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Revisión de 16:48 21 oct 2014
- CAPÍTULO 9 De la ida del P. Mario, Provincial de Toscana, A Florencia
El P. Mario de San Francisco salió de Roma todo vanidoso y ancho, con la patente de Provincial de Toscana, con todas aquellas cláusulas de su mayor autoridad, por él deseadas y procuradas, y concedidas por N. V. P. Fundador y General, para aquietarlo y contentar al sagrado Tribunal de la Inquisición, que así se lo había ordenado. Cuando llegó a Florencia como cabeza de su Provincia con las debidas condiciones, leyó y publicó su patente de Provincial, y todos los nuestros lo reconocieron como tal, debido a una orden que, ya antes, había enviado N. V. P. Fundador y General, en que así se lo ordenaba expresamente a todos; y para obviar tumultos, el anterior P. Provincial había llamado también a Mario a Roma.
Comenzó su gobierno con toda magnificencia, llamando de todas las partes de la Orden a quien le parecía bien, tal como se ha dicho en la carta anterior. Hizo todas sus visitas al Serenísimo Gran Duque, a los demás Serenísimos Príncipes, al Ilmo. y Revmo. Arzobispo, y al Revmo P. Inquisidor Muzzarelli, que tanto le quería.
En estas visitas externas pasaba el tiempo, poniendo en ellas todo su corazón, porque era de la alabanza humana de lo que más presumía, y de cualquiera otra cosa, poco o nada se ocupaba. Por eso, le interesaba poco la perfección religiosa entre los suyos, y menos en sí mismo, estando la mayor parte del día perdiendo el tiempo, hora en este, hora en otro palacio, como si fuera un mero Señor seglar.
Se dejaba ver sobre todo, y con mucha frecuencia, en las salas y antecámaras del Serenísimo Gran Duque; y sin ninguna necesidad, ni suya ni de la Provincia, sino sólo perdiendo el tiempo en vanos discursos u ocurrencias, entrometiéndose en lo que más cuenta para los Potentados, que es acerca de sus cualidades y talentos, justificando hora esta acción, o criticando cualquiera otra.
Se introdujo poco a poco en las Secretarías, haciendo amistad con aquellos Señores escribanos, por medio de donativos. Pasaba las horas con ellos, hablando con quienes esperaban sus nombramientos de oficios, o de otra cosa; y luego, con sus trajines iba haciendo de alcahuete por todas partes. Cuando se presentaba la ocasión, allí, en efecto, se detenía, para enterarse de los secretos del Príncipe y de los negocios del Estado.
Esta libertad del P. Mario desagradaba mucho a algunos de aquellos Secretarios principales, quienes lo veían con tanta frecuencia en aquellos sitios sin ninguna necesidad, y comenzaron a considerar su persona como sospechosa; por lo que, con palabras honrosas, le dieron algunos avisos, para que se alejara de allí. Mas él, haciendo oídos de mercader, como se dice, lo oía, pero no se enmendaba.
Esta libertad y obstinación del P. Mario llegó a los oídos del Serenísimo Gran Duque, el cual, conocedor de las conductas de este Padre, sospechó de él, más que lo hubiera hecho de ningún otro, y dio orden de que fueran cautos con él en las Secretarías, y se lo dijeran de su parte. Por eso le enviaron esta embajada: -“El Serenísimo Gran Duque no quiere que V. P. esté tanto en su palacio, que sólo vaya cuando tenga necesidad de alguna cosa, y el resto lo dedique a atender a su Provincia, y cosas semejantes”.
Este buen Padre, que con tal advertencia debía alejarse pronto de la Corte, y no ir a ella sino en extrema necesidad, tomó la advertencia a mofa; y si antes iba a palacio tres o cuatro veces a la semana, comenzó a ir allí seis u ocho veces, exhibiendo lo poco que le importaba el aviso que le había dado el Serenísimo Gran Duque, y se dejaba ver de Su Alteza, cuando pasaba de un departamento a otro, o al salir y entrar. Y, aunque ya no encontraba con quien conversar, él, rumiando a su manera alguna cosa, a guisa de buey mudo, con sus ojos observaba todo.
Dándose cuenta de ello el Serenísimo Gran Duque, y viendo el poco caso que el P. Mario hacía de su persona y de sus órdenes, se disgustó sobre manera, y le intimó jurídicamente a que, en el término de veinticuatro horas, saliera de Florencia.
En ese tiempo el P. Mario, con la ayuda del Revmo. P. Muzzarelli, el Inquisidor, y con toda otra ayuda posible, se las ingenió como pudo para no salir; pero no pudo obtener gracia alguna; a así que salió de Florencia hacia su patria, con gran desprestigio suyo, y de todos nuestros Padres de Florencia.
Se retiró a nuestra Casa de las Escuelas Pías, entonces existente en la ciudad de Pisa, donde tuvo algunas dificultades para ser reconocido como Provincial; sin embargo, lo recibieron en casa. Pero, habiendo escrito a Roma sobre ello, N. V. P. General y Fundador ordenó al P. Superior y a toda la Comunidad de aquella casa -hasta bajo pena de censura- que debían recibir y reconocer como su Provincial al P. Mario de San Francisco. Esto lo sé de cierto, certísimo. Y fue recibido como tal por todos.
Pero como el P. Mario tuvo poca paciencia, menos doctrina, y mucha soberbia, no supo contenerse al hablar; al contrario, habló mucho, no sólo de los Ministros principales del Gran Duque, sino también de Su Alteza Serenísima. Al principio fue compadecido y excusado, como si todo procediera de la mortificación sufrida por haber sido expulsado de Florencia.
Sin dejar nunca de criticar, sino, por el contrario, diciendo cada vez más despropósitos, al cabo de algún tiempo recibió una orden expresa del Serenísimo Gran Duque de salir de su Estado en el término de tres días, según recuerdo. Con esto, se retiró a Fanano, Casa de su Provincia, y Estado del Serenísimo Duque de Módena. Allí, pensando superar esta dificultad por medio del Revmo. Inquisidor Muzazarelli, esperaba escribir a Roma, diciendo que ésta era una persecución hecha por el Serenísimo Gran Duque, no por otra cosa, sino por haber descubierto los errores de Faustina y del Canónigo Ricasoli, inculpando a Su Alteza de algún interés o concesión, por dar gusto a otros, adeptos suyos.
Así que ni siquiera le fue permitido quedarse en aquel Estado, pues también el Serenísimo Duque de Módena lo despidió; sea porque Su Alteza no quería semejante lengua e individuo en su Estado, o porque temía disgustar al Serenísimo Gran Duque, o por alguna otra razón que yo no sé, ni recuerdo haber oído contar. Basta con decir que también de aquel Ducado tuvo que salir, y que no le valieron ninguna de las cartas que en su favor él había obtenido.