriel de las Escuelas Pías, para que las cosas se hicieran con tranquilidad y paz.

Tomado el cuerdo, y en estipular el Instrumento, el P. Gabriel escribió muchas veces al Sr. Doria que ya habían llegado a una conclusión, que lo aceptara, para que, en cuanto se hiciera la compra de la casa, se pudiera hacer el puente, como se había convenido. Le respondió en muchas cartas que, en cuanto se hiciera la compra, no habría ningún impedimento; que aceptaba se hiciera.

Preparado el maderamen, el P. Gabriel, para poner rápidamente mano a la obra, creyendo que le mantendría la palabra, se estipuló la compra del Palacio, y se comenzó a construir el Puente. Cuando el Procurador del Sr. Carlos vio esto, presentó inhibición a los Padres, para que detuvieran la obra; y, mostrándoles las cartas del Sr. Carlos, les dijo que no quería escribirle ni una palabra, para que no se quejara de él, de que no cumplía como debía; aunque, por su parte, sí les hubiera servido, como era su obligación.

El P. Gabriel escribió al Sr. Carlos que ya se había hecho la compra, que era justo les mantuviera la palabra, pues todo estaba preparado, pero su Procurador se lo había impedido, lo que pensaba era culpa de de Savignone; que le diera orden de no impedirlo. Le respondió que dentro de pocos días volvería a Génova, ratificaría el Instrumento, y le daría satisfacción.

Nada más volvió a Génova el Sr. Carlos, el P. Gabriel se fue a hablar con él, le llevó las cartas que había escrito, donde se decía que, estipulada la compra, podría hacer el puente, lo tendría todo como quería, y otra promesas. Pero le dijo que de ninguna manera quería que se hiciera el Puente, que él nunca había prometido tal cosa, la letra de las cartas no era mano suya, y nunca había hecho tal promesa; que no admitía aquella coacción, que la Casa había comprado para habitarlo él, y el puente le quitaría la vista y la luz.

El P. Gabriel se sintió engañado, y le respondió que sí le había dado palabra, tanto por escrito como de viva voz, y él mandaría hacer el puente a toda costa; que uno como él debía mantener lo que había prometido, y no debía dejarse seducir por otros, porque no era verdad que le quitaba el aire ni la vista; que procurara no ponerle impedimentos, porque era una cosa pía, en la cual debía ayudarle, en vez de contradecirle.

Llegó a decirle palabras fuertes; pero el P. Gabriel, sin dar importancia a las amenazas, le dijo que, como no quería mantenerle lo que le había prometido, pediría ayuda al Senado, y le mostraría sus ligerezas, “porque la justicia no comete ilegalidad con nadie, ni yo tengo miedo de usted”.

Se fue el P. Gabriel a informar de ello a algunos Senadores, les mostró las cartas, y les dijo que pusieran remedio, para que no surgiera ningún desorden, porque quería hacer el Puente, a toda costa. Ellos pensaron en cómo se podía hacer para no disgustar a un Caballero, y, al mismo tiempo, dar satisfacción a los Padres. Enviaron a un Arquitecto, secretamente, a ver si, verdaderamente, los Padres le quitaban la vista y el aire, y ellos dijeron que sí se podía hacer el Puente levadizo; que, dada la estrechez de la callejuela, era fácil hacerlo; y si los Padres lo solicitaban, era de justicia concedérselo, y no se lo podían impedir.

[AQUÍ, INESPERADAMENTE, TERMINA LA 4ª PARTE DE “NOTICIAS HISTÓRICAS”, DEL P. JUAN CARLOS CAPUTI.]

Notas