ViñasEsbozoGermania/Cuaderno08/Cap50

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Capítulo 50º. Sobre el Rvdo. P. Martín Mozer de Sta. Elena.

Ojalá imbuyamos nuestro ánimo con la gracia de las virtudes que un religioso de nuestra Orden ejerció de manera magnífica durante estos tiempos.

Martín de Santa Helena, en el siglo Juan Mozer, eslavo de nación, nació el 15 de diciembre de 1685 en Kiezmarkini de Szepes, de padre bávaro y madre húngara, y desde su más tierna edad empezó a brillar por su piedad. Pues habiendo sido dotado por Dios con un alma buena, se dedicó en serio al cultivo de las virtudes.

Aprendió felizmente las primeras letras en la escuela de los Padres de la Compañía de Jesús, y luego trabajó con ellos vestido de seglar, enseñando sintaxis en su colegio de Levoca. El año 1707 pidió y obtuvo ser contado en el número de los Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías. Admitido como huésped y todavía vestido con la ropa de seglar, su superior para probar su virtud lo dirigió hacia las puertas de la cocina del colegio. Hizo lo que se le mandaba, con ánimo pronto, sin temer las risas y los silbidos de aquellos con quienes se cruzaba, y no dejó ese trabajo hasta que se lo mandaron. Esto hizo pensar a todos que iba a ser de mucho provecho para la Orden. El día 8 de diciembre recibió el hábito religioso, y se esforzó por mantener siempre su ánimo sin mancha, con el único intento de despojarse del hombre viejo con sus obras, tal como aconseja el Apóstol, y vestirse de Jesucristo. No necesitaba estímulos para la virtud, sino que él mismo era estímulo para los demás. Era piadoso, humilde, modesto y obediente. En todas ellas se ejerció de tal modo que transcurridos felizmente los dos años del noviciado mereció ser admitido a la profesión de los votos solemnes, que luego durante toda su vida renovaba cinco veces al día, concretamente por la mañana, a mediodía y por la tarde al toque del ángelus, en la misa y en la visita al Sacramento de la Eucaristía.

En el poco tiempo dedicado al estudio de las letras aprovechó mucho, de modo que fue un eximio profesor de ciencias, que enseñó con gran alabanza durante doce años en las casas más importantes de la provincia. Después de presentar su tesis teológica, enseñó brevemente algunas de las materias tratadas en ella. Pero sobre todo aprovechaba en los ejercicios de piedad, a los que dedicaba todo su espíritu, y nunca los dejó de lado, pues esa era la razón por la que se había hecho religioso. Como su vocación se inclinaba normalmente hacia el amor especial que Dios tenía hacia aquello que había llamado a la Orden, a menudo dirigía su mente y su ánimo en esa dirección. Excitado por la fuerza de la consideración de esta devoción divina, recorría enérgicamente el camino del Señor y de sus mandamientos, y no había nada que pudiera frenarle en el camino de su virtud.

Se esforzaba mucho por observar la disciplina religiosa, y las reglas mínimas de la Orden las hacía máximas, y para animarse a observarlas, tenía ante los ojos en su habitación una imagen de Cristo en su pasión, y se imaginaba que le hablaba y le mostraba cuál era la voluntad de Dios manifestada en la regla. Procuraba tener la presencia de Dios regularmente en sus acciones, y solía realizar diariamente frecuentes actos jaculatorios: por medio de las cosas creadas procuraba elevarse hasta Dios, que es su su fin. Ante las obras más notables comprendía con fe viva que Dios, presente en todas las partes, disponía como director del mundo las cosas prósperas y las adversas, y era remunerador justísimo de los buenos y de los malos. Para ponerlo en práctica más fácilmente, dirigía hacia él la intención de las cosas más notables. Por la mañana al despertarse desde el principio dirigía su alma a Dios de corazón y de palabra. Luego se arrancaba violentamente del descanso y enviaba la pereza al diablo.

Recitaba con suma piedad las horas canónicas, después de ser ordenado sacerdote. Ofrecía cada una en memoria de lo que el Señor Cristo sufrió durante la pasión. Antes del oficio invitaba a la Virgen, los ángeles y los santos de Dios a unirse con él en la alabanza. Y como tenía una especial devoción hacia su patrón San Martín, obispo de Tours, siempre hacía su conmemoración en laudes y en vísperas.

Celebraba el sacrifico de la misa con modestia y devoción, para poder edificar a los asistentes. Procuraba mientras iba al altar no mirar a nadie de los que estaban reunidos en el templo. Si tenía que hablar con los penitentes, en la medida de lo posible no hablaba hasta después de celebrar la misa, para celebrar de una manera más digna.

Era muy aficionado a la oración, tanto vocal como mental, de las que no había que prescindir; esto era una cosa que solía decir. “Ningún mercader es tan necio que se ocupe de cosas sin importancia cuando en otro lugar la ganancia importante es segura, ni un mendigo se aleja del lugar en el que dan limosnas generosas”: así más o menos terminaba los ejercicios piadosos de la comunidad.

Era muy devoto de la Santa y Augusta Trinidad. Los domingos no sólo hacía tres acciones o mortificaciones de algún tipo en honor de la Santa Tríada, sino que solía hacer una obra muy notable ante la Santísima Trinidad y toda la curia celestial cantando siempre el Trisagion. Luego, antes de la oración mental de la mañana, visitaba el altar del Santísimo Sacramento y allí adoraba a la Trinidad. Después iba a las casas de los seglares donde había niños, les preguntaba sobre la Santa Trinidad y les enseñaba a todos.

No tenía menor devoción a Jesucristo en la Pasión y Crucifixión, cuya imagen siempre llevaba consigo y apretaba contra el corazón. Cuando entraba en su habitación, se ponía de rodillas y adoraba el crucifijo, y le besaba los pies. Cuando veía la imagen del Salvador colgando del leño, inclinando reverentemente la cabeza decía la antífona “Te adoramos, oh Cristo”. A menudo, especialmente el viernes, se sentaba a orar en el monte Calvario al pie de la cruz del Señor, en el lugar de S. Juan, para recibir a su cuidado a la Santa Virgen por un lado, y por otro para compensar las blasfemias del mal ladrón alabando a Cristo, y para pedirle que le guardar un puesto en el cielo, como compañero de San Dimas.

Con respecto a la Santísima Virgen María sentía el afecto de un hijo para con su madre; se alegraba de vivir en su Orden, y lo contaba como uno de los beneficios singulares de Dios. A sus compañeros religiosos les exhortaba a que fueran hijos y siervos de la Virgen, puesto que mostraban un gran respeto y servicio hacia Jesús, mostraran el mismo hacia aquella de la que Jesús era hijo. Mientras estuvo en Varsovia fue nombrado por los superiores Presidente de la Cofradía de Santa María Virgen de las Gracias; apreció tanto este encargo que lo consideró como una gracia divina. Los sábados dedicaba tiempo a meditar sobre la Santa Virgen, tomando materia de la Salutación Angélica, o de algún otro himno. Celebraba de manera especial la fiesta de la Inmaculada Concepción, porque en aquel día se había despedido del mundo y había pasado a formar parte de los Pobres de la Madre de Dios.

Unía la pureza de ánimo a la devoción, y para conservarla cada sábado hacía la confesión semanal; cada mes la mensual, y cada trimestre la trimestral, arrepintiéndose de las faltas más graves, para poder llevar a cabo más fácilmente la renovación de votos. Prefería la obediencia a todos los bienes, y cuando iba al recreo o a la ciudad, decía: “hagamos esto por obediencia”, y a todos los superiores mostraba obediencia. Se esforzaba mucho por vivir la pobreza en Dios, y para dar o recibir las más pequeñas cosas pedía permiso a los superiores. Una vez fue enviado de Podolín, donde vivía entonces, a Silesia, al pueblo de Bielsko, distante veintiséis millas de Podolín, a buscar pan para el colegio, y como dinero para el viaje tomó sólo nueve monedas polacas; pero mendigando lo necesario, fue con los caballos y el conductor, y volvió a casa con el dinero que le habían dado para el viaje, y se lo devolvió al superior.

En su rostro, su manera de andar, su manera de hablar y en todo el cuerpo tenía la costumbre de mostrar modestia, cosa que conviene al religioso humilde. Era totalmente ajeno a disputas y lides, y si veía a los que litigaban muy apasionados, intentaba ponerlos en paz. Cuando hablaba con seglares, lo hacía de tal modo que les edificaba con la palabra y con el ejemplo, y en todas circunstancias estaba muy atento para poder conducirlos hacia conversaciones espirituales.

En los recreos comunitarios solía introducir algún tema provechoso, y si se hablaba de temas vanos, modestamente solía decir: “hay que dar cuenta de toda palabra ociosa”.

Cultivó con empeño la virtud de la humildad. Nunca se le oyó hablar de los defectos de los demás ante otras personas, ni siquiera consigo mismo. Si pedía a alguien un favor y no se lo quería hacer, se acordaba de su propia desobediencia para con Dios. Si oía hablar a alguien alabándole, pensaba entre sí que cediendo a ello quizás caía en pecado y condenación. Si algún seglar le decía que él era feliz por vivir en una Orden, él le respondía con las palabras de San Jerónimo: “lo que es loable no es vivir en Jerusalén, sino vivir bien en Jerusalén”. No ambicionaba los honores y el respeto de los hombres, lo que más buscaba era la abyección y el desprecio, para parecerse más a su Salvador. Entregó y dio a Dios todo su derecho a la buena fama. Cuando sufría insultos y desprecios, cosa en la que era experto, siempre mostraba ante todos una paciencia admirable; nunca se le oyó una palabra de queja. Cuando enseñaba filosofía en Varsovia, no sé por qué motivo (no era porque no hubiera abundancia de hermanos operarios y clérigos, que podrían haber desempeñado este oficio cómodamente) el superior le dio el oficio de ropero de la casa. Aceptó de buena gana y sin quejarse el oficio que le encargaron, y para mayor humillación él mismo recogía con sus manos la ropa de los religiosos en un saco y la llevaba a la puerta de la lavandera. Si alguna vez sufría alguna ofensa de alguien, se acordaba de sus pecados y de las penas que merecía por ellos. Disfrutaba si se le hacía alguna reflexión seria a causa de alguna contrariedad.

Estaba totalmente resignado a la voluntad de Dios. Era censor blando con los demás y rígido consigo mismo, asiduo en domar las pasiones, torturaba su cuerpo con una cadena de hierro, con vigilias, ayunos y otras cosas. Mortificaba los sentidos, sin permitirles hacer nada.

Era desbordante en la caridad para con el prójimo; visitaba a los enfermos, preparaba a los moribundos; instruía a los pobres e ignorantes con consejos saludables. Era diligente y exacto en escuchar confesiones, de modo que en las vigilias de las fiestas de Cristo, la Santa Virgen, los apóstoles y otros días en que solía venir mucha gente a confesarse, el día anterior solía recitar la oración de la mañana para estar libre para ir a servir a las almas. Posponiendo también sus devociones privadas, iba a escuchar las confesiones de los demás, como si temiera que en la hora de la muerte el justo juez le fuera a negar la presencia de un confesor, por lo que estimaba como gran mérito el ser co-salvador de las almas, y cada vez que alguien le pedía que le escuchara en confesión pensaba que se ofrecía a bajar a Cristo de la cruz.

Mientras enseñaba teología en Cracovia, cada domingo congregaba en nuestra iglesia a los hombres de la nación germana, que solían venir en gran número a ella, de modo que apenas cabían en el templo. Después de cantar alguna canción piadosa a Dios, vestido con estola y sobrepelliz primero invocaba ante el altar mayor por medio de la antífona “Veni, Sante Spiritus etc.”, luego subía al ambón y dirigía a la asamblea sermones ferventísimos. Una vez terminado el sermón y después de cantar algún himno la gente, instruía a los niños en los misterios de la fe cristiana.

Convirtió a muchos herejes a la fe, entre otros a la Ilustre y magnífica joven Cristina Gruzewska, hermana menor de la Ilustrísima Constancia de Potoceis Szczuczyna, procancillera del Gran Ducado de Lituania y fundadora de nuestro colegio de Szczuczyn, y muy pertinaz en los errores de la secta calvinista. Estando mortalmente enferma, la veló durante días y noches, y no se apartó de ella hasta que devuelta a la Iglesia, y reconciliada con Dios, la pudo enviar por la vía de la eternidad.

Finalmente, este buen padre, que siempre había tenido problemas con el pecho, al final se puso tísico, y al empeorar se vio próximo a la muerte, y comenzó a prepararse más y más para ella (aunque siempre había estado preparado). Primero preparó el espíritu con un retiro de ocho días con aquellas cosas que podrían servirle para una última lucha con el enemigo; escribió algunas frases que podrían servirle a la hora de la muerte, que aprendió de memoria, ejercitándose en ellas y muriendo espiritualmente. Después de pasar un mes dedicado a ejercicios espirituales, estando lánguido y con poca vitalidad, absorto totalmente en Dios, no soportaba las bromas y las risas, y rogaba a los visitantes que no se atrevieran a hacer bromas ante él. Edificando hasta el final a los presentes que admiraban sus muchas virtudes, exhaló su alma piadosamente en Cracovia el 1 de marzo de 1730, a los 44 años de edad y 23 de religión. Su cuerpo fue expuesto en el templo, y vinieron padres de la Compañía de Jesús para ver los restos del P. Martín, al que proclamaban santo en público, y para que encomendara sus almas a Dios con sus oraciones[Notas 1].

Notas

  1. Domesticae Ephemerides Calasanctianae, año II bim. II y III, 1894.