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Cap. 7. Parte de España y viene a Roma

Dios, que quería servirse de D. José como había decretado desde la eternidad, le puso en el ánimo el deseo de partir de España cuando se encontraba más inmerso en sus ocupaciones. Ya había estado cerca de siete años en los cargos supradichos, y cuando él menos pensaba dejarlos, se sintió invitar por cierta voz interior a venir a Roma. La cual voz, insistiendo en llamarlo, parece que le decía: “José, ve a Roma, ve a Roma”. Él se maravillaba entre sí y resistía a este deseo diciendo: “¿Qué tengo que hacer yo en Roma? Yo no pretendo nada, así que ¿por qué quiero meterme a hacer este viaje?” Con todo tenía fijo en su ánimo el pensamiento de Roma, y era tal la fuerza de visitar estos santuarios que incluso durmiendo no dejaba de pensar en ello. Con un maravilloso sueño que por entonces no entendió, Dios le mostró lo que quería de él en Roma, porque le pareció encontrarse en dicha ciudad en medio de una muchedumbre de jovencillos incultos, y que como maestro les enseñaba con mucho esfuerzo el camino de la virtud y del temor de Dios.

Comunicó este deseo a su obispo, a quien es de suponer que le desagradaría mucho privarse de un tal vicario, y que haría todo lo posible para impedir que se fuera, pero los humanos designios no pueden impedir lo que está determinado en el cielo.

Finalmente, tras aconsejarse maduramente con sus padres espirituales y primero con Dios, partió de España, y siguiendo la divina inspiración emprendió el viaje hacia Italia y Roma.

Corría el año 1592 de nuestra salvación y D. José tenía alrededor de treinta y seis o treinta y siete años, siendo Sumo Pontífice Sixto V cuando llegó a Roma. Cuando se vio en esta santa ciudad, fue increíble el gozo que sintió su alma, y lo demostró con la devoción exterior, porque todo lo que deseaba era visitar los lugares santos, especialmente las siete iglesias. Y no sólo de día, sino que incluso de noche solía visitarlas con demostración de sumo contento, empleando mucho tiempo en hacer el recorrido (como muchos testifican), que le servía para purgar el alma, y estar mejor preparado para el sacrificio del altar que cada día ofrecía, además de la confesión sacramental, que usaba a menudo.

Y como el hombre no había nacido sólo para cultivar su espíritu con las divinas contemplaciones, siempre encontraba tiempo también para practicar las obras de misericordia en beneficio del prójimo. Hasta tal punto sentía crecer dentro de sí el fuego del amor de Dios, que con la caridad abrazaba a todo tipo de personas, y a todos hubiera querido verlos en un buen estado de salud, para conseguir la cual se ejercitaba en la oración y en la acción, de modo que cada una fuese de apoyo para la otra.

Siempre tenía miedo a caer en error, y para evitarlo recurría con oraciones a la protección de los santos con todo el corazón, pero más particularmente a la Virgen Madre de Dios, a San José, a su Ángel Custodio, a San Gregorio Magno (al cual añadía en el confíteor diciendo misa) y a Santa Teresa, rogándoles que no permitieran que se apartase del camino recto del servicio de Dios.

Y para no dar lugar al ocio, que es la ruina de las almas, había distribuido y asignado todas las horas del día a sus obras, entre las cuales tenía tiempo destinado a los ejercicios de humildad y de piedad conjuntamente, porque a menudo iba a los hospitales para ayudar a los enfermos, y a las cárceles para consuelo de los pobres presos, no sólo con el servicio material y las limosnas, sino también suministrando ayuda espiritual de santas exhortaciones y saludables consejos. De lo que resultaba que cada día se hiciese en él mayor el fuego de la caridad, y creciese el deseo de hacer cosas grandes por Dios, el cual suavemente iba disponiendo las cosas y preparando los medios de hacerlo llegar a la realización de cuanto desde la eternidad Él había ya determinado en el cielo.

Notas