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Hacia finales de junio de 1625, estando yo en San Pantaleón ayudando en la clase de los Pequeñines, nuestro V. P. General me sacó de la escuela, me encomendó el cuidado de la Portería y me dio las instrucciones que consideró necesarias.
 
Hacia finales de junio de 1625, estando yo en San Pantaleón ayudando en la clase de los Pequeñines, nuestro V. P. General me sacó de la escuela, me encomendó el cuidado de la Portería y me dio las instrucciones que consideró necesarias.

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CAPÍTULO 19 De algunas cosas sucedidas Siendo yo Portero en Roma [1625]

Hacia finales de junio de 1625, estando yo en San Pantaleón ayudando en la clase de los Pequeñines, nuestro V. P. General me sacó de la escuela, me encomendó el cuidado de la Portería y me dio las instrucciones que consideró necesarias.

Por entonces, una mañana después de la escuela, estando ya cerrada la iglesia, porque no había más que una o dos, o a lo más tres Misas, llegó a la puerta un Señor, con noble comitiva de hábito largo; preguntó si se podía decir Misa, y les dije que eran dueños. Introducidos, me preguntaron por las clases. Habiéndoles satisfecho, dicho Señor, dirigiéndose a sus gentileshombres, les dijo: -Mi iglesia tiene más necesidad de esta Orden que de mí mismo. De estas palabras deduje que era más de lo que aparentaba. Se lo dije al P. General. Cuando llegó se hicieron mil cumplimientos, y se supo que era un clarísimo veneciano, propuesto para el Obispado de Verona. Después vino cada día a celebrar o escuchar la Santa Misa. El Viernes Santo siguiente quiso comer en el nuestro refectorio en la mesa común. N. V. P. General, en atención a Su Señoría, mandó hacer una menestra de arroz, pues si no se hubiera comido pan y agua.

Hacia finales de agosto, me parece que N. V. P. General obtuvo licencia de la Sagrada Congregación para transferir la Capilla del Crucifijo de los Señores Muti -en nuestra iglesia de San Pantaleón-, de su lugar a otro, esto es, cerca del altar mayor, para hacer en aquélla una puerta, por donde los alumnos entraran en la iglesia. Co esa ocasión, se trasladaron los huesos de dichos Señores Difuntos, y su lápida, al mismo lugar de la capilla, con beneplácito de toda la Ilma. Casa de los Muti, y especialmente del Emmo. Cardenal Muti.

Por la misma razón, se sacó de aquel sitio el cuerpo del P. Glicerio Landriani, llamado ´de Cristo´ entre nosotros, -que fue Abad de San Antonio de Piacenza-, y se puso a la puerta del Campanario; como también el cuerpo del Ilmo. Fundador de la Orden de los Caballeros llamados ´de la Madre de Dios´, muy perseguido por su misma Orden. El cuerpo de éste se encontró en carne palpable y color natural, aunque, -como la caja se había hecho pedazos y podrida-, se sacó también el cuerpo, y se puso en la sepultura de nuestra capilla del Pesebre, junto a la puerta de la iglesia que da al Pasquino.

Una vez, estando yo a la puerta, me llamó con mucha urgencia N. V. P. General y Fundador, porque de improviso había muerto una tejedora, que vivía en la plaza de San Pantaleón, y se confesaba con nuestro mismo Padre. Éste fue enseguida y yo lo acompañé. Dicha señora se encontraba en su cama, privada de todo conocimiento. Acudió el Sr. Agustín, antiguo barbero del Papa Gregorio XV, que estaba cerca. Utilizó muchos remedios para ver si sentía; pero, ni con éstos, ni llamándola en voz alta muchas veces, nunca dio ninguna señal de sensibilidad. Ante esto, el Padre comenzó las Letanías de la Santísima Virgen, respondiendo todos nosotros -“Ora pro ea”. Hacia el final de las mismas, la enferma dijo en voz alta: -“¡Padre José, Padre José, muévame!”. Éstas fueron las primeras palabras que dijo, y la primera señal que dio de sensibilidad, lo que yo tuve por cosa milagrosa, y por gracia que Dios le había hecho mediante las oraciones de Nuestro Padre. Hablando de ello después con dicho Sr. Agustín, me confirmó lo mismo, y añadió más: -“Otras cosas mayores he visto y conozco yo del P. José”.

Muchos y muchos recuerdos, y frases santas, pudieran escribir, referidas por N. V. P. Fundador los domingos durante el año, o en otras funciones, en exhortaciones públicas o privadas, dirigidas a nosotros, sus hijos. Pero por mi poca perfección, o por otra imperfección mayor, confieso que no las recuerdo. Digo sólo que se las oí muchas veces en aquellas funciones.

Decía: “Quisiera que el Señor me hiciera este favor, que el Sumo Pontífice, viendo mis faltas, me envíe a una galera para hacer penitencia de este modo. ¡Ay, qué poco se sabe cuánto ayuda en la otra vida el padecer en ésta!”

Otra vez dijo: “No se sabe qué dulce es padecer por amor a Jesucristo, sobre todo cuando, con una palabra sola Dios, lo ha previsto. Yo sé de uno –añadió- que padeció diez, y aun quince años, muchísimos sufrimientos con toda clase de penitencia, porque primero Dios le había hablado al corazón una sola palabra ¡Oh, cuánto consuelo le hizo el Señor con que sintiera en el corazón una sola palabra!”.

Hablándonos a nosotros de la gracia y de la gloria del alma, también solía decir: “La medida o peso de esta vida, es la humildad”.

El P. Fray Ángel, de Ceriale, Liguria, fraile dominico, predicador excelentísimo en las principales ciudades de Italia, como Génova, Milán, Venecia, Padua, y otras, religioso de suma perfección de vida, afectuosísimo del Instituto de las Escuelas Pías, tanto que él y otros doce religiosos suyos, entre los que estaba el Maestro de Novicios de Santo Domingo de Génova, quiso, e insistió extraordinariamente, recibir nuestro hábito, pues la consideraba como la primera Orden de la santa Iglesia. Ocupó en su Orden los primeros cargos; y fue también Predicador Apostólico. Murió sin verse complacido con tal gracia; pero mostró, estando vivo, el afecto de pedir nuestro hábito. Sin embargo, N. V. P. General y Fundador decía: “Quien no sabe comportarse con la Madre, tampoco sabrá comportarse con la Madrastra. Su Madre es la Orden Dominicana. Allá él, etc.”

Notas