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CAPÍTULO 19 De cómo las Escuelas Pías se trasladaron Junto a la Iglesia de San Pantaleón [1612]

El fervor de nuestro D. José en tan santa Obra de las Escuelas Pías era tan grande, que el fuego de su caridad, hacia Dios y la salvación de las almas, nunca encontraba término en él. “Nunquam satis”, decía, pareciéndole poco lo que hacía. Midiendo sus fuerzas, con la esperanza que tenía en la omnipotencia de Dios, le pareció que el palacio donde tenía las escuelas era angosto, e incapaz para la multitud de los niños que acudían. Y como el palacio<ref group='Notas'>Al margen se lee: “Del Señor Octavio Manini, por el que pagaba anualmente 350 escudos de alquiler”.</ref> de los Señores Torres le parecía un sitio muy a propósito, pensó comprarlo, pues estaba al lado de la misma iglesia de S. Pantaleón, además de otras casas vecinas, como de hecho hizo el 11 de octubre año 1612, mediante las actuaciones de Palmerio y Contini.

Allí, con más fervor que nunca, se establecieron las Escuelas Pías, con satisfacción grande de toda la ciudad y de la Corte de Roma, que no cesaban de elogiar una Obra tan santa, maravillándose de ver un número casi innumerable de niños. Se contaron hasta 1600 alumnos, muy bien colocados en las clases, en las cuales ya cabían. Y era tanto silencio que, de hecho, se veía era Dios el autor de una maravilla tan grande. Y después, tan evidente el progreso en las letras y la piedad cristiana, que no sólo nunca se oyó una mala opinión, sino que cada día se veía cómo triunfaban jóvenes adornados de virtudes y de letras.

Y, habiendo nuestro D. José redactado un breve Compendio de toda la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, con los misterios más principales de nuestra santa Fe, no podía oír cosa más agradable todo piadoso cristiano, que,

-entrando en una de aquellas clases de pequeñines-, ver cómo discutían de tales cosas. Pues, en efecto, además de la devoción y compunción que producían a los oyentes, todos parecían muy expertos teólogos; y tanto se ejercitaba en actos de contrición, fe, esperanza y caridad, que hasta por las calles los iban cantado, en vez de canciones profanas.

Ocurrió en este tiempo un caso digno de mención a este respecto; el de un niño pequeño. Habiendo ido Monseñor Guidicioni, Obispo de Lucca, a uno de aquellos jardines, por deporte, el jardinero, para hacer un regalo al Prelado, fue a coger no sé qué fruta; y subiéndose al árbol, de improviso se le rompió la rama. Al caer, el pobre hombre se quedó cogido de un pie en otra rama, quedando cabeza abajo, sin poder defenderse, viéndose en peligro de un grave desenlace. Estaba allí, al pie de dicho árbol, su hijo pequeño, de unos ocho o nueve años. Como veía que no podía ayudar a su padre en aquella peligrosa situación, por su poca edad, comenzó a decir en voz alta: -“Padre mío, diga como digo yo, con todo el corazón: ´Señor mío Jesucristo, me arrepiento de todos mis pecados…´”, continuado el resto del acto de contrición con tanto ternura que, al verlo Monseñor y su Corte, por curiosidad se fueron acercaron allí. Hallando al pobre jardinero en aquel peligro, lo socorrieron y lo libraron del inminente peligro, quedando confundidos por la piedad y fortaleza del niño, el cual, al preguntarle quién le había enseñado aquella oración, respondió: -“Yo voy a las Escuelas Pías, y el Maestro me ha dicho que haga el acto de contrición de este modo, cuando me encuentre en un peligro”. Quedó el Prelado tan entusiasmado por esto con las Escuelas Pías, que con frecuencia las visitaba para su consuelo.

Hacía ya algún tiempo que el Ilmo. y Revmo. Sr. Glicerio Landriani, patricio milanés, y Abad de San Antonio de Piacenza, había abandonado, con mucho espíritu, las pompas y vanidades del mundo. Se daba a la vida espiritual con desprecio de sí mismo, y muchas veces venía adonde nuestro D. José para la dirección de su alma, aunque le cuidaba especialmente el M. R. P. Domingo de Jesús María, Carmelita Descalzo. A pesar de eso, este año, el día 30 de marzo de 1612, decidió vivir del todo en las Escuelas Pías; y no sólo fue él, sino cinco compañeros más. De esta forma, el Abad, con tan buena compañía como la de nuestro D. José, aumentó en sumo grado su caridad.

Por eso, además de las exhortaciones cotidianas y la oración continua por turnos, en el tiempo que duraban las clases, -en las que ejercitaba a los alumnos, con gran provecho de ellos-, el Abad, al enviarlos a sus casas, se ponía con un crucifijo en la mano, en el umbral de la puerta del salón, y, dando a besar el Crucifijo, exhortaba a todos a la devoción y modestia. Ante tan buen comportamiento, edificaba ver aquella gran cantidad de niños ir a casa tan respetuosos. Hasta tal punto, que los mismos hebreos procuraban venir a las Escuelas Pías.

Y, de hecho, vinieron unos veinte durante varios días. Pero, como con este testimonio, los demonios temían la pérdida de muchas almas, suscitó entre los rabinos una gran rabia; y, haciendo entre ellos un Colegio, ordenaron a los padres de aquellos niños que no los enviaran más a las Escuelas Pías. Y no se pudo superar esta aversión, aunque nuestro D. José les prometió no enseñarles nunca, especialmente a ellos, nada de nuestra santa fe, sino hablarles sólo en general, como a todos los demás, solamente de las virtudes necesarias para vivir con temor de Dios, y observar su santa Ley. Pero todo esto no bastó; y para obviarlo, en el Gueto abrieron una escuela gratis para sus hebreos pobres.

El mes de octubre de 1612, habiéndose multiplicado los Operarios, se compró el susodicho palacio del Señor Torres por diez mil escudos, mediante préstamo. En él empeñó su palabra dicho Ilmo. Señor Abad Landriani, cuya maravillosa vida se describirá en su debido lugar y tiempo. Baste decir por ahora que el Sumo Pontífice Paulo V Borghese nunca le negó nada de lo que le pidió; y tampoco quiso que renunciara a la Abadía, aunque tomara nuestro hábito, pues decía: “Son ingresos para muchísimos gastos”.

Notas