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CONCLUSIÓN

Tal vez no fuera necesaria esta conclusión, como resumen de nuestro trabajo, que por su naturaleza no pretende llegar a determinadas conclusiones, sino a exponer simplemente el desarrollo histórico de este proceso secular. La ausencia de otros trabajos similares nos excusa, por otra parte, de la obligada comparación o contraposición de resultados, que darían pie a una justificada serie de conclusiones personales, basadas en la investigación. El hilo del discurso hubiera podido cortarse al terminar el último capítulo, sin que el lector sintiera necesidad de ulteriores precisaciones, que le aclararan en síntesis las líneas o ideas centrales de todo el proceso. La regularidad y exacto cumplimiento de todas las exigencias de la Congregación de Ritos en los procedimientos procesales de esta Causa, nos exime igualmente de reevocaciones dignas de mención.

No obstante, aun a riesgo de reiteraciones innecesarias, no querernos poner punto final sin dar a modo de conclusión una visión global de todo el proceso.

Durante un siglo exacto la Causa de Beatificación del Fundador de las Escuelas Pías fue una de las preocupaciones centrales de la Orden, particularmente de sus Generales, aunque no todos manifestaron siempre excesiva solicitud por promoverla o no fueron afortunados en la elección de Procuradores y colaboradores para acelerar debidamente el ritmo de la Causa. Sin embargo, las demoras más o menos justificadas que pueden observarse en el primer medio siglo, pueden considerarse irrelevantes, dado que el examen oficial de la heroicidad de las virtudes no podía iniciarse ante la Congregación de Ritos antes de haber transcurrido cincuenta años desde la muerte del Siervo de Dios. Y para tal fecha, en nuestro caso, estaban ya concluidos los procesos preparativos, de modo que sin notable retraso se pudo dar comienzo al referido examen.

Esta segunda parte del proceso, que duró otro medio siglo, hubiera podido abreviarse considerablemente. Pero surgieron gravísimas dificultades que sólo podían solucionarse con el hallazgo de documentos, que no fue fácil encontrar. Estas dificultades ponían en tela de juicio la santidad del Siervo de Dios, quien en el último sexenio de su vida había sido acusado y conducido ante el Santo Oficio; había sido suspendido en sus funciones de General de la Orden, y aunque reintegrado luego por la competente Congregación de Cardenales, tal reintegración no sólo no tuvo efecto por no haber sido nunca publicada, sino que, por el contrario, al poco tiempo fue depuesto definitivamente de su cargo el Fundador y reducida su Orden a Congregación secular, con otras medidas gravísimas que amenazaban de raíz la existencia misma del Instituto.

Estas medidas de la Santa Sede justificaban fundadas sospechas de culpabilidad en el viejo Fundador e impedían, por consiguiente, que se declararan heroicas sus virtudes, hasta que no se probara plenamente su inocencia. Pero probar su inocencia era dudar, de rechazo, e incluso acusar de imprudencia e injusticia a la Santa Sede en sus gravísimas disposiciones contra el inocente Fundador y su Orden. Y este fue el nudo gordiano que era necesario disolver para poder declarar heroicas las virtudes del Siervo de Dios.

Ante la abundancia de documentos incuestionables que probaban •a inocencia del Siervo de Dios, podría parecer excesiva la irreduc-tibilidad y las ulteriores exigencias del gran Lambertini, Promotor de la Fe. Pero la gravedad del dilema exigía indudablemente garantías extrordinarias para admitir la total inocencia del encausado y la material injusticia de la Santa Sede, engañada por las calumnias de los adversarios del Santo. Y gracias a los desvelos del mismo Lambertini, se llegaron a encontrar los documentos que se deseaban como pruebas palmarias, sin las cuales esta Causa hubiera quedado anclada para siempre.

Frente a estas dificultades, apenas si tienen importancia todas las demás presentadas a lo largo del proceso, que no fueron pocas, tanto referentes a la intachable conducta del Siervo de Dios, como a irre-gularidadas protocolarias de poca monta en la interminable serie de actos procesales.

La aparente acritud y justas exigencias de los Promotores de la Fe eran consecuencias ineludibles de su propio oficio; pero hay que reconocer que todos los Promotores que intervinieron en la Causa se mostraron profundamente convencidos de la santidad del Siervo de Dios, y procuraron con todos sus medios sacar la Causa de los atolladeros en que ellos mismos la habían hundido con sus propias objeciones. Entre todos los promotores destaca, no sólo por su relevante personalidad, sino también por sus brillantes intervenciones, Próspero Lambertini, quien durante casi medio siglo trabajó en ia Causa, como abogado defensor, como Promotor de la Fe, como Cardenal y como Papa.

Los abogados defensores estuvieron también a la altura de las circunstancias, aunque por momentos la gravedad de las objeciones parecieron superar la habilidad y sutileza dialéctica de sus disquisiciones. Entre ellos merece particular mención el abogado Tomás Montecatini, clave de bóveda cuando parecía que el arco del proceso iba a desplomarse bajo el peso de las objeciones de Lambertini.

La abundancia de milagros atribuidos a la intercesión del Siervo de Dios era tal, que hacían esperar en breve el reconocimiento oficial de los que exigía la Causa. Pero las cosas procedieron diversamente. Y no sin demoras infundadas, debidas más bien a la incuria de los responsables del proceso, se obtuvo la aprobación de dos de ellos con una unanimidad de votos inusitada en los Procesos de Beatificación.

Cupo a Lambertini, elegido Papa con el nombre de Benedicto XIV, el honor y la satisfacción de declarar Beato al P. José de Calasanz, cuya Causa tantos desvelos y sudores le habían costado y por la que había manifestado siempre sumo interés y entusiasmo.

La habilidad de los Procuradores consiguió a lo largo del proceso un cúmulo extraordinario de Cartas Postulatorias, con las que suplicaban a la Santa Sede la Beatificación del Fundador de las Escuelas Pías los más diversos personajes civiles y eclesiásticos, según las exigencias de los decretos pontificios que regulaban estos procesos.

Y terminamos. El camino que lleva a la verdadera santidad es estrechísimo y las biografías de los Santos nos lo prueban sobradamente. Pero no es menos difícil, estrecho y complicadísimo el sendero marcado por la Iglesia para conducir a los Santos, en una especie de peregrinaje postumo, hasta los altares, en donde reciban legítimamente el culto público a ellos destinado. Con nuestro trabajo hemos intentado exponer ese peregrinaje postumo de S. José de Calasanz hasta la gloria de los altares, como suplemento de las innumerables biografías, que nos han hecho conocer su temple de Santo y su talla gigantesca entre los Fundadores de Ordenes Religiosas. Y por ello, probablemente la nota más interesante que merezca ponerse de relieve en esta Conclusión sea la absoluta originalidad de nuestro trabajo, pues por primera vez se expone en toda su complejidad el desarrollo documentado de un Proceso de Beatificación, en el que puede apreciarse la extrema severidad y suma prudencia de la Iglesia Romana, cuando trata de coronar solemnemente a sus hijos con la aureola de los Santos.

Notas