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Ver original en ItalianoCap. 9. Conseguida la paz entre aquellos señores enfrentados, se vuelve José a Urgel
Se marchó de repente José de Barcelona, donde la gente de la ciudad quedó extraordinariamente sorprendida al observar tanta bondad en un hombre tan ajeno a la gloria mundana, y lleno de tan gran mérito y valor, que lo creían no un hombre, sino un ángel bajado del cielo.
El obispo ya había recibido noticias de Barcelona acerca de la unión y paz entre aquellos señores que estaban con las armas en la mano conseguida por medio de su vicario general, con expresiones de reconocimiento de todos los de la ciudad y señores del reino al mérito y a la grandeza de ánimo de José de Calasanz, y con el agradecimiento por el inexplicable favor recibido para beneficio universal. El obispo no cabía en sí mismo de contento, y en su pecho creció el concepto junto con la estima y el reconocimiento que tenía por su vicario general. Pronto lo vio aparecer delante. Fue a su encuentro, y abrazándole amorosamente se alegraba de volverlo a ver como si le hubieran colgado del pecho una reliquia viva. Al mismo tiempo se dio cuenta de la admirable bondad y virtud que brillaban en la persona de José, al verlo huir de los aplausos y honores del mundo, y cómo se exponía generosamente al sufrir por Dios y por el beneficio del prójimo, que muchos lo afirman pero pocos lo hacen. Y si el obispo veía colmados sus anhelos, no sabía cómo responder a las obligaciones que sentía hacia él. José, por el contrario, como si en toda su vida no hubiera hecho nada bueno, se turbaba cuando consideraba su poco talento, y temiendo verse ensalzado, se maravillaba de lo que decían de él. Confesaba que Dios es admirable en sus obras, quien siempre se complace en servirse de los instrumentos débiles de los enfermos y despreciados del mundo, para confundir la soberbia del poder humano. Se mantenía escondido para que no penetraran en su mente las sirenas de las seducciones terrenas y la vanidad del mundo; no quería ni escucharlas para que no encantaran sus oídos. Para él las alabanzas y las aclamaciones eran todo mentiras, y en su pecho, que no se sentía digno de ningún mérito, se decía: “Pongo al Señor ante mí sin cesar, porque está a mi diestra, no vacilo”[Notas 1].
De estos felices sucesos nació en su alma la decisión de entregarse totalmente a su Creador en aquello a lo que Él dispusiese encaminarlo para gusto y servicio suyo. No podía encontrar reposo su corazón hasta encontrar el camino por el cual debía dirigirse. Con gran decisión y temor de espíritu, como si nunca lo hubiera hecho antes, se entregó a la oración, en la cual rogaba a su Divina Majestad se sirviera mostrarle el camino. Sólo esto anhelaba, y pedía ayuda a siervos de Dios para que le ayudaran en esta necesidad suya tan grande.
Sus ayunos y penitencias crecían más del rigor usual, y no quería otra cosa sino ser vilipendiado y despreciado de todos. Casi sólo trataba y hablaba con los suyos, y no decía otras palabras sino que amasen a Dios, con tal expresión y vigor de doctrina, totalmente impregnada de saber divino en su santo amor, que parecía completamente transformado de hecho en su Cristo Jesús. Al señor obispo, observando una ejemplaridad de vida tan extraordinaria en su vicario general, y el desprecio que tenía de las grandezas humanas, le vino a la mente el temor de lo que ocurrió más tarde, que José apartaría su ánimo de todas las cosas terrenas para seguir a Dios y abandonar de hecho el mundo, con lo cual lo perdería con gran dolor suyo y de toda la diócesis. Con este temor siempre estaba atento ante aquello que temía iba a ocurrir.
Mientras tanto José sentía dentro de sí que Dios lo quería en otros quehaceres a beneficio de las almas, y con este fuego encendido se decidió a consolidar de manera más provechosa y abundante aquellas dos obras de los montes, que aumentó con todo lo había ganado de su propiedad, y suplicó al obispo que aprobara los estatutos que había hecho para su gobierno y mantenimiento con mayor asignación de pensiones a los oficiales y al vicario general para que los visitara, de modo que se continuase y perpetuase el beneficio para ayudar al prójimo, cosa que fue hecha para satisfacción suya, quedándose él con una pensión mediocre para servirse de ella, pues consideraba que le iba a hacer falta en Roma. A donde pensaba transferirse, y llevar allí una vida de hombre religioso, mientras en su corazón sentía a menudo decirse que Dios lo quería en Roma. Y allí debía vivir al margen de hecho de toda preocupación terrena, de incógnito en cuanto le fuera posible. Y, en conformidad con lo que se escribe del profeta Joel, mientras dormía siempre le parecía sentir en sueños una clara voz que le decía: “José, ve a Roma”, y después de oír esto veía que le venían delante una gran multitud de niños, que le rodeaban y lo miraban con reverencia, y le escuchaban y oían, y él, como si fuera su padre y maestro, les instruía y enseñaba que tenían que amar y temer a Dios, y no le parecía que se apartasen nunca de su vista, hasta que los hubiese transformado de manera que supieran huir del pecado y entregarse a la adquisición de la virtud sirviendo a Dios, en el cual, crecidos y perfeccionados, se hacían dignos de gozar de la beata visión de Dios. Muchas veces le ocurría sentir y oír todo esto, como un signo agradable, y como era durante el sueño, como tal lo tomaba; y quizás se podía comprender como argumento y pronóstico de aquello que después, con el paso del tiempo, le hizo ver el Señor al haberlo elegido para fundar el instituto de tanta piedad con el que se ejercitan las Escuelas Pías en la cristiandad enseñando a los niños, por lo cual aquello más que un sueño era una visión profética que presagiaba esta santa obra que tenía que hacer José el Piadoso.
A tal lo disponía Dios ya desde sus tiernos años en aquellos sentimientos que lo movían a querer matar al demonio contra el cual en aquella edad iba a hacerle guerra, puesto que él debía ser aquel de quien iba a servirse Dios para encaminar los niños a su santo amor. Por todo lo que hemos escrito en su vida, parecía disponerlo siempre a esto al indicarle la erección de los montes de piedad, siendo su motivo principal el instruir a los niños en las cosas referentes a la profesión que tienen de su nombre cristiano, a lo que parecía siempre movido en cualquier actividad en que estuviera, y siempre hacia ello se encaminaba, por lo que diremos luego, como se ve claramente. A tal fin se disponía encendido en sus oraciones, y comunicando los motivos supradichos con sus padres espirituales acerca de irse a Roma, ya ellos le había dicho que siguiera la voz de Dios, que incesantemente lo llamaba a aquel lugar. A este rayo y corona de su vocación para seguir la voluntad divina se dispuso Calasanz para cumplirlo, y presentándose a su obispo con toda humildad y expresión de su santo propósito, le pidió permiso para ir con su autorización a Roma a reverenciar a los Príncipes de los Apóstoles, y aquellos santuarios y lugares de veneración que existen en la ciudad. Sin duda el prelado fue asaltado por la gran amargura que se temía, y puso todos sus esfuerzos y obras para persuadirlo a que no quisiera abandonarlo; le expresó de nuevo el beneficio conocido de todos de su gobierno con provecho para tantas almas que gozaban de su bondad, y el servicio hecho a Dios, y que debía continuarlo, y mantener aquellos en el bien en el que sus buenas obras y caridad los habían colocado, y custodiarlos y aumentarlos era el mayor servicio al Señor, quien quizás podría disponer de su persona para bien de aquella Iglesia, de la cual todos lo consideraban digno de regirla y gobernarla, añadiendo cuán conocido y amado era, y el amor y el efecto de toda la diócesis, siendo sus votos y deseos el poder gozar de él en un cargo más elevado y más honorable. Privarse de él ahora cuando mejor iban las cosas, y estaban en el sumo gozo de la esperanza, era como abortar antes de tiempo sus días, y un dolor y miseria común. Así dijo el buen obispo; y al final, viéndolo completamente firme en su propósito, y que todo esfuerzo para hacerle cambiar de idea era vano, abrazándolo con amorosas lágrimas, le rogó que no le olvidase, y que hiciera en buena hora aquello que Dios le inspiraba.
Muchos de la ciudad presintieron la inesperada deliberación del vicario general y la preocupación en que quedaba el obispo, lo que llenó el corazón de todos de increíble dolor, y casi todos se pusieron a deliberar para obrar de modo tal que se impidiera su partida. Pero José, despegado totalmente de sus afectos, totalmente despegado de cualquier tipo de respeto u obligación, con sagaz prudencia, una vez se despidió del obispo se marchó se Urgel, de manera que antes se supo que ya se había ido que aquellos hicieran nada para impedirlo. Bien es verdad que fue con disgusto y dolor de toda la ciudad y diócesis, en la cual vivió durante cinco años, teniendo cuando partió de Barcelona hacia Roma treinta años cumplidos.
Notas
- ↑ Sal 16, 8