LituaniaMateriales/Werenowo (Voranava)

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Werenowo (Voranava)

Cuando brotó la sana voz de Estanislao Konarski[Notas 1], invitando al estudio de la ciencia auténtica, los nobles, viendo que sus propuestas eran necesarias, y la oportunidad de beneficiarse con ellas, abrieron sus arcas e invirtieron en ellas; crearon escuelas y las dotaron generosamente, y consideraron como colaboradora apropiada a aquella Orden enseñante que brillaba en Polonia, de la cual él era un miembro que la honraba, para educar a la juventud, imbuyéndoles aquellos principios y sentido de la vida. Así que se fundaron nuevos colegios en Polonia y Lituania, además de los que nos entregaron tras la supresión de la Compañía de Jesús.

(Al principio, o sea en 1736, la Provincia de las Escuelas Pías de Lituania tenía seis colegios: Dabrowica, Lubieszow, Szczuczyn, Vilna, Poniewiez y Werenowo, que luego fue trasladado a Lida. Más tarde se añadieron: Zelwa, Lucki, Wilkomierz, Rosienie, Witebsk, Snipiszki, Dubrowna, Medzyrzecz, Drohiczyn, Polok y Petersburgo: en total 17).

Por esta razón sin duda los hijos de San José de Calasanz fueron agradables al Señor, como claramente lo expresa la escritura de fundación:

“Juan de Campo Spínola, Castellano de Smolensko, caballero de Borcianski, con su esposa Teresa Chlebicz, y con su hijo José, caballero de Lida y de Muharwosk, el 1 de agosto de 1735, inscriben de manera dividida, como se indica al final bajo la letra A, para provecho suyo, para mayor gloria de Dios y para la erudición religiosa de la gente y de los jóvenes escolares, la donación perpetua para 12 religiosos de las Escuelas Pías de de un espacio en su pueblo hereditario de Werenowo para construir en la plaza cerca de la iglesia un convento, una iglesia y las escuelas, y además un capital a rédito de 50.000 áureos polacos, compuesto de la siguiente manera:
*10.000 áureos, sobre una finca situada a una milla de Werenowo llamada Lopaciska o Lopacizna por el nombre de sus antiguos propietarios, con el caserío Wilkaric, distante medio milla y compuesto de 8 casas y otros edificios vacíos.
*Un pagaré por valor de 5.000 áureos de Bielikiewicz
*10.000 áureos que debe pagar el Sr. Roskricz
*20.000 en una hipoteca de Miedzyrzecz
*5.000 áureos que entrega el mismo fundador.
Añadió 22.000 áureos Adalberto Stecewicz, antiguo cortesano suyo, aceptados según derecho.
A cambio, esto es lo que tendrán que hacer: además de ocuparse del culto de la iglesia y de las escuelas, celebrarán una misa a intención del fundador y su esposa cada lunes; por las almas de sus padres Casimiro y Sofía, mariscales de Lida, una misa cada miércoles; a intención de su hijo José y su esposa Verena, una misa cada viernes; por las almas privadas de todo auxilio, cantarán una misa cada sábado; por el alma de Adalberto Stecewicz, una misa cada martes”.

Los PP. Anselmo Bochenski, Asistente, y Luis Blaziewski, Viceprovincial, tras recibir la potestad de los Superiores de la Orden de las Escuelas Pías, aceptaron todas las condiciones, que confirmó el P. Provincial Ambrosio Wasowicz en Gora, el 17 de octubre del mismo año. A partir de ese momento el fondo pasó a propiedad perpetua de las Escuelas Pías, y las Escuelas Pías comenzaron a cobrar sus intereses.

Al año siguiente, 1736, vinieron destinados aquí dos religiosos: el R.P. Juan Bogucki, Superior y encargado de todo, y el P. Teodoro Borkowski, predicador, administrador de la parroquia y maestro de la escuela. Parece que acogió a los niños en la iglesia parroquial, se ocupó de ellos y comenzó a enseñarles allí. Se abrió también la residencia, como llamaban a la casa, ya que colegio no era aún, pues faltaba el número requerido de religiosos, de modo que se les llamaba Superiores de la residencia, y nunca Rectores. Vinieron a vivir a la antigua casa parroquial, y prepararon algunas habitaciones para acoger estudiantes. Al mismo tiempo designaron el terreno para construir la iglesia y el colegio. La antigua iglesia amenazaba ruina, por lo que había que construir una nueva cuanto antes. Comenzaron a construir los establos, graneros y colegio, todo de madera. El encargado de las construcciones, inspector y director, era el P. Bogucki, y durante su mandato de 6 años se terminó de construir todo, y ya habían empezado a construir la iglesia. Mucho laboró el primer Superior. Debió ser un eximio sacerdote y un gran administrador, puesto que se le confió la suerte de la naciente comunidad. Fue además un hombre que conocía y atraía a las personas, y se ganó el corazón de los fundadores, de los ciudadanos, de la gente. Los Superiores de la Orden, apreciando sus talentos, escribieron de él en su nota necrológica: “El P. Juan Bogucki de Santa Teresa, oriundo de Polesia, después de terminar los estudios habituales en la Orden y enseñar en las escuelas inferiores, como mostraba perspicacia y talento para la buena administración, fue enviado a servir a varias casas, donde promovió su bien. Siendo Superior de Werenow organizó de manera egregia la vida doméstica, e hizo crecer notablemente sobre todo la fábrica y el rendimiento de las fincas y propiedades”. Quedaban luego algunos bienes de la finca Lopaciska divididos en pequeñas propiedades, que un heredero mantenía como propios. Es evidente que no todo se llevó a cabo con la rapidez que se dice en la necrología del P. Bocgucki, puesto que algunos problemas duraron hasta nuestros tiempos. Después de haber hecho bien lo que le habían encargado, los Superiores lo trasladaron a otro lugar en el que hacía falta su genio de administrador y fiel custodio, pero después de 13 años volvió aquí como administrador.

No olvidemos el provecho logrado en las escuelas, pues pronto lo nuestros abrieron en Werenowo una segunda clase de mayores y una tercera de retórica, según puede verse en los libros de la Orden de la época en los que aparecen los religiosos que residían en cada comunidad y lo que hacían. El autor de aquí escribió exactamente lo correspondiente a cada año, desde el primero al último en el que hubo Escuelas Pías, primero en Werenowo, y luego cuando fueron trasladadas las escuelas a Lida, es decir desde 1736 hasta 1843. Y no fue fácil recoger los nombres de todos, pues algunos faltaban cuando se comenzó el libro en 1754.

El año 1742 el P. Hipólito Zeglicki, Vicerrector de Vilna vino a esta casita como Rector, para terminarla, como si dijéramos, y para hacer avanzar remando la nueva barca, ya que el predecesor había la había preparado pero no había navegado todavía. Faltaban muchas cosas: en primer lugar la iglesia. El Rector, a causa de su pobre salud, tomó consigo un Vicerrector, el P. Marcelino Dembowszi, al que nombró encargado de las obras de la iglesia. Construyó entonces un tabernáculo nuevo de madera con el título de la Stma. Trinidad, pues en ningún otro lugar posterior se menciona que fuera hecho. Parece que se gastaron en esta obra 200 áureos de la fundación de Stecewicz, pues parece evidente que el tabernáculo se terminó con dinero tomado de la fundación cuando fue necesario. La hipoteca se trasladó en el año 1743 a Szczuczyn por las Escuelas Pías, y en el documento que reconoce este cambio (añadido como B) se habla sólo de un donativo de 20.000 áureos por el Sr. Adalberto Stecewicz. Este documento es el único que queda de los tiempos del gobierno del P. Zeglicki. Se dice que la Orden tiene un derecho hipotecario en Szczuczyn, que no se perdió, y que producía un interés primero del 7%, luego del 6%, y finalmente del 5%.

Con respecto a la herencia de Stecewicz, sus herederos nos hicieron pleito, pero el ejecutor testamentario D. Adán Stecewicz arregló el pleito con estas condiciones: los Padres celebrarían otra misa semanal, y admitirían siempre un discípulo gratuito. Y esas condiciones fueron siempre santamente observadas, y esta familia comiendo el pan de las Escuelas Pías ahorró mucho. Ciertamente Adalberto de santa memoria no impuso en su testamento que las Escuelas Pías debían darles el pan; sólo buscaba la gloria de Dios. Pero los Padres se mostraron dignos de alabanza, educando e ilustrando gentilmente a los niños en nombre de su bienhechor.

Después de tres años en el cargo en esta casa, abdicó del rectorado el P. Zeglicki, deseando sin embargo, a causa de su pobre salud y como era costumbre de la Orden, dedicarse a la educación de los jóvenes de la Orden, que se encontraban en esta casa, cosa a la que se dedicó durante dos años. Recuperada un tanto la salud, fue nombrado superior de Luceolis (Lazkach); finalmente fue a Dabrowica, y allí falleció el 18 de septiembre de 1755. Tenía 64 años de edad, y 45 en la Orden. Su necrología alaba su piedad, su fervor y su erudición.

Bajo su sucesor el P. Gordiano Alberto Skaurovikz (1745-48) se abrió en Werenowo el seminario de los maestros de las Escuelas Pías, es decir una casa de estudios para nuestros juniores, cuyo maestro era el ya citado predecesor, que ahora era Vicerrector, el P. Zeglicki. Todos estaban en la misma clase, de teología moral, los 4 discípulos con el único maestro, lo cual representaba un trabajo pesado. Al mismo tiempo se formaban en la santa disciplina de Dios otros jóvenes en otras casas: en Lubieszow estaba el noviciado, con 14 novicios, en Dabrowica los estudiantes de humanidades, que eran 8 clérigos; en Szczuzcyn estudiaban 5 la filosofía y la historia eclesiástica con los alumnos; en Vilna había 3 estudiando teología, y en Poniewiecz había 4 estudiando filosofía. En tiempos del P. Rector León Luis Holovinski (1748-1751) floreció verdaderamente la casa de Woronowo, y ello fue posible gracias a la suma nada pequeña de 10.000 áureos que entregó D. Miguel Narbutto, oficial del ejército y notario, con la condición de que los Padres los invirtieran en una hipoteca en una finca de Pereczyce al 7% de interés, de los cuales ellos recibirían el rédito.

El P. Clemente Holovinski, hermano del anterior, rigió la casa de 1751 a 1755, en que murió de hidropesía. Él aseguró la hipoteca de D. Miguel Narbutto en Pereczyce. Siendo él Rector nuestro juniorato o casa de estudios de Weronowo fue trasladado, y quedaron solamente las escuelas acostumbradas.

Ciertamente esta casita no hacía poco por la Orden, pues entregó 1000 áureos de su caja, como se puede ver en el libro de las reuniones locales. Se ganó la confianza y la gracia del sobrino del fundador, y posiblemente es él quien le dio el consejo y promovió el traslado de las Escuelas Pías de Werenowo a otro lugar más adecuado, pues 15 días después de su muerte apareció el permiso concedido. Si no fue él el autor, sin duda tuvo que ver con el asunto, para llevar a cabo tan rápidamente la cosa, aunque él, a causa de su inesperada muerte, no pudo ver los frutos.

Luego volvió al rectorado el P. Juan Bogucki, con el plan ya fijo de aprovechar su pericia para llevar a cabo el traslado. Sin embargo el 26 de julio de 1756 falleció inesperadamente.

El último Rector de Werenowo fue el P. Joaquín Radomyski, más célebre por su trabajo en la iglesia que por lo que hizo en la escuela. Lo primero que hizo fue preparar el traslado de las escuelas con los Padres. Comenzó a trasladar la escuela de los nobles, de modo que en 1758 sólo quedaba el maestro de la clase de leer, y después de ese año, nadie. Sin embargo él siguió como Superior de aquella residencia, hasta el año 1760. El P. Radomyski, que había sido durante 10 años Director del seminario diocesano que los nuestros gestionaban en Worn (del año 1750 al 1760) brilló aquí por su piedad y su ciencia. Era un ejemplo vivo de santidad, y con sus palabras instilaba en los corazones de los fieles el amor de Dios, en el cual él mismo ardía.

Desgastado por el peso del amor, fue enviado a Lubieszow, donde daba ejemplo de ferviente piedad. Durante muchos años después de la media noche de rodillas o postrado en el suelo con los brazos en cruz pasaba el tiempo en oración o meditando las cosas divinas. Siempre llegaba el primero a la oración común; a menudo se le veía por la noche orando de rodillas en la iglesia frente al lugar donde estaba reservado el Santísimo Sacramento. Conservó este espíritu imbuido en la piedad hasta el final de su vida. Gravemente enfermo, después de recibir los últimos sacramentos y estrechamente unido a Dios, puesta su mente en la eternidad, parecía que no sentía en absoluto los dolores de la enfermedad, ni se preocupaba por ellos. Lleno de méritos, años y santidad, consumido por la tisis y la fiebre, falleció en Lubieszow el 18 de enero de 1771, a los 73 años de edad y 51 de religioso.

Así, pues, se llevó a cabo el traslado. Pero antes de dedicar a él nuestra atención, queremos hacer notar que durante todo el tiempo que los escolapios permanecieron en Werenowo nunca hubo nada que pudiera ofender incluso a una mirada agudísima. Ya se habían olvidado de que en un tiempo hubo allí Escuelas Pías. Quedaba un testimonio de su presencia en el altar de la Virgen Clementísima y San José de Calasanz en la iglesia de Weronowo. En el año 1840, cuando yo recordaba la historia de las Escuelas Pías de Weronowo ante un docto ciudadano de la región, el Conde Lorenzo Potkamuer, se quedó asombrado con lo que oyó, y dijo que nunca había oído hablar de ello, y me rogó que se lo pusiera por escrito. Pues todas las cosas son enterradas rápidamente y perecen en el abismo del olvido.

Como no hay fuentes escritas, todo sobre esta casa se podrá contar en un abrir y cerrar de ojos.

La presencia de nuestra Orden en Werenowo, o Blotine, como se llamaba antes este lugar, fue tranquila y plácida, sin estrépito. Nada interrumpía el silencio sino tal vez el susurro del bosque y el murmullo del viento Se desconocían las tormentas, tanto internas como externas. Tan sólo se oía la voz de la campana, llamando a todos a la iglesia, o a los alumnos a la escuela. Sólo en una ocasión se vio turbada la tranquilidad, y fue cuando en medio del Capítulo de Weronowo los Padres discutieron porque no podían o no querían hacer elecciones. Los hombres son siempre hombres, y no es extraño que entre ellos discutan sobre cosas humanas. O que incluso en un convento muy selecto, en un estado santísimo, haya habido hombres menos rectos, por no decir perversos o pésimos. Incluso en el grupo de Cristo hubo entre los Apóstoles un traidor que lo entregó en manos de los malvados, y otro infiel que lo negó. Sin embargo este pequeño grupo merece toda alabanza, pues casi todos eran buenos y fieles, por lo que el buen nombre de la Orden brilló y permaneció sin mancha hasta el final, y si quizás hubo algo en ellos que pudiera oscurecerlo, se lo tragó el olvido para siempre.

La piedad y el esfuerzo por cumplir las tareas de su vocación era lo que movía a cada habitante de esta casa. El amor a Dios y al prójimo unía a todos en un vínculo muy estrecho y muy suave. Todos se amaban mutuamente como miembros de una familia querida; amaban al Superior como a un padre y lo trataban con todo honor, dispuestos siempre a escuchar lo que decía y hacer lo que les indicaba. Encontraban su delicia en hacer lo que él les mandaba hacer, cumpliendo de este modo la voluntad de Dios. Como ardían en el fuego del amor, ningún trabajo o carga les parecía un peso, sino una delicia cómoda, un placer dulce y celestial.

Su estilo de vida era simple, trivial, aunque adornado con un culto sincero y unas virtudes auténticas, con un trabajo útil, con méritos y saber. Su habitación era modesta, y modesto era su hábito; su alimento, sobrio, de modo que sus nobles almas estuvieran totalmente dedicadas al servicio de Dios y el bien del prójimo.

La habitación tenía unos pocos pasos de largo y unos pocos de ancho, con una ventana como mucho, y, como todo el edificio, estaba destinada a que el hombre sabio que reposaba en ella recuperara sus fuerzas para dedicarse a la tarea de educar a la juventud. Había un catre, una mesita, alguna silla, una estantería o armario, todo fabricado por el carpintero: este era todo el mobiliario de la habitación de los maestros. Había una jarra y un barreño de arcilla para contener agua para lavarse; un vaso y una botella de vidrio verde que contenía agua fresca para saciar la sed: esta era la vajilla destinada al religioso. Como signo de protección, un crucifijo sobre la mesa, o un cuadro del Redentor, de la Madre de Dios, del Santo Fundador y del propio Patrono colgados sobre la cama; esta era toda la decoración de la habitación. No había otro tipo de cuadros sino sólo de los santos, para animar al alma a caminar hacia el cielo. Libros espirituales, o para preparar las lecciones; un tintero, material para escribir era todo el instrumental que tenían para enseñar, para trabajar en la remisión y elevación de las almas; sus únicas ocupaciones eran la oración y la corrección de los ejercicios de los alumnos.

Su ropa exterior era la sotana negra de los Escolapios, con el cuello blanco doblado hacia el exterior, un ceñidor negro de lana, unos zapatos sencillos, un sombrero y un manteo. Todos iban vestidos igual; sólo se diferenciaban en el rostro y la manera de moverse. Como los primeros cristianos, lo tenían todo en común: nadie tenía nada propio. Cuando recibían dinero por celebrar misas, o por otros cargos o servicios hechos, inmediatamente lo entregaban al Superior para el uso común. Por lo cual cuando alguien necesitaba algo, lo conseguía sin dificultad; se auxiliaba a los enfermos fácilmente, sin omitir ninguna medicina o servicio que pudiera hacer el médico. Libres de preocupación por conservar la salud, podían entregarse libremente a la doctrina, y a elevar al cielo su mente, lo cual hacía su vida terrena alegre y tranquila.

Su alimento normal era un vaso de cerveza caliente para desayunar; tres platos a la comida y dos a la cena; o si era día de ayuno, alguna fruta o algo similar del huerto o del campo. La bebida era agua, cerveza ligera, y en las grandes solemnidades hidromiel, para celebrarlo. Los jóvenes no probaban el aguardiente; los mayores sólo muy de vez en cuando; una copita si era necesario. Del café y el té, no se conocía ni el nombre. El azúcar sólo se usaba como medicina para endulzar las hierbas. El vino sólo se usaba en la iglesia para celebrar el santo sacrificio, o para obsequiar a huéspedes de mucha categoría. Para una alimentación tan sencilla, para una vida tan simple, con pocos ingresos en la casa bastaban.

Nunca se interrumpían los actos de culto y las mortificaciones voluntarias. Se castigaba el cuerpo, para que estuviera sometido al espíritu y sostuviera el alma, de modo que el fervor en el servicio de Dios no se entibiara. Controlaban los sentidos con vigilancia atenta. Tenían ante los ojos continuamente los ejemplos del Pastor Divino, y siguiendo sus pasos caminaban hacia el cielo. La divina sabiduría, revelada en el Evangelio, era el punto de apoyo del fulcro con el que construían el edificio de la perfección cristiana. Esta sabiduría era la luz y la guía en el camino hacia el reino de la recompensa eterna; su manera de ser, su disciplina religiosa, su observancia, doctrina y virtud eran la luz y el sol de la casa.

En cuanto a conocimiento de las materias a enseñar, todos brillaban especialmente en el conocimiento de las letras sagradas, y competían en ellas casi como en el estadio. No carecían de estímulos, exhortaciones, ocasiones, instrumentos y ejercicios. Los teólogos y doctos eran tenidos en gran honor, y los jóvenes les escuchaban como a oráculos. No era raro que tuvieran diversas exposiciones y discusiones sobre cuestiones de teología en el tiempo de la recreación, y el Superior señalaba a los expertos el título de las proposiciones, disquisiciones y definiciones teológicas en este tipo de ejercicio. Los mayores, que brillaban por su resplandeciente ejemplo, eran llamados padres espirituales.

El Superior lo gobernaba todo de acuerdo con el Evangelio y lo prescrito en las Constituciones de San José de Calasanz, a las cuales se ajustaban él mismo y todos los religiosos. Cuando estaba ausente el Rector, le sustituía el Vicerrector. Cuando había que tratar asuntos de importancia, todos los sacerdotes eran convocados, y lo que se había deliberado o decidido se escribía en un libro, en el que firmaban todos después.

El dinero de la casa, como lo manda la Santa Iglesia, se guardaba junto en un cofre con tres llaves, custodiadas por tres sacerdotes, cada uno de los cuales guardaba una, y sólo se podía abrir el cofre en presencia de los tres, y esta era la manera de satisfacer las necesidades de la casa. El primero de los tres era el depositario, a quien se entregaba todo el dinero que entraba en casa, y él debía anotarlo en un libro. Otro era el encargado de los gastos, y era quien gastaba el dinero necesario en las compras. El tercero era el racionero o el que llevaba cuenta de todo, y se ocupaba de los libros de entradas y salidas. Si el Rector compraba algo, le daba la factura para que se encargara de pagarla.

Estaba el historiador nombrado por los Superiores. Que escribía la historia de la casa, aunque yo no la he encontrado; quizás alguno pensaba guardarla en algún lugar cuando se hicieron los cambios, y luego olvidó de dejarla donde convenía.

En una palabra: todas las cosas procedían de manera precisa, cauta y ordenada; y por la observancia de la regla todo tendía al bien y la felicidad de la casa, y a la bendición celeste. Recuerda un reloj, en el cual todas las partes están hechas como conviene, y ajustadas de tal modo que funcione perfectamente; todas la ruedecillas y piezas más pequeñas funcionan movidas por el mismo impulso, tal como lo designó el relojero, para cumplir su tarea. Y si alguna de desvía, se vuelve a ajustar, para que respete la norma, se corrija el error, se afirme lo que está suelto.

Nada turbaba la paz dentro de la casa. Sólo los jesuitas nos observaban e intentaban abatirnos. Emprendieron un pleito contra los nuestros de Vilna, y amenazaban la ruina de Werenowo. No dejaron de intentarlo con la Sede Apostólica, con el Rey y los gobiernos, para que a nosotros no se nos permitiera enseñar no sólo en Vilna, sino tampoco en Blotine o Werenowo, ni en Gieraniony, vecinos nuestros, donde llamados por el obispo trabajaban los nuestros en la iglesia, y algunos incluso murieron sirviendo allí.

Los jesuitas con sus insidias e intrigas fatigaban a los nuestros de los alrededores, y de tal manera maniobraron con el gobierno y con Roma que lograron prohibirnos que mantuviéramos las escuelas abiertas en Vilna, con un decreto real del 28 de marzo de 1738 en polaco. Así decía el decreto de Augusto III: “Inclinados a la santa justicia y equidad, queremos que sean respetados los derechos de todos, de modo que nuestra academia de Vilna siga cultivando todas las disciplinas y las virtudes entre los jóvenes por el bien público, y puedan florecer sin el impedimento de otras escuelas que puedan distraerles en otros lugares, para que sus derechos no sufran ningún detrimento. Por consiguiente, para que la juventud no sea distraída por la libertad de enseñanza, mandamos con nuestra autoridad real por el presente decreto que en adelante las escuelas de los RR. PP. de las Escuelas Pías abiertas abusivamente en Vilna, Blotine, Gieraniony y otros lugares distantes sean cerradas, de la misma manera que la Academia de Cracovia tiene sus derechos y los administra; y que bajo ningún pretexto ni excusa, ni bajo la forma de internado con enseñanza privada, se pueda abrir pro personas que no pertenezcan a la Academia de la Compañía de Jesús de Vilna, exactamente como ocurre con la Academia de Cracovia”.

Los nuestros protestaron contra este decreto demostrando que era inválido, y recurrieron al Pontífice, pues los Jesuitas no respetaban la voluntad y decisiones de la Cabeza de la Iglesia, rogando que se atajaran tales audacias. Al final se llegó al compromiso de Niesirezci, por el cual los Padres de las Escuelas Pías renunciaron a la escuela de Vilna, pero conservaron el internado. Este asunto duró desde el año 1723 hasta 1753.

Ignoro si esta escuela tenía muchos alumnos, y cuántos estudiantes pasaron por ella. No había ningún libro en el que se apuntaran los que ingresaban, por lo que no queda ningún vestigio de los que fueron educados allí. Ningún escrito, ningún recuerdo, ni siquiera un rumor: la fama de aquella escuela se hundió en el silencio eterno.

El edifico escolar era de madera, como todos los edificios de por aquí, y albergaba cómodamente a los jóvenes que lo frecuentaban. Sólo había una puerta exterior, orientada hacia el colegio, de modo que desde su habitación el prefecto y los maestros podían ver entrar y salir a los niños. Esta puerta daba paso a un amplio atrio o salón que no ocupaba menos espacio que todas las clases juntas. Era necesario ese amplio espacio, pues allí ser reunía toda la escuela con los ciudadanos cuando se celebraban las academias públicas; allí se daban las consignas e informaciones que se referían a todos; allí tenían lugar las representaciones teatrales después de terminar los exámenes, antes de que los niños se fueran de vacaciones a sus casas. A través del salón se pasaba a dos clases que estaban al fondo del mismo, separadas por una pared. Estaban amuebladas con simples bancas, y cerca de la puerta, en la pared entre dos ventanas, estaba la cátedra del maestro, también sencilla y de madera. Sobre la cátedra, en la pared, había una imagen de la Virgen Clementísima, único adorno de la escuela.

En el pueblecillo se escogían casas para alojar a los estudiantes, de modo que estuvieran libres de ruidos y de espectáculos menos modestos o de conversaciones inoportunas. En ellas no debía vivir nadie sino los dueños. Sólo se permitía ir a visitarlos a parientes y consanguíneos, y no sin alguna carta oportuna. El Superior y el Prefecto vigilaban para que todo estuviera limpio y bien ordenado, y que no hubiera nada que fuera peligroso para la salud o para las costumbres.

En cada casa el Prefecto designaba un director, preceptor, guía, custodio próximo e inseparable, bajo cuya tutela y ojo vigilante estaban todos los que moraban allí. Este director era él mismo un alumno de las clases superiores, y tenía derecho de precedencia y gobierno sobre los de las clases inferiores, procurando que actuaran con diligencia y de acuerdo con las buenas costumbres. Le correspondía cuidar a los alumnos como a la pupila de su ojo, para que no cometieran faltas; procurar que respetaran fielmente los horarios y tareas que estaban indicadas en un cartel preparado por el Prefecto, y que debía estar siempre colgado en la habitación de los alumnos; explicarles las lecciones que no entendían bien; preguntarles la lección; preparar bien a los suyos, educarlos y hacerles actuar honradamente; preservarlos de todo error y vicio; enseñarles los principios religiosos y morales; precederles en las devociones domésticas; acompañarles a la iglesia y la escuela, y luego de vuelta a casa, convirtiéndose en garantes en todo lo referente a sus pupilos. El Prefecto vigilaba atentamente que todas estas cosas se cumplieran estrictamente, al pie de la letra, y a menudo visitaba las casas, para ver que todo iba correctamente.

Ningún discípulo podía salir de casa y visitar a otros sin permiso escrito, aunque vivieran cerca. Para salir a paseo fuera del pueblo sólo podía dar permiso el Prefecto, que solía acompañarlos, o enviaba un maestro en su lugar.

La distribución del horario estaba indicada en un cartel en la habitación de cada alumno, preparada por el Prefecto, y era como sigue:

  • A las 6 de la mañana, levantarse, oración, preguntar las lecciones, desayuno.
  • A las 7, Misa y después derechos a la escuela.
  • De 8 a 10, lecciones, después de las cuales volvían a casa y tenían estudio.
  • A las 12, almuerzo, y luego preguntar la lección.
  • De 2 a 4, lecciones, después vuelta a casa, merienda, estudio.
  • A las 7, cena; luego recreo y estudio.
  • A las 9 oración de la noche, y a dormir.

Los martes y jueves no tenían clase por la tarde en la escuela, en lugar de lo cual ponían orden en la casa, escribían, hacían deberes, o bien jugaban en el terreno escolar o fuera del pueblo en campo abierto, siempre bajo la mirada del Prefecto, maestro y directores.

Todos los alumnos acudían a su respectiva clase al primer toque de campana, media hora antes de empezar las lecciones. Entonces eran interrogados por los auditores sobre lo que tenían que estudiar; estos tenían asignada la tarea de escuchar a los colegas que les habían sido asignados, y luego escribir en el llamado cuaderno de respuestas con su propia mano el resultado del examen. Los alumnos que respondían mejor eran llamados emperadores, y eran los auditores de los auditores, a los que examinaban ellos mismos. Todos iban ascendiendo a estos grados a medida que progresaban en los exámenes.

A quien respondía bien, se le escribía en el cuaderno de respuestas sc, o sea “sabe”; a quien respondía a medias, nb, o sea “no bien”; al que respondía mal, nr, o sea “no respondió”; al que no se había preparado, ns, o sea “no sabe”; a los que estaban ausentes o llegaban tarde, 0. Con el cual en el cuaderno se veía fácilmente quiénes serán los alumnos aplicados y quiénes los negligentes.

El maestro cuando entraba en clase se arrodillaba en la escalera inferior de la cátedra y comenzaba la oración “Veni, Sancte Spiritus”, que terminaba con los alumnos, y después del versículo y la oración establecida recitaban todos “Sub tuum praesidium”, todo en latín. Inmediatamente subía a la cátedra e inspeccionaba el cuaderno de respuestas. A los diligentes les alababa; a los negligentes les dirigía unas advertencias paternales, y les animaba a corregirse. Los maestros no se ocupaban solamente de explicar sus materias, sino que intentaban formar a los alumnos integralmente, infundirles la verdadera piedad, el amor a Dios y al prójimo, a la religión y a las virtudes, de modo que los alumnos llegaran a ser miembros vivos de la Iglesia y honra de la sociedad. Se las arreglaban para dirigirles ese tipo de exhortaciones cada vez que se les presentaba la oportunidad. Bien cuando enseñaban cualquier materia, bien cuando se relajaban en el juego, sabían aprovechar sagazmente las cosas que ocurrían y convertirlas en educación para los alumnos. En una palabra, procuraban que los niños se hicieran semejantes a los ángeles, y como tales los trataban. Esa es la finalidad, el objetivo, el deseo, la razón de ser de las Escuelas Pías de las Escuelas Pías fundadas por S. José de Calasanz.

El primado de la escuela se daba sólo a la excelencia escolar, a las buenas costumbres y al progreso en el conocimiento; no se tenían en cuenta otras cosas. El huérfano que vivía de la limosna, con una ropa raída, o el proveniente de una familia noble reducida a la pobreza, pero que era diligente en el estudio y recomendable por su buen comportamiento, tenía el primer lugar en la clase, mientras que era relegado al último lugar al que no rendía lo suficiente, hasta que su comportamiento y energía en el estudio no mereciera un lugar más alto.

El emperador y los auditores cambiaban cada mes, para que nadie fuera excluido de esos cargos. Viviendo dignamente y dedicándose a estudiar con ganas, todos podían presentarse al examen para ser el primero, y si superaba al que tenía el cargo, ocupaba su lugar. Como existía el peligro de perder la categoría que uno tenía, todos se sentían estimulados para esforzarse todo lo posible, para que no los pillaran sin estar preparados y les quitaran el puesto. También ocurría a veces entre los negligentes que intentaban desafiar a sus jefes para quitarles el puesto, y como esto alguna vez ocurría, también a ellos les crecían las plumas y en adelante se convertían en buenos estudiantes.

En la escuela y en la iglesia se guardaba total silencio, y cualquier falta en este sentido era anotada en el registro por el censor designado, y el Prefecto o el maestro eran informados, y decidían qué castigo debía aplicarse. Gracias a eso había disciplina, y el orden sin el cual no se puede hacer nada.

La clase comenzaba con la oración, y terminaba de la misma manera, con lo cual en las mismas lecciones se instilaba el licor de la religión y de la piedad, mostrando que en estas escuelas todo se organizaba, preparaba y hacía en nombre de Dios y para su gloria. En lo que se refiere a la catequesis, todos se esforzaban para grabar en los ánimos de los alumnos los dogmas de nuestra religión, el amor, el propósito de cumplir los santos mandamientos de Dios y de la Iglesia hasta el último suspiro de vida. Los ex alumnos a los que se había dispensado esta celestial doctrina se esforzaban por vivir como habitantes del cielo, siendo al mismo tiempo óptimos ciudadanos y sumamente provechosos: así intentaron vivir los discípulos y seguidores de Cristo.

En Werenowo había cuatro clases, cada cual con un maestro, y se distinguían en el nombre por la materia que se enseñaba en cada una. La primera era llamada “ínfima”; la segunda “de Gramática”; la tercera “de Poesía”, y la cuarta “de Retórica”. En todas se hablaba solamente latín; la lengua vulgar se usaba solamente para leer, y para traducir del latín. En las clases superiores los alumnos escribían en latín sobre temas propuestos. Las oraciones se decían en latín; los más adelantados ya entendían el latín, y los más pequeños se iban acostumbrando al latín, y rápidamente lo captaban. De hecho se les enseñaban ejemplos de los clásicos, para que se familiarizaran con ellos tanto en casa como en la escuela, y la cosa funcionaba muy bien. ¿Qué ocurría? Al pedirles que repitieran las narraciones, las mentes de los alumnos se motivaban, y la cosa producía óptimos frutos.

A finales de cada mes había exámenes, presidiendo el Rector, que juzgaba sobre los progresos; a final de año se tenían los exámenes ante las autoridades y otros ciudadanos, antes de que los alumnos se fueran de vacaciones.

Todos los alumnos escuchaban cada día la misa de rodillas; sólo se levantaban al leer el evangelio. Los días de fiesta iban dos veces a misa, y luego tenían sermón y catequesis. En la iglesia entraban de dos en dos, y cada cual iba a su sitio haciendo la genuflexión ante el Salvador presente en el Santísimo Sacramento, mostrando el debido honor. Las clases inferiores tenían su sitio más cerca de la cancela; las superiores, más atrás. Todos esperaban modestamente la salida de la sacristía del sacerdote celebrante; entonces el Prefecto y un maestro, que asistía a misa, comenzaba el “Tantum ergo Sacramentum”, que los alumnos continuaban hasta el final; el sacerdote recitaba entonces la antífona y la oración correspondiente, y comenzaba la misa, que los alumnos escuchaban, cada cual con su libro de misa, respondiendo a la parte de las oraciones que les correspondía. Acabada la misa, recitaban con el sacerdote las breves oraciones prescritas al final. Después de lo cual salían de dos en dos y se dirigían a clase.

Cada mes recibían el sacramento de la Penitencia, y antes de la solemnidad de la Resurrección se preparaban a ella durante unos días con unos ejercicios espirituales. Existía en la iglesia una Cofradía de la Virgen Clementísima, a la cual todos los alumnos se honraban en pertenecer como cofrades. Para honrar a la Madre de Dios estaban obligados a recitar el Oficio Parvo de la Virgen, y practicar las obras de misericordia y la piedad. Entre ellos elegían un prefecto y un subprefecto, y otro que se cuidaba de los enfermos. El que había sido elegido prefecto, en la fiesta de la Virgen Clementísima desde un podio recitaba de memoria en la iglesia un sermón elaborado o corregido por el maestro de Retórica; luego por la tarde invitaba a merendar a los maestros y a los cofrades más importantes. Los padres procuraban que todo fuera hecho con dignidad por sus hijos. Los cofrades cantaban los Maitines de María los domingos y días de fiesta, en la escuela si hacía mucho frío, separados los alumnos de las clases superiores y los de las inferiores. El lugar para esta devoción recibían el nombre uno de oratorio mayor, y otro de oratorio menor; cada uno tenía su Presidente, que era uno de los maestros. Cada uno escribía el nombre de los que habían pedido ser miembros en el libro de la cofradía, y firmaba como testimonio.

Cuando dejaba de hacer frío, los miércoles por la tarde después de clase, y hasta las vacaciones de verano, todos los cofrades iban a la iglesia y de rodillas ante el altar de la Virgen Clementísima cantaban las letanías lauretanas, y “Sub tuum praesidium”, y luego “Dios eterno y único, dígnate oír nuestras indignas oraciones”.

De que se llevaba a cabo exactamente así la educación e instrucción de los jóvenes, pueden atestiguar hoy los discípulos de otro tiempo de las Escuelas Pías, sobre cuyo testimonio no cabe sospecha ni ambigüedad.

Los méritos con los que los maestros llevaban a cabo sus tareas los maestros son obvios, aunque no nos ha quedado nada de ellos individualmente. No querían que se celebraran sus logros, ni que se hablara de ellos a los que vendrían luego. Ambicionando el cielo, no estaban en absoluto interesado en los aplausos terrenos, ni que los recordaran los hombres. Enseñaban oralmente, y no compusieron o escribieron ningún libro. Todo su tiempo era requerido por la iglesia, y por la escuela, para prepararse de manera que llevaran a cabo perfectamente su poderosa vocación, como sacerdotes y como maestros. El tiempo transcurría útil, gozosa y suavemente: ¿qué puede haber más útil, gozoso y suave que emplear el tiempo, don de Dios, para gloria de Dios y utilidad del prójimo? ¿Qué puede haber más loable que su abnegación, su tipo de trabajo? Una vida y una muerte activa, laboriosa y piadosa son un ejemplo y una invitación para otros.

A pesar de que no buscaban ninguna alabanza humana, sin embargo dejaron una magnífica opinión de sí mismos, y por ellos se ha hablado y escrito de manera muy honrosa para toda la Orden. Pero aunque no se dijera nada, el efecto es evidente: ¿quién podría decir que una flor era estéril o marchita, si al trasplantarla a un terreno más fértil produce frutos más abundantes y dulces?[Notas 2]

Notas

  1. Escolapio polaco (1700 – 1773). Fue pedagogo, reformador educativo, escritor político, poeta, dramaturgo, el precursor principal de la Ilustración en Polonia. (N. del T.)
  2. Es muy probable que el P. Wojzswillo narre aquí sus propias experiencias infantiles, un tanto idealizadas, y vividas un siglo más tarde. (N. del T.)