BerroAnotaciones/Tomo1/Libro2/Cap30

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CÁPITULO 30 De algunos de nuestros Enfermos Dignos de admiración

Colocaron en nuestra enfermería de Roma a un clérigo jovencito nuestro, venido de una de nuestras Casas de fuera, con una fiebre que iba creciendo cada vez más, a pesar de emplear todos los cuidados y caridad. Lo visitó dos y tres veces el Sr. Médico, quien, él mismo, lo dio por muerto, dado que ya no retenía el alimento, ni respondía a otro remedio, y se lo hacía todo en la cama.

Después de la visita del Señor Médico, éste avisó a N. V. P. General y Fundador, diciéndole que informaran a aquel jovencito acerca de su muerte, y le administraran todos los Sacramentos, porque tenía extrema necesidad de ellos. Nuestro mismo V. Padre fue a visitar al enfermo, en compañía del Ilmo. Señor Tomás Cocchetti, antiguo camarero del Rey Carlos de Inglaterra, que se encontraba presente cuando el Señor Médico refirió el peligroso estado del enfermo.

Llegados a la enfermería, cuya escalera y puerta daban al patio de las Escuelas de San Pantaleón, se acercaron al lecho. Vieron al enfermo tan abatido, que parecía iba a entrar pronto en agonía. N. V. P. se puso en oración; posó después sus santas manos sobre la cabeza del enfermo, leyó el Evangelio “Super aegros”, y luego llamó al enfermo por su propio nombre. Le ordenó que se sentara, lo que hizo con mucha dificultad; y le dio de comer con sus manos, con gran estupor y admiración de todos los presentes. Después, N. V. P. preguntó al enfermo si prometía al Señor servirlo con más fervor que en el pasado y ser buen Religioso. Cuando le dijo que sí, él replicó:

-“Ahora el Señor, por esta vez, le da la salud; pero sírvalo como se debe”. Y dándole su bendición, se fue.

El Señor médico volvió después de comer, pero, creyendo encontrarlo muerto, lo encontró curado del todo. Al cabo de dos o tres días, salió de la enfermería, alabando todos a Dios por lo sucedido. El Señor Cocchetti lo ha atestiguado en el proceso; aunque ni él ni yo nos acordamos del nombre de este clérigo.

En otra ocasión, estaba en la enfermería otro Clérigo Profeso nuestro, napolitano, llamado José de Santa Catalina, el cual, por una larga enfermedad de fiebre había enflaquecido de tal manera, que no sólo no podía bajar de la cama, sino ni siquiera estar sentado en ella, y comía acostado. Estuvo así mucho tiempo, y parecía que empeoraba cada día. Una vez me llamó N. V. P. Fundador, diciéndome: -“Vaya adonde el H. José, y dígale que se vista, que el patrón Antonio Meo lo llevará a Nápoles”. Yo, casi riendo, dije:-¡Ay, Padre! No se puede mover, hay que darle el alimento a la boca, ¿cómo quiere que se vista y vaya a Nápoles? –“¡Vaya! -añadió N. V. Padre- dígale que se vista para ir a Nápoles”. Fui y se lo dije al enfermo, y él se levantó al instante y se sentó; se vistió y salió de la cama. Muy, muy estupefacto, como el enfermero, volví adonde N. V. P. y le dije que se necesitaba una silla para llevarlo a Ripa[Notas 1]. Nuestro mismo Venerable Padre me dijo: -“Ya no es necesaria la silla, porque la alegría de volver a Nápoles ha hecho que cure”. Y verdaderamente, a la misma hora fue a pie a Ripa. Estaba sano.

Aunque N. V. Padre dijo que la alegría de ir a Nápoles le había curado, yo, en cambio, y los demás, creemos que fue una gracia del Señor por mediación de N. V. P. Fundador.

Otro clérigo, llamado Juan Domingo de Sta. María Magdalena, de aquí, del Estado Eclesiástico, cayó en cama; y como la enfermería estaba ocupada, estaba en las habitaciones de arriba de la escalera de la Casa de San Pantaleón. Era de noche. La fiebre le atacó a la cabeza, y deliraba de tal forma que cantaba continuamente en voz alta, bien laudes espirituales, bien salmos. Como yo le llevaba agua fresca para enjuagarse por la mañana, antes de la oración, él decía después al enfermero que venía a visitarlo, que el Ángel le traía cada mañana agua fresca. Con este delirio, y con la fiebre, que era pestífera, al Sr. Médico y a los demás de casa les causaba mala impresión. Pero N. V. P. Fundador y General continuaba diciendo:-“Esta alegría del H. Juan Domingo lo curará”; como en efecto sucedió. Yo mantengo que lo sabía gracias al cielo. Y que él llamaba alegría a la que el mismo médico decía ser delirio y mal de la fiebre.

Hubo por aquel tiempo un Profeso de los nuestros, llamado Casio, que rehuía el trabajo en cuanto podía, creyendo que por ser Clérigo no estaba obligado a algunas cosas; y se excusaba ante los Superiores por todos los medios. Le avisaron de ello muchas veces; fue reprendido y castigado, porque todo el mundo trabajaba según las necesidades, sin consideración a la categoría, aunque fuera sacerdotal, pues en aquel tiempo se daba más importancia al trabajo por amor de Dios y al desprecio de sí mismo, que a cualquiera otra cosa.

Este nuestro clérigo Casio fue reprendido muchas veces por N. V. P. Fundador y General, debido a su soberbia y poltronería, pero él demostró apreciar poco lo que le enseñaba, primero con las obras, y después con las palabras, tan amorosas, nuestro Padre, tan santo. No mucho después enfermó con fiebre, que estuvo a punto de acabar con su vida. Confesó la culpa de su poltronería; recibió los SS. Sacramentos; cayó en agonía, en la que estuvo tres días con un Crucifijo en la mano. Resultó que, tenía el pelo de la cabeza fuerte, como si fueran crines de puercoespín, y goteaba tanto sudor, que nos causó admiración y temor a todos nosotros, que vimos y estuvimos presentes a su muerte.

Otro hermano laico, también de semejante opinión y pueblo que nuestro clérigo Casio, que no sólo rehuía cuanto podía el trabajo corporal, sino también los ejercicios espirituales con diversos pretextos, y que le servían de poco los testimonios, las amonestaciones y las mortificaciones de los Superiores, fue una vez paternalmente avisado de poltronería por su Superior en la Casa de San Pantaleón de Roma (no conozco precisamente sus palabras), pero respondió que a él le bastaba con encontrar pan y menestra en su vida; que no había venido a trabajar; que si hubiera sido para esto, se habría quedado en su casa.

Se lo contaron todo a N. V. P. Fundador y General, quien, llamándolo adonde él, lo corrigió paternalmente con todo cariño, exhortándolo a sufrir y trabajar por amor de Dios, amenazándolo si no se enmendaba. Hizo oídos de mercader a tan santa exhortación; escuchó las palabras, pero no cumplió ninguna. Después de algunos días lo llamó nuevamente, y le ordenó que no saliera de la sala donde dormía, amenazándole con que Dios le privaría del tiempo de hacer el bien, pues tan estúpidamente lo perdía; ordenó también que no le hablaran, y por comida le dieran sólo pan y una menestra, o ´pancotto´[Notas 2] con agua. Tengo para mí que no habían pasado cuatro días, cuando enfermó y murió, habiendo recibido los SS. Sacramentos. Éstos eran ambos de las montañas de Toscana, aunque no me acuerdo del lugar preciso.

FIN DEL SEGUNDO LIBRO

Notas

  1. Desembarcadero del Tíber.
  2. Pan cocido en agua, con aceite, romero, laurel y sal.