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CAPÍTULO 16 De una grave enfermedad que tuvo N. V. P. General y Fundador [1626]

El deseo que nuestro V. P. Fundador y General tenía de sufrir más cada día por amor de Dios, y de inflamarnos a todos nosotros a correr animosamente en su santo servicio, en conformidad con nuestro Instituto, hacía que no dejara de acometer nada que sirviera a tal fin. Por eso, además de ser él el primero en todas las cosas domésticas, no ahorraba fatiga o ejercicio, aunque fuera muy vil, como barrer el patio, las escaleras, llevar fardos de leña a la cocina, y otras cosas; limpiar las vasijas de los enfermos, dar de comer al burro, limpiar el establo, y cepillar el burro en público.

Una vez, en la plaza de la portería, como el establo estaba debajo de la escuela del ábaco, viendo que el hermano que lo cuidaba no sabía limpiarlo, él mismo cogió el cepillo y lo cepillaba. Asomándose en este momento a su ventana el Emmo. Torres, y estupefacto de una actitud tan humilde, lo llamó y le dijo: -P. General ¿qué hace? Y él, alzando los ojos sonriendo, respondió: -Estoy enseñando a este hermano nuestro lo que no sabe hacer.

Además de todo esto y otras cosas que maravillaban a quien las veía, como acompañar con muchísima frecuencia a los niños a sus casas, algunas veces se ponía la alforja a la espalda, e iba con los mendicantes a la cuestación de pan.

Una vez entre otras, el mes de abril de 1626, si no recuerdo mal, yendo a dicha cuestación llovía y se caló, sobre todo los pies. El compañero que iba con él, pensando con simplicidad que le hacía una cosa grata, le llenó de pan la alforja. Cuando volvió a casa, siendo yo portero y encontrándome en el portón, vi a nuestro Santo Viejo con la cara muy encendida, sudoroso, y calado por la lluvia. Quise quitarle de la espalda la alforja, pero él no quiso. Lo seguí hasta la mitad de la escalera; hice la misma actitud de quitársela, pero él, rehusando, decidió llevarla al refectorio. Se secó los pies, dijo la Santa Misa, y, cuando se enfrió, se sintió atacado por un gran dolor de cabeza. Echándose sobre su camita, fue creciendo el dolor de tal manera que, llamados los médicos, vieron que tenía una fiebre muy aguda, que por minutos aumentaba más, con achaques tan vehementes, que lo dejaban en letargo. Al verlo así, los médicos ordenaron que en aquel momento se le hablara, para no dejarlo dormir. Yo mismo, como portero, iba adonde él para cualquier cosa con mucha frecuencia, y alargaba las conversaciones para mantenerlo despierto; pero nuestro Santo Viejo y queridísimo Padre, nunca demostró aburrirse con mis palabras, respondiéndome siempre muy a tono, y con gran tranquilidad me daba las órdenes necesarias.

Él mismo conoció que su enfermedad era gravísima, se reconcilió como estaba acostumbrado a hacer casi cada mañana. Pidió el SS. Sacramentos de la Eucaristía, que le administró el P. Juan Castilla. Antes de recibirlo dijo el Confiteor, y tuvo un coloquio con el mismo Señor que tenía delante, con tanto espíritu y ardor de fe, que nos enterneció a todos los que estábamos presentes. Aunque yo, de hecho, no recuerdo cada cosa, sin embargo, el hecho es éste, aunque las palabras sean concisas. Pidió primero perdón a Su Divina Majestad de todas sus faltas y pecados, y de no haberle servido ni correspondido a tantos favores recibidos, como estaba obligado. Afirmó creer todo lo que cree y confiesa la Santa Iglesia católica romana. Dijo que le dolía en el alma no poder postrarse en tierra, para poder recibir a Su Majestad en aquellas especies sacramentales. Y que, aunque conocía que sus pecados y errores eran gravísimos, y por eso indigno de recibirlo, sin embargo, confiando en su infinita bondad, esperaba el perdón y el paraíso. Confesó perdonar a todos los que le habían ofendido a él o a la Orden, con el mismo afecto con el que deseaba que Su Majestad le perdonara a él sus pecados. Pidió luego perdón a todos, si en alguna cosa les había ofendido o disgustado, pero que él nunca había tenido intención de ofender a nadie. Manifestó después a S. D. M. que le encomendaba la Obra y la Orden de las Escuelas Pías, como cosa suya propia y de la Virgen María Su Madre, a la que estaba dedicada, y que él la había cuidado como algo que le había encomendado Su Majestad para ayuda de los pobres, y para su mayor gloria. Y suplicó igualmente al cielo que confirmara la bendición que él daba a todos los presentes y ausentes, en cualquier sitio donde estuvieran, porque amaba ¡a todos, a todos!, y los tenía en su corazón como hijos en el Señor. Todo esto dijo, con palabras tan afectuosas y tanto fervor de espíritu, que desgarró el corazón de todos nosotros, que prorrumpimos en llanto desgarrador. Después añadió “Domine, nos sum dignus…” y comulgó. Estuvo mucho tiempo con la puerta de la celda cerrada; tengo para mí que fueron varias horas.

A partir de este día, fue sintiendo mejoría, gracias a Dios, pero lentamente; en este tiempo comulgó muchas veces, siempre postrado en tierra, con una devoción más celestial que terrena.

Por este tiempo, vino de Fanano el P. Santiago [Graziani] de San Pablo, de la región de Sassolo, Estado de Módena, religioso de grandísima perfección, y en la observancia regular ´otro Bernardo, completo en todas las ciencias´, como lo había ordenado llamar nuestro V. P. Fundador y General. Se decía que él lo había nombrado su Vicario General en caso de muerte. Yo mismo lo conduje a la celda de Nuestro Venerable Padre. Acercándose al lecho para recibir la bendición, lo abrazó con mucho afecto, demostrando una grandísima alegría por su venida. Luego lo envió al Noviciado de Monte Cavallo, pues su Asistente, el P. Pedro [Casani] de la Natividad, había ido a Nápoles. Cuando curó N. V. P. Fundador y General, se entregó, como había hecho siempre, pero con más fervor que nunca, a nuestro santo Instituto, a la devoción, y mortificación.

Notas