BerroAnotaciones/Tomo2/Libro1/Cap08

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CAPÍTULO 8 Cualidades, éxito y muerte Del P. Felipe Andrés [Meli]

Este joven nació en la ciudad de Florencia de padres pobres. Era por naturaleza vivaz y humilde, y muy inteligente. En los primeros años estudió lectura, escritura y principios de gramática. Estaba como criado de un comerciante de seda, y daba señales de gran imaginación.

Fue enviado a Roma para recibir nuestro hábito de manos del P. Santiago [Graziani] de San Pablo, cuando no tendría más de quince o dieciséis años. Se mostró siempre rapidísimo, y respetuoso para con sus Superiores. Después de profesar, estudió humanidades, y terminó siendo muy sólido en ellas. Era muy diligente en copiar escritos de los mejores que encontraba, con los que hizo una gran recopilación. Era diligentísimo en la clase, y sabía explicarse muy bien; tanto, que era estimado y querido por todos, y colocado por los Superiores en las clases superiores, cuando fue sacerdote.

Encontrándose en Florencia en el tiempo en que estuvo allí el P. Mario, como se ha dicho antes, aprendió, hablando con él, muchas de sus costumbres y defectos. Lo primero que aprendió, fue gula y la soberbia. Tanto que, -hasta con personas que conocían muy bien su casa, desde el tiempo en que su madre que lo había traído al mundo y andaba con otros-, presumía de haber nacido en lo más alto de la nobleza. Contaba entre sus parientes, según decía, a la primera nobleza de Toscana, que poseía los más hermosos jardines y las más expensas viñas; más aún, habían sido de sus antepasados los más ricos palacios que había por aquellas tierras. A tal extremo había llegado su vanidad y soberbia. Y parecida era su gula, agravada y corrompida con donativos del P. Mario de San Francisco.

Pues bien, este pobrecito, tan cambiado en Florencia, era uno de los mayores amigos del P. Mario. Cuando éste quería hacer alguna denuncia, le servía como testigo o acusador. Y en nuestra casa, era vigilante público de las costumbres de nuestros Religiosos. Tanto es así, que era el mandarín y el más fiel vasallo del P. Mario. Por eso, poco de bueno se podía esperar de él, por haberse dejado vencer de esta manera por el enemigo de nuestra salvación.

A mi parecer, fue poco a poco abandonado de la mano de Dios; y privado del poderoso manto de la gran Madre de la Misericordia. Del todo tibio ya en el divino servicio, fue arrojado nuevamente contra los escollos del inestable y falso mundo. Y probó nula su profesión, según me parece, bajo la excusa de haberla hecho por fuerza y miedo.

Tan pronto como salió de la Orden, acomodó la conciencia a su modo, lo mismo que el patrimonio, para poder celebrar; y estuvo algún tiempo en Toscana, en casa de no sé qué Señor, enseñando a algunos jovencitos. Luego volvió a Roma, donde, dado clase con nuestro hábito, conoció a algunos de sus antiguos alumnos, y apoyándose en ellos lo mejor que pudo, abrió después una escuela pública. Haciéndose con los escritos de otros, además de su prontitud y vivacidad, puso en pie una numerosa escuela de jóvenes bastante educados. Me parece que estaba no lejos de la iglesia de San Luis de los Franceses.

Daba de sí buenísima impresión en todo, y los alumnos obtenían un evidente progreso, pues su manera de enseñar era bellísima, y el trato, mejor aún; tanto, que creció el número de alumnos y de la educación, que era, probablemente, la mayor y mejor escuela de Curas seculares que hubo en Roma.

Acostumbraba a conversar, confesarse y celebrar en la Chiesa Nova. Aquellos buenos Padres lo estimaban mucho, pues hacía que sus alumnos se confesaran frecuentemente con dichos Padres, y comulgaran también en su iglesia, y en su Casa erigió una Congregación, en la que las fiestas cantaban el Oficio de la Santísima Virgen, y otras devociones, según nuestra costumbre. En este tiempo vivía no lejos de la travesía de las Stalle ne Librari.

En el trato con los Padres de la Chiesa Nova adquirió mucho crédito en la Corte romana. Aquellos Padres lo favorecían y alababan tanto, que se lo llevaron a su antigua casa, cerca de la Puerta pequeña de su iglesia, pero pagándoles de alquiler más de cien escudos al año; más aún, al aumentar después la casa, llegó a más de doscientos. Así me dijo él mismo. Era una bellísima y amplísima casa, en la que yo estuve muchas veces.

Además, en esta casa no sólo daba clase, sino que también abrió una pensión, es decir, tenía muchos jovencitos nobles, que comían y dormían en ella con sus pedantes, como se suelen llamar en los Colegios o Seminarios. Allí recitaba bellísimas representaciones, todas obras de nuestros Padres, es decir, del P. Viviano [Viviani], del P. Juan Bautista [Costantini] de Santa Tecla, del P. Juan Francisco Apa, y del [P. Juan Francisco] Argumenti [de la Anunciación]; cosas doctísimas y bellísimas, a las que acudía, además de la nobleza, los Prelados, Príncipes, Embajadores, y también Emmos. Cardenales.

Al cabo de algunos años, comenzó a introducir en esta residencia a centroeuropeos, para enseñarles le lengua toscana. Eran hombres hechos, porque hombres se podían llamar. Él mismo era quien más los guiaba, con mucha utilidad personal suya, aunque no sé si fue por consejo de los susodichos Padres de la Chiesa Nova, o lo hacía por su cuenta, pues con aquella mezcolanza, con clases revueltas, y muchos más dormitorios entre mayores y niños, parecía que no podía obtener mucho éxito, a pesar de haber mandado a su madre natural venir de Florencia para el cuidado de la casa.

Cogió también un jardín en alquiler en San Onofre, adonde llevaba a los jovencitos a recreo. También ha querido llevarme a mí alguna vez, pero nunca he querido ir allí, aunque me decía que lo había comprado para nuestra Orden; y que lo que sobrara era también para nuestra Orden; pero, de hecho, estaba sólo en alquiler. Allí, pues, llevaba a sus internos en las vacaciones, con satisfacción de todos.

Al cabo de algunos años, se enfrió en él el espíritu y la estima con que era considerado por los Padres de Chiesa Nova, y también por la ciudad, y disminuyó mucho el internado, y también la escuela. Además, no se sabe con qué fin o por qué causa, pero decía la Misa muy de tarde en tarde. Por decirlo con pocas palabras, se desfondó mucho en las cosas espirituales; bien porque antes era hipocresía forzada, o porque el demonio lo tenía prisionero de algo, con el trato de algún centroeuropeo, pues, de hecho, se veía que había cambiado mucho.

Entre sus alumnos había dos hermanos gemelos, hijos del Señor médico Zacchia, el cual, como agradecido al Maestro por el progreso que hacían sus hijos, le manifestaba a Felipe Andrés particular agradecimiento y estima. Por eso, cuando un día se enteró por sus hijos de que el Maestro estaba indispuesto, fue a visitarlo; y encontró a Felipe Andrés de pie, pero muy abatido.

Tomándole el pulso, vio que el mal era gravísimo. Le ordenó acostarse, y le dijo que era necesario cuidar el mal, que era muy grave. Le dio algunas órdenes, y le dijo que volvería después de comer; pero que estuviera en cama. Volvió el Señor Zacchia a buenísima hora, y vio que el mal se había acentuado mucho; por eso, en su presencia mandó poner algunos remedios con nuevas órdenes, y dijo a la madre de Felipe Andrés que estaba malísimo.

Volvió el Sr. Zacchia por la tarde, y viéndolo muy próximo a la muerte, preguntó a la madre quién lo confesaba. Ella le respondió que el Cura. El buen médico fue él mismo a llamar al Cura, y, acompañándolo, lo llevó adonde el enfermo, a quien dijo que, como estaba en peligro, había que armarse con los Santos Sacramentos. Después de ordenarle algunos remedios, dejó al enfermo con el Cura.

Estuvieron juntos D. Felipe Andrés y el Cura mucho tiempo. Cuando el Cura se fue, el enfermo dijo a su madre:-“Esté atenta, que mañana a primerísima hora vendrán dos Padres de los jesuitas desde San Pedro. Envíemelos aquí a la habitación enseguida; y, si estoy dormido, despiérteme a toda costa”.

Habían pasado ya algunas horas de la noche. Como los jovencitos internos tenían que ir a dormir, fueron antes a ver a su Maestro; pero, como estaba muy postrado, la madre los llevó a su Oratorio a decir las Letanías por el enfermo; y luego todos se retiraran a su habitación a dormir.

Mientras estaban diciendo las Letanías, se oyó un gran ruido en la habitación; al mismo tiempo, se separó la imagen donde hacían oración, se amortiguaron las luces, en medio de un susto grande de todos, por el grito que se oyó, proveniente del enfermo. Corrieron los mayores y la madre a la cocina para traer una vela; pero, en cuanto entraron en la habitación, encontraron a D. Felipe Andrés, no en la cama donde lo habían dejado, sino en una silla, con la lengua muy larga fuera de la boca, como si hubiera sido estrangulado, y con una fisonomía tan extraña que espantaba.

Por la mañana muy pronto, fueron a la puerta los dos Padres jesuitas Penitenciarios, lo cuales, al enterarse de la muerte de Felipe Andrés, con suspiros y disgusto demostraron grandísimo dolor, por no haberlo encontrado vivo.

En el Colegio de los jesuitas hubo uno de aquellos Padres Maestros que dijo que, aquella noche, los demonios habían estrangulado al maestro del internado que estaba en la Chiesa Nova. Yo dejo el juicio a Dios, que suyo es.

Esta es el final de uno, a quien tanto había querido el P. Mario de S. Francisco, y cuya muerte ocurrió, según creo, hacia el año 1652.

Notas