ViñasEsbozoGermania/Cuaderno03/Cap16

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Capítulo 16º. Sobre los primeros frutos de las misiones en Germania

Después de mostrar y alabar algunos triunfos obtenidos por los nuestros sobre la herejía, escribe el P. Francisco Bonada: “Con el error, con la perfidia, con el crimen; esa era la lucha, ese era el trabajo de los hijos, mientras el padre elevaba sus brazos suplicantes al cielo por los combatientes y, nuevo Josué, daba así comienzo a la victoria”. Es digno y justo citar a los hijos los egregios hechos que el padre llevó a cabo en Roma, tanto por medio del la oración, como de los milagros y la profecía, para extirpar la maldad herética y para propagar la Orden en Germania.

Al final de marzo del año 1636, Mateo Juan Judicky, canónigo de la iglesia metropolitana de Gnezno y archidiácono de Vladislava, vino a ver a José de parte de Cristóbal Tucinsky, prefecto de Poznan y senador de Polonia, que tenía ochenta años y había decidido venir a Padua para buscar la curación, y llevaba como compañero de viaje al canónigo. Salidos de Polonia, y viajando despacio, se detuvieron los dos unos días en Moravia, donde, admirados ante la virtud, el trabajo y el fervor de los nuestros por ayudar a la gente, preguntaron curiosos por el instituto, y oyeron muchas cosas de su fundador, y decidieron ir a hablar con él cuando llegaran a Roma. Después de lograr la curación en Padua, fueron a Loreto movidos por su piedad. Allí el senador, impedido por la enfermedad, envía a su acompañante a ver a José, para pedir salud y herederos para él. Este era un hombre detestado públicamente por la maldad herética, pues había separado a la gente de su territorio del error, y sufría a menudo las insidias de los consanguíneos, que se obstinaban en proteger la herejía, a quienes iría le herencia por derecho legítimo si no tenía sucesores. Sólo tenía un hijo que había tomado esposa, pero hasta entonces no tenían ningún hijo, ni lo esperaban. Por ello pidió a su amigo que no deje de rogar a José.

Tan pronto como el canónigo llegó a Roma, al día siguiente fue a ver a Calasanz, y le rogó con insistencia para que escuchara su súplica, no dudando que en cuanto la hubiera oído le ayudaría. Pero el santo se turbó, y se excusó a causa de sus pecados, diciendo que él formaba parte del grupo de aquellos cuyas oraciones no escucha Dios, y no pudo convencerlo con ninguna razón para que aceptara un asunto de tal importancia. Se fue asombrado no poco por su modestia, y al mismo tiempo triste porque la cosa no había salido bien. Entonces un tercer compañero del conde polaco, el sacerdote y patricio Alberto Grealicio, hizo el mismo camino para visitar a José, y tanto ruega mostrando el interés de la Iglesia y de la religión (pues se trataba principalmente de los herederos de Tucinsky) en la persona de aquel hombre tan enemigo de la maldad herética, que al final el Siervo de Dios prometió que haría solemnes oraciones por él, y después de tres días les daría alguna respuesta. Entonces él, que casi había logrado su deseo, le urgió con vehemencia para que, además de por el bien de la Iglesia, orara por la salud del senador y por el obispo de Vladislava, del cual él mismo era vicario, y le debía el sacerdocio, pues temía que, estando él ausente, dejara el mundo de los vivos, pues era ya muy mayor.

Después de tres días volvió, y llevándolo al oratorio, Calasanz le dio esta respuesta: habían orado ferviente a Dios él y los suyos, míseros hombrecillos de barro, para que les concediese la gracia que pedían, no por los méritos de él, sino por los de aquellos que la habían pedido. Y en consecuencia cuando llegase a Bolonia el senador ya no estaría enfermo; antes de que volvieran a Polonia, su hijo sería padre, y si temían a Dios, tendría otro descendiente, y quizás un tercero; en cuanto al obispo, estaba bien, y conocería mayor gloria, a causa de su insigne piedad, y alcanzaría una edad más avanzada de la que se puede esperar. Cuando el archidiácono recordó la vejez del obispo Matías Lubiensky y le oyó hablar de sus virtudes, que creía que José desconocía, lo tuvo todo como un oráculo. Y no se equivocó. Pues el senador, recobrada la salud en Bolonia, al llegar a Padua recibió el anuncio de su hijo de que tenía un nieto, y cuando volvió a Polonia tuvo aún dos más; en cuanto al obispo, con muy buen salud fue hecho cabeza de la diócesis de Gnezno, y vivió ochenta y tres años (P. Bonada).

El reverendísimo Sr. Fernando Leopoldo Benón de Martinitz, Prepósito de Visegrad, canónigo de Passau, Salzburgo y Praga, había tomado el hábito clerical en el año 1642. Envió una carta a Roma a nuestro Santo Fundador, escrita de su puño y letra, que se conserva hoy en nuestro Archivo general y que dice lo siguiente:

“Ruego por amor de Dios a Vuestra Reverendísima Paternidad que me reciba en su Orden de las Escuelas Pías, y que Dios realice este deseo mío por puro amor suyo. Me encomiendo a él tanto más cuanto tengo gran necesidad de que Dios me guarde. Confío en su gracia”.

José le aconsejó que sería mejor que se esforzara en el estado clerical para hacerse digno de alguna dignidad eclesiástica en Germania o en Bohemia, en la cual aprovecharía más para el servicio de Dios y beneficio de la Iglesia. Y entonces escribió José una carta a su ilustrísimo padre, el conde Jaroslaw de Martinitz, en aquel tiempo Burgrave mayor de Praga, una carta cuyo borrador o primera redacción se conserva en el citado archivo, y que no dejaré de copiar aquí:

“Ha venido por cortesía y devoción a escuchar y ayudarme en misa 3 o 4 veces el Sr. Fernando Leopoldo Benón, hijo de V. Excelencia, y hablando después con él, he descubierto que tiene un gran deseo de perfección cristiana. Pero yo, considerando su cualidad y el estado de V. Excelencia, he creído conveniente darle el consejo de que hará una cosa mucho más agradable a Dios si procura hacerse idóneo en las letras y en la virtud en el hábito actual, de modo que merezca ser elevado a algun obispado en el que pueda mostrar, con su vida ejemplar, el espíritu que mostró S. Carlos, obispo de Milán, y que otros santos prelados han mostrado en sus respectivas diócesis. En ese estado daría mayor servicio y provecho a la Iglesia de Dios que haciéndose religioso de alguna Orden muy observante. Y para adquirir tal perfección, el lugar más a propósito es Roma, donde hay personas de gran perfección y letras en todos los estados. Pero no todos los que vienen a Roma aciertan en el modo de adquirir esa perfección, porque no deben buscarse las dignidades, como hacen algunos, sino la verdadera virtud para corresponder al gobierno de las mismas. Rogaré por este fin al Señor, y no sólo por su hijo, sino por V. Excelencia y todos los de su casa, en la que deseo siga aumentando la gracia divina” (P. Nicht).

En el ánimo de nuestro Padre José estaba arraigado ejercer influencia sobre algunas personas para aumentar y defender la fe católica, para favorecer la honradez de costumbres, por una vida digna de alabanza en obispos y magistrados. Insistía con ruegos, como hemos visto, para que hicieran por Dios cosas admirables, para que así de ningún modo pudiera crecer la herejía. Se privaba a sí mismo y a su Orden de hombres egregios, para que dedicados al rebaño de los fieles, miraran por el incremento del cristianismo, vigilando con solicitud paterna. Con todas su fuerzas procuraba ofrecer el apoyo más enérgico para redimir la sociedad por medio del instituto de las Escuelas Pías, inspirado por Dios, de modo que subyugara con el cetro de la verdad a los trastornadores acérrimos de aquella sociedad, devolviéndolos a la vía de la virtud. Si uno examina atentamente la historia de nuestra Orden descubre que Calasanz trataba con máximo ardor y casi con delectación de espíritu nuestras cosas de Germania, y que cuidaba mucho todas las cosas, no sólo con consejos y órdenes para consolidar las fundaciones, sino también por el amor con que trataba a los hombres enviados allí. Como si adivinara José que el favor de las gentes, senados y príncipes de allí favorecerían en el futuro a las Escuelas Pías, agradecidos por los logros allí en la educación de la juventud, en la eliminación de los errores heréticos, en la restauración del culto divino, en un tiempo en que en Roma, centro del orbe católico, hijos de índole nefasta y más duros que piedras no enrojecerían tratando cruelmente con burlas y calumnias al Padre y su instituto.

¿Cómo se ve que Calasanz estaba siempre atento a que los frutos de los hijos enviados fueran excelsos? Vivía en Frascati cuando envió una carta al P. Juan García el 23 de mayo de 1632 en la que le decía: “Recibo gran consuelo de las cosas que se hacen en Germania; quiera Dios que la santa fe sea exaltada y la herejía extinguida”. Estaba preocupado al recibir las noticias en las que se le informaba que había comenzado la guerra entre católicos y herejes. Los hijos se esforzaban por enviarle cartas, en especial el P. Ambrosio Leailth, en las que a veces le exponían las dificultades que alegaban los herejes para diferir o rechazar su conversión, principalmente la confesión auricular; a veces cómo trabajaban infelizmente contra la supina ignorancia de la religión. “El sábado pasado (escribe el citado P. Ambrosio), 9 de febrero, quise mostrar a los de mi comunidad la extrema necesidad de aquellos pobres, poniendo en medio a dos herejes que tenían la intención de abrazar la fe católica, para enseñarles en su presencia las verdades básicas de nuestra fe; mostré a todos claramente que los enfermos de herejía no sabían qué es la cruz, quién es Dios; e ignoran todas las cosas relativas a su salvación”.

El Padre recibía un gran gozo cuando recibía cartas de sus hijos, y con admirable placer las comunicaba a la Sagrada Congregación de propaganda Fide. Escribía el 30 de marzo de 1639 al P. Onofre Conti del Stmo. Sacramento a Nikolsburg:

“Le informo que habiendo entregado copia de lagunas cartas y algunos pasajes de otras cartas escritas a mí por padres de esa Provincia, a Mons. Ingoli, secretario de la Congregación de Propaganda Fide, él tuvo el gusto de leerlas a dicha Congregación, con mucho gusto y aplauso de todos los señores cardenales, y tomaron la resolución de que dicha Sagrada Congregación escribirá o hará escribir una carta a nuestros padres de Moravia para que sigan adelante con esas santas actividades, que la citada Congregación apoyará en cuanto sea necesario. Pero que todo aquello que puedan hacer por la conversión de los herejes, no sólo de los niños que vienen a la escuela, sino también de los adultos, lo hagan con toda diligencia y caridad”. (P. Nicht).
Se les envió una carta a los padres en este sentido, como prueba un escrito del P. Ambrosio desde Nikolsburg, el día 25 de mayo de 1639, a los cardenales que tienen a su cargo la propagación de la religión: “Nuestros religiosos ahí y en otras partes no dejan de emplear el pequeño talento que recibieron de la divina Majestad por el bien del prójimo y por la salvación de católicos y protestantes, y cada día aparece de manera visible la asistencia del Señor en estos ejercicios, pues de día en día aprovechan confirmados en las buenas obras, renuncian a sus errores y se convierten a la fe verdadera; recientemente ocurrió que, tras haber sido preparados por ellos, alrededor de doscientos herejes volvieron a la lista de Cristo, entre ellos hombres ilustres por el nombre y el poder, cuyo ejemplo será de importancia en lo sucesivo. La ciudad de cuyo cambio a mejor escribí antes a nuestro General José es Tirnholt, que con la ayuda de Dios, ha abrazado la obediencia de la fe católica con sus pueblos y aldeas. Y también ha sido firmemente atraída al bien Prerovia, ciudad próxima a Lipnik, ciudad en la que viven nuestros padres” (P. Talenti y P. Bonada).

El P. Juan Francisco Bafici escribe de Nikolsburg a José en Roma el 24 de septiembre contándole lo siguiente:

“Si no fuera por las presentes calamidades de la guerra, Vuestra Paternidad sería importunada por muchos que desean nuestra obra, como ya ha sido importunada por polacos y bohemos. Otros, que han pedido y aún piden nuestro instituto, esperan ser consolados cuanto antes, con el cumplimiento de la promesa hecha por los nuestros de que cuando haya religiosos disponibles ellos serán los primeros servidos. El judío que recibía catequesis en nuestra casa ha sido recibido en el bautismo por el Sr. Príncipe, y unos días después trajo otro. No falta mies ni cosecha. Todo para mayor gloria de Dios”. (P. Talenti).

Luego el P. Alejandro Novari informaba desde Lipnik el 19 de octubre de 1639 que dos de los nuestros habían ido a la zona de Meztrice, y que uno oyendo confesiones, y el otro predicando la Palabra de Dios a la gente, habían conmovido de tal modo los ánimos de aquellos bárbaros, llamados valacos, por su perversidad semejantes a las fieras, que los habíanhecho más moderados y receptivos al razonamiento humano, y entre ellos habían sacado a 73 próceres, es decir senadores, cónsules, así como seis gobernadores y jueces de aquellos castillos, que son muchísimos, de los errores en los que habían estado por muchos años en aquella provincia. Si no ocurre algo nuevo que cree garndes dificultades, y nada se opone a los nuestros, con la ayuda de Dios es de experar que en un futuro próximo serán borradas las deformes cicatrices que han mantenido esclavizado a todo un pueblo desde hace mucho tiempo. (P. Bonada).

El P. Onofre Conti anunciaba estas y otras cosas de gran consuelo al Cardenal protector Alejandro Cesarini el 10 de enero de 1640 desde Nikolsburg, y el P. Alejandro Novari a nuestro padre José el 2 de mayo del mismo año desde Lipnik. Así lo cuenta el P. Bonada:

“En lo que se refiere a los católicos, se anunciaba lo siguiente por carta al Cardenal protector y al fundador de la Orden: ya abandonaron las malas costumbres, entre ellas principalmente el uso de cuadrúpedos en días prohibidos, a causa del trato inveterado con los herejes; las iglesias, que antes estaban vacías, ahora están tan frecuentadas como en Italia; reciben mucho más a menudo el sacramento de la confesión; y la Sagrada Hostia, que antes recibían apenas una vez al año, ahora la reciben más a menudo y de manera correcta; en una ciudad en la que está nuestra casa, los días de fiesta van a misa mil o dos mil personas. En lo referente a los herejes, no se recuerda nada más solemne en la iglesia que la alegría por la enmienda pública de algunos; algunos vinieron a nosotros que nos llamaban antes falsos profetas, y que después de abjurar de sus errores nos llaman padres; en una ciudad han desparecido los perversos dogmas que toda la gente había aprendido en su niñez; ocho pueblos de los bárbaros llamados valacos aprovechan de la fe hermana de Cristo. Hay en ellos diez mil habitantes, de los cuales dos mil ya han abjurado de la herejía, y se espera que los demás, con la gracia de Dios, vuelvan a la fe de Cristo”.

En el mes siguiente de junio, el día 17, el P. Lucas Agresti escribió desde Straznice a Roma para contarle a nuestro Santo Padre la sagrada pompa en la fiesta de la octava de Corpus Christi, con las palabras que siguen: “En esta ocasión alrededor de ochenta herejes fueron recibidos en el seno de la santa religión católica”. Y el P. Alejandro Novari, desde Lipnik, el 6 de octubre: “Se celebró la fiesta de San Francisco, titular de nuestro templo, con indulgencia plenaria, y acudieron muchos fieles y gente; vinieron siete curas párrocos con su respectivo grupo de fieles; también dos canónigos de Olomuc; el archidiácono, y el Rvmo. Sr. Lustrier. Este celebró solemnemente la misa, y distribuyó la sagrada comunión a seiscientos fieles, la cual otros recibieron antes y después de la misa, con lo que suman en total de ochocientos a mil. En esa fiesta seis herejes renunciaron a la secta luterana, y el comandante del cuartel (de cien hombres) y otros dos oficiales del castillo se confesaron y recibieron la comunión, y él despidió a su concubina, con la cual había estado muchos años” (P. Talenti).

Estas cosas y otras muchas y más ilustres del género contaban los hijos al Padre, en las que claramente decían lo provechosos que eran, en un resumen que expresaba su piedad. Esta es la verdad de la historia, según las cartas que conservamos religiosamente (P. Bonada)

Notas