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CAPÍTULO 14 Muerte de uno de los nuestros, Digna de consideración [1648]

Ya he dicho y escrito arriba que, una vez, como tenía que exponer un problema a N. V. P. Fundador y General, mientras tenía la administración de nuestra casa de San Pantaleón de Roma, fui adonde él en el momento del reposo en la casa; pero nuestro santo viejo, aunque estaba sobre el jergón, estaba haciendo oración, lo encontré muy afligido, y prorrumpió conmigo en estas palabras: “El Padre N. en Génova, y el Padre N. en Nápoles me destruyen la Orden, al dar el birrete a los Hermanos Operarios”.

Yo le contesté lo que he escrito. Pero como veía que se afligía más, callé, le conté aquello por lo que había ido adonde Su Paternidad, y me fui yo también disgustado por la predicción que me hizo.

Veamos. Primero, todos aseguraban que aquellos dos Padres, que (sin nombrarlos) me había señalado N. V. P. Fundador y General tenían una finalidad buena, es decir, el pensamiento del mayor bien de la Orden, y también de la mayor gloria de S. D. M. y utilidad del prójimo, y que por ella habían trabajado magníficamente hasta la muerte, y vivido siempre con gran esplendor en toda virtud religiosa y perfecta.

Pero, a pesar de esto, me parece que en su muerte el Sumo Dios demostró que no hicieron el bien; y que no fueron ellos, sino N. V. P. José, el que había sido el elegido para Director de toda la Orden, por haber sido Fundador de ella. Y de esta misma opinión han sido también otros de los nuestros y aun forasteros.

La verdad es que la causa de la destrucción de nuestra pobre Orden, como aparece en el Breve del Papa Inocencio X, fueron las disensiones; y éstas nacieron exclusivamente por el birrete dado a los Hermanos Operarios; pues éstos no se conformaron con el birrete, sino, por medio de favores y poderosos quisieron también ser ordenados sacerdotes, y ocupar un lugar sobre los verdaderos clérigos y sacerdotes, como si hubieran estado a la par en el momento de recibir el hábito y profesar.

Además (hablando aquí de aquel Padre que estaba en Nápoles en el tiempo en que N. V. P. Fundador se consolaba conmigo sobre estos birretes), después que la sagrada Visita Apostólica decretó que el Breve obtenido del Sumo Pontífice no lo avalaba, que quedaban suspensos los primeros que se habían ordenado, y no se ordenaran más, este Padre, digo, persistiendo en su pensamiento, volvió a favorecer a los Operarios, porque

-bajo pretexto de haber profesado antes de los 21 años- habían sido nuevamente admitidos a las Órdenes; y se ordenaron algunos ignorantes del todo, que, cuando profesaron no conocían las letras de los [alumnos más pequeños] que hacían la Santa Cruz. Créeme, lector, que no es exageración, sino pura y absoluta verdad.

La causa de esto fue el M. R. P. Torcuato de Cupis, jesuita, quien, en el examen que les propuso, los aprobó a todos. Este Padre, culpable de lo de estos [Operarios] laicos, enfermó de una enfermedad, no sé cómo llamarla, pero grave. Él no la consideraba así, ni creyó que se encontraba a punto de morir por dicha enfermedad. Dio en una gran disentería, y le duró tantos días que parecía increíble; porque, siendo de natural seco, era muy metódico, parquísimo y muy dado a las penitencias corporales, por ser hombre de mucha mortificación.

Era tal la descomposición, que fue necesario cambiarlo varias veces al día, porque todo se lo hacía dentro, con gran disgusto y sufrimiento suyo (porque era limpísimo por naturaleza) y nuestro, porque no podíamos comprender de dónde le provenía tal enfermedad.

Recibió todos los Santos Sacramentos, y, con grandísimas señales de perfecto Religioso, en presencia de todos nosotros y en los brazos de N. V. P. Fundador, entregó su bendita alma a Dios, quien, para su mayor mérito eterno, le había mandado tal enfermedad, como también para nuestra enseñanza; pues recordábamos a Nuestro Padre, que no debemos “Plus sapere quam oportet sapere”, sino recibir las órdenes de quien S. D. M. nos ha dado por guía y Fundador.

Notas