DelMonteVisitaGeneral/1695-10

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[1695, Octubre]

Día 1 de octubre de 1695. Con tiempo lluvioso, fuimos a Pieve di Cento en un coche cuadriyugo. Llegamos pronto, para celebrar la Misa; tan imprevista fue la llegada del P. General a la Comunidad, que, en el primer momento, se creían que se trataba de un simple huésped. El P. General ordenó que no se avisara a nadie de su llegada, para que nadie de fuera le molestara con visitas, pues tenía mucho que hacer. Sólo al Sr. José Mastellari y al Sr. Francisco Guidicini, bienhechores especiales de la Casa se les comunicó la visita del P. General, los cuales eludieron ir a presentarle sus cordiales obsequios en horas intempestivas, para que no se divulgara la cosa. Después del descanso, visitó la Casa de Pieve, y, tanto al P. General como a sus compañeros agradó mucho su estructura regular.

Día 2 de octubre de 1695. El P. General había ordenado salir hacia Ferrara muy de mañana, pero al intensificarse la lluvia normal de octubre hasta las 5, pareció mejor quedarse en aquel lugar; aunque no estuvo ocioso, pues el P. General había habló con todos los de la Comunidad, y luego siguió con la Sinopsis de las Constituciones con notas de los Capítulos Generales en la que trabajaba asiduamente.

Día 3 de octubre de 1695. Después de una exhortación habitual a la Comunidad de Pieve, reunida en el Oratorio, con un cielo sereno, pero inseguro, el P. General ordenó salir para Ferrara. Acompañado del P. Rector de Pieve, todos a caballo, emprendieron el camino a través de una planicie hermosísima. A las puertas de la Ciudad se encontró a la Ilma. Marquesa Margarita Celeste Trotti, monja de San Vito, que rogó con muchísima amabilidad al P. General que fuera directamente a un palacio que ella había preparado para recibirlo. Era, ciertamente, algo improvisado, pues, aunque el P. General tenía costumbre de escribir a aquella extraordinaria religiosa, sin embargo, al salir de Roma, ni se había acordado de ella. Y como, invitado, había prometido ir a la casa de D. José Mastellari a pasar la noche, para no defraudar a un Caballero tan gran bienhechor de la Orden, enseguida envió una carta a dicha Señora Trotti para que lo excusara, porque estaba obligado a aceptar la hospitalidad ya concertada con Mastellari. Y de hecho durante tres días la Señora Trotti ordenó a unos vigilantes en la puerta de la ciudad que no dejaran irse al P. General sin disfrutar de la hospitalidad que ella le había preparado.

Día 6 de octubre de 1695. Cuando la Ilma. Monja vio que en la casa donde estaba no podía hablar con el P. General, le pidió que, al menos, aquel mismo día fuera a celebrar la Misa en la Iglesia del Monasterio. Envió para ello en un coche a un pariente suyo de la Ilma. Casa, Escipión Sacrati, para que acompañara al P. General. Al llegar a San Vito, el P. General celebró la Misa con cantos. Después fue llamado a la reja por ella, pues había obtenido la autorización del Ordinario del Lugar no sólo para hablar con aquellas monjas, sino también para que oyera sus confesiones. Se entretuvo mucho tiempo con la Ilma. Trotti y con las demás monjas, y, mientras tanto, los demás Padres celebraron también. Conducidos de nuevo por el mismo Sr. Sacrati a la casa del Sr. Mastellari, recibimos la visita de algunos Señores ilustrísimos; los Señores Francisco Anguilla, Maurelio Peregrini, etc., que acudieron a homenajear al P. General. Entre tanto, la Ilma. Marquesa Trotti había enviado sus regalos.

Después de comer, el Ilmo. Sr. Marqués Escipión Sacrati llevó de nuevo con su coche al P. General, dando nuevas muestras de gentileza. Y, como llegaba la hora de las primeras Vísperas en San Bruno, fuimos a oírlas donde los Cartujos, y a visitar otros celebérrimos lugares de Ferrara. El P. General ocultaba por todas partes su carácter de General, temiendo que, si tenía que presentar sus respetos al Eminentísimo Legado Imperial, se vería él obligado a tener que retrasarse demasiado en su itinerario.

Día 7 de octubre de 1695. Llevaron el coche y el caballo de la víspera, y al amanecer salimos de Ferrara. Era tan denso el barro del camino, que apenas podíamos avanzar aquella planicie, hasta que, cerca de Francolino atravesamos un puente hecho de maderos. Pasando otros ríos, y atravesando con mucho esfuerzo otros caminos embarrados, llegamos a Rovigo, Patria del célebre Celio de Rovigo.

Fuimos acogidos en un hostal bastante adecuado, y el P. General de manera obsequiosa cedió el lugar más comodo a un caballero véneto, de la familia Cornelia, con toda su familia, que se lo había pedido con insistencia, mostrando su amabilidad.

Día 8 de octubre de 1695. Salimos de Rovigo muy de mañana, rodeados de enjambres de insectos, y a través de un puente de leños, como el de antes, atravesamos el Adigio, no muy distante. En la subida del Monte Silio nos detuvimos a desayunar. Después, un espesísimo barro frenó por mucho tiempo el carro y los caballos, hasta llegar Brenta, famosísima ciudad por el barco Bucentauro, y frecuentada también por otras naves de mercancías, y llegamos a Padua.

Día 9 de octubre de 1695. Al oír el P. General que no valía la pena ir desde Padua a Mestre, y que sería más rápido ir directos hacia la tierra germana, sintiéndose perplejo, solicitó una opinión sobre lo que se debería hacer; pues el camino de Ferrara hasta Mestre era cómodo. Mientras tanto se presentó un cochero de Trento, que hablaba alemán e italiano, y nos ofreció un coche de tres caballos, bastante confortable, hasta Viena. Hablamos con él, y convenimos en que nos llevaría por el precio de 33 húngaros de oro. Visitamos de camino el Santuario de Padua, donde, por la inmensa cantidad de pobres, robaron al auriga recientemente contratado mientras oía misa unos 25 escudos en moneda romana. Pedimos amablemente información sobre el camino germano más conveniente a Martín Friskelet, germano, de 83 años de edad, que tenía en Padua un albergue de pago, y nos dio una orientación bastante buena de los lugares y de los caminos más frecuentados en Germania. Finalmente, subimos al coche y llegamos a Noale (pueblo cercano a Padua, a unas 12 millas italianas), donde pasamos la noche.

Día 10 de octubre de 1695. Al romper el día salimos de Noale, e, inmediatamente, fuimos errando durante dos millas, con tal cantidad de lluvia, que apenas pudimos encontrar a nadie que nos indicara el camino a Treviso cuando llegábamos a cruces de caminos dobles, triples y cuádruples, ante los que nos sentíamos perdidos, al desconocer aquellas regiones. Los campos estaban plantados de árboles, y con mucha agua. Cuando llegábamos a un cruce, y no sabíamos adonde dirigir nuestros pasos, pedíamos ayuda a la Divina Providencia, y siempre encontramos viandantes que nos indicaban nuestro camino. A mediodía llegamos a Treviso, ciudad dependiente del territorio de Venecia, ilustre por sus altos edificios, comercios, negocios y murallas.

En el Generalato del P. Carlos Juan [Pirroni] de Jesús, a causa de la salida de los Padres de la Compañía de Jesús, que se encontraban dirigiendo y administrando el Colegio de Nobles de aquella ciudad, existió la esperanza de fundar nuestro Instituto en Treviso; de tal manera, que nuestro actual P. General, que había sido profesor en el Colegio Nazareno durante muchos años, iba a ser enviado a aquella misma ciudad. Pero, cuando se preparaba a ir a ella con otros, no pudo ir, a causa de la muerte del principal promotor de los magnates vénetos, de la familia Correria, y volvieron de nuevo los Padres jesuitas. A partir de entonces, se desvaneció ya la esperanza de una fundación tan importante.

Al salir de Treviso, en la mitad del camino, pasamos el río, llamado Piave, montados en una barca cuatrirreme. Y no sin la sagacidad de los tripulantes, pues, aunque no nos exigieron nada por la primera parte del trayecto, al dejarnos ante el segundo, en una especie de isla, nos exigieron una suma no pequeña, si queríamos atravesarlo. Para el tercero, nos pidieron alguna propina. El cuarto lo cruzamos sin barca, y contratamos un guía, para hacer el trayecto más seguro. A la caída de la noche llegamos a Cornegliano, donde, por una cena ligera, no tan ligero nos resultó el importe; aunque bastante cómodo el lugar de descanso.

Día 11 de octubre de 1695. Al amanecer, salimos de Cornegliano por una planicie pedregosa, con muchos árboles y núcleos habitados, y, al cabo de diez millas, pasamos por Sacile, antigua ciudad, hoy en cambio recuerdo de lo que fue, y, bajo una lluvia tenue, legamos a Fonte Freda, un albergue campestre, pero muy acogedor y bien provisto, cuyas próximas fuentes, en verano frescas, y en invierno calientes, elegimos para comer; aunque el P. General, que se dolía del estómago, sólo tomo chocolate. Siguiendo el camino hacia Cordenons, una casa de huéspedes en medio del campo. Dejando luego Pordenone a la derecha, a través de largos caminos, y bajo una lluvia cada vez más intensa, queríamos llegar a San Daniele, pero, al no poderlo conseguir, nos quedamos en Rauscedo, una casa de campo misérrima, donde, después de pedir posada, que nos concedieron con dificultad, cenamos, pasamos la noche, y desayunamos, a lo pobre. Después, empezamos a deliberar hacia dónde podríamos seguir, y nos pusimos toda la ropa que llevábamos, porque el frío era cada vez más intenso.

Día 12 de octubre de 1695. Por la mañana, apenas habíamos salido de Rauscedo, vimos los montes próximos cubiertos de nieve, y pródigos en frío, que de verdad, fue rabioso hasta el mediodía, de tal forma que, hasta en el coche temblábamos. Al cabo de cuatro millas, llegamos al río Tagliamento, no lejos de un pueblo llamado Gradiscutta. Este río tiene cuatro partes; la primera se pasa en barca; el tramo segundo y el tercero, sin barca; y el cuarto, con barca de nuevo, a un precio no pequeño, según sea la cantidad de agua que baje.

Desde allí, por continuos desniveles, en cuanto vimos algunos poblados, fuimos a pernoctar entre los Montes Friuli, en un lugar llamado Ospedaletto. Aquel día vivimos muchas cosas dignas de contar. En primer lugar nos maravillamos de no encontrar ningún viajero. Ayer vimos en Menstre, cerca de Cordenons una comitiva ordinaria, compuesta por un carro cuadriyugo y dos carros biyugos, cargados con varios viajeros, a los que habló en alemán el postillón, y tuvimos la sospecha de que entre ellos había un polaco de los nuestros, y nos extrañamos más de que rarísima vez se ven hombres en estos lugares, lo que atribuimos a las necesidades de la república en la defensa militar. También sufrimos algunos peligros al volcar el coche, mientras el P. General y yo dormíamos. Sin embargo, gracias a Dios, y a la intercesión de San Venancio, y los restantes abogados nuestros, guías y salvaguardia en nuestro camino, no sufrimos ningún daño. En el lugar en que pernoctamos vimos que, como lámparas, empleaban ciertos trocitos de leña, que ardían más alegremente al viento, por las que enseguida dedujimos que eran pinos silvestres, y, entre ellos, terebintos, por el líquido oleaginoso, que despedían al arder, lo que indicaba también el mismo olor. Y nos contaban que los montes cercanos, llenos de arbustos de todas clases, ardían con tanta facilidad, que si por casualidad se prendía fuego entre ellos, ardía todo lo de alrededor.

Además, al pasar por las aldeas que encontrábamos, vimos que sufrían una mísera pobreza; vimos también que, en lugar del uso común de los zuecos, los niños llevaban zapatos completamente de madera, o zuecos ahondados en forma de zapatos. Con gran dolor de corazón también, antes de llegar a San Daniele, vimos con nuestros propios ojos una ermita de cuatro fachadas, en la que se veía una imagen rota de Nuestro Señor Jesucristo con la cruz a cuestas, lo que atribuimos a algún blasfemo o infiel. De aquella visión tan lamentable surgieron piadosas reflexiones y coloquios, etc. Es de notar también que, en cualquier hostal donde fuimos recibidos, los taberneros pobres nos trataban bien; los ricos, mal. En cuanto a los lugares, pasamos por una planicie en general idónea para viajar, aunque aquí y allá, siempre nos topamos con montes.

Día 13 de octubre de 1695. Pernoctamos en el pueblo llamado Ospedaletto, entre montes, en el que fuimos bien recibidos en el albergue, y salimos al amanecer, iniciando el camino entre lo angosto de las montañas. Al iniciar el camino, el P. Antonio de San José, secretario, se quejó de dolor de cabeza; comprobado el pulso, se vio que tenía algo de fiebre, que le duró todo el día. Se le ordenó que se abstuviera de comer y beber, cosa que hizo, a excepción de un poco de caldo en la comida; y por la tarde comenzó a remitir la fiebre y el dolor de cabeza. Este caso le preocupó al P. General, pero, confiado en la Divina Providencia, le hizo votos para que le remitiera el calor febril. Contentos, pues, en cuanto nos lo permitían las continuas asperezas y angustias de los montes, nos detuvimos junto a un río llamado Pontebba. Así pues, fuera ya de Ospedaletto, llegamos a Venzone, lugar bastante urbanizado, que abundaba en distintas clases de talleres, situado como de paso entre altísimas montañas. Teníamos idea de comprar allí pellizas, para defendernos de los fríos cada vez más intensos, pero, como había que esperar algún tiempo para solucionarlo, seguimos hacia Reciunda, un pueblo también con río, que desciende angosto entre montañas vecinas. Y, después de seiscientas sacudidas del coche, que rozaba contra las piedras, pudimos descansar, pero apenas tomamos comida, debido a la salud del P. Antonio. Aquí vimos las primeras habitaciones calientes en el albergue; y, al ver una especie de torre (que llaman estufa) construida en el ángulo de la habitación, nos preguntábamos qué sería; se las ve con frecuencia entre los germanos y entre los otros ultramontanos.

Después de algunas horas de descanso, de nuevo nos metimos en el coche, y continuamos el camino con las mismas quebradas, buena parte del cual el P. General lo hizo a pie. Como nos salían al paso bandas de pobres les ayudaba a menudo; por eso, la bolsita especial que el P. General había preparado para los pobres se quedó vacía. Ciertamente entre aquellas montañas se veían enormes miserias. Por todas partes, caseríos sin apenas tierra ni árboles; apenas tienen tierra para cultivar nabos, que comen en lugar de pan. Parecían anacoretas, que salían de sus antros, y corrían para recibir alguna moneda; tal era la demacración de los rostros y de los vestidos que llevaban. Al pasar veíamos muchos gibosos, mudos, ciegos, escrofulosos; se cree que estas enfermedades se contraen por el rigor de los aires y con la bebida de las aguas ferrosas y gélidas. Otras veces veíamos, por el cauce del río, troncos unidos, a manera de barcas, que se deslizaban. Ya en los confines vénetos pasamos por un embalse, entre la gente llamado presa, más natural, formado por las montañas, que artificial, donde pagamos por pasar 3 bayocos, 28 carlines y 4 julios. Al caer la noche, tres millas antes de llegar a Pontebba, contratamos a dos hombres, para la seguridad del camino, a causa de las roderas, etc. Vimos mujeres porteadoras cargadas de pesos enormes sobre las espaldas. Desde hacía muchas millas tenía lugar una mezcla de lenguas; de forma que, ni nosotros, italianos, ni el auriga, teutón, ninguno entendía el idioma de los que encontrábamos; aunque sí se podía observar una cierta pronunciación de palabras italianas mezcladas con alemanas, de forma que las palabras no sonaban a ninguna de las dos naciones. Nos dimos cuenta de que algunas palabras eran españolas, o sonaban a español. Esta noche el P. Antonio [del Monte] tuvo menos fiebre, y tomamos la primera comida teutona, como ya hicimos en adelante, más barata respecto a la italiana, y el cochero, a quien se la encargamos, fue fidelísimo.

Día 14 de octubre de 1695. Por eso, a la mañana siguiente salimos de Pontebba más tarde, para que descansara el Secretario; sin embargo, hicimos cuatro leguas germánicas, hasta llegar a comer en Tarvisio (un lugar noble, en Carniola, adonde entramos desde Pontebba; cenamos en Arnoldstein (pueblo muy parecido a Tarvisio). A la mañana siguiente caminamos muy bien, porque los caminos, aunque entre montes, era mejores, más tranquilos que antes en los confines vénetos, a pesar de ser tortuosos, también junto al curso del río. Muchos caseríos y villas por todas partes, cuyas casas, en parte son de madera, porque para construirlas enseguida se encuentran montes circundantes de pinos silvestres, de los que se extrae; y se exportan a otras partes, sobre todo a Venecia. Los habitantes tampoco sufren tantas necesidades como antes, en Pontebba. Pues en el trayecto de cuatro leguas, apenas encontramos cuatro mendigos, y estos por razones distintas, a causa de la ceguera o avanzada edad. A causa de las minas de hierro que había en las montañas próximas, con frecuencia funden el hierro, que, en frecuentísimos carros transportan hacia Italia. En relación con este transporte estuvimos equivocados durante bastante tiempo, pues, al ver las tinajas, creíamos que era vino, pero nos explicaron que se trataba de barriles pequeños para llevar hierro. Al ver uncidos tantos carros, unos con caballos, otros con bueyes, y otros con caballos y bueyes, observamos que a los bueyes no les ponían los yugos al cuello, sino en los cuernos, de forma que en el cuello no les ponían nada, para que hagan fuerza con la cerviz. Lo mismo que habíamos visto al salir de Pontebba, lo mismo visto al salir de Tarvisio por todas partes, aunque los caminos estaban más encharcados y eran más angostos, en los cuales también hoy nos ha volcado el carro, aunque sin daño alguno. En Tarvisio escribimos cartas a Roma, que entregamos al Sr. D. Juan Jacobo Montegeorgi, banquero boloñés, que volvía de Viena.

Día 15 de Octubre de 1695. Salimos de Arnoldstein, y avanzábamos por camino ásperos, que desgastan los frecuentes carros herrados y cargados de hierro. A medida que caminábamos, con frecuencia bajábamos del carro, a causa de los peligros de las piedras de los caminos, tan quebrados y destrozados por los carros que iban y venían. Tras chocar con uno de ellos, nuestro coche estuvo en gran peligro, pues, al meterse entre las ruedas de él el cuero que lo recubre, se atascó en parte con la parte interior de hierro. Luego, en Villach, nos lo tuvo que arreglar un carretero por bastante dinero. Pasando veíamos por todas partes campos con una hierba de color parecido al coral, que sembraban para conseguir un tinte negro; y entonces la estaban cosechando.

Casi todos los hombres que vimos tenían hinchazón de garganta. Y las casas de la región estaban construidas con madera. Y, aunque no les permiten tener campos de los que cosechar su alimento, sin embargo tienen huertos llenos de repollos, y huertecillas plantadas con árboles italianos, forrados de heno para atemperar el frío del invierno. También encontramos cerca de Villach vides adornadas con follaje verde; que incluso extendían sus ramas en el exterior de las casas de madera.

Los caminos están bastante embarrados, pues de los montes circundantes brota agua por todas partes, como para ir en barca. La planicie, muy agradable a la vista, es bastante incómoda para los viajeros. Con este espectáculo, llegamos a Villach, ciudad que pertenece al Obispado de Bamberg, situada en la planicie. Allí nos hospedamos por la mañana. Pudimos ver una gran caravana de carros, que convergían allí de de varias partes, para exportar objetos de hierro, que son la mayor producción de aquella ciudad. La ciudad es pequeña, pero bonita; tiene casas bien construidas, y con fachadas pintadas, etc. En otoño la región abunda en ciruelas, con las que, mientras duran, se alimentas los campesinos y los pobres; y también se venden por todas partes. Villach está bañada por un río un poco menor que el Tíber. Desde aquí fuimos, por sendas más fáciles, siguiendo el lago Ossiacher, de algunas millas de longitud, menos ancho, hasta al pueblo Carndn, al que llegamos de noche, para pernoctar. Este día se puede decir que lo vivimos entre abundantísimas aguas, que se, precipitaban de los montes cercanos y corrían por los mismos caminos; se puede decir que, al mismo tiempo íbamos en el coche y navegábamos. Gracias a esta abundancia de aguas, que corren abundantes de los montes a los valles, hay muchos pastos y ganado.

Pero, ¡oh dolor! Hay por doquiera mudos, carrasposos, gibosos, con todos los miembros torcidos, dementes, hombres inválidos para todo. Los habitantes de estos lugares lo atribuyen a que beben aguas residuales de las minas de hierro, pues el vino lo prohíben, tanto la región, como la pobreza. Así que sólo en los árboles se ve una cierta amenidad, como en la Sabina. Parece que siegan el heno por segunda y tercera vez, cosa que permite la naturaleza del lugar, repleto de agua por todas partes. Los cercados, igual que las casas, son de estacas de madera, por su abundancia y por la facilidad de trabajarla.

Día 16 de octubre de 1695. Todos sentimos mucho que el P. Antonio volviera a tener fiebre en Carndn esta noche. Pero, a la aurora le remitió mediante una crisis de sudor y volvimos recuperar la tranquilidad, felicitando al enfermo, porque se había conseguido, gracias a las preces y votos ofrecidos a Dios Nuestro Señor, por medio de los Santos, especialmente de la Santísima Virgen y de San Pantaleón, nuestro Protomédico.

Poco después de la salida del sol, subidos al coche y emprendimos la marcha por caminos un poco más llanos y cómodos, hasta que, finalmente, el coche, con las ruedas gastadas, llegó a Feldkirchen, población situada a una legua de la aldea de Carndn, donde celebramos la misa, pues era domingo. Este lugar está situado en un hondo valle rebosante de aguas por todas partes, porque lo baña el río Ossiach.

Desde aquí fuimos a San Vito, a tres leguas de camino, una ciudad que los nativos llaman Sankt Veit. Es Ciudad Imperial, de Carinthia, a cinco leguas de Styria. El camino nos resultó bastante incómodo, a pesar de discurrir por una agradable llanura entre las montañas, porque tiene hoyos de barro y piedras, debidas a los carros que deshacen los caminos, a causa de los cuales también hoy volcó el coche, sin ningún daño para los viajeros.

Nos disgustaba también ver por aquellos senderos hombres y mujeres míseros, por defectos naturales, como ya hemos descrito anteriormente. Al principio nos ofrecían comprar cerveza, pero sabía mal.

Inesperadamente, se nos presentó una región hermosísima, repleta de árboles y cultivos por todas partes, con un clima muy agradable, que parecía más de primavera que de otoño en Germania. Temíamos toparnos con la nieve, y nos sonreían las flores al pasar.

El Secretario se sintió bastante mal también este día, y, nada más llegar a Sankt Veit, le aumentó de nuevo la fiebre. Por eso, se determinó que si, a la mañana siguiente aún seguía mal, nos quedaríamos allí durante uno o dos días, para descansar. Él se fue a dormir sin cenar, mientras que el P. General y su compañero se acostaron después de una ligera cena. El albergue del Águila Imperial, aunque estaba bien, nos costó muy caro, más, por supuesto, de lo que valía, etc.

Día 17 de octubre de 1695. Al amanecer, cuando vimos que el P. Antonio, Secretario, había mejorado un poco, como para emprender el camino, y oímos que los caminos eran mejores, como si fuéramos por la Marca de Ancona, llegamos Hirt, albergue campestre, a tres leguas de San Vito. Allí descansamos para comer. En algunas cabañas, cercadas con troncos, fundían el hierro. Estábamos al comienzo del camino a Strassburg, distantes de Friesach una legua escasa. Fue una gran suerte para nosotros, viajeros, que el P. Jacinto Raucer, de la Orden de los Predicadores, del Monasterio de Freisach, llegó allí, y ordenó a su hermano el hospedero que nos diera gratis el desayuno de Hirt, a lo que nos resistíamos. Cuentan que este Monasterio fue fundado por San Jacinto, y es el único, si no me equivoco, que tienen en Carintia los Dominicos.

Desde Hirt, por una cómoda planicie, que rebosaba de agua, después de una legua escasa, llegamos a Freisach, ciudad rodeada de una muralla con anchos fosos de agua, y, donde se ven vestigios de una opulenta antigüedad. En muchos lugares, también se ven escudos gentilicios del Eminentísimo Juan de Goes.

Desde allí, por unos caminos que, por escabrosos, apenas son transitables de noche, pedimos hospedaje campestre en Poctk, en un valle entre aguas y cieno profundísimo, junto a un riachuelo, en el que, por lo tardío de nuestro viaje, otros huéspedes, sobre todo tres jesuitas clavofurtenses, ya se habían anticipado a coger las mejores habitaciones; así que aquí pasamos la noche como pudimos, cuando, encima, estábamos angustiados por la debilidad del P. Antonio, aún convaleciente, que se quejaba mucho. El día fue sosegado; y hasta nos lució un sol muy moderado.

Día 18 de octubre de 1695. El P. Antonio andaba diciendo que estaba algo enfermo para hacer el camino, por haber trabajado la noche anterior, en vez de descansar; pero, al amanecer, emprendimos el camino desde el albergue de Poctk, en medio del agua y de las asperezas del terreno; recorrimos algunas millas, casi hasta Neumarkt, pequeña ciudad de Estiria, que los del lugar llaman Stayr, abundante en agua por todas partes. Cogíamos los caminos más fáciles, y montamos a caballo al P. Antonio, para evitarlos golpes del coche, que decía eran la causa de su enfermedad.

Cerca de Neumarkt, encontramos dos coches, que habían partido de Viena y se dirigían a Menstre. Iban en ellos dos caballeros nobles; uno de ellos era un caballero español, que, en cuanto nos vio, saltó del coche y besó la mano al P. General. De paso, comenzó a contar muchas cosas de nuestro floreciente Instituto en Cerdeña, y, muy amigablemente, le pidió que lo fundara en España, donde tendría muchísima propagación. Deseándonos, a partir de allí, un viaje propicio, continuamos por la planicie, llena de cobertizos para batir el hierro y serrar madera. En estas regiones la posibilidad de serrar madera es muy fácil, pues el agua, traída por canales, mueve las sierras a toda velocidad.

Este día fue benignísimo; es más, desde que pusimos el pie en Germania, nunca habíamos tenido que usar el fuego para calentarnos, como hicimos antes, en los confines de los vénetos con los teutones.

Aquí y allá, se veían plantaciones de ciruelos y de pinos. Después de caminar tres leguas, llegamos a comer a un lugar no pequeño, que los germanos llaman Scheifling. Aquí, al P. Antonio sufrió dolores de estómago y le aparecieron en la cara leves señales de ictericia. De Scheifling salimos pronto, y, después de atravesar varios puentes sobre riachuelos, bien construidos con maderos, pasamos por Unzmarkt, una ciudad muy apretujada, donde muchas casas de madera destruidas por el fuego eran señales de recentísimos incendios. Esto es muy peligroso en todos los lugares de Carintia y Estiria, pues construyen las casas con pinos, que arden con facilidad. Por Unzmarkt se veían con frecuencia hileras de carros y de caballos cargados con cal, hacia Aquila, ciudad imperial, que se veía enfrente.

Finalmente, por caminos muy cómodos, al anochecer llegamos a la aldea de Furt, donde pernoctamos, como convenía.

Día 19 de octubre de 1695. Dejando atrás Furt a la alborada, volvimos a emprender el camino, y advertimos de nuevo que entre Carintia y Estiria había una gran diferencia. En efecto, la primera es completamente áspera, por sus montañas y caminos; la otra, está rodeada de montañas, y, a veces, tiene planicies extensas, con bosques de pinos, y pequeños riachuelos, aptos para los trabajos del hierro. Los caminos son anchos, más bien polvorientos que encharcados, y, de vez en cuando, atravesados por las aguas. Al pasar, vimos Judenburg, ciudad muy angosta, pero de edificios muy hermosos. Desde aquí, a eso del mediodía, después de recorrer tres leguas, llegamos a comer a Knittelfeld, una ciudad bastante parecida a Villach, Neumarkt, Unzmarkt y Judenburg, ya transitadas.

Desde Knittelfeld, en un itinerario vespertino, atravesando el puente del río Mur, y siguiendo por su margen, llegamos al pueblo llamado Strava, para pasar allí la noche; los caminos no estaban malos; pero eran bastante peores que los de la mañana. Hay que destacar, como antes, que en Germania se ven muy pocos eclesiásticos, tanto regulares como seculares, y las iglesias son también muy escasas; de forma que en los pueblos casi no hay más que un sacerdote. Sin embargo, entre los habitantes de Carintia y de Estiria, la piedad y el respeto hacia los religiosos es muy grande; incluso los niños que encontrábamos, a veces como de tres años, espontáneamente nos mostraban reverencia, lo cual debemos contar como cosa extraordinaria.

Los templos, al estilo de cada lugar, estaban muy adornados; los albergues, tan limpios, que refulgían; y, aunque por fuera eran rústicos, interiormente estaban muy cuidados. Los colchones, siempre de plumas. El vino, muy caro; el pan, unas veces bueno, otras malo. En la mesa, la mayoría de las veces, sirven las adolescentes, en las cuales, cuando lo hacen, se trasluce su virginal modestia, y virilidad, más que femineidad. Las mujeres van ataviadas humildemente; a lo sumo, vestidas con pieles, también cuando acuden a las funciones religiosas; y hacen trabajos propios de hombres, como cavar, exigir tributos, conducir las carretas, trasportar fardos, y cosas parecidas.

Llegamos a Kraubath a la puesta del sol. Es una aldea de casas diseminadas, en pleno campo. Aquella noche apenas dormimos, bien por los zorros, que aullaban, bien porque el P. Antonio apenas había cenado, y menos dormía. Un músico polaco que tropezamos nos contó las dificultades y los enredos de los nuestros, en lo relativo a la admisión de niños, el cual creía que el P. General iba a Polonia a arreglar este mismo problema.

Día 20 de octubre de 1695. Comenzamos con niebla el itinerario matutino, que nos acompañó durante aproximadamente una legua, siguiendo la tortuosa senda del río Mur, aunque nos resultó muy cómoda, y adecuada al coche. Una región no distinta a las descritas anteriormente. Dos leguas más, y llegamos a Leoben, en teutón Loim, antes de comer. Es una ciudad no pequeña, regada por el río Mur. Allí, consultamos, acerca de la ictericia del P. Antonio, al Dr. Bartolomé Tocaeo, cirujano y médico, de Leoben, ítalo germano, que, aunque no pasaba de 34 años, en la conversación y prescribiendo fármacos, nos pareció muy perito en el arte de la medicina.

Leoben es famosa por el comercio del hierro y otras mercancías, y por el número de ciudadanos nobles. Reposa en un valle coronado de montañas, como la mayor parte de aquellos lugares, casas campestres, aldeas, pueblos y ciudades de Carintia y Estiria, tanto por la comodidad de las aguas, como para defenderse del rigor del frío y del ímpetu de los vientos. Aquí compramos los fármacos para el P. Antonio, el Secretario; y, durante dos leguas, a veces junto al río, por un camino nada arduo, llegamos a Bruck, donde, después de atravesar el mismo río por otro puente, entramos en la ciudad al rezo del Saludo Angélico, y allí pasamos la noche.

La ciudad no es muy grande, pero preciosa por los edificios, plazas y amplitud de las calles. El P. General escribió en ella muchas cartas para Italia, al ofrecerse para el día siguiente la facilidad de correos que salían hacia todas partes. Así que dimos vueltas por ella hasta el mediodía del 21 de octubre. También fue saludable para la tranquilidad del P. Antonio, y para curar la ictericia, pues ya se le había terminado la medicina prescrita en Leobio.

En Estiria se venden vinos sulfurosos, desagradables al gusto y perniciosos a la cabeza; y se beben siempre a un precio más caro que los que se encuentran después. Sólo se encuentran camas de plumas, muy calientes.

Día 21 de octubre de 1695. Convaleciente ya el P. Antonio, gracias a la medicina, salimos de Bruck bajo un clima sombrío, que cada vez era más frío, aunque luego se fue templando un poco, por unos valles donde el sol iba calentando más. Desde las partes altas de Estiria, la región no cambia nada. Un río tortuoso, lento y apacible, serpentea por todas partes, dividido aquí, es decir, apartado de su curso por canales para la industria del hierro y de la madera. Con frecuencia encontrábamos pueblos. El primero, Ausburg, a una media legua distante de Bruck.

Caminando rápido, antes de la puesta del sol llegamos a Kindberg, a tres leguas de Bruck, por caminos cubiertos a veces de arcilla, a veces de polvo. Es de notar que, por Estiria, en los albergues se ven frecuentísimos cuernos ramosos de ciervos, a veces naturales, otras, imitados. Las casas, bien; completamente de madera, o, por lo menos, recubiertas. Pero, entre los ricos, se ha introducido la costumbre de hacer de piedra la parte exterior de sus casas, e incluso los tejados, de madera, los cubren también de piedra, de modo que, a primera vista, a los viajeros les parecen completamente de piedra.

En el centro de Kindberg hay una columna erigida en honor y voto, a la Madre de Dios, a los Santos Sebastián, Roque, Antonio de Padua, Francisco Javier, Francisco de Borja, Felipe Neri, y a Santa Rosalía Virgen, por haber defendido de la peste a la Ciudad. En lo alto de la columna se ve una estatua de la Santísima Virgen; en la base están las estatuas de piedra de los demás santos protectores contra la peste, cada uno con su insignia distintiva.

Día 22 de octubre de 1695. La tierra blanqueaba por todas partes tras la escarcha nocturna, y se crispaban los caminos por un tenue hielo, el primero que veíamos por el camino, y con un cielo límpido y sereno, franqueando aldeas y ciudades, que los ríos lavan con aguas impetuosas y constreñidas, a la hora de la comida, llegamos a Murzzschlag, una población rodeada de murallas. Cuando nos dirigíamos al albergue, quisieron admitirnos en la habitación caliente, pero la rehusamos, pues mayores fríos íbamos a soportar, y sin ningún fuego.

Por aquel tiempo, y por todas partes, se veían, por Carintia y por Estiria, huertos de coles que, ácidas y condimentadas, sirven paya hacer el “chucrut”, esto es coles al “chucrut”. Duran todo el invierno, con sus olores a vinagre y sal; están conservadas en tinajas, cortadas en lonchas; su gusto, como alimento, no es desagradable, por el sabor a vinagre, pero el olor sí lo y es mucho, por su procedencia de las coles, que hieden al corromperse, y son muy indigestas para el estómago. Aquí son frecuentes también los talleres del hierro y de la madera, llevando el agua a los talleres desde los ríos vecinos.

La región, muy poblada, se extiende entre colinas y valles. A menudo se ven viajeros, pues es el camino recto que conduce a Viena. En este lugar, como en toda Germania, el Cementerio está junto a la Iglesia, bien amurallado, y en él hay muchas cruces de difuntos, labradas en hierro trabajado, incrustadas sobre los monumentos, entre las cuales siempre hay la de algún santo patrón de la familia, y del mismo difunto.

Salimos a eso de las dos de la tarde; y, tras dos leguas de camino, llegamos al anochecer a Schottwien, población situada en Austria, a media legua de Estiria, regada con agua que fluye por todas partes. La región y los caminos, no distintos de las demás. El trayecto del monte Cimerim, un denso bosque, está bastante tupido de árboles. Una legua escasa del camino es dura, debido a los repechos y pendientes, siempre escabrosos. Con frecuencia, manantiales de agua; y desde Austria a Estiria, un camino siempre inaccesible para el coche, a no ser que se pida la ayuda de mulos o caballos acostumbrados a prestar auxilio en caminos con cuestas. Por eso, los viajeros acostumbrados a conducir coches por caminos agrestes, acostumbran a poner al coche o al carro caballos libres de toda carga, que tiren delante del yugo.

En los frecuentes cruces, doble o triples, fácilmente nos equivocábamos; por lo que teníamos que buscar algún buen conocedor de los caminos. El monte Cimerim termina en barrancos estrechísimos, de donde surgen, aquí y allá, peñascos altísimos, en medio de los cuales corre un riachuelo.

Día 23 de octubre de 1695. Emprendimos el primer día de camino en Austria, y todo era distinto de Carintia y Estiria. Allí montañas y valles; aquí, enseguida, colinas con vides y planicies amplísimas, llenas de frutales, a la manera de los cultivos de Italia. Continuamente, casas, pueblos y ciudades, bañadas por sus ríos. A dos leguas, pasamos por una Iglesia de los Padres Menores Conventuales, donde el P. General celebró, en Neunkirchen, una población nada pequeña.

Después de tomar una comida frugal, acariciados por sol, fuimos a Neustadt, una ciudad muy amurallada, e insigne por su egregia estructura, en cuanto pudimos ver al pasar, pues ni siquiera nos bajamos del coche; está custodiada por un soldado en cada una de sus distintas puertas; dista cuatro leguas de Neunkirchen, y se extiende ante los ojos en una planicie sin árboles. Y llegamos a Sollenau, a dos leguas de Neustadt, donde pasamos la noche.

En Austria pudimos observar alguna diversidad en los vestidos de sus habitantes, sobre todo entre los rústicos. Las mujeres campesinas generalmente caminan con la cabeza cubierta con un pañuelo, sin que se vea ningún mechón. Se las ve cargando a la espalda un cesto, que fabrican los mismos aldeanos; las mujeres, un cesto mayor, los hombres, uno menor. Las mujeres en Austria llevan los vestidos hasta media pierna; en Carintia y Estiria, apenas más abajo de la rodilla; de tal manera que, como llevan vestidos cortos, y tienen vello, algunas veces no se las distingue de los hombres por el vestido. Su modestia es única; y el respeto a los Religiosos no es menor. Los hombres que han llegado a la virilidad, van con barba, casi barbudos. Las cosas, sobre todo el vino, y lo que a la comida se refiera, cuestan muy caras; así que en Austria, hasta ahora, no hemos gastado, ni intentado gastar, nada. Por lo demás, Austria se parece a Italia, menos en la fruta. Cuando pasábamos por Neustadt ¡qué desgracia! vimos mujeres que llevaban el peinado al estilo italiano. También aquí se cebó mucho la peste.

Día 24 de octubre de 1695. Nos despedimos de Sollenau a la aurora, con densa niebla por cielo y por tierra, y ateridos por el riguroso frío nocturno. Caminábamos por vías parecidas a las del campo romano, encontrando y atravesando muchas lagunas. Muy pocas ciudades, siempre llenas de rebaños de ovejas y de vacas, a los que los pastores preceden, sonando la corneta. A veces, pisando hielo, barro y caminos invadidos por las aguas. Así anduvimos unas cuatro leguas, hasta llegar a Neudorf, un pueblo bastante grande, a dos leguas de Viena. Por ella pasan coches que van y vuelven de Viena. Allí comimos, pero a qué precio, pues traen las cosas desde Viena.

Luego, por una planicie repleta de aldeas y pueblos a uno y otro lado, veíamos viajeros, y carros de cuatro ruedas, cargados, que iban y venían, causando gran confusión entre los mismos viajeros. No lejos de aquella ciudad imperial, hacia la derecha, vimos un patíbulo cuadrangular, del que colgaban muchos condenados a muerte, por crímenes; y, a la izquierda, un suplicio de ruedas, del que, igualmente, pendían cadáveres, ajusticiados, para provocar terror a los viandantes. Desde aquí ya divisábamos Viena, en un magnífico valle, tranquila, digna del Emperador. Entramos en ella por una de sus muchas puertas, custodiadas por soldados. Por la gran cantidad de gentes extranjeras, ya no cabíamos en el mesón; así que, de albergue en albergue, finalmente fuimos recibidos, para pernoctar, en uno llamado El Pavo de Oro, donde vimos, inopinadamente, gran cantidad de hombres; por lo que no debimos extrañarnos de que, en los lugares alejados de la ciudad, escasearan los habitantes, al ver ahora que, de alguna manera, todos habían confluido en Viena.

El Compañero del P. General entregó al Sr. D. José Lezeni una carta del Abad D. Juan Bautista Mariotti, y rápidamente entabló conversación con el P. General, a quien obsequió, contándole, al mismo tiempo, que había dos de nuestros Padres que le esperaban. Éstos, avisados por el Secretario, que ya se encontraba mejorado de la ictericia, se presentaron, junto con el mismo Sr. Lezeni. Eran el P. Provincial José [Baumann] de Santa Catalina, y el P. Martín [Schubart] de San Bruno, su Secretario, quienes, informados por la carta del P. General, sobre su llegada a las Provincias ultramontanas, habían venido a su encuentro desde Nikolsburg. Allí hablaron con él de los asuntos de Viena, que debían tratar con Su Majestad Cesárea, y con el Eminentísimo de Kollonitz.

Día 25 de octubre de 1695. Como en Viena, que recibe su nombre del río oriental que baña sus murallas, existe la costumbre de pedir hora para la audiencia con los Magnates, el P. Provincial con su Compañero fueron a ver al Emmo. de Kollonitz, y al Nuncio Tanara, para que señalaran la hora de recibir las cortesías del P. General.

Aquel mismo día, lo primero que hizo el P. General fue ir al atardecer, con sus acompañantes, a la corte del Nuncio Apostólico, el Arzobispo de Damasco, el cual lo recibió con cordialidad eclesiástica, y le dio pruebas de su bondad, en toda ocasión que se presentó; lo que hizo, principalmente, a causa de la carta de recomendación sumamente benévola a favor del al P. General del Emmo. Carpineo, Protector, entregada al mismo Nuncio Apostólico. Trataron, además, de las enormes dificultades para establecer nuestro Instituto en Viena, dado que son contrarios a ello nada menos que los ministros del Emperador, pues en aquella Metrópoli existen demasiados Eclesiásticos, sobre todo Regulares. El P. General insistió en obtener un lugarcito en los suburbios, afirmando que era horrible el que, debiendo tratar en Viena tantísimas cosas y negocios de la Provincia de Germania, siempre que venía alguno de los nuestros a tratarlos con los Ministros del Emperador y con los fundadores de nuestras Casas, tenían que hospedarse en un albergue, entre taberneros. El Embajador romano prometió que no dejaría nada por hacer para lograr los deseos de nuestra Orden.

Día 26 de octubre de 1695. El P. General, cordialísimamente recibido, fue a visitar al Emmo. Kollonitz, Arzobispo de Esztergom, quien dio muestras de eximia benevolencia; le presentó cartas de los Emmos. Carpineo, Petrucci, y el Sr. Abad Juan Bautista Mariotti, traídas por nosotros desde Roma.

Con su Eminencia se trato también de la más que necesaria fundación en Viena, que el Cardinal ya hacía tiempo había dicho que trataría con interés; pero, al parecer, no se le había ofrecido ninguna posibilidad para este asunto, a no ser en el Hospicio de los Pobres, que se está construyendo en el suburbio, y prometió que se ocuparía de ello pronto. El Arzobispo de Esztergom ofreció también hacer mucho a favor de nuestro Instituto en Hungría, sobre todo en Bratislava. Después, el P. General fue a visitar al Ilmo. Conde de Hoyos, cuarto fundador de nuestro Colegio de Horn. Por la tarde, se consiguió, por medio del P. Provincial, hacer la visita al Excelentísimo Príncipe Fernando Dietrichstein, de la familia de nuestros fundadores de Nikolsburg y Lipnik, quien agradeció muchísimo la visita del P. General; le dijo que no sólo había que acudir al Emperador, sino también a la Emperatriz, al Rey de Hungría, al Archiduque de Austria, y a toda su Augustísima Familia. Pareció bien seguir sus consejos, y empezamos a preguntar el modo y momento de acudir a ellos, después de pedir audiencia con la ayuda de D. Juan Segundo Antonio Osseglia, músico imperial de Saboya, llamado comúnmente en Roma el Saboyano. Aquel mismo día, fuimos en el coche a dar una vuelta por Viena, ciudad elegantemente construida.

Día 27 de octubre de 1695. Después de celebrar la santa Misa en la Casa de los Padres Dominicos, el P. General fue muy de mañana con el P. Provincial a hablar con el Excmo. Señor Conde de Harrach. En cuanto el Conde recibió la carta del Emmo. Carpineo, Protector, se mostró amabilísimo, ofreciendo su ayuda, no sólo al P. General, sino a toda la Provincia de Germania y a toda la Orden. Luego visitamos al Excelentísimo Príncipe Fernando Dietrichstein, Fundador sucesor de nuestros Colegios de Nikolsburg y de Lipnik. Éste recibió al P. General con la misma cordialidad; le habló de las grandes dificultades que habría para la fundación de nuestro Instituto en Viena, y le dijo que había que hacer tres cosas para lograrlo. La primera, que prometiéramos abrir escuelas solamente de escribir, leer y contar, para que los Padres de la Compañía no se opusieran. La segunda, que debíamos renunciar absolutamente a la cuestación, para evitar la oposición de los demás mendicantes. La tercera, que era necesario crear un fondo para la manutención de algunos Religiosos. Deberíamos tratar también con el Emmo. Kollonitz, para que con su mediación, se volviera favorable el Obispo de Viena. Él mismo ofreció también su ayuda.

Al atardecer se recibió la respuesta de que el Augusto [Emperador] recibiría al P. General al día siguiente, a las 4 de la tarde, las 22 en horario romano, tal como confirmó el Ilmo. Conde de Valdestain, Camarero Imperial Mayor, a petición del músico Imperial, que había promovido la audiencia con todo cariño.

Día 28 de octubre de 1695. Al celebrarse aquel día solemne la fiesta de los Santos Apóstoles Simón y Judas, tras celebrar la misa a las 4 de la mañana, el P. General, con los Padres Provincial de Germania y el P. Antonio, Secretario, tuvo audiencia con el Excmo. Conde Ulderico Koninski, Gran Canciller del Reino de Bohemia, Caballero del Vellocino de Oro, para darle las gracias y mostrarle su deferencia, por tantos beneficios concedidos a nuestra Provincia Germana, sobre todo por la confirmación por él conseguida, y la inscripción de la fundación de Straznice, hecha por el Augustísimo Emperador en los Registros del Reino, no fuera que, por defecto de forma, su establecimiento pudiera peligrar.

Admitido ante su presencia, el P. General le dio las gracias, y expresó el agradecimiento de toda la Orden, como también de la Provincia de Germania, por su egregia beneficencia para con nosotros. Después él, confesando que cumplía esta obligación por razones de suma gratitud, con el mismo entusiasmo y de todo corazón, dijo que no había hecho gran cosa por nuestro Instituto, y que prometía seriamente que haría todo lo que le permitieran las circunstancias, siempre que los Nuestros procedieran ante él con religiosa confianza. Luego el Excelentísimo Señor se extendió en una conversación piadosa, hablando de su vocación, y la de otros, sobre lo que le hizo abundantes preguntas el P. General, que él respondió; hacia quien mostró un ejemplo de piedad y rectitud cristiana cuando levantándose de su silla y humildemente arrodillado, le pidió la bendición, urgiéndole y forzándole a hacerlo.

Después, alzándose, le insistió en familiar coloquio, y se ofreció de nuevo a hacer lo posible a favor del Instituto. Luego, el P. General le pidió, humildemente, que viera si, de alguna forma, por mediación de la augustísima clemencia del Emperador, podía hacer que nuestra Orden tuviera en Viena al menos un pequeño albergue, aunque fuera en los suburbios. Le mostró al mismo Caballero cómo era indecoroso que nuestros Religiosos, que van con muchísima frecuencia desde las provincias a la ciudad, tuvieran que hospedarse en tabernas; y que él mismo, en calidad de P. General, ofrecía los debidos respetos a la Augustísima Casa, y estaba dispuesto a aceptar cualquier actividad de las Escuelas Pías, aunque limitada sólo a la Catequesis y a enseñar a leer, escribir y contar a los niños pobres, que, quizá en los suburbios no tienen ninguna facilidad para las disciplinas cristiana y literaria, por la distancia de sus Gimnasios, y quizás porque esta clase de adolescentes están excluidos de ellos.

Aceptando esto con ánimo generoso, el Señor Canciller aseguró al P. General que se emplearía él mismo, con todas sus fuerzas, para que la Orden pudiera verlo realizado; y sería mejor aún que el mismo P. General se lo propusiera al Augustísimo Emperador. Finalmente, lo acompañó con todo cariño, bajando hasta la misma puerta de su palacio.

Luego fuimos a ver al Ilmo. Nuncio Apostólico Tanara, para que explicara de nuevo al P. General de qué manera había que actuar con el Emperador, tanto al llegar como al salir. Luego tuvieron un largo coloquio sobre los asuntos romanos. Después, sirviéndonos del coche del mismo Señor Conde de Hoyos, nos fuimos a celebrar la santa Misa en casa de los Padres Dominicos, ante los cuales hasta entonces el P. General permanecía incógnito; pues, para ocultar mejor el carácter de su cargo, mandó al P. Provincial que le precediera siempre.

Mientras tanto, por medio del P. Martín de San Bruno, el P. General con su compañero pidieron ir a ver a la Augustísima Emperatriz, por medio del Excelso Príncipe Scivatzemburg, Camarero Mayor de Su Majestad, a quien los italianos llaman Maestro de Cámara. Amablemente, le prometió que aquel mismo día hablaría con ella, para ver cuál era su deseo. A las tres de la tarde se presentó el coche, con el sirviente del Ilmo. Señor Nuncio Apostólico, en el que el P. General, con el Secretario, fue conducido a la Corte Imperial.

Pronto vimos pasar al Rey de Hungría, que volvía de la Cámara del Emperador, que nos dijo: “¡Vamos, vamos!”, es decir, “que está el Emperador”. Fuimos ante el Augustísimo Emperador, haciendo tres genuflexiones con la rodilla izquierda y una humilde inclinación, y dijo a Su Majestad, que estaba en su trono, fuera del estrado del solio, ceñido de píleo, palio, y espada, estas palabras, en lengua italiana: “Augustísimo Emperador, lo me mueve a ser el primer General de mi Orden, servidora de Su Majestad, en visitarle con su beneplácito no es sólo contribuir con mi debilidad al deber de mi ministerio, para mayor servicio de Dios en los Colegios del Instituto de las Escuelas Pías, vasallos de su Augustísima Corona, sino también el inclinarme ante su clemencia, en reconocimiento de sus inmortales beneficios tenidos con ellas, y para implorar, a favor de la misma Orden, patrocinios cada vez más seguros, y efectos cada vez más grandes de su Augustísima piedad. Espero que, como Padre sagrado de los Religiosos, se digne hacer que, algún día, cuanto antes, también mis Religiosos, gocen, al menos en uno de los suburbios de la ciudad, de alguna situación confortable para el propio Instituto, gracias a su infatigable generosidad; asegurando a Su Majestad que, lo mismo que en Roma no son inútiles cuatro Casas nuestras entre tantos otros Religiosos, así, en su Augustísima Corte, o en alguno de sus suburbios, no será inútil el Instituto de las Escuelas Pías, Instituto de la Santa Madre Iglesia, para la educación piadosa y literaria de los niños; al menos con el Catecismo y la ayuda para aprender a leer, escribir y contar, si se considerase excesivo el extenderse a otras Escuelas Superiores.

Añado, además, el motivo de la necesidad privada de estas Provincias, que, teniendo encargos importantes en la Corte de Su Majestad, no tienen el hospedaje conveniente cuando vienen a ella, como yo mismo lo estoy comprobando.

Confiado solamente en su Augustísima Clemencia, con estas humildísimas suplicas, ofrezco mis devotos respetos a Su Majestad, en nombre de toda mi Orden, implorando para ella su benéfica protección”.

El Emperador aceptó amablemente estas palabras. Después se congratuló con la felicísima llegada del P. General, y le deseó el mejor éxito en la visita de las Casas de Germania y Hungría, “para el mejor progreso del Pío Instituto”. Dijo que estaba contentísimo que la novísima Orden se propagara tanto y con tanto provecho del prójimo, tal como le constaba, dijo, por los Colegios establecidos en su Imperio; que se acordaría de las peticiones del P. General, y que apoyaría su obra con todo interés, para que también en Viena tuviera su lugar algún día.

Luego, con la cabeza descubierta dio gracias al P. General por haber ofrecido a Su Majestad su mejores saludos y la bendición Pontificia, extendiéndose en piadosísimos sentimientos. Y como el P. General había afirmado que Su Santidad le había dicho que refiriera a Su Majestad que continuamente se aplicaban preces, públicas y privadas, en la Santa Madre Iglesia, por la prosperidad de las cosas Imperiales, confesó su agradecimiento también a la amabilidad y al paterno amor del Sumo Pontífice. Deseando, finalmente, al P. General un felicísimo viaje, el Emperador lo despidió, descubriendo la cabeza y bajando un escalón del trono, acercándose un paso más al P. General.

Terminado este tributo obsequioso, el P. General procuró mostrarse interesado en saber si podía acceder también a la Emperatriz, lo que felizmente aconteció. Admitido, pues, enseguida, y acercándose a ella con la debida reverencia, con tres inclinaciones, y después de decir a Su Majestad el motivo de su viaje, y expresarle su agradecimiento, le pidió humildemente que se dignara ser la protectora en Viena, o en algún suburbio, del Instituto de las Escuelas Pías, lo que ella le prometió hacer, con toda generosidad.

Cuando salió de su presencia, comentó a sus acompañantes cuánto admiraba la modestia de tan gran Emperatriz, más Augusta por su modesta actitud que por su Majestad de Emperatriz, pues no vio en ella ninguna ostentación de adornos, ninguna muestra de peinados “como los que se ven últimamente”, ni ninguna ligereza en este tipo de bagatelas, sino que observó una ejemplar compostura exterior e interior. Así es Teresa Magdalena Eleonora de Neoburg, la augusta hermana de las Reinas de España y Portugal, y de la Princesa de Polonia. Se dice de ella que tiene tanta disciplina con su prole, que no sólo sirve de ejemplo para otras damas, sino de admiración.

Apenas el P. General volvió al albergue, después de salir de la corte del Emperador y la Emperatriz, también se fueron los sirvientes, los guardas, y los vigías, que debían cumplir alguna obligación.

Casi ninguno de los nuestros había hablado antes a los Señores Augustísimos, de los que el P. General quedó maravillado.

Día 29 de octubre de 1695. La víspera, el P. General había enviado a casa del Excmo. Señor Conde de Cernin, fundador de nuestra Casa de Cosmonos, en Bohemia, a ver si le concedía audiencia con él y con su Excma. Cónyuge. Él, en cuanto se enteró de que estaba el P. General, manifestó que deseaba ver al P. General cuanto antes. Al P. General le pareció, sin embargo, que este Caballero no era favorable a recibir agradecimientos por los beneficios concedidos a la Orden. Por tanto el P. General fue muy de mañana adonde el Ilustrísimo en el coche del Conde de Hoyos; fue recibido con muchísimo cariño, y fue invitado a comer, lo que fue para él una invitación ineludible.

Pero, mientras llegaba la hora de la comida, visitó al Excelso Príncipe de Scinuactzemburg, en acción de gracias por haber obtenido la visita a la Augustísima Emperatriz, y por la recomendación de nuestro Instituto. Considerando el Príncipe muy agradable aquella visita, le prometió hacer cualquier esfuerzo a favor de aquella causa; y luego le presentó al P. General a dos hijitas, para que las bendijera.

De aquí fue conducido al Excelso Príncipe, Maestro de Buenas Costumbres del Augusto Archiduque, Antonio Florián de Liechtenstein, antiguo embajador Imperial ante la Sede Apostólica, quien, por egregias razones de benignidad, recibió al P. General, a quien ya antes había conocido en Roma, y lo invitó, igualmente, a comer. Pero como estaba comprometido con Cernin, lo rehusó, diciendo que tenía que celebrar la Eucaristía. El Príncipe lamentó que, sin saberlo él, el P. General hubiera ido ante el Emperador, pues le hubiera gustado recomendarlo, con alabanzas a su persona y a su Orden, ante la Augustísima Majestad, para que lo hubiera recibido con mayor afecto. Sin embargo, le aseguró que lo haría en la primera ocasión. Y el mismo P. General le dijo que, a la vuelta, ya no acudiría al Emperador sin advertírselo antes a él, para disfrutar de su patrocinio, y promover el Instituto en Viena con mayor facilidad. El mismo Príncipe llevó al P. General a donde su Esposa, hijos e hijas. Finalmente, pidió al P. General que se sirviera de su ayuda en todo momento, y que se lo mandara así a nuestros Padres germanos, incluso bajo precepto de obediencia. Todo esto, estando presente el mismo P. Provincial.

Después comieron con el Excmo. Señor Conde Cernin, estando presente en la mesa, junto a él, al mismo tiempo, sus cuatro ejemplares hijas, mostrándose, ciertamente, rico, tanto en la mesa, como en los utensilios de la misma. Después de comer, fuimos, en el mismo coche del Señor Conde, a casa del Obispo de Viena, con el que habló de varias cuestiones acerca de nuestro Instituto, y él hizo generosas promesas a favor del mismo en Viena.

Día 30 de octubre de 1695. Permaneciendo aún oculta la personalidad del P. General entre los Padres Dominicos, esta misma mañana celebramos la misa con ellos. Luego llegó el coche del Ilmo. Conde de Hoyos, en el que el P. General fue, con el Secretario, a saludar al Excmo. Embajador de Saboya ante el Emperador. Se trata del Marqués de Prié, a quien el P. General informó sobre nuestra fundación en Oneglia, pues el mismo Señor ignoraba, y desconocía, cuál es nuestro Instituto, sobre el que el P. General le informó gustoso, y con detalle. Después ofreciéndole, a su vez, ayuda, a favor de la Orden, acompañó al P. General hasta la puerta junto con sus Cortesanos.

De allí fuimos al albergue acostumbrado, El Pavo de Oro, junto a la Puerta de Hungría, a esperar el coche del Príncipe Fernando de Dietrichstein, Prefecto supremo de la Corte Imperial, que quiso que comieran con él P. General y el P. Provincial. El mismo Excelso Príncipe sirvió los platos al P. General, en una opípara comida.

En cambio ayer, en casa del Excelentísimo Cernin, la petición de bebida no resultó acertada por parte del P. General porque, al pedir la bebida al copero, dijo en italiano da bere, y él entendió bier, que en alemán significa cerveza, y se la sirvió; y hubo que cambiar la frase, diciendo en germano vain, esto es, vino; con lo que la cosa terminó bien, sirviendo siempre vino generoso de muchas clases. En la mesa de los germanos abundan las carnes; por cierto, bien preparadas y diversas. En lo referente a la fruta, comparando con Italia, en la mesa de los nobles se encuentran las naranjas, las cidras, los limones, las manzanas, las peras, los espárragos, verduras selectas, las golosinas hechas con azúcar, y otras delicias parecidas a las de los italianos; así que estas mesas no se diferencian de los banquetes de nuestros magnates. Al final de la comida, ponen café y té; chocolate, hasta ahora, no hemos visto. En la mesa ofrecen cerveza y vino, a gusto de los bebedores. Los nobles hablan con mucha frecuencia italiano, o, al menos, latín. En cambio, las mujeres ilustres, francés. El vestido de las mujeres nobles es romano; el de los caballeros, germánico, pantalones solamente.

Hoy no pudimos tener acceso al Rey de Hungría, ni al Archiduque, porque coincidía con el solemne voto trienal emitido por el Emperador para evitar la peste. Hubo una solemne súplica, a la que concurrió toda la Casa Imperial, con los Magnates y Ministros de los Príncipes. Como perenne testimonio de este hecho, el Emperador mandó levantar una Pirámide en la Plaza de las Verduras, en honor de la Santísima Trinidad, en cuya cúspide aparecen esculpidas imágenes doradas, con el misterio; y, alrededor de ella, ángeles en oración. En la base, en cambio, se ve una imagen de mármol del mismo Emperador arrodillado, en el momento de emitir el voto. A esta Pirámide se hace cada año una procesión, con ceremonias particulares, y predicación en alemán.

Día 31 de octubre de 1695. Como el día siguiente no era hasta las tres de la tarde la visita a los Augustísimos Rey de Hungría y Archiduque, para que el día no resultara ocioso, como el P. General iba salir hacia Nikolsburg pronto, fue a despedirse del Emmo. Kollonitz y del Nuncio Apostólico, con los que habló de nuevo de la más que necesaria fundación nuestra en Viena; destacó que ésta se podría hacer sin detrimento de las demás Órdenes, dado que la Provincia Germana, gracias a las actividades realizadas por varias Casas, había ahorrado una suma de florines que, con los intereses producidos, era ya suficiente para alimentar a 12 Religiosos.

A partir de esta propuesta, comenzaron ya a disminuir las dificultades entre uno y otro. En efecto, el Emmo. Kollonitz dijo que aquello había que promoverlo con más entusiasmo, e invitó al P. General a que fuera con él al nuevo Hospicio de Pobres, en el que Su Eminencia espera darnos residencia. Prometió que estaría a lo que mandara el P. General, si lo permitía la inminente salida a Nikolsburg. Su Eminencia propuso el día de la Conmemoración de Todos los Difuntos. El Ilmo. Nuncio prometió, gustoso, que también él promovería la cosa.

Fuimos por segunda vez a ver al Sr. Canónigo Federico Seripi, para la fundación de Pesaro, y tampoco esta vez el P. General pudo hablar con el anciano mayor, ya octogenario, por el impedimento de su gravísima edad. En lugar de aquella gestión, visitamos por dentro y por fuera la Catedral de Viena, egregia e ilustre, por su antigua construcción, dedicada a San Esteban Protomártir. En aquel momento el mismo Obispo celebraba las solemnes Vísperas, en la vigilia de Todos los Santos, y se veía gran cantidad de Clero.

Notas