BerroAnotaciones/Tomo1/Libro2/Cap09
CAPÍTULO 9 De cómo de Savona y Génova Fueron muchos novicios a Roma [1624]
Al morir el Cardenal Tonti y dejar a nuestra Orden la dirección del Colegio Nazareno, Nuestro Padre General pensó que el mismo Maestro que debía ocuparse de la educación de los alumnos, podría también instruir a nuestra juventud en las bellas artes, dado que en la Provincia de Génova ya había jóvenes que habían hecho el primer año de noviciado. Po eso, ordenó a P. Pedro [Casani], Provincial de Liguria, que enviara a Roma a los novicios, lo que cumplió en tres envíos. El primero fue de tres, es decir, dos novicios y un profeso, llamado Esteban de San Pedro, romano. Salieron por tierra poco después de la Santa Cruz de septiembre. El segundo, fue por mar, sobre una canoa o góndola de Savona. Éstos fueron siete, es decir, seis novicios y uno, ya dicho, clérigo profeso, llamado Francisco. El tercero hizo su viaje parte por tierra y parte por mar. Eran siete novicios y un profeso, que fue Juan Antonio de San Carlos, hermano operario, del Estado de Urbino. Dejando aparte los dos primeros envíos, hablaré de éste último en el que yo estuve de compañero.
Partimos de Génova con la bendición de nuestro Padre, y una guía del viaje que debíamos hacer. Embarcamos en el puerto de Génova el 2 de octubre de 1624 sobre una escuadrilla de galeras, que iban a Livorno, para recoger al Príncipe Leopoldo, que estaba en Florencia. No muy lejos de Génova, desde una goleta, se nos unió el Sr. Marqués Antonio Doria, con el Sr. Nicolás, su hijo, que iban a pescar por deporte; como el mar se había revuelto, montaron sobre la galera. Cuando nos vio a todos allí, nos dio una limosna de algunas monedas y cosas de comer.
Llegó la noche en puerto Venere. Salimos de allí hacia la media noche, y llegamos a Livorno a bastante buena hora. Alojados en el hospicio, recibimos como limosna, de algunos mercaderes de aquel puerto, muchas cosas de comer. Después, a la mañana siguiente, que era el día de San Francisco, embarcamos por el canal hacia Pisa, donde llegamos a eso de la hora de Vísperas; y enseguida nos dirigimos a la iglesia Arzobispal para hacer oración (hacíamos esto siempre que llegábamos a alguna parte). Llegamos en el momento en que cantaban las Vísperas. Cuando estábamos arrodillados, salió del Coro un Canónigo que, según recuerdo, era de la casa Troya, hombre muy espiritual, y Vicario de muchos, muchos monasterios de monjas, el cual, con muchos cumplidos, nos preguntó si éramos de las Escuelas Pías. Cuando supo que sí, y que íbamos a Roma, ordenó a dos hombres que nos acompañaran por la ciudad, donde vimos todas las iglesias y hospicios, y toda la belleza que se encuentra en ella. Nos dijo que si no teníamos alojamiento fuéramos a su casa.
Cuando llegamos allí, es imposible contar con qué atenciones se portó con nosotros, repitiendo muchas veces: “¡Oh, si estuviera aquí la Señora Madre (como si todos fuéramos sus hijos), cuánta alegría recibiría ella, como yo! Porque estoy solo con el criado; y las mujeres están en la masía con la Señora, recogiendo la vendimia, y no puedo hacerles los agasajos que deseo”. A la mañana siguiente nos confesó a todos; y dándonos algunos refrescos, nos condujo a la iglesia de los Padres Dominicos, porque era la el primer domingo de octubre.
Después de comulgar, salimos hacia Lucca. Llegamos a esta ciudad a bastante buena hora. Primero visitamos el Crucifijo y fuimos a Santa María in Cortelandina, donde vimos cómo se enseñaba la Doctrina Cristiana. Allí estuvimos un buen rato de rodillas. Viendo que nadie nos decía nada, salimos a ver las demás iglesias.
Pasando por casualidad por la portería de dichos Padres de la Madre de Dios, un viejo nos llamó, y nos preguntó si éramos de las Escuelas Pías. Nos introdujo en un salón que, pues tenía altar y mesa de frailes, debía ser sala Capitular. Nos dijo que esperáramos allí, que hablaría con los Superiores, aunque no estaba el P. Franciotti, que había ido a Roma con los Embajadores de aquella República, para algunas gestiones de dicha Congregación. Ya no apareció nadie más. Pero, al cabo de hora y media, vino adonde nosotros un sacerdote de pequeña estatura, cheposo, que dijo había sido novicio de nuestro P. Pedro [Casani] de la Natividad, a quien él llamaba Casaneo, y, después, una larga retahíla de frailes. Juan Antonio pidió un poco de agua para beber, y nos trajo enseguida un recipiente, pero no llegó ni siquiera para dos. Le pedimos otra, y se fue. No le vimos más, ni a él, ni el agua.
Al ver esto el H. Juan Antonio, después de un buen rato, me dijo que fuéramos a ver si se encontraba el que nos llamó, o algún conocido. Así es como encontramos al P. Octavio Poverelli, que poco antes había sido despedido de nuestra Orden; se excusaba de que era novicio. También nos dijo que el P. Franciotti y los otros Padres Viejos estaban en Roma; que, por eso, no podía tener con nosotros las atenciones que debía. Nos acompañó a ver la casa, y poco a poco nos condujo a la puerta, diciendo que no podía alojarnos.
Y, por muchos que se lo pedimos, diciendo que, como era ya muy tarde, no sabíamos adónde ir, nos dejara algo a cubierto, para no parecer tan despiadado, nos dio dos jóvenes, para que nos acompañaran al hospicio de los Peregrinos. Tampoco aquí pudimos encontrar posada, a pesar de muchas súplicas. Nos decían que sólo podían alojar a los Peregrinos, que tenían esa consigna de su Obispo.
Así, nos pusimos de nuevo en camino hacia fuera de la ciudad, esperando encontrar en el campo lo que no habíamos encontrado en la ciudad. Aunque tañía ya el Avemaría, caminamos casi milla y media hacia Pistoya. Se hizo de noche, pero Dios, que no abandona a quien le espera, nos permitió ver a lo lejos no sé qué Casita, donde fuimos recibidos con mucha amabilidad por algunos hombres que allí vivían. Como en ella no había otro local más que uno pequeño, donde tenían todos sus haberes, y estaba el burro y el cerdillo, después nos dieron uvas y pan de cebada, y con buena suerte. Pero, como ya no tenía pan suficiente, se mandó comprar pan de trigo con nuestro dinero, en una hostería a tres millas de distancia. Hasta querían dejarnos su habitación para nosotros, pero, no pareciéndonos conveniente, y después de haber comido, nos fuimos a un gran pajar un poco cubierto.
Cuando apareció la luna, creyendo que era de día, al oír los carruajes que salían al mosto, salimos, caminando de noche varias millas. En Pistoya, aquella misma noche, nos alojamos en casa de los Padres del Clavo, que nos recibieron con mucha caridad. Saliendo de allí, fuimos a Florencia, a casa del señor Viamello, que daba clase en las escuelas Pías. Después de estar dos días en esta ciudad, en la que vimos la Santísima Anunciación y las restantes bellezas, continuamos nuestro camino.
En él, entre otras muchas angustias y sufrimientos, uno de los mayores, -y aun el primero entre todos- fue tener que soportar la insolencia de aquel Ignacio, alemán, que vistió el hábito en Génova, como hemos dicho. Era tan sospechoso y tan inmoderado, que ofendía a todos. El H. Juan Antonio estaba decidido a despojarlo del hábito por el camino, y a conducirlo a Fanano. Pero luego, por consejo de algunos Religiosos, lo aguantamos, aunque se viera poca enmienda; al contrario, aumentaban cada día más sus despropósitos. Maltrataba al H. Jerónimo de San Francisco, savonés, Superior, hacía poco, en aquella ciudad; y es que no quería que comiera, diciendo que, como era pequeño, no debía comer como los grandes. Y como algunas veces le daba por dormir sobre la desnuda tierra, y por la noche no tenía qué comer, por la mañana le parecía a dicho alemán que el Hermano comía demasiado, y le daba puñetazos. Pero él comía a todas las horas; más aún, iba casi siempre solo, delante o detrás de nosotros, y en casi todas las hospederías pedía de comer o beber, con poquísimo honor de la Orden, y grandísimo disgusto de todos nosotros.
Finalmente, una mañana, en medio del campo, después de haber ido siempre con nosotros (contra su costumbre), cuando estábamos haciendo oración mental, que nunca dejábamos en todo el viaje, -ni ésta ni la disciplina, ni otras cosas que mandan nuestras Constituciones- dicho Ignacio se echó a los pies del H. Juan Antonio y de todos nosotros, y llorando, pidió perdón por la mala compañía que nos había hecho, y los disgustos que nos había dado, diciendo que aquella noche Nuestro Venerable P. General de había echado una reprimenda, y lo había amenazado duramente por el mal comportamiento que había tenido con todos nosotros. Nos describía al natural la imagen de N. P. José de la Madre de Dios, Fundador de la Orden y General; y de entonces en adelante se portó un poco mejor, sobre todo las dos primeras jornadas.
Al llegar a Viterbo nos alojamos en una casa de los Padres Sirvientes de los Enfermos, que nos acogieron muy amablemente, desde donde continuamos. Pero tuvimos que coger un caballo para el H. Tomás de la Virgen de las Gracias, por encontrarse destrozado del viaje y de su enfermedad de asma.
Acompañándolo yo a pie, llegamos al anochecer a Campagnano, adonde el Sr. Arcipreste, por quien fuimos muy bien acogidos; aunque bien sabe Dios con cuántos sufrimientos. Pero mayores fueron los de la jornada siguiente; pues, el Hermano quería partir para Roma, a pesar de que el Arcipreste y yo le pedíamos esperar a los compañeros, que venían poco a poco. Quería salir, y salió, tanto él como yo. Necesitaría mucho tiempo para describir esto. Sólo diré que me decidí a cargarlo sobre los hombros. Pero llegados a Ponte Molle, como ya se había hecho tarde, y, habiendo oído que, a causa de la peste que devastaba Palena, se cerraban las puertas, y pensando que no encontraríamos dónde alojarnos, tuve que caminar a todo prisa para entrar por la puerta, donde encontré un escuadrón de Corsos, que, con amabilidad, se nos esperó. Cuando llegué, él se tiró como un muerto sobre las escalinatas de la Madonna del Popolo. Desde allí a San Pantaleón tardamos más de una hora. Al llegar a los pies de nuestro P. General, que nos acogió con la mayor amabilidad posible, nos preguntó por los compañeros. Cuando yo le respondí que venían detrás, él dijo: “Lo sé todo muy bien, y si el alemán no se porta bien lo despojaremos del hábito”. De lo que quedé muy admirado, pues él no hubiera podido saberlo si no era por revelación. Y como el alemán no se enmendó de algunos defectos, a los pocos días fue despedido.