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Ver original en ItalianoCap. 24. De la última enfermedad del Venerable Padre y de algunas cosas notables
Después de sufrir infinitos padecimientos (por así llamarlos) que Dios había permitido a nuestro Padre en el curso de la larga vida que le había concedido, al mismo tiempo que le había concedido la gracia de llevar a fin muchas obras buenas, como consta al mundo, y de amasar (como debe creerse) gran cúmulo de méritos para conquistar el cielo, encontrándose ya en el nonagésimo segundo año de su vida, enfermó en el mes de agosto de 1648.
El primero de ese mes, solemnidad de San Pedro in Víncula, celebró su última misa con algunos dolores, que atormentándolo toda las noche siguiente no le permitieron dormir. A la mañana quiso levantarse, y después de recitar el oficio, a causa de su debilidad no pudo decir misa, sino que oyó la de los escolares, y después de comer un poco se volvió a acostar. Llamaron a tres médicos, que unánimemente dijeron que no había fiebre, y no pudieron descubrirla por espacio de ocho días. Sin embargo el Padre decía: “yo tengo fiebre, pero Dios, que quiere hacer las cosas a su modo, hace que los médicos se equivoquen, y me den los remedios contrarios”.
Al final se descubrió la fiebre, a causa del la cual se veía al buen viejo ardiendo y con un dolor del costado intolerable, sin que le aliviaran los muchos remedios que recetados por los médicos le aplicaban, y que no le permitían ni comer ni dormir. Consolándole entonces uno de los nuestros, le respondió: “Yo estoy muy contento, porque veo que Dios quiere que cumpla su voluntad. Sólo siento que estos dolores no me permiten que practique los actos de conformidad con el beneplácito divino que yo querría”. El mal iba aumentando, pero él no dejaba sus oraciones, además de las que se dicen en la Orden.
En el transcurso de su enfermedad recibió la comunión muchas veces con sentimientos de devoción dignos de su espíritu, y antes de tomar el sagrado alimento, pedía perdón a todos si en alguna cosa los hubiese ofendido o escandalizado, y añadía que perdonaba de corazón a todos los que le habían ofendido, y por fin bendecía a todos, los presentes y los ausentes, suplicando a Dios que confirmase desde el cielo con abundancia de gracias su bendición. Tomaba ávidamente el alimento vivificante y calladamente se retiraba en su corazón para adorar, gozar y contemplar la infinita bondad de Dios, que tenía consigo en el Santísimo Sacramento, y todo esto lo hacía cada vez que le llevaban a la cama la comunión santísima.
Él ya se daba cuenta de que aquella grave enfermedad poco a poco lo conducía al fin, y que los muchos medicamentos no hacían efectos en su salud, pero los padres con afecto y caridad de hijos no dejaban de buscar remedios que consideraban beneficiosos, y el venerando viejo pacientemente obedecía y se dejaba gobernar tomando todo lo que le venía prescrito.
Sucedió un hecho notable, con el que se conoció el gran odio que tenía a la herejía y al mismo tiempo el celo por la religión católica. Entre los muchos remedios que le dieron al Padre para cuidar su catarro, uno fue un cierto limoncito cortado finamente en rodajas cargado de azúcar, que le ayudaba mucho a curar el catarro. Ese remedio había sido sugerido por el señor Tomás Cocchetti, y para que el Padre lo tomara más a menudo lo acreditaron diciendo que era buenísimo, y que el rey Enrique de Inglaterra solía tomarlo a menudo. Con esto el buen viejo se entristeció mucho de que le dieran tal remedio, y en lo sucesivo no sólo no quiso tomar más, sino que ordenó que tiraran el que ya estaba preparado, diciendo que no quería un remedio descubierto y usado por un hereje, y no se calmó hasta que no lo vio tirar a la calle por la ventana.
En aquellos últimos días de su enfermedad venían muchos señores que le querían bien a visitarlo y pedirle la bendición. Ocurrió que uno de estos, dicen que era un pintor que había venido para hacer un retrato del Padre, mientras estaba pidiendo como los demás ser bendecido, el Padre no daba señal de verlo, ni de tenerlo en cuenta, y aunque se adelantaba y se inclinaba y pedía la bendición, el Padre inclinaba los ojos, o giraba la cara hacia otro lado, y bendiciendo a los demás, este se sentía mortificado. Finalmente, considerando que eso podía ocurrir porque tenía la conciencia dañada, se retiró e hizo en su interior un acto de contrición por haber ofendido a Dios, con el firme propósito de confesarse cuanto antes, y vuelto junto al Padre moribundo, apenas se le presentó delante, él lo miró con un rostro alegre, y alzando la mano lo bendijo.
La piedad de Dios que siempre le había multiplicado las gracias con una larga mano durante los largos de su vida, no fue menos liberal en el último, conservándole perfectamente los sentimientos hasta el momento en que expiró su alma, por lo que mientras le hacían la acostumbrada recomendación del alma, él respondía a todo con gran afecto, y donde tocaba respondía puntualmente, y porque una vez el sacerdote que leía la pasión de de Jesucristo leía en voz baja, le dijo que alzara la voz, oyendo y repitiendo todo con signos de gran consuelo interno, y no le molestaba que le fuera recitada más veces por otros sacerdotes; más aún, recibía gran gozo con ello.
Sintiendo que se aproximaba el momento de su paso, deseó al final tener la bendición pontificia, y a este fin pidió a dos de nuestros sacerdotes que fueran al Emmo. Cardenal Cecchini, para que él pidiera a Su Santidad la anhelada gracia, como la obtuvieron con extremo gozo de nuestro Padre, quien no contento con esto, sino como buen y obediente hijo, que siempre había sido de la Santa Iglesia Romana, envió además al P. Vicente de la Concepción al sepulcro de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, para que a sus pies hiciese en nombre suyo la profesión de fe que aquellos príncipes de la Iglesia y maestros del universo habían enseñado, y esto fue también realizado por el mencionado padre. El cual escribe de puño y letra y depone bajo juramento que poco después de haber comulgado por última vez, le llamó el venerable Padre, y habiendo acudido él para ver qué quería, le dijo: “Haga saber a todos en nombre mío que si nos humillamos, Dios nos exaltará”. El P. Vicente le respondió: “Vuestra paternidad nos deja, y sabe en medio de cuántas dificultades. Recuérdenos en el cielo, que somos sus hijos”. A estas palabras el buen viejo dio un gran suspiro y después dijo: “Si voy al paraíso, como espero de la bondad de mi Señor y la intercesión de la Bienaventurada Virgen, me acordaré; pero haga saber a todos que sean devotos del Santo Rosario, meditando sus misterios, en los cuales se contiene la vida, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, y que no duden, que todo se arreglará”.
Finalmente, después de veinticuatro días de dolorosísima enfermedad, la noche antes de la fiesta de San Bartolomé, entre el veinticuatro y el veinticinco de agosto, hacia las cinco y media de la noche, estando presentes muchos de sus religiosos e hijos, a los que muchas veces había bendecido y exhortado a la observancia de la disciplina religiosa según su vocación y profesión, con gran tranquilidad, profiriendo siempre el santísimo nombre de Jesús, entregó en sus manos el espíritu el año 1648, y cuarto de Inocencio X.